A la mañana siguiente me levanté tarde en razón de los importantes honorarios que iba a recibir por el trabajo de la noche anterior. Bebí una taza más de café, fumé un cigarrillo extra, comí una loncha más de beicon canadiense y por centésima vez me juré a mí mismo que nunca volvería a utilizar una máquina de afeitar eléctrica. Eso hizo que el día volviera a la normalidad. Llegué al despacho alrededor de las diez, recogí algo de correo y dejé el contenido de las cartas sobre el escritorio. Abrí las ventanas todo lo que pude para eliminar el olor a polvo y a lobreguez que se acumulaba durante la noche y quedaba suspendido en el aire inmóvil, en los rincones de la habitación y hasta en las tablillas de las venecianas. Una mariposa nocturna yacía con las alas desplegadas en una esquina de la mesa. En el alféizar una abeja con las alas destrozadas se arrastraba por la madera, zumbando de una manera cansada y remota, como si supiera que sus esfuerzos eran inútiles, que estaba acabada, que había volado en demasiadas misiones y no volvería nunca a la colmena.
No se me ocultaba que iba a ser uno de esos días locos. Todo el mundo los tiene. Días en los que sólo se presentan quienes tienen los tornillos flojos, los chiflados que aparcan el cerebro con la goma de mascar, las ardillas que no encuentran sus cacahuetes, los mecánicos a los que siempre les sobre una ruedecita de la caja de cambios.
El primero fue un tipo grande y rubio apellidado Kuissenen o algo igualmente finlandés. Metió como pudo su gigantesco trasero en el asiento de los clientes, colocó dos enormes manos callosas sobre mi escritorio y dijo que era maquinista de excavadora, que vivía en Culver City y que su vecina, la muy condenada, estaba tratando de envenenarle al perro. Todas las mañanas antes de dejar que el animal se diera unas carreras por el patio trasero, tenía que registrarlo de un extremo a otro en busca de las albóndigas arrojadas desde la casa vecina por encima de los jazmines. Ya había encontrado nueve y estaban repletas de un polvo verdoso que era un compuesto de arsénico para matar malas hierbas.
—¿Cuánto por estar vigilante y pillarla con las manos en la masa? Me miró con la misma fijeza que un pez en una pecera.
—¿Por qué no lo hace usted?
—Tengo que trabajar para vivir. Estoy perdiendo cuatro dólares veinticinco a la hora sólo por venir aquí a preguntar.
—¿Lo ha intentado con la policía?
—Lo he intentado. Quizá se pongan con ello el año que viene. En este momento están muy ocupados haciéndole la pelota a la Metro Goldwyn Mayer.
—¿La Sociedad contra la Crueldad con los Animales? ¿Los Tailwaggers?
—¿Quiénes son?
Le hablé de los Tailwaggers. No le interesaron nada. Estaba al tanto de la Sociedad contra la Crueldad con los Animales. Podían irse al infierno. No eran capaces de ver nada que fuese más pequeño que un caballo.
—En la puerta dice que es usted investigador —dijo con ferocidad—. Muy bien, mueva el culo e investigue. Cincuenta dólares si la pilla.
—Lo siento —dije—. Estoy ocupado. Y pasarme un par de semanas escondido en una topera en su patio trasero no es una de las cosas que hago habitualmente…, ni siquiera por cincuenta dólares.
Se puso en pie con el ceño fruncido.
—Un pez gordo —dijo—. No necesita la pasta, ¿eh? No se toma la molestia de salvarle la vida a un pobre perro. Ande y que lo zurzan, pez gordo.
—También yo tengo mis problemas, señor Kuissenen.
—Le retorcería el cuello si la pillara —dijo, y no tuve la menor duda de que podía hacerlo. Le retorcería la pata de atrás a un elefante—. Ésa es la razón de que quiera que la vigile otra persona. Todo porque el pobre chucho ladra cuando pasa un coche por la calle. Una bruja con muy malas pulgas.
Se dirigió hacia la puerta.
—¿Está seguro de que es al perro a quien quiere envenenar? —pregunté a su espalda.
—Claro que estoy seguro. —Iba ya a mitad de camino cuando se hizo la luz. Giró en redondo a toda velocidad—. ¿Cómo ha dicho?
Hice un gesto negativo con la cabeza. No quería pelearme con él. Quizá me diera en la cabeza con el escritorio. Resopló y salió, casi llevándose la puerta.
La siguiente alhaja fue una mujer, ni vieja, ni joven, ni limpia, ni demasiado sucia, pero evidentemente pobre, desastrada, quejumbrosa y estúpida. La chica con la que compartía habitación —en su ambiente cualquier mujer que trabaja es una chica— le cogía dinero del bolso. Un dólar por aquí, cincuenta centavos por allá, pero la suma iba creciendo. Calculaba que no andaba ya lejos de los veinte dólares. No se lo podía permitir. Tampoco se podía mudar. Ni pagar a un detective. Se le había ocurrido que yo estaría dispuesto a asustar un poco a su compañera de cuarto, sólo por teléfono, sin dar nombres.
