17

Recorrí los treinta y pico kilómetros de vuelta a la ciudad y almorcé. Mientras comía me iba sintiendo cada vez más incómodo sobre lo que hacía. No se encuentra a la gente con un sistema así. Se encuentra a tipos interesantes como Earl y el doctor Verringer, pero no a la persona que se está buscando. Se malgastan neumáticos, gasolina, palabras y energía mental en un juego sin resultados. Menos probabilidades incluso que en la apuesta más arriesgada que se puede hacer en una mesa de ruleta. Con tres apellidos que empezaban con V tenía tantas posibilidades de encontrar a mi hombre como de ganar a las cartas a un tahúr.

De todos modos el primer intento nunca funciona, es un callejón sin salida, una pista prometedora que te explota en la cara sin acompañamiento musical. Pero el doctor Verringer no tendría que haber dicho Slade en lugar de Wade. Era un hombre inteligente. No olvidaría con tanta facilidad, y si lo hacía, el olvido sería completo.

Quizá sí y quizá no. No había pasado el tiempo suficiente en su compañía. Mientras me tomaba el café pensé en los doctores Vukanich y Varley. ¿Sí o no? Aquellas gestiones me llevarían casi toda la tarde. Después podría regresar a la residencia de los Wade en Idle Valley, donde quizá me informaran de que el cabeza de familia había regresado a su domicilio y brillaba con luz propia hasta nueva orden.

El doctor Vukanich era fácil de encontrar. Tan sólo cuestión de media docena de manzanas calle abajo. Pero el doctor Varley habitaba imposiblemente lejos, en las colinas de Altadena, un viaje largo, caluroso y aburrido. ¿Sí o no?

La respuesta definitiva fue sí. Por tres buenas razones. Una era que nunca se llega a saber demasiado sobre actividades más o menos clandestinas y las personas que viven de ellas. La segunda, que cualquier cosa que pudiera añadir al fichero que Peters había consultado en beneficio mío era una manera de darle las gracias y una manifestación de buena voluntad. La tercera, que no tenía nada mejor que hacer.

Pagué la cuenta, dejé el coche donde estaba y, por la misma calle, fui caminando en dirección norte hasta el edificio Stockwell, toda una antigualla con un estanco en la entrada y un ascensor manual que daba bandazos y al que no le gustaba nada quedar exactamente a la altura de los pisos. El corredor del sexto era estrecho, con puertas de cristales esmerilados; todo más antiguo y mucho más sucio que donde yo tenía mi despacho. Rebosaba médicos, dentistas y practicantes de Ciencia Cristiana a los que no les iba demasiado bien, abogados de la clase que uno espera que tenga el otro litigante, médicos y dentistas de los que sólo consiguen sobrevivir. No demasiado competentes, no demasiado limpios, ni con mucho que ofrecer, tres dólares y, por favor, pague a la enfermera; personas cansadas, desanimadas, que saben exactamente dónde están, qué tipo de pacientes pueden conseguir y cuánto dinero les van a pagar. Por Favor No Pidan Que Se Les Fíe. El Doctor Está. El Doctor Ha Salido. Esa muela que tiene usted ahí se le mueve demasiado, señora Kazinski. Ahora bien, si quiere el nuevo empaste acrílico, que es tan eficaz como si fuera de oro, sólo le costará catorce dólares. La novocaína serán dos dólares más, si es eso lo que quiere. El Doctor Está. El Doctor Ha Salido. Serán Tres Dólares. Por Favor, Pague a la Enfermera.

En un edificio como ése siempre hay unos cuantos tipos que sí ganan dinero, pero no se les nota. Encajan en ese ambiente venido a menos, que es para ellos un disfraz protector. Picapleitos especializados en estafas sobre fianzas (sólo se recupera alrededor del dos por ciento de todas las fianzas entregadas). Abortistas que se presentan como cualquier cosa que les permita justificar sus instalaciones. Traficantes de drogas que se hacen pasar por urólogos, dermatólogos o cualquier rama de la medicina en cuyos tratamientos pueda ser frecuente y normal la utilización sistemática de anestésicos locales.

El doctor Lester Vukanich tenía una sala de espera pequeña y pobremente amueblada en la que se agolpaba una docena de personas, todas con aire de sentirse incómodas. Su aspecto era normal, sin signos especiales. De todos modos, tampoco se distingue a un drogadicto bien controlado de un contable vegetariano. Los pacientes pasaban por dos puertas. Un otorrinolaringólogo activo puede atender a cuatro pacientes al mismo tiempo si dispone del espacio suficiente.

Finalmente me llegó el turno. Me senté en un sillón de cuero marrón junto a una mesa cubierta con una toalla blanca sobre la que descansaba un juego de instrumentos. Un esterilizador burbujeaba junto a la pared. El doctor Vukanich —bata blanca y paso enérgico— entró con el espejo redondo en la frente. Enseguida se sentó delante de mí en un taburete.

—Jaqueca sinusal, ¿no es eso? ¿Muy dolorosa?

Examinó una carpeta que le había pasado la enfermera.

Dije que terrible. Cegadora. Sobre todo cuando me levantaba por la mañana. El doctor asintió con gesto de experto.

—Característico —opinó, mientras procedía a encajar un capuchón de cristal sobre un objeto que parecía una pluma estilográfica y que acto seguido me introdujo en la boca—. Cierre los labios pero no los dientes, por favor.

Mientras hablaba extendió el brazo y apagó la luz. La habitación carecía de ventanas. En algún sitio zumbaba un ventilador.

El doctor Vukanich retiró el tubo de cristal, volvió a encender la luz y me miró con atención.

