Un Jaguar deportivo me adelantó al subir la colina y luego redujo la velocidad para no bañarme con polvo de granito durante casi un kilómetro de calzada deteriorada a la entrada de Idle Valley. Daba la impresión de que los propietarios preferían dejarla así para desanimar a los automovilistas dominicales, acostumbrados a deslizarse por las grandes autopistas. Vislumbré un fular de colores brillantes y unos anteojos para el sol. Una mano me hizo un saludo distraído, de vecino a vecino. El polvo volvió a caer para añadirse a la película blanca que ya cubría los matorrales y la hierba quemada por el sol. Luego dejé atrás la parte más silvestre, la calzada se normalizó y todo empezó a estar liso y bien cuidado. Los robles se iban acercando a la carretera, como si sintieran curiosidad por ver quién pasaba, y gorriones de cabeza rosada saltaban de aquí para allá, picoteando cosas que sólo a un gorrión se le ocurre que merezca la pena picotear.
Después aparecieron algunos álamos pero ningún eucalipto. Más adelante un espeso bosquecillo de chopos de Carolina que ocultaban una casa blanca. Luego vi una muchacha a caballo por el arcén de la carretera. La chica llevaba pantalones, una camisa chillona y mascaba un tallo de hierba. El caballo parecía tener calor pero no había llegado a producir espuma y la muchacha le cantaba en voz baja. Del otro lado de una cerca de piedra un jardinero dirigía un cortacésped eléctrico por una enorme extensión de hierba que, mucho más allá, terminaba en el pórtico de una mansión colonial Williamsburg, tamaño de lujo. En algún sitio alguien hacía ejercicios para la mano izquierda en un piano de cola.
Finalmente todo aquello desapareció, surgió el fulgor del lago, caliente y encendido, y empecé a mirar los números en las verjas delante de las casas. Sólo había visto una vez el hogar de los Wade y a oscuras. No era tan grande como me había parecido de noche. La avenida estaba repleta de coches, de manera que aparqué a un lado de la calle y entré. Un criado mexicano con una chaqueta blanca me abrió la puerta. Era esbelto, pulcro, bien parecido, la chaqueta le sentaba bien y daba la sensación de ser un mexicano que ganaba cincuenta dólares a la semana y no se mataba a trabajar.
—Buenas tardes, caballero —dijo en español, y procedió a sonreír como si se hubiera apuntado un tanto—. ¿Su nombre, por favor?
—Marlowe —respondí—. ¿A quién estás tratando de eclipsar, Candy? Hemos hablado por teléfono, ¿recuerdas?
Sonrió y entré. Era el mismo cóctel party de siempre, con todo el mundo hablando a voz en grito, sin nadie que escuchara, cada invitado sujetando la copa como si en ello le fuera la vida, ojos muy brillantes, mejillas encendidas o pálidas y sudorosas según la cantidad de alcohol consumida y la capacidad del individuo para controlarla. Luego Eileen Wade se materializó a mi lado con un algo de color azul pálido que no la perjudicaba en absoluto. En la mano llevaba una copa que parecía sólo utilería.
—Me alegro muchísimo de que haya podido venir —dijo con mucha seriedad—. Roger quiere verlo en su estudio. Detesta las fiestas. Está trabajando.
—¿Con todo este estruendo?
—Nunca parece molestarle. Candy le conseguirá algo de beber…, o si prefiere ir al bar…
—Haré eso último —dije—. Siento lo de la otra noche.
La señora Wade sonrió.
—Creo que ya se ha disculpado. No fue nada.
—¿Nada? Eso lo dirá usted.
Conservó la sonrisa el tiempo suficiente para hacer una inclinación de cabeza, darse la vuelta y alejarse. Localicé el bar en un rincón, junto a unas puertas ventana muy amplias. Era una de esas cosas que se llevan de un sitio a otro. Ya había atravesado media habitación, tratando de no tropezar con nadie, cuando una voz dijo:
—Ah, señor Marlowe.
Me volví y vi a la señora Loring en un sofá, junto a un individuo de aspecto remilgado y gafas sin montura, con una mancha en la barbilla que podría haber sido una perilla. Linda Loring tenía una copa en la mano y parecía aburrida. Su acompañante permanecía inmóvil, los brazos cruzados y el ceño fruncido.
