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Con el doctor Amos Varley fue todo muy distinto. Disponía de una gran casa antigua con un jardín muy extenso y grandes robles añosos que le daban sombra: un enorme edificio de madera con complicadas volutas a lo largo de los voladizos de las galerías; las barandillas blancas tenían soportes verticales redondos y estriados como las patas de un piano de cola pasado de moda; unos cuantos ancianos de aspecto frágil ocupaban tumbonas en los porches, bien envueltos en mantas de viaje.

Las puertas de entrada eran dobles, con paneles de cristal esmerilado. El vestíbulo era amplio y fresco y el suelo de parqué relucía y estaba libre de alfombras. Altadena es un lugar caluroso en verano. Está muy al pie de las colinas y la brisa fresca de las montañas pasa por encima. Hace ochenta años la gente sabía cómo construir casas para un clima así.

Una enfermera de uniforme blanco recién planchado tomó mi tarjeta y después de una espera el doctor Amos Varley se dignó recibirme. Era un individuo grande y calvo de sonrisa risueña. Su larga bata blanca estaba inmaculada y avanzó hacia mí ruidosamente sobre suelas de goma.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Marlowe?

Tenía una voz suave y bien modulada, perfecta para aliviar el dolor y consolar al corazón ansioso. El doctor está aquí, no hay motivo para preocuparse, todo irá bien. El comportamiento perfecto con el enfermo, en gruesas capas azucaradas. Era maravilloso…, y tan duro como el blindaje de un acorazado.

—Busco a un individuo llamado Wade, doctor, un alcohólico acaudalado que ha desaparecido de su casa. Su historia anterior hace pensar que se ha escondido en algún establecimiento discreto que pueda tratarlo de manera competente. Mi única pista es la referencia a un doctor V. Usted es ya el tercero y estoy empezando a desanimarme.

Sonrió benévolamente.

—¿Sólo el tercero, señor Marlowe? Sin duda debe de haber un centenar de médicos en Los Ángeles y sus alrededores cuyos apellidos empiecen por V.

—Sin duda, pero no son tantos los que tienen habitaciones con barrotes en las ventanas. He visto algunas en el piso alto, en un lateral de la casa.

—Ancianos —dijo el doctor Varley tristemente, aunque su tristeza era modulada y cálida—. Ancianos solitarios, ancianos deprimidos y desgraciados, señor Marlowe. A veces… —Hizo un gesto expresivo con la mano, un amplio movimiento ascendente, una pausa, luego una caída suave, como una hoja muerta que revolotea hacia el suelo—. No trato alcohólicos aquí —añadió con precisión—. De manera que si tiene la amabilidad de disculparme…

—Lo siento, doctor. Pero estaba usted en nuestra lista. Probablemente una equivocación. Algo sobre un roce con los chicos de estupefacientes hace un par de años.

—¿Está seguro? —Pareció desconcertado, pero luego se hizo la luz—. Ah, sí, un ayudante a quien di trabajo de manera algo imprudente. Durante muy poco tiempo. Pero abusó terriblemente de mi confianza. Sí, es cierto.

—No fue eso lo que oí —dije—. Supongo que oí mal.

—Y ¿qué fue lo que oyó, señor Marlowe?

Todavía me estaba concediendo el tratamiento completo, con sonrisas y tono de voz que eran la afabilidad personificada.

—Le obligaron a devolver su recetario de estupefacientes.

Aquello le afectó un tanto. No llegó a fruncir el ceño, pero se desprendió de unas cuantas capas de amabilidad. En sus ojos azules apareció un brillo gélido.

—¿Y cuál es la fuente de esa fantástica información?

—Una importante agencia de detectives que dispone de los medios para preparar ficheros sobre ese tipo de cosas.

—Una colección de chantajistas baratos, sin duda.

—No tan baratos, doctor. Su tarifa base son cien dólares diarios. La dirige un antiguo coronel de la policía militar. Nada de estafador de poca monta. Está muy bien considerado.

—Le diré sin ambages lo que pienso de él —dijo con frío desagrado—. ¿Su nombre?

El sol se había puesto en los modales del doctor Varley. La noche iba a ser más bien fría.

—Información confidencial, doctor. Pero no le dé la menor importancia. Cosas de todos los días. ¿El apellido Wade no le trae ningún recuerdo?

—Creo que ya sabe cómo salir, señor Marlowe.

La puerta de un pequeño ascensor se abrió a sus espaldas. Una enfermera sacó del interior una silla de ruedas. La silla contenía lo que quedaba de un anciano, los ojos cerrados, la piel de tonalidad azulada. Iba muy abrigado. La enfermera lo llevó en silencio a través del vestíbulo resplandeciente hasta una puerta lateral.

—Ancianos. Ancianos enfermos. Ancianos solitarios. No vuelva, señor Marlowe. Podría usted molestarme. Cuando se me molesta puedo ser bastante desagradable. Diría incluso que muy desagradable.

—Sin objeciones por mi parte, doctor. Gracias por su tiempo. Simpático hogar para morirse el que tienen aquí.

—¿Cómo ha dicho?

Dio un paso hacia mí y se le cayeron las restantes capas de miel. Las líneas suaves de su rostro se petrificaron.

—¿Qué sucede? —le pregunté—. Ya me he convencido de que el tipo que busco no puede estar aquí. No buscaría aquí a alguien a quien le quedaran fuerzas para luchar. Ancianos enfermos. Ancianos solitarios. Usted lo ha dicho, doctor. Ancianos a quien nadie quiere, pero con dinero y herederos hambrientos. En su mayor parte, es lo más probable, declarados incapaces por los tribunales.

—Me estoy enfadando —dijo el doctor Varley.

—Alimentos ligeros, sedación igualmente ligera, tratamiento firme. Sacarlos al sol, devolverlos a la cama. Barrotes en algunas ventanas por si quedara un poco de energía. Le adoran, doctor, todos y cada uno. Mueren dándole la mano y viendo la tristeza en sus ojos. Auténtica, sin duda.

—Desde luego que lo es —dijo Varley con un ronco gruñido.

Sus manos se habían convertido un puños. Tendría que haberlo dejado. Pero había conseguido que me dieran ganas de vomitar.

—Claro que sí —dije—. A nadie le gusta perder a un cliente que paga bien. Sobre todo cuando ni siquiera hay que agradarle.

—Alguien tiene que hacerlo —dijo—. Alguien se tiene que ocupar de esos ancianos tan tristes, señor Marlowe.

—Alguien tiene que limpiar los pozos negros. Si uno se pone a pensar en ello, es un trabajo limpio y honrado. Hasta la vista, doctor Varley. Cuando mi trabajo haga que me sienta sucio me acordaré de usted. Me alegrará más de lo que soy capaz de expresar.

—Canalla despreciable —dijo el doctor Varley, enseñándome sus grandes dientes blancos—. Debería partirle la crisma. La mía es una valiosa especialidad de una profesión honorable.

—Sí. —Me quedé mirándolo con cansancio infinito—. Lo sé. Pero huele a muerto.

No llegó a golpearme, de manera que me alejé y salí del edificio. Volví la vista desde el otro lado de las amplias puertas dobles. No se había movido. Tenía bastante trabajo: volver a poner en su sitio todas las capas de miel.