En la galería había ahora dos puertas iluminadas y abiertas, la de Eileen y la de Wade. La habitación de ella estaba vacía. Me llegó un ruido de forcejeo procedente de la otra, entré de un salto y me la encontré inclinada sobre la cama y peleando con su marido. El brillo oscuro de un revólver en el aire, dos manos lo sostenían, una masculina grande y otra pequeña de mujer, ninguna por la culata. Roger se había incorporado en la cama y estaba inclinado hacia delante, empujando. Eileen llevaba una bata de color azul pálido, una de esas cosas guateadas, el pelo por la cara y —ya con las dos manos en el revólver— consiguió quitárselo a su marido con un tirón decidido. Me sorprendió que tuviera fuerza suficiente, incluso aunque él estuviese medio aturdido. Wade cayó para atrás en la cama, indignado y jadeante y ella dio unos pasos atrás y tropezó conmigo.
Se quedó quieta, apoyándose en mí, mientras sujetaba con fuerza el revólver contra el pecho, agitada por sollozos violentos. Alargué una mano en torno a su cuerpo y la puse sobre el revólver.
Se dio la vuelta como si hubiera hecho falta aquello para que se percatara de que estaba yo allí. Se le dilataron los ojos y su cuerpo se distendió contra el mío. Dejó escapar el revólver. Era un arma pesada, poco manejable, un Webley de doble acción y sin percutor. El cañón estaba tibio. Retuve a Eileen con una mano, me guardé el revólver en el bolsillo y miré a Roger. Nadie dijo nada.
Luego él abrió los ojos y apareció en sus labios la habitual sonrisa de cansancio.
—Ningún herido —murmuró—. Tan sólo un disparo al aire que ha dado en el techo.
Sentí que Eileen se tensaba. Luego se apartó. No había desconcierto en su mirada. La dejé ir.
—Roger —dijo con una voz que no era mucho más que un susurro angustiado—, ¿tenías que hacer precisamente eso?
Wade la miró con aire de quien está de vuelta de todo, se pasó la lengua por los labios y no dijo nada. Eileen fue a apoyarse contra el tocador. Movió la mano maquinalmente para retirarse el pelo de la cara. Todo su cuerpo se estremeció, al tiempo que movía la cabeza de un lado para otro.
—Roger —susurró de nuevo—. Pobre Roger. Pobre desventurado Roger. Wade miraba directamente al techo.
—He tenido una pesadilla —dijo despacio—. Alguien con una navaja, inclinado sobre la cama. No sé quién. Se parecía un poco a Candy. Pero no podía ser Candy.
—Claro que no, cariño —dijo Eileen dulcemente. Abandonó el tocador, se sentó en el borde de la cama y empezó a acariciarle la frente con una mano—. Hace mucho que Candy se fue a la cama. ¿Y por qué iba a tener él una navaja?
—Es mexicano. Todos tienen navajas —dijo Roger con la misma voz remota e impersonal—. Les gustan. Y no le caigo bien.
—No le cae bien a nadie —dije brutalmente.
Su mujer volvió muy deprisa la cabeza.
—Por favor…, no hable así, por favor. Roger no sabía. Ha tenido un sueño…
—¿Dónde estaba el revólver? —gruñí, pendiente de ella, sin prestar la menor atención a Wade.
—En el cajón de la mesilla.
Wade volvió la cabeza y aguantó mi mirada. No había ningún revólver en el cajón y él sabía que yo lo sabía. Estaban las pastillas y cosas sueltas sin importancia, pero no había ningún arma.
—O debajo de la almohada —añadió—. No estoy nada seguro. He disparado una vez —alzó una mano robusta y señaló—, ahí arriba.
Alcé la vista. Parecía, efectivamente, que había un agujero en la escayola del techo. Me acerqué para verlo mejor. Sí; el tipo de agujero que hace un proyectil. Con aquel revólver se podía atravesar el suelo, y llegar hasta el desván. Me acerqué a la cama y me quedé mirándolo, con cara de pocos amigos.
—Tonterías. Quería quitarse de en medio. Nada de pesadillas. Estaba nadando en un océano de autocompasión. Tampoco había un revólver ni en el cajón ni debajo de la almohada. Se levantó, lo cogió en otro sitio y volvió a la cama dispuesto a acabar de una vez con esta historia tan desagradable. Pero creo que no ha tenido el valor. Disparó al aire y su mujer vino corriendo; eso era lo que quería. Compasión y simpatía, compadre. Nada más. Incluso el forcejeo ha sido casi todo mentira. Su mujer no le puede quitar un revólver si usted no quiere que lo haga.