Me acerqué a donde estaban. La señora Loring me sonrió y me tendió la mano.
—Mi marido, el doctor Loring. El señor Philip Marlowe, Edward.
El tipo de la perilla me miró brevemente y me hizo una inclinación de cabeza todavía más escueta. No se movió por lo demás. Parecía estar ahorrando energía para cosas mejores.
—Edward está muy cansado —dijo Linda Loring—. Edward está siempre muy cansado.
—A los médicos les sucede con frecuencia —dije—. ¿Quiere que le traiga algo de beber, señora Loring? ¿O a usted, doctor?
—Mi mujer ya ha bebido bastante —dijo Loring sin mirarnos a ninguno de los dos—. Yo no bebo. Cuanto más veo a personas que sí lo hacen, más me alegro de no ser una de ellas.
—Días sin huella —dijo la señora Loring con entonación soñadora.
El doctor se dio la vuelta y la miró fijamente. Me alejé de allí y puse rumbo al bar. En compañía de su marido Linda Loring parecía distinta. Advertí un filo en su voz y un desdén en su expresión que no había utilizado conmigo ni siquiera cuando estaba enfadada.
Candy se ocupaba del bar. Me preguntó qué quería beber.
—Nada ahora mismo, gracias. El señor Wade quiere verme.
—Está muy ocupado, señor.
Me pareció que Candy no me iba a caer simpático. Cuando me limité a mirarlo, añadió:
—Pero voy a ver. Un momento, señor.
Se abrió camino hábilmente entre la multitud y regresó muy poco después.
—De acuerdo, compadre, vamos —dijo alegremente.
Lo seguí por el salón y atravesamos la casa de un extremo a otro. Candy abrió una puerta, la atravesé, la cerró detrás de mí y el ruido disminuyó en gran medida. Me encontré en una habitación que hacía esquina, grande, fresca y tranquila, con puertas ventana, rosales en el exterior y un acondicionador de aire a un lado. Se veía el lago y a Wade tumbado en un amplio sofá, tapizado de cuero de color muy claro. Sobre un gran escritorio de madera descolorida descansaba una máquina de escribir, con un montón de hojas amarillas al lado.
—Le agradezco que haya venido, Marlowe —dijo perezosamente—. Póngase cómodo. ¿Se ha tomado una copa o dos?
—Aún no. —Me senté y lo miré. Seguía pareciendo un poquito pálido y tenso—. ¿Qué tal el trabajo?
—Bien, excepto que me canso demasiado pronto. Es una lástima que cueste tanto superar una borrachera de cuatro días. Con frecuencia produzco después lo mejor de mi trabajo. En mi oficio es facilísimo ponerse tenso y sentirse envarado y molesto. Entonces lo que se escribe no sirve de nada. Cuando es bueno no cuesta trabajo. Todo lo que haya leído u oído en contra es pura palabrería.
—Depende, tal vez, de quién sea el escritor —dije—. A Flaubert no le resultaba nada fácil escribir, pero lo que producía era bueno.
—De acuerdo —dijo Wade, incorporándose—. De manera que ha leído a Flaubert y eso le convierte en intelectual, en crítico, en sabio del mundo literario. —Se frotó la frente—. Estoy sin alcohol y no me gusta nada. Aborrezco a cualquier persona con una copa en la mano. Y tengo que salir ahí fuera y sonreír a todos esos indeseables, que saben que soy un alcohólico. De manera que se preguntan de qué huyo. Algún freudiano hijo de mala madre ha hecho de eso un lugar común. Hasta los niños de diez años lo saben. Si tuviera un hijo de diez años, Dios no lo quiera, el muy repelente me estaría preguntando: «¿De qué escapas cuando bebes, papi?».
—Tal como me lo han contado, hace muy poco de todo eso —dije.
—Ha empeorado, pero siempre he tenido problemas con la botella. Cuando eres joven y estás en forma encajas bien los golpes. Pero cuando rondas los cuarenta ya no te recuperas con la misma facilidad.
Me recosté en el asiento y encendí un cigarrillo.
—¿Por qué quería verme?
—¿De qué cree que escapo, Marlowe?
—Ni idea. Me falta información. Además, todo el mundo huye de algo.
—Pero no todo el mundo se emborracha. ¿De qué huye usted? ¿De su juventud, de una conciencia culpable o de saberse un operario de poca monta en un negocio sin importancia?
