El automóvil ya estaba aparcado cuando salieron los dos. Earl había detenido el coche, apagó las luces y echó a andar hacia el edificio de mayor tamaño sin decirme nada. Seguía silbando, tratando de reconstruir una melodía recordada a medias.
Wade se subió con muchas precauciones al asiento de atrás y yo me coloqué a su lado. El doctor Verringer conducía. Si le molestaba mucho la mandíbula o le dolía la cabeza, no lo dejó traslucir ni lo mencionó. Cruzamos la divisoria y descendimos hasta el final del camino de grava. Earl ya había quitado el candado y abierto el portón. Le dije a Verringer dónde estaba mi coche y se acercó con el suyo. Wade entró y se sentó en silencio, mirando al infinito. Verringer se apeó también y dio la vuelta para colocarse a su lado. Luego habló amablemente con él.
—Qué hay de mis cinco mil dólares, señor Wade. El talón que me prometió.
Wade se recostó hasta apoyar la cabeza en el respaldo del asiento.
—Me lo pensaré.
—Me los prometió. Y los necesito.
—La palabra es coacción, Verringer, amenaza de daño corporal. Ahora tengo protección.
—Le he alimentado y lavado —insistió Verringer—. Acudí de noche. Le he protegido. Le he curado…, por el momento, al menos.
—No por valor de cinco de los grandes —dijo Wade con desdén—. Me ha sacado una barbaridad de los bolsillos.
Verringer no estaba dispuesto a renunciar.
—Tengo la oportunidad de iniciar una nueva etapa en Cuba, señor Wade. Es usted un hombre rico. Debería ayudar a otros cuando lo necesitan. Tengo que cuidar de Earl. Para aprovechar esta oportunidad que se me presenta necesito ese dinero. Se lo devolveré hasta el último centavo.
Empecé a retorcerme. Quería fumar, pero temía que Wade se mareara.
—Y un cuerno me lo devolverá —dijo Wade con voz cansada—. No vivirá lo suficiente. Una de estas noches su príncipe azul lo matará mientras duerme. Verringer dio un paso atrás. Yo no veía su expresión, pero su voz se hizo más dura.
—Hay maneras más desagradables de morir —dijo—. Creo que la suya será una de ésas.
Regresó a su coche. Lo puso en marcha, cruzó el portón y desapareció. Retrocedí, di la vuelta y me dirigí hacia la ciudad. Al cabo de un par de kilómetros Wade murmuró:
—¿Por qué tendría que regalarle cinco mil dólares a ese gordo imposible?
—Por ningún motivo.
—Entonces, ¿por qué me siento como un mal nacido por no hacerlo?
—Por ningún motivo.
Volvió la cabeza lo bastante para mirarme.
—Me ha cuidado como a un bebé —dijo Wade—. Casi nunca me dejaba solo por temor a que Earl se presentara y me diera una paliza. Pero se ha quedado hasta con la última moneda que llevaba en los bolsillos.
—Probablemente le dijo usted que lo hiciera.
—¿Está de su parte?
—No me haga caso —dije—. Para mí esto sólo es un trabajo.
Silencio durante otros tres kilómetros. Pasamos por la periferia de un barrio residencial. Wade volvió a hablar.
—Quizá le dé el dinero. Está arruinado. Van a embargarle la propiedad. No le tocará ni un céntimo. Todo por culpa de ese psicópata. ¿Por qué lo hace?
—No sabría decir.
—Soy escritor —dijo Wade—. Se supone que entiendo lo que hace funcionar a las personas. Pero no entiendo ni una palotada de lo que hace nadie.
Torcí después del paso y, al concluir una nueva ascensión, las luces del valle se extendieron interminablemente ante nosotros. Descendimos hasta la carretera dirección norte y oeste que lleva a Ventura. Algo después atravesamos Encino. Un semáforo me obligó a detenerme y miré hacia las luces en lo alto de la colina donde estaban las casas de las personas importantes. En una de ellas habían vivido los Lennox. Seguimos adelante.
—Falta poco para hacer el giro —dijo Wade—. ¿O ya lo conoce?
—Lo conozco.
—Por cierto, no me ha dicho cómo se llama.
—Philip Marlowe.
—Bonito nombre. —La voz le cambió de pronto, al decir—: Espere un momento. ¿El tipo que tuvo que ver con Lennox?
—Sí.
Me estaba mirando en la oscuridad del coche. Pasamos los últimos edificios de la calle principal de Encino.
—A ella la conocía —dijo Wade—. Un poco. A él no lo vi nunca. Extraño asunto ése. Los chicos de la pasma le hicieron pasar un mal rato, ¿no es cierto? No le contesté.
—Quizá no le guste hablar de eso dijo.
—Podría ser. ¿Por qué le interesaría?
—Demonios, soy escritor. Debe de ser toda una historia.
—Tómese un descanso esta noche. Debe de sentirse bastante débil.
—De acuerdo, Marlowe. De acuerdo. No le caigo bien. Me doy por enterado. Llegamos a la salida de la autovía y nos dirigimos hacia las colinas de menor altura y al hueco entre ellas que era Idle Valley.
—Ni me cae mal ni me cae bien —dije—. No le conozco. Su esposa me pidió que lo encontrase y lo llevara a casa. Cuando lo deje allí habré terminado. No sabría decir por qué me eligió la señora Wade. Como ya le he explicado, sólo es un trabajo.
Rodeamos la ladera de una colina y nos encontramos con una carretera más ancha y mejor pavimentada. Wade dijo que su casa estaba kilómetro y medio más allá, a la derecha. Me dio el número que ya sabía. Para un tipo en su situación era un hablador bastante pertinaz.