—Estoy enfermo —dijo—. Pero quizá tenga razón. ¿Importa mucho?
—Importa en el sentido que le voy a explicar. Podrían llevarlo a una sala de psiquiatría y, créame, las gentes que dirigen esos sitios tendrían con usted la misma comprensión que los guardianes de una cadena de presos en Georgia.
Eileen se puso en pie de repente.
—Ya es suficiente —dijo con voz cortante—. Está enfermo y usted lo sabe.
—Quiere estar enfermo. Sólo le he recordado lo que le costaría.
—No es momento para decírselo.
—Vuelva a su habitación.
Los ojos azules lanzaron llamaradas.
—Cómo se atreve…
—Vuelva a su habitación. A no ser que quiera que llame a la policía. Supuestamente hay que informar de cosas así.
Wade casi sonrió.
—Sí, llame a la policía —dijo—, como hizo con Terry Lennox.
No me di por aludido. Aún estaba pendiente de Eileen. Parecía agotada ya, y frágil y muy hermosa. El momento de indignación había pasado. Extendí una mano y le toqué el brazo.
—No pasa nada —dije—. No lo volverá a hacer. Vuelva a la cama.
Miró a su marido un buen rato y luego salió del dormitorio. Cuando el hueco de la puerta quedó vacío me senté en el borde de la cama, en el sitio que había ocupado ella.
—¿Más pastillas?
—No, gracias. No importa que duerma o no. Me siento mucho mejor.
—¿Tenía razón en lo del disparo? ¿Es cierto que no ha sido más que un ataque de teatralidad?
—Más o menos —apartó la vista—. Creo que estaba un poco mareado.
—Nadie impedirá que se mate, si realmente quiere hacerlo. Lo sé yo. Y usted también.
—Sí. —Seguía sin mirarme—. ¿Hizo lo que le pedí con lo que estaba en la máquina de escribir?
—Ya. Me sorprende que se acuerde. Unas cosas muy raras. Pero todo muy bien mecanografiado.
—Eso lo hago siempre, borracho o sereno; hasta cierto punto al menos.
—No se preocupe por Candy —dije—. Se equivoca si cree que no le tiene afecto. Y mentí cuando dije que no le cae bien a nadie. Trataba de crispar a Eileen, hacer que se enfadara.
—¿Por qué?
—Ya se ha desmayado una vez hoy.
Movió un poco la cabeza.
—Eileen no se desmaya nunca.
—Entonces lo fingió.
Tampoco le pareció bien aquello.
—¿Qué quería decir con que «un hombre bueno murió por usted»? —pregunté.
Frunció el ceño, pensando en ello.
—Una estupidez. Ya le he dicho que he tenido un sueño…
—Estoy hablando de las tonterías que puso por escrito.
Esta vez me miró, volviendo la cabeza sobre la almohada como si le pesara enormemente.
—Otro sueño.
—Voy a intentarlo de nuevo. ¿Qué sabe Candy de usted?
—Déjelo estar —dijo, cerrando los ojos.
Me levanté y cerré la puerta.
—No se puede correr eternamente, Wade. Candy podría ser un chantajista, claro. Nada más fácil. Podría incluso hacerlo con amabilidad: usted le cae bien, pero le saca dinero al mismo tiempo. De qué se trata, ¿una mujer?
—Se ha creído las tonterías de Loring —dijo con los ojos cerrados.
—No exactamente. ¿Qué me dice de la hermana, la que está muerta?
Era un palo de ciego en cierto sentido, pero puse el dedo en la llaga. Los ojos se le salieron de las órbitas. Le apareció entre los labios una burbuja de saliva.
—Es ésa… ¿la razón de que esté aquí? —preguntó despacio con una voz que era un susurro.
—Sabe perfectamente que no. He venido invitado. Usted me invitó.
Movió la cabeza de un lado a otro sobre la almohada. Pese al seconal le dominaban los nervios. Tenía el rostro cubierto de sudor.
—No soy el primer esposo amante que ha cometido adulterio. Déjeme solo y váyase al infierno. Déjeme solo.