Tardó unos veinte minutos en contármelo. Amasaba el bolso sin parar mientras hablaba.
—Eso lo puede hacer cualquier conocido suyo —le dije.
—Sí, pero como usted es detective…
—No tengo licencia para amenazar a personas de las que no sé nada.
—Voy a decirle a mi compañera que he venido a verle. No tengo que decirle que se trata de ella. Sólo que trabaja en el caso.
—Yo no lo haría si fuera usted. Si menciona mi nombre quizá me llame su compañera de cuarto. Y si lo hace tendré que decirle la verdad.
Se puso en pie y se golpeó el estómago con el bolso raído.
—No es usted un caballero —dijo con voz chillona.
—¿Dónde dice que tenga que serio?
Se marchó murmurando.
Después del almuerzo me vino a ver el señor Simpson W. Edelweiss. Tenía una tarjeta de visita para probarlo. Era gerente de un negocio de máquinas de coser. Un hombrecillo de aspecto cansado y de unos cuarenta y ocho o cincuenta años, manos y pies pequeños, con un traje marrón de mangas demasiado largas y un cuello duro detrás de una corbata morada con un dibujo de rombos negros. Se sentó en el borde de la silla sin juguetear con nada y me miró con unos ojos negros muy tristes. También el pelo era negro, espeso y crespo, sin el menor signo visible de gris. Llevaba un bigote recortado de tonalidad rojiza. Podría haber pasado por treinta y cinco si uno no reparaba en el dorso de sus manos.
—Llámeme Simp, de simplón —dijo. Todo el mundo lo hace. Estaba cantado. Un judío que se casa con una mujer que no lo es, de veinticuatro años y muy guapa. Ya se ha escapado otras dos veces.
Sacó una foto de su esposa y me la enseñó. Quizá a él le pareciera hermosa. Para mí era una mujer descuidada, grande como una vaca, y con una boca que denunciaba falta de voluntad.
—¿Qué problema tiene, señor Edelweiss? No me dedico a los divorcios. —Traté de devolverle la foto. La rechazó—. Al cliente siempre lo trato de señor —añadí—. Al menos hasta que me ha contado unas cuantas docenas de mentiras.
Sonrió.
—Las mentiras no me sirven de nada. No se trata de divorcio. Sólo quiero que Mabel vuelva. Pero no lo hace hasta que la encuentro. Quizá sea para ella algo así como un juego.
Me habló de su mujer con paciencia, sin rencor. Mabel bebía, se buscaba apaños, no era muy buena esposa, según los criterios del señor Edelweiss, pero quizá la habían educado de manera demasiado estricta. Mabel tenía un corazón como una casa, dijo, y además él la quería. No se hacía ilusiones sobre su persona; no era un galán de cine, tan sólo un trabajador serio que volvía a casa con la paga. Tenían una cuenta conjunta en el banco. Mabel se lo había llevado todo, pero no le importaba. Adivinaba con quién se había marchado y, si estaba en lo cierto, el otro se desharía de ella en cuanto la dejara sin blanca.
—Kerrigan de apellido —dijo—. Monroe Kerrigan. No tengo nada contra los católicos. Hay muchos judíos indeseables. El tal Kerrigan es barbero cuando trabaja. Tampoco tengo nada contra los barberos. Pero muchos son culos de mal asiento y les gusta apostar en las carreras de caballos. Gente poco segura.
—¿No tendrá noticias de Mabel cuando la dejen sin blanca?
—Se avergüenza muchísimo. Podría intentar cualquier cosa.
—Es un trabajo para el departamento de personas desaparecidas, señor Edelweiss. Debería ir allí y dar parte.
—No; no tengo nada contra los policías, pero no quiero acudir a ellos. Mabel se sentiría humillada.
El mundo parecía estar lleno de personas contra las que el señor Edelweiss no tenía nada. Puso algún dinero sobre mi escritorio.
—Doscientos dólares —dijo—. La entrega inicial. Prefiero hacerlo a mi manera.
—Volverá a suceder —le dije.
—Seguro. —Se encogió de hombros y extendió las manos amablemente—. Pero sólo tiene veinticuatro años y yo casi cincuenta. ¿Cómo podría ser de otra manera? Acabará por sentar la cabeza. El problema es que no tenemos hijos. Mabel no puede. A un judío le gusta tener familia. Lo sabe y se siente humillada.
—Es usted una persona muy comprensiva, señor Edelweiss.
—Bueno, no soy cristiano —dijo—. No tengo nada en contra de los cristianos, entiéndalo. Pero conmigo es de verdad. No sólo lo digo. También lo hago. Ah, casi olvidaba lo más importante.
Sacó una tarjeta postal y la empujó en mi dirección junto con el dinero.
—La envió desde Honolulu. Allí no dura mucho el dinero. Un tío mío tenía una joyería. Jubilado. Ahora vive en Seattle.
Tomé de nuevo la foto.
—Tendré que mandarla fuera —le dije—. Y será necesario que haga copias.