—¿Cuánto le paga mi mujer? —preguntó.
—No hemos hablado de eso.
—Sea lo que sea, no es suficiente. Le debo muchísimo. Ha hecho un gran trabajo, amigo. No me merezco tantas molestias.
—Eso es sólo cómo se siente esta noche.
Se echó a reír.
—¿Quiere que le diga una cosa, Marlowe? Incluso podría caerme bien. Tiene su poquito de mal nacido, igual que yo.
Llegamos a la casa. Era un edificio de dos pisos con tejado de madera, un pequeño pórtico con columnas y una gran extensión de césped desde la entrada hasta una densa hilera de arbustos por dentro de la valla blanca. Había una luz en el pórtico. Entré por la avenida y detuve el coche junto al garaje.
—¿Podrá llegar hasta la casa sin ayuda?
—Por supuesto. —Se bajó del automóvil—. ¿No viene conmigo a tomar una copa o algo?
—Esta noche no, gracias; esperaré aquí hasta que entre en la casa. Se inmovilizó unos instantes respirando hondo.
—De acuerdo —dijo con brusquedad.
Dio la vuelta y se dirigió con cuidado hacia la puerta principal por un sendero bien marcado. Se apoyó por un momento en una de las columnas blancas y luego probó con la puerta. Consiguió abrirla y entró. No se preocupó de cerrarla y la luz se derramó sobre el verdor del césped. Se produjo un repentino aleteo de voces. Empecé a retroceder por la avenida para los coches, guiándome por la luz trasera. Alguien llamó.
Miré y vi a Eileen Wade recortada en la puerta abierta. Seguí retrocediendo y ella echó a correr. De manera que tuve que detenerme. Apagué las luces y salí del automóvil. Cuando llegó a mi lado le dije:
—Debería haberle telefoneado, pero no me atrevía a dejarlo solo.
—Por supuesto. ¿Ha resultado muy difícil?
—Bueno…, un poco más que llamar al timbre.
—Por favor, entre en la casa y cuéntemelo todo.
—Su marido debería acostarse. Mañana se sentirá como nuevo.
—Candy se ocupará —dijo ella—. No beberá esta noche, si está pensando en eso.
—No se me había ocurrido. Buenas noches, señora Wade.
—Debe de estar cansado. ¿No quiere tomar una copa?
Encendí un cigarrillo. Me pareció que llevaba dos semanas sin sentir el sabor del tabaco. Aspiré el humo con avidez.
—¿Me permite una calada?
—Claro. Creía que no fumaba.
—No lo hago a menudo. —Se acercó a mí y le pasé el pitillo. Aspiró el humo y empezó a toser. Me lo devolvió riendo—: Nada más que una aficionada, como puede ver.
—De manera que conocía a Sylvia Lennox —dije—. ¿Quería usted contratarme por eso?
—¿Conocía a quién?
Parecía desconcertada.
—Sylvia Lennox.
Yo había recuperado el cigarrillo y me lo estaba fumando muy deprisa.
—Oh —dijo, sobresaltada—. La chica que fue…, asesinada. No, no la conocía personalmente. Sabía quién era. ¿No se lo dije?
—Lo siento, he olvidado qué fue lo que me dijo exactamente.
Aún seguía allí, a mi lado, esbelta y alta con su vestido blanco. La luz de la puerta abierta le rozaba el cabello, haciéndolo brillar suavemente.
—¿Por qué me ha preguntado si eso tenía algo que ver con mi deseo, como usted lo llama, de contratarlo? —Al no contestarle de inmediato, añadió—: ¿Le ha dicho Roger que la conocía?
—Dijo algo sobre el caso Lennox cuando le conté cómo me llamo. No me relacionó de inmediato, pero sí al cabo de un momento. Ha hablado tanto que no recuerdo la mitad de lo que ha dicho.
—Entiendo. Tengo que volver dentro, señor Marlowe, para ver si mi marido necesita algo. Y si no quiere usted entrar…
—Voy a dejarle esto —dije.
La acerqué hacia mí y le incliné la cabeza hacia atrás. Luego la besé con fuerza en los labios. No se resistió, pero tampoco respondió. Se apartó tranquilamente y se quedó allí, mirándome.
—No debería haber hecho eso —dijo—. Ha estado mal. Es usted demasiado buena persona.
—Seguro. Muy mal —asentí—. Pero he sido durante todo el día un perro de caza muy bueno y muy fiel y me he portado maravillosamente. Me he dejado cautivar para emprender una de las aventuras más tontas de mi vida, y que me aspen si no parece que alguien había escrito el guión. ¿Le hago una confidencia? Creo que usted sabía todo el tiempo dónde estaba su marido…, o al menos sabía el nombre del doctor Verringer. Quería que tuviera alguna relación con Roger, que me ligara de algún modo para que el sentimiento de responsabilidad me llevara a cuidar de él. ¿O es que estoy loco?
—Por supuesto que está loco —dijo con frialdad—. Es la tontería más absurda que he oído nunca.
Empezó a alejarse.
—Espere un momento —dije—. Ese beso no dejará cicatriz. Sólo le parece que la hará. Y no me diga que soy demasiado buena persona. Prefiero ser un canalla.
Volvió la cabeza.
—¿Por qué?
—Si no hubiese sido buena persona con él, Terry Lennox aún seguiría vivo.
—¿Sí? —dijo con mucha tranquilidad—. ¿Cómo puede estar tan seguro?
Buenas noches, señor Marlowe. Y muchísimas gracias por casi todo.
Regresó siguiendo el borde del césped. La vi entrar en la casa. La puerta se cerró y se apagó la luz del porche. Saludé al vacío y puse el coche en marcha.