El mexicano llevaba una camisa a cuadros blancos y negros con lonas en la pechera, pantalones negros ajustados sin cinturón y zapatos de gamuza también blancos y negros, inmaculadamente limpios. El pelo, negro y espeso, peinado hacia atrás y untado con brillantina.
—Señor —dijo, antes de esbozar una reverencia tan breve como sarcástica.
—Ayude al señor Marlowe a llevar a mi marido al piso alto, Candy. Se ha caído y se ha hecho daño. Siento molestarle.
—No es molestia, señora —respondió Candy, sonriente.
—Creo que voy a darle las buenas noches —me dijo a mí—. Estoy agotada. Pídale a Candy cualquier cosa que necesite.
Subió despacio las escaleras. Candy y yo la contemplamos.
—Una preciosidad —dijo el criado con tono campechano—. ¿Se queda a pasar la noche?
—Nada de eso.
—Qué lástima. Está muy sola.
—Quítese ese brillo de los ojos, muchacho. Vamos a acostarlo.
Candy miró con pena a Wade roncando en el sofá.
—Pobrecito —murmuró como si lo sintiera de verdad—. Borracho como una cuba.
—Quizá esté borracho, pero no tiene nada de pobrecito —dije—. Cójalo por los pies.
Lo subimos. Aunque éramos dos nos resultó tan pesado como un ataúd de plomo. Después de las escaleras recorrimos una galería abierta y dejamos atrás una puerta cerrada. Candy la señaló con la barbilla.
—La señora —susurró—. Llame muy bajito; quizá le deje entrar.
No dije nada porque aún lo necesitaba. Seguimos acarreando el cuerpo de Wade, nos metimos por otra puerta y lo dejamos caer sobre la cama. Luego sujeté el brazo de Candy, muy cerca del hombro, en un sitio donde, si se aprieta con los dedos, duele. Logré que sintiera los míos. Hizo un gesto de dolor pero enseguida se dominó.
—¿Cómo te llamas, cholo?
—Quíteme las manos de encima —dijo con altanería—. Y no me llame cholo. No soy un espalda mojada. Me llamo Juan García de Soto y Sotomayor. Soy chileno.
—De acuerdo, don Juan. Limítate a no sacar los pies del tiesto. Y límpiate la boca cuando hables de las personas para las que trabajas.
Se soltó con un movimiento violento y dio un paso atrás, los negros ojos brillantes de indignación. Deslizó una mano en el interior de la camisa y la sacó con una navaja muy larga y de hoja muy fina. La mantuvo en equilibrio, abierta, sobre la palma sin apenas mirarla. Luego dejó caer la mano y recogió la navaja por el mango mientras caía. Lo hizo muy deprisa y sin esfuerzo aparente. La mano subió hasta la altura del hombro; enseguida movió el brazo con decisión y la navaja voló por el aire hasta clavarse, estremecida, en la madera del marco de la ventana.
¡Cuidado, señor! —dijo con tono desdeñoso—. Las manos quietas. Nadie se toma libertades conmigo.
Atravesó ágilmente la habitación, sacó de la madera la hoja de la navaja, la tiró al aire, se dio la vuelta sobre la punta de los pies y la recogió por detrás. Con un chasquido desapareció bajo la camisa.
—Bien —dije—, aunque tal vez un poco pasado de rosca.
Se acercó a mí con una sonrisa burlona.
—Y podría conseguirte un hombro dislocado —dije—. De esta manera.
Le sujeté la muñeca derecha, le hice perder el equilibrio, me moví hacia un lado y detrás de él y le coloqué el antebrazo en la articulación del codo. Le apliqué presión, utilizando mi antebrazo como punto de apoyo.
—Un tirón violento —dije— y la articulación del codo se agrieta. Basta con una fisura. Se te acabaría el lanzar navajas durante varios meses. Con un tirón un poco más fuerte, la pérdida sería irreparable. Quítale los zapatos al señor Wade.
Lo solté y me sonrió.
—Un truco excelente —dijo. No lo olvidaré.
Se volvió hacia Wade y echó mano a uno de sus zapatos, luego se detuvo. Había una mancha de sangre en la almohada.
—¿Quién le ha hecho un corte al patrón?
—Yo no, compadre. Se cayó y chocó con la cabeza contra algo. Es un corte superficial. Ya lo ha visto el médico.
Candy dejó salir despacio el aire que retenía en los pulmones.
—¿Usted lo ha visto caer?
—Fue antes de que yo llegara. Le tienes ley, ¿no es eso?
No me respondió y procedió a quitarle los zapatos a Wade. Lo desnudamos poco a poco y Candy sacó de algún sitio un pijama verde y plata. Se lo pusimos, lo metimos en la cama y lo tapamos. Todavía estaba sudoroso y seguía roncando.
