15

Por muy listo que uno se crea, siempre tiene que empezar por algún sitio; un nombre, una dirección, un barrio, unos antecedentes, un ambiente, un punto de referencia de algún tipo. Todo lo que tenía era una hoja amarilla arrugada en la que estaba escrito a máquina: «No me gusta usted, doctor V. Pero en este momento es la persona que necesito». Con aquello podía situarme en el océano Pacífico, pasar un mes peleándome con las listas de media docena de asociaciones médicas de distrito y acabar con un cero muy grande y muy redondo. En nuestra ciudad los curanderos se multiplican como conejillos de Indias. Existen ocho distritos en un radio de ciento cincuenta kilómetros y en todas las poblaciones de cada uno de ellos hay médicos, algunos verdaderos profesionales de la medicina, otros nada más que graduados por correspondencia, con licencia de callistas o para saltarle a uno arriba y abajo por la columna vertebral. De los médicos auténticos los hay prósperos y pobres, unos son honrados y otros no están seguros de poder permitírselo. Un paciente acaudalado con delirium tremens podría ser maná caído del cielo para muchos viejales que se han quedado atrás en el comercio de las vitaminas y de los antibióticos. Pero sin una pista no había sitio por donde empezar. Yo no tenía esa pista y Eileen Wade tampoco; o si la tenía no lo sabía. E incluso aunque yo encontrase a alguien que encajaba y tenía la inicial justa, podía resultar un mito, por lo que a Roger Wade se refería. Quizá aquella frase se le pasó simplemente por la cabeza cuando se estaba poniendo a tono. De la misma manera que la alusión a Scott Fitzgerald podía no ser otra cosa que una manera poco convencional de decir adiós.

En una situación así, alguien con pocos recursos trata de conseguir información de la gente importante. De manera que llamé a un amigo que trabajaba en la Organización Carne, una llamativa entidad de Beverly Hills especializada en protección para la industria del transporte; en donde protección significa casi cualquier cosa con un pie dentro de la ley. Mi amigo se llamaba George Peters, y me dijo que me podía dedicar diez minutos si me daba prisa.

Estaban instalados en la mitad del segundo piso de uno de esos edificios de cuatro plantas de color rosado donde las puertas de los ascensores se abren solas gracias a una célula fotoeléctrica, donde los corredores están frescos y en silencio, el aparcamiento tiene un nombre en cada plaza, y el farmacéutico más cercano se está curando un esguince de muñeca de tanto llenar frascos de píldoras para dormir.

La puerta era gris por fuera con rótulos metálicos en relieve, tan limpios y nítidos como un cuchillo nuevo. LA ORGANIZACIÓN CARNE, INC. GERALD C. CARNE, PRESIDENTE. Debajo y más pequeño: ENTRADA. Se podía haber tratado de una sociedad de inversión mobiliaria.

Dentro había una antesala pequeña y fea, pero la fealdad era intencionada y cara. Los muebles, rojo escarlata y verde oscuro, las paredes de un verde cobre sin gracia y los cuadros que colgaban de ellas enmarcados en un verde tres tonos más oscuro. Los cuadros representaban a individuos de casacas rojas sobre enormes caballos deseosos de saltar sobre vallas muy altas. También había dos espejos sin marco coloreados de un rosa débil pero muy desagradable. Las revistas, sobre la mesa de brillante caoba blanca, eran todas del número más reciente y estaban protegidas con tapas de plástico transparente. El decorador de aquella habitación no era alguien que se dejara asustar por los colores. Probablemente vestía una camisa color rojo pimiento, pantalones morados, zapatos de piel de cebra y calzoncillos bermellón con sus iniciales en un agradable y simpático naranja.

Todo aquello era pura fachada. A los clientes de la Organización Carne se les cobraba un mínimo de cien machacantes diarios, y no se sentaban en salas de espera porque exigían servicio a domicilio. Carne era un excoronel de la policía militar, un tipo grande de piel rosada y blanca tan duro como una tabla. En una ocasión me ofreció trabajo, pero nunca he llegado al grado de desesperación necesario para aceptar. Existen ciento noventa maneras de ser un hijo de mala madre y Carne las conocía todas.

Se abrió un panel corredizo de vidrio esmerilado y una recepcionista se me quedó mirando. Tenía una sonrisa de acero y ojos capaces de contarme el dinero que llevaba en la cartera.

—Buenos días. ¿En qué puedo servirle?

—George Peters, por favor. Me llamo Marlowe.