—No existe congestión, señor Marlowe. Si tiene jaquecas, no proceden de un trastorno de los senos. Me atrevería a suponer que no ha padecido sinusitis en toda su vida. Hace ya tiempo le operaron del tabique nasal, según veo.

—Sí, doctor. Una patada jugando al fútbol.

Asintió con la cabeza.

—Hay un pequeño saliente óseo que debería habérsele extirpado. Pero sin entidad suficiente para dificultar la respiración.

Se echó para atrás en el taburete y se sujetó la rodilla con las manos.

—¿Qué esperaba exactamente que hiciera por usted? —me preguntó. Era un individuo de rostro enjuto con una palidez nada interesante. Parecía una rata blanca enferma de tuberculosis.

—Quería hablar con usted de un amigo mío. Está en pésima forma. Escritor. Mucho dinero, pero anda mal de los nervios. Necesita ayuda. Vive de la botella durante días y más días. Necesita alguna pequeña dosis extra. Su médico de cabecera ya no quiere colaborar.

—¿Qué quiere decir exactamente con colaborar? —me preguntó el doctor Vukanich.

—Todo lo que necesita es un pinchazo de cuando en cuando para calmarlo. Se me ha ocurrido que quizá pudiéramos arreglar algo. La compensación económica sería importante.

—Lo siento, señor Marlowe. No me ocupo de esos problemas. —Se puso en pie—. Un planteamiento más bien burdo, si me permite decírselo. Su amigo puede acudir a mi consulta, si lo desea. Pero será mejor que tenga algún problema real que necesite tratamiento. Serán diez dólares, señor Marlowe.

—Vamos, doctor. Figura en la lista.

El doctor Vukanich se recostó en la pared y encendió un cigarrillo. Estaba ganando tiempo. Expulsó el humo y se lo quedó mirando. Le di una de mis tarjetas para que mirase otra cosa. Así lo hizo.

—¿Qué lista sería ésa? —quiso saber.

—Los chicos con barrotes en las ventanas. Quizá conoce a mi amigo. Se apellida Wade. Tal vez lo tenga escondido en alguna habitacioncita blanca. El tal Wade falta de casa.

—Es usted un cretino —me dijo el doctor Vukanich—. No me dedico a cosas de poca monta como curas de cuatro días para borrachos. Que no solucionan nada, de todos modos. No dispongo de habitacioncitas blancas ni conozco al amigo que usted menciona, si es que existe. Serán diez dólares, en efectivo, ahora mismo. ¿O prefiere más bien que llame a la policía y me queje de que me ha pedido estupefacientes?

—Eso sería estupendo —dije—. Vamos a hacerlo.

—Salga de aquí, chantajista de medio pelo.

Me puse en pie.

—Es posible que me haya equivocado, doctor. La última vez que ese tipo quebrantó la libertad condicional se fue a esconder con un médico cuyo nombre empieza por V. Fue una operación estrictamente confidencial. Lo recogieron de madrugada y lo devolvieron cuando había superado los temblores. Ni siquiera esperaron a que entrara en casa. De manera que cuando ahueca el ala de nuevo y no vuelve durante unos cuantos días, es normal que miremos nuestro fichero en busca de una pista. Y encontramos tres médicos con apellidos que empiezan por V.

—Interesante —dijo con una sonrisa desolada. Seguía ganando tiempo—. ¿Cuál es la base de su selección?

Lo miré fijamente. La mano derecha subía y bajaba suavemente por la parte interior del brazo izquierdo. Tenía el rostro cubierto por un ligero sudor.

—Lo siento, doctor. Funcionamos de manera muy confidencial.

—Perdóneme un momento. Tengo otro paciente que…

Dejó colgando en el aire el resto de la frase y abandonó la habitación. Duran te su ausencia una enfermera asomó la cabeza por la puerta, me miró un instante y volvió a desaparecer.

El doctor Vukanich regresó enseguida con paso elástico. Sonreía, tranquilo. Le brillaban los ojos.

—¿Cómo? ¿Todavía aquí? —Me miró muy sorprendido o fingió estarlo—. Creía que nuestra breve conversación había concluido.

—Me estoy marchando. Pensé que quería que lo esperase.

Rió entre dientes.

—¿Sabe una cosa, señor Marlowe? Vivimos en tiempos que se salen de lo corriente. Por la modesta cifra de quinientos dólares podría mandarlo a usted al hospital con varios huesos rotos. Cómico, ¿no le parece?

—Divertidísimo —dije—. Una inyección intravenosa, ¿no es eso, doctor? ¡Vaya! ¡Cómo ha revivido!

Me dirigí hacia la puerta.

Hasta luego, amigo —gorjeó—. No se olvide de mis diez pavos. Pague a la enfermera.

Se trasladó a un interfono y estaba hablando por él mientras yo salía. En la sala de espera las mismas doce personas u otras doce exactamente iguales seguían teniendo el mismo aire de incomodidad. La enfermera entró inmediatamente en acción.

—Diez dólares, por favor, señor Marlowe. La norma de esta consulta es el pago inmediato en efectivo.

Pasé entre los pies amontonados camino de la puerta. La enfermera saltó del asiento y dio la vuelta corriendo alrededor de la mesa. Abrí la puerta exterior.

—¿Qué sucede cuando no lo recibe? —le pregunté.

—Ya se enterará de lo que sucede —respondió muy enfadada.

—Claro. Está usted cumpliendo con su deber. Yo hago lo mismo. Eche un vistazo a la tarjeta que le he dejado y verá cuál es mi trabajo.

Salí. Los enfermos que esperaban me miraron con desaprobación. No era forma de tratar a un médico.