Candy lo miró entristecido, moviendo la cabeza de un lado a otro, despacio.
—Alguien tendría que cuidar de él —dijo—. Voy a cambiarme de ropa.
—Vete a dormir. Yo me ocuparé de él. Te llamaré si te necesito.
Se me puso delante.
—Más le valdrá cuidarlo bien —dijo con voz reposada—. Pero que muy bien.
Abandonó el dormitorio. Entré en el cuarto de baño y me procuré una toallita húmeda y otra toalla muy tupida. Giré un poco a Wade, extendí la toalla sobre la almohada y le limpié la sangre de la cabeza con mucho cuidado para no provocar una nueva hemorragia. Así conseguí ver un corte limpio y poco profundo de unos cinco centímetros. Nada importante. El doctor Loring había acertado al menos en eso. No habría estado mal darle algún punto, pero probablemente no era necesario. Encontré unas tijeras y le corté el pelo para poderle poner una tira de esparadrapo. Luego lo coloqué boca arriba y le lavé la cara. Supongo que eso fue un error.
Abrió los ojos. Perdidos y desenfocados en un primer momento, se aclararon después y me vio de pie junto a la cama. Movió una mano, se la llevó a la cabeza y notó el esparadrapo. Sus labios murmuraron algo, y luego se le fue aclarando la voz.
—¿Quién me golpeó? ¿Usted?
Con la mano siguió tocándose el esparadrapo.
—Nadie le golpeó. Fue una caída.
—¿Una caída? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Desde donde estuviera telefoneando. Me llamó. Le oí caer. Por teléfono.
—¿Le llamé? —Sonrió despacio—. Siempre disponible, ¿no es eso, amigo? ¿Qué hora es?
—Algo más de la una.
—¿Dónde está Eileen?
—Se fue a la cama. Ha sido duro para ella.
Pensó en silencio sobre lo que le acababa de decir. Los ojos llenos de dolor.
—¿Es que…? —se interrumpió con una mueca.
—No la tocó, que yo sepa. Si es a eso a lo que se refiere. Salió usted de la casa sin rumbo fijo y se desmayó junto a la cerca. Deje de hablar. Duérmase.
—Dormir —dijo en voz baja y despacio, como un niño que repite la lección—. ¿En qué consiste eso?
—Quizá le ayude una pastilla. ¿Tiene alguna?
—En el cajón. La mesilla de noche.
Lo abrí y encontré un frasco de plástico con cápsulas rojas. Seconal. Prescrito por el doctor Loring. El simpático doctor Loring. Para la señora de Roger Wade.
Saqué dos cápsulas, puse otra vez el frasco en el cajón y, en un vaso, serví agua procedente de un termo situado sobre la mesilla. Wade dijo que una cápsula sería suficiente. La tomó, bebió algo de agua, volvió a tumbarse y se quedó mirando al techo. Pasó el tiempo. Me senté en una silla y lo estuve mirando. No me pareció que se adormilara. Al cabo de un rato dijo muy despacio:
—Hay algo que sí recuerdo. Hágame el favor, Marlowe. He escrito unas cosas muy absurdas y no quiero que Eileen las vea. Están sobre la máquina de escribir, pero debajo de la funda. Hágame el favor de romperlas.
—Claro. ¿Es eso todo lo que recuerda?
—¿Eileen está bien? ¿Me lo garantiza?
—Sí. Sólo cansada. Déjelo correr, Wade. No siga pensando. No debería haberle hecho esa pregunta.
—Deja de pensar, dice el samaritano. —Su voz era ya un poco somnolienta. Hablaba solo—. Deja de pensar, deja de soñar, deja de querer, deja de vivir, deja de odiar. Buenas noches, dulce príncipe. Tomaré también la otra cápsula.
Se la di con un poco más de agua. Volvió a tumbarse. Esta vez giró la cabeza para poder verme.
—Escuche Marlowe. He escrito unas cosas que no quiero que Eileen… —Ya me lo ha dicho. Me ocuparé de ello cuando se duerma.
—Ah. Gracias. Me alegro de tenerlo aquí. Muy conveniente. Otra pausa considerable. Empezaban a pesarle los párpados.
—¿Ha matado alguna vez a alguien, Marlowe?
—Sí.
—Muy desagradable, ¿no es cierto?
—Hay a quien le gusta.
Los ojos se le cerraron por completo. Luego los abrió de nuevo, pero desenfocados ya.
—¿Cómo pueden?
No respondí. Una vez más se le cayeron los párpados, despacio, como un lento telón teatral. Empezó a roncar. Esperé un poco más. Luego reduje la intensidad de la luz y salí del dormitorio.