Colocó un registro de cuero verde sobre el mostrador.

—¿Le está esperando, señor Marlowe? No encuentro su nombre en la lista de citas.

—Es un asunto personal. Acabo de hablar con él por teléfono.

—Entiendo. ¿Cómo deletrea su nombre, señor Marlowe? ¿Y su nombre de pila, si es tan amable?

Se lo dije, lo escribió con letra larga y estrecha y luego deslizó el borde del registro bajo un artilugio que marcaba la hora.

—¿A quién se supone que tiene que impresionar eso? —le pregunté.

—Cuidamos mucho los detalles —me respondió con frialdad—. El coronel Carne dice que nunca se sabe cuándo el hecho más insignificante puede resultar vital.

—O todo lo contrario —comenté, pero no se enteró.

Cuando hubo terminado su anotación alzó los ojos y dijo:

—Voy a anunciarle al señor Peters.

Le respondí que me hacía muy feliz. Un minuto después se abrió una puerta en el revestimiento de madera y Peters me hizo señas para que me reuniera con él en un corredor de color gris plomo con una sucesión de despachitos que parecían celdas. El suyo tenía aislamiento acústico en el techo, un escritorio gris acero con dos sillas a juego, un dictáfono gris sobre una base gris, y un teléfono y un juego de plumas del mismo color que las paredes y el suelo. En las paredes había además un par de fotografías enmarcadas: una de Carne vestido de uniforme, con su casco de reglamento, y otra de Carne de paisano, sentado detrás de una mesa y con expresión inescrutable. También enmarcada en la pared se hallaba una pequeña inscripción edificante en letras aceradas sobre fondo gris. Decía lo siguiente:

Peters cruzó la habitación en dos zancadas y apartó uno de los cuadros. En la pared gris de detrás había un micrófono gris empotrado. Lo sacó, desconectó un cable y lo volvió a colocar en su sitio. Luego puso el cuadro delante.

—En este mismo momento me habría quedado ya sin empleo —dijo—, si no fuera porque ese hijo de perra ha salido para sacarle las castañas del fuego a un actor al que se acusa de conducir bebido. Los interruptores de los micrófonos están en su oficina. Tiene toda la casa vigilada. El otro día le sugerí que instalara una cámara con luz infrarroja detrás de un espejo transparente en recepción. No le gustó demasiado la idea. Quizá porque no se le había ocurrido a él.

Se sentó en una de las sillas grises. Me lo quedé mirando. Era un individuo desgarbado, piernilargo, de cara huesuda y entradas pronunciadas. Su piel tenía el aspecto curtido de una persona que ha pasado mucho tiempo al aire libre, en todos los climas. Ojos hundidos y labio superior casi tan prominente como la nariz. Cuando sonreía, la mitad inferior de su rostro desaparecía entre dos enormes pliegues que corrían desde los orificios nasales hasta las comisuras de la ancha boca.

—¿Cómo lo aguantas?

—Siéntate, colega. Respira con calma, no levantes la voz y recuerda que un agente de la Carne es a un sabueso de tres al cuarto como tú lo que Toscanini a un mono que toca el organillo. —Hizo una pausa y sonrió—. Lo aguanto porque me tiene sin cuidado. La paga es buena y cuando Carne empiece a portarse como si pensara que estoy cumpliendo condena en la cárcel de máxima seguridad que dirigía en Inglaterra durante la guerra, cobraré lo que me deban y saldré pitando. ¿Qué problema tienes? Oí que lo pasaste mal hace poco.

—No me quejo. Me gustaría echar una ojeada a vuestro fichero de establecimientos con barrotes en las ventanas. Sé que tenéis uno. Me lo dijo Eddie Dowst después de marcharse de aquí.

Hizo un gesto de asentimiento.

—Eddie era una pizca demasiado sensible para la Organización Carne. El fichero que mencionas es secreto. En ninguna circunstancia se puede facilitar información confidencial a gente de fuera. Lo traigo ahora mismo.

Salió y me quedé mirando la papelera gris y el linóleo gris y las esquinas de cuero gris del secante. Peters regresó con un archivador de cartulina gris. Lo depositó sobre la mesa y lo abrió.

—Por los clavos de Cristo, ¿no tenéis algo que no sea gris?

—Son los colores del centro, muchacho. El espíritu de la organización. Pero sí, tengo algo que no es gris.

Abrió un cajón del escritorio y sacó un puro de veinte centímetros.