—Ya lo entiendo —dije. Lo que necesita es alguien a quien insultar. Dispare, amigo. Cuando empiece a hacerme daño se lo haré saber.
Sonrió y se pasó la mano por los espesos cabellos rizados. Luego se golpeó el pecho con un dedo.
—Está usted mirando a un operario de poca monta en un negocio sin importancia, Marlowe. Todos los escritores son basura y yo soy uno de los peores. He escrito doce bestsellers, y si alguna vez termino ese montón de hojas que están en el escritorio es posible que haya escrito trece. Y ni siquiera uno de ellos vale la pólvora necesaria para mandarlo al infierno. Soy propietario de una casa preciosa en una zona residencial privilegiada que pertenece a un multimillonario también privilegiado. Tengo una esposa encantadora que me quiere y un editor estupendo que también me aprecia y finalmente estoy yo que me quiero más que nadie. Soy un hijo de perra egotista, una prostituta o un chulo literario, elija la palabra que más le guste, y un canalla de tomo y lomo. En consecuencia, ¿qué puede hacer por mí?
—¿Qué es lo que tendría que hacer?
—¿Por qué no se enfada?
—No tengo ningún motivo. Me limito a escuchar cómo se desprecia. Es aburrido pero no lastima mis sentimientos.
Rió con violencia.
—Me gusta usted —dijo—. Vamos a tomarnos una copa.
—Aquí no, amigo. No usted y yo solos. No me apetece presenciar cómo se toma la primera. Nadie le puede detener y no creo que nadie vaya a intentarlo. Pero no tengo por qué ayudarle.
Se puso en pie.
—No tenemos por qué beber aquí. Vayamos fuera y echemos una ojeada a un notable grupo de personas del tipo de las que se llega a conocer cuando se gana el dinero suficiente para vivir donde lo hacen ellos.
—Escuche —insistí—. Olvídelo. Déjelo ya. No son diferentes del resto del mundo.
—Es verdad —respondió molesto—, pero deberían serlo. Si no lo son, ¿de qué sirven? Son la aristocracia de la zona, pero no mejores que una pandilla de camioneros con una mona de whisky barato. Ni siquiera comparables.
—Déjelo ya —repetí—. Si lo que quiere es emborracharse, emborráchese. Pero no la tome con unas personas que se entrompan sin necesidad de ir a esconderse con el doctor Verringer ni de perder la cabeza y tirar a su mujer por la escalera.
—Ya —dijo y, de repente, pareció tranquilo y reflexivo—. Pasa el examen, compadre. ¿Qué tal si se viene a vivir aquí una temporada? Podría hacerme mucho bien sólo con estar aquí.
—No veo cómo.
—Pero yo sí. Sólo con estar aquí. ¿Mil al mes le interesarían? Soy peligroso cuando estoy borracho. No quiero ser peligroso y no quiero estar borracho.
—No podría pararlo.
—Inténtelo por tres meses. Terminaría la maldita novela y luego me iría lejos una temporada. Me refugiaría en algún lugar de las montañas suizas para limpiarme.
—El libro, ¿eh? ¿Necesita el dinero?
—No. Pero tengo que terminar algo que he empezado. De lo contrario estaré acabado. Se lo pido como amigo. Por Lennox hizo más que eso.
Me puse en pie, me acerqué a él y lo miré con muy poco afecto.
—Conseguí que Lennox muriera, señor mío. Conseguí matarlo.
—Tonterías. No se me ponga sentimental, Marlowe. —Se colocó el borde de la mano contra la garganta—. Estoy hasta aquí de blandengues.
—¿De blandengues? —pregunté—. ¿O simplemente de personas amables? Dio un paso atrás y tropezó con el borde del sofá, pero no perdió el equilibrio.
—Váyase al infierno —dijo sin perder la compostura—. No hay trato. No le culpo, por supuesto. Hay algo que quiero saber, que necesito saber. Usted no sabe qué es y yo no estoy seguro. Mi única certeza es que hay algo y que tengo que saberlo.
—¿Acerca de quién? ¿Su mujer?
Movió los labios como para humedecérselos.
—Creo que se trata de mí —dijo—. Vamos a tomarnos esa copa. Se llegó hasta la puerta, la abrió y salimos.
Si quería que me sintiera incómodo, había triunfado en toda la línea.