—Se lo estaba oyendo decir antes de entrar, señor Marlowe. De manera que he venido preparado. —Sacó un sobre que contenía otros cinco ejemplares de la foto—. También tengo a Kerrigan, aunque es sólo una instantánea.
Se buscó en otro bolsillo y me entregó otro sobre. Examiné a Kerrigan. Tenía una cara de bribón melifluo que no me sorprendió en absoluto. Tres fotografías de Kerrigan.
El señor Simpson Edelweiss me dio otra tarjeta con su nombre, su dirección y su número de teléfono. Dijo que confiaba en que no le costara demasiado pero que respondería de inmediato a cualquier petición de nuevos fondos y que esperaba tener pronto noticias mías.
—Doscientos debería ser casi suficiente si Mabel está todavía en Honolulu —dije—. Lo que necesito además es una descripción detallada de los dos para incluirla en un telegrama. Altura, peso, edad, color, cualquier cicatriz visible u otras marcas que permitan identificarlos, la ropa que Mabel vestía y la que se llevó y cuánto dinero había en la cuenta que vació. Si ya ha pasado usted por esto anteriormente, señor Edelweiss, ya sabe lo que quiero.
—Tengo una sensación algo especial sobre el tal Kerrigan. Inquietud.
Pasé otra media hora interrogándolo estrechamente y anotando lo que me dijo. Luego se puso en pie, me dio la mano, hizo una inclinación de cabeza y salió sin prisa del despacho.
—Dígale a Mabel que no se preocupe —añadió mientras se marchaba.
Todo salió a pedir de boca. Mandé un telegrama a una agencia de Honolulu a lo que siguió un envío por correo aéreo con las fotos y la información no incluida en el telegrama. Encontraron a Mabel trabajando como auxiliar de camarera en un hotel de lujo, fregando bañeras, suelos de cuartos de baño y otras cosas por el estilo. Kerrigan había hecho exactamente lo que el señor Edelweiss esperaba que hiciera: desplumarla mientras dormía y darse a la fuga, dejándola con la factura del hotel. Empeñó una sortija que Kerrigan no le hubiera podido quitar sin recurrir a la violencia y consiguió lo bastante para pagar el hotel, pero no para regresar a casa. Así que Edelweiss se montó en un avión y se fue a buscarla.
Era demasiado bueno para ella. Le mandé una factura por veinte dólares y el costo de un telegrama bastante largo. La agencia de Honolulu se quedó con los doscientos. Con un retrato de Madison en la caja de caudales de mi despacho podía permitirme el lujo de aplicar tarifas reducidas.
Así transcurrió un día en la vida de un investigador privado. No exactamente un día típico, pero tampoco del todo atípico. Nadie sabe qué es lo que hace que sigamos en este oficio. No te haces rico, ni tampoco es frecuente que te lo pases bien. A veces te dan una paliza o te pegan un tiro o te meten en chirona. Una vez en la vida te matan. Cada dos meses decides dejarlo y encontrar alguna ocupación razonable mientras todavía caminas sin decir que no con la cabeza. Entonces suena el timbre, abres la puerta de la sala de espera y te encuentras con una cara nueva y un problema igualmente nuevo, un nuevo cargamento de dolor y una cantidad muy pequeña de dinero.
—Pase, señor Fulano de Tal. ¿En qué puedo ayudarle?
Tiene que haber una razón.
Tres días después, a última hora de la tarde, Eileen Wade me llamó para pedirme que fuera a su casa la noche siguiente. Habían invitado a unos cuantos amigos para tomar unos cócteles. A Roger le gustaría verme y darme las gracias de manera adecuada. Y, por favor, ¿tendría la amabilidad de mandar una factura?
—No me debe nada, señora Wade. Lo poco que hice se me ha pagado ya.
—Debo de haber resultado bastante estúpida comportándome de manera tan victoriana —dijo—. Un beso no significa gran cosa en los tiempos que corren. Vendrá, ¿no es cierto?
—Imagino que sí. Desobedeciendo al sentido común.
—Roger está otra vez completamente bien. Trabaja.
—Me alegro.
—Hoy suena usted muy solemne. Supongo que se toma la vida muy en serio.
—De vez en cuando. ¿Por qué?
Rió amablemente, dijo adiós y colgó. Me quedé un rato al lado del teléfono tomándome la vida en serio. Luego traté de pensar en algo divertido que me permitiera reír a carcajadas. No funcionó de ninguna de las dos maneras, así que saqué la carta de adiós de Terry Lennox de la caja de caudales y volví a leerla. Me recordó que no había ido a Victor’s para tomarme un gimlet en su nombre. Era más o menos el momento adecuado del día para que el bar estuviera tranquilo, tal como a él le habría gustado si hubiera podido ir conmigo. Pensé en él con algo que se asemejaba a la tristeza e incluso con amargura. Cuando llegué a la altura de Victor’s casi pasé de largo. Casi, pero no del todo. Tenía demasiado dinero suyo. Terry me había puesto en ridículo pero había pagado con creces el privilegio.