Fui al baño y regresé con una toallita para secarle la cara. Le sonreí irónicamente. Yo era el canalla capaz de superar a todos los canallas. Espera a que esté caído y empréndela entonces a puntapiés. No tiene fuerza. Ni se resistirá ni devolverá las patadas.
—Uno de estos días volveremos sobre ello —dije.
—No estoy loco —respondió.
—Sólo tiene la esperanza de no estar loco.
—He vivido en el infierno.
—Sí, claro. Eso es evidente. Pero lo interesante es por qué. Tenga, tome esto.
Había sacado otro seconal de la mesilla y también le ofrecí el vaso de agua. Se incorporó sobre un codo, intentó hacerse con el vaso pero erró por más de diez centímetros. Se lo puse en la mano. Consiguió beber y tragarse la pastilla. Luego se tumbó, exhausto, el rostro vacío de expresión. La nariz tan lívida que casi podría haberse tratado de un muerto. No estaba en condiciones de tirar a nadie por la escalera aquella noche. Lo más probable era que ninguna noche.
Cuando empezaban a cerrársele los párpados salí del cuarto. Sentía el peso del revólver contra la cadera, un peso considerable en el bolsillo de la chaqueta. Me dirigí de nuevo al piso de abajo. Encontré abierta la puerta de Eileen. Aunque la habitación estaba a oscuras, bastaba la luz de la luna para enmarcarla a ella muy cerca del umbral. Dijo algo que sonaba como un nombre. Me acerqué.
—No levante la voz —le advertí—. Se ha vuelto a dormir.
—Siempre supe que volverías —dijo suavemente—. Aunque pasaran diez años.
La miré fijamente. Uno de los dos no estaba en sus cabales.
—Cierra la puerta —dijo con la misma voz acariciante—. Todos estos años me he guardado para ti.
Me volví y cerré la puerta. Parecía una buena idea en aquel momento. Cuando me volví había empezado a caer hacia mí. De manera que la sujeté. No me quedaba otro remedio. Se apretó con fuerza y sus cabellos me rozaron la cara. Su boca se alzó para que la besara. Temblaba. Abrió los labios, separó los dientes y apareció la lengua como una saeta. Luego bajó las manos, tiró de algo y la bata que llevaba se abrió y debajo estaba tan desnuda como la Venus de Botticelli pero muchísimo menos recatada.
—Llévame a la cama —musitó.
Lo hice. Al rodearla con mis brazos toqué piel desnuda, suave, carne elástica. La llevé los pocos pasos que nos separaban de la cama y la deposité en ella. Eileen mantuvo los brazos en torno a mi cuello. Hacía un ruido silbante con la garganta. Luego se agitó con violencia y gimió. Aquello era terrible. Estaba tan excitado como un semental y perdía rápidamente el control. Una mujer así no hace semejante invitación con demasiada frecuencia.
Candy me salvó. Un crujido mínimo me hizo volver la cabeza; noté que se movía el pomo, me solté del abrazo, abrí la puerta y vi cómo el mexicano volaba por el corredor y escaleras abajo. A mitad de camino se detuvo, se dio la vuelta y me obsequió con una mirada burlona. Luego desapareció.
Regresé a la habitación de Eileen y cerré la puerta, pero esta vez desde fuera. La ocupante de la cama producía algunos ruidos extraños, pero ya no pasaban de ser eso: ruidos extraños. Se había roto el hechizo.
Bajé las escaleras deprisa, entré en el estudio, agarré la botella de whisky y me la llevé a la boca. Cuando no pude tragar más, me apoyé contra la pared, jadeé y permití que el alcohol hiciera su efecto hasta que los vapores me llegaran al cerebro.
Había pasado mucho tiempo desde mi última comida. Mucho tiempo desde la última vez que había hecho algo normal. El whisky me golpeó enseguida con fuerza y seguí trasegándolo hasta que la habitación se enturbió, los muebles se colocaron en sitios equivocados y la luz eléctrica me pareció un incendio o un relámpago estival. Me encontré tumbado en el sofá de cuero, tratando de mantener la botella en equilibrio sobre el pecho. Daba la impresión de estar vacía. Acabó por rodar y golpear contra el suelo.
Aquello fue lo último de lo que tuve una conciencia relativamente precisa.