No sucedió nada durante una semana, excepto que seguí ocupándome de mi trabajo, más bien escaso por aquel entonces. Una mañana me llamó George Peters, de la Organización Carne, para decirme que había tenido que pasar por Sepulveda Canyon y que, por simple curiosidad, había echado una ojeada a la propiedad del doctor Verringer. Pero el doctor Verringer ya no estaba allí. Media docena de equipos de agrimensores trazaban el mapa del terreno para una subdivisión. Las personas con las que habló ni siquiera sabían quién era el doctor Verringer.
—Al pobre imbécil lo han excluido por causa de una hipoteca —dijo Peters—. Lo he comprobado. Le dieron mil dólares por firmar la renuncia, con la excusa de que así se ahorraba tiempo y gastos, y ahora alguien se va a embolsar un millón de dólares al año, sólo por dividir la propiedad y convertirla en zona residencial. Ésa es la diferencia entre delito y negocio. Para los negocios necesitas capital. A veces me parece que es la única diferencia.
—Una observación adecuadamente cínica —dije—, pero la delincuencia de alto nivel también necesita capital.
—¿Y de dónde sale, compadre? No de la gente que asalta tiendas de ultramarinos. Hasta pronto.
Eran las once menos diez de un jueves por la noche cuando me llamó Wade. Una voz ronca, casi ahogada, pero la reconocí de todos modos. Por el teléfono se oía un jadeo rápido y laborioso.
—Estoy mal, Marlowe. Francamente mal. Casi he perdido el anda. ¿Podría venir cuánto antes?
—Claro, pero déjeme hablar un momento con la señora Wade.
No contestó. Se oyó un estruendo, luego silencio total y a continuación un ruido como de golpeteo durante un breve período. Grité algo por el teléfono pero no conseguí respuesta alguna. Pasó el tiempo. Por fin, el suave clic del teléfono cuando alguien lo cuelga, y el tono de una línea utilizable.
Cinco minutos después estaba en camino. Tardé muy poco más de media hora y aún no sé cómo. Bajé de la colina como si volara y aunque alcancé el Bulevar Ventura con el semáforo en rojo giré hacia la izquierda de todos modos, zigzagueé entre camiones y, en líneas generales, hice el loco de la manera más injustificable. Atravesé Encino muy cerca de los cien con un foco en el límite exterior de los coches aparcados para inmovilizar a cualquiera con intención de salir de repente. Tuve la suerte que sólo se consigue cuando te despreocupas. Ni policías, ni sirenas, ni señalizaciones con luz roja. Sólo visiones de lo que podía estar sucediendo en casa de los Wade, ninguna de ellas muy agradable. Eileen sola en la casa con un borracho enajenado, tal vez caída al pie de las escaleras con el cuello roto, detrás de una puerta cerrada mientras alguien que aullaba fuera intentaba forzarla, descalza y corriendo por una carretera iluminada por la luna, mientras un negro gigantesco la perseguía con un cuchillo de carnicero.
No era en absoluto así. Cuando entré con el Oldsmobile en su avenida, había luces encendidas por toda la casa y la señora Wade, ante la puerta abierta, fumaba un cigarrillo. Llevaba pantalones y una camisa con el cuello abierto. Me apeé y fui hasta ella caminando por las baldosas. Me miró tranquilamente. Si había algo de nerviosismo en el ambiente, era yo quien lo traía.
La primera cosa que dije fue tan disparatada como el resto de mi comportamiento.
—Creía que no fumaba.
—¿Cómo? No, no lo hago de ordinario. —Se quitó el cigarrillo de la boca, lo tiró y lo pisó—. Muy de tarde en tarde. Roger ha llamado al doctor Verringer.
Era una voz plácida y distante, una voz oída de noche sobre el agua. Extraordinariamente tranquila.
—No es posible —dije. El doctor Verringer se ha marchado. Me ha llamado a mí.
—¿Sí? Sólo le he oído telefonear y pedirle a alguien que viniera cuanto antes. Pensé que se trataba del doctor Verringer.
—¿Dónde está ahora?
—Se cayó —dijo la señora Wade—. Debe de haber inclinado la silla demasiado para atrás. Ya le ha pasado otras veces. Tiene una brecha en la cabeza. Un poco de sangre, no mucha.
—Vaya, eso está bien —dije—. No nos gustaría que hubiese muchísima sangre. Le he preguntado que dónde está ahora.
Me miró solemnemente. Luego señaló con el dedo.
—En algún sitio por ahí fuera. Junto al borde de la carretera o entre los matorrales a lo largo de la valla.
Me incliné hacia delante y la miré con detenimiento.
—Caramba, ¿no ha mirado?
Para entonces ya había decidido que estaba conmocionada. Luego me volví para examinar el césped. No vi nada pero había una sombra densa cerca de la valla.
—No, no he mirado —respondió con absoluta calma—. Encuéntrelo usted. He soportado todo lo que he podido. Pero no puedo más. Encuéntrelo usted.
Se dio la vuelta y entró en la casa, dejando la puerta abierta. No llegó muy lejos. Apenas recorrido un metro, se derrumbó y se quedó en el suelo. La recogí y la llevé hasta uno de los dos grandes sofás que se enfrentaban a ambos lados de una larga mesa de cóctel de madera clara. Le busqué el pulso. No me pareció ni muy débil ni irregular. Tenía los ojos cerrados y los párpados azules. La dejé y volví a salir.
Roger Wade estaba allí, efectivamente, como había dicho su mujer. Tumbado de costado a la sombra del hibisco. El pulso era rápido y violento, la respiración anormal y advertí algo pringoso en la nuca. Le hablé y lo zarandeé un poco. Le abofeteé un par de veces. Murmuró algo pero siguió inconsciente.
Conseguí sentarlo, pasé uno de sus brazos sobre mi hombro, intenté alzarlo vuelto de espaldas y agarrándole una pierna. No conseguí nada. Era tan pesado como un bloque de cemento. Los dos nos sentamos en la hierba, descansé un poco y lo intenté de nuevo. Finalmente conseguí ponérmelo sobre los hombros a la manera de los bomberos y con mucha dificultad atravesé el césped en dirección a la puerta principal, siempre abierta. Fue como ir a pie hasta Siam. Los dos escalones de la entrada me parecieron de dos metros. Llegué dando traspiés hasta el sofá, me arrodillé y me deshice de mi carga con un movimiento rotatorio. Cuando me enderecé de nuevo tuve la sensación de que la espina dorsal se me había roto al menos por tres sitios.
Eileen Wade había desaparecido. La habitación era toda para mí. Pero estaba demasiado agotado para que me importara dónde se habían escondido los demás. Me senté, miré a Wade y esperé a recuperar un poco el aliento. Luego le examiné la cabeza. Estaba manchada de sangre y el pelo apelmazado. No parecía nada grave, pero con una herida de cabeza nunca se sabe.
Luego Eileen Wade apareció a mi lado, mirando a su marido con la misma expresión remota.
—Siento haberme desmayado —dijo—. No sé por qué.
—Será mejor que llamemos a un médico.
—He telefoneado al doctor Loring. Es mi médico, ¿sabe? No quería venir.
—Inténtelo con otro.
—No, no; vendrá —dijo la señora Wade—. No quería, pero vendrá tan pronto como le sea posible.
—¿Dónde está Candy?
—Es su día libre. Jueves. La cocinera y Candy libran los jueves. Es lo habitual por aquí. ¿Puede llevarlo a la cama?
—No sin ayuda. Será mejor traer una colcha o una manta. No hace frío, pero en casos como éste no es difícil enfermar de neumonía.
Dijo que traería una manta de viaje. Pensé que era muy amable por su parte. Pero no pensaba con mucha claridad. Estaba demasiado agotado después de acarrear a Wade.
Lo tapamos cuando su mujer regresó con la manta; al cabo de quince minutos se presentó el doctor Loring en todo su esplendor: cuello almidonado, gafas sin montura y la expresión de una persona a la que se ha pedido que limpie vomitados de perro.
Examinó la cabeza de Wade.
—Un corte superficial y algunas magulladuras —dijo—. Sin posibilidad de conmoción cerebral. Yo diría que su manera de respirar indica con claridad cuál es el problema.
Echó mano del sombrero y recogió el maletín.
—Manténganlo abrigado —dijo—. Pueden lavarle suavemente la cabeza y limpiarle la sangre. Se le pasará durmiendo.
—No puedo subirlo yo solo al piso de arriba, doctor —dije.
—En ese caso déjenlo donde está. —Me miró sin interés—. Buenas noches, señora Wade. Como ya sabe, no trato alcohólicos. Aunque lo hiciera, su marido no sería uno de mis pacientes. Estoy seguro de que lo entiende.
—Nadie le está pidiendo que lo trate —dije—. Sólo le pido que me ayude a llevarlo a su dormitorio para poder desnudarlo.
—¿Y usted quién es, exactamente? —me preguntó el doctor Loring con voz gélida.
—Me llamo Marlowe. Estuve aquí hace una semana. Su esposa nos presentó.
—Interesante —dijo—. ¿Cómo es que conoce a mi esposa?
—¿Qué importancia tiene eso? Todo lo que quiero es…
—No me interesa lo que usted quiera —me interrumpió.
Se volvió hacia Eileen, hizo una breve inclinación de cabeza y echó a andar. Me coloqué entre él y la puerta y me recosté contra ella.
—Sólo un minuto, doctor. Debe de hacer muchísimo tiempo que no le pone la vista encima a ese breve texto en prosa que es el juramento hipocrático. El señor Wade me llamó por teléfono y yo vivo bastante lejos. Daba la impresión de estar muy mal y para llegar pronto me he saltado todas las normas de tráfico del estado de California. Lo he encontrado tumbado en el césped y lo he traído hasta aquí; puede creerme si le digo que no es ligero como una pluma. El criado no está en casa y no hay nadie que me ayude a subir a Wade al piso de arriba. ¿Qué le parece todo eso?
—Apártese de mi camino —dijo entre dientes—. O llamaré al jefe de policía y le diré que mande a un agente. En mi calidad de profesional…
—En su calidad de profesional es usted un montón de basura —dije, apartándome.
Enrojeció; despacio, pero con claridad. Ahogándose en su propia bilis. Luego abrió la puerta y salió. La cerró con mucho cuidado. Mientras lo hacía me miró. Nunca me han dirigido una mirada más asesina ni he visto un rostro más deformado por el odio.
Cuando me alejé de la puerta Eileen estaba sonriendo.
—¿Qué es lo que le parece tan divertido?
—Usted. No le importa lo que le dice a la gente, ¿no es cierto? ¿No sabe quién es el doctor Loring?
—Sí; y también sé lo que es.
La señora Wade consultó su reloj de pulsera.
—Candy debe de haber vuelto ya —dijo—. Voy a ver. Su habitación está detrás del garaje.
Salió por uno de los arcos y yo me senté y contemplé a Wade. El gran escritor siguió roncando. Aunque tenía gotas de sudor en el rostro le dejé que siguiera con la manta de viaje. Al cabo de un minuto o dos regresó Eileen, acompañada por Candy.