—Un Upmann Treinta —dijo. Regalo de un anciano caballero inglés que lleva cuarenta años en California pero todavía habla de «telegrafía sin hilos». Cuando está sobrio no es más que una loca entrada en años con una buena dosis de encanto superficial, cosa que para mí está perfectamente bien, porque la mayoría de la gente no tiene nada, ni superficial ni de ninguna otra clase, Carne incluido. Carne tiene tanto encanto como los calzoncillos de un minero. Cuando está bajo los efectos del alcohol, nuestro cliente tiene la extraña costumbre de firmar talones para bancos que nunca han oído hablar de él. Siempre acaba pagando y con mi afectuosa ayuda ha conseguido hasta ahora que no lo metan en la cárcel. Me lo dio él. ¿Nos lo fumamos juntos, como un par de jefes indios mientras planean una masacre?

—No fumo puros.

Peters contempló con tristeza el enorme cigarro.

—A mí me pasa lo mismo —dijo—. Pensé dárselo a Carne. Pero en realidad no es un puro para una sola persona, aunque esa persona sea Carne. —Frunció el entrecejo—. ¿Sabes lo que te digo? Hablo demasiado de Carne. Debo de tener los nervios de punta. —Volvió a meter el puro en el cajón y miró el archivador abierto—. ¿Qué es exactamente lo que quieres?

—Estoy buscando a un alcohólico con gustos caros y dinero para pagarlos. Hasta ahora no le ha dado por los cheques sin fondos. Al menos no he oído que lo haya hecho. Tiene una veta de violencia y su mujer está preocupada. Piensa que se ha escondido en algún sitio mientras pasa la crisis, pero no lo sabe a ciencia cierta. La única pista de que disponemos son unas frases en las que se menciona a un doctor V. Nada más que la inicial. Lleva tres días desaparecido.

Peters me miró pensativo.

—No es mucho tiempo —dijo—. ¿Qué motivo hay para preocuparse?

—Si lo encuentro antes de que vuelva, me pagan.

Me miró un poco más y movió la cabeza.

—No lo entiendo, pero no importa. Veamos. —Empezó a pasar páginas—. No es demasiado fácil —dijo—. Esa gente aparece y desaparece. Una sola letra no es mucha ayuda. —Sacó una hoja del archivador, pasó algunas páginas más, sacó otra y finalmente una tercera—. Tenemos tres —dijo—. El doctor Amos Varley, osteópata. Un sitio muy grande en Altadena. Atiende llamadas nocturnas, o al menos solía hacerlo, por cincuenta machacantes. Dos enfermeras diplomadas. Tuvo problemas con la brigada de estupefacientes hace un par de años y le retiraron el cuaderno de recetas. La información no está realmente al día.

Apunté el nombre y la dirección en Altadena.

—Luego tenemos al doctor Lester Vukanic. Otorrinolaringólogo, edificio Stockwell, en el Bulevar Hollywood. Toda una joya. Clientela en su consulta sobre todo, y parece ser especialista en infecciones sinusales crónicas. Una manera bastante sencilla de actuar. Llegas, te quejas de una migraña sinusal y te limpia las cavidades. Primero, por supuesto, necesita anestesiarte con novocaína. Pero si le gusta tu aspecto no tiene por qué ser novocaína. ¿Te haces cargo?

—Claro.

Anoté también los datos.

—Esto está bien —continuó Peters, leyendo algo más—. Evidentemente su problema son los suministros. De manera que nuestro doctor Vukanic pesca mucho cerca de Ensenada y vuela hasta allí en su propio avión.

—No creo que durase mucho si volviera con la droga encima —dije.

Peters se lo estuvo pensando y luego hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me parece que no estoy de acuerdo. Puede durar eternamente si no es demasiado avaricioso. El único peligro real es un cliente descontento (perdón, quería decir paciente), pero probablemente sabe cómo resolver esos problemas. Lleva quince años con la consulta en el mismo sitio.

—¿Dónde demonios conseguís todos esos datos? —le pregunté.

—Somos una organización, muchacho, y no un lobo solitario como tú. Algunos nos los proporcionan los mismos clientes; otros se consiguen indagando. A Carne no le asusta gastar dinero. Y tiene don de gentes cuando le interesa.

—Le encantaría esta conversación.

—Que le den por saco. Nuestra última ofrenda para el día de hoy es un individuo llamado Verringer. El agente que redactó el informe desapareció hace ya tiempo. Al parecer una poetisa se suicidó en el rancho que tiene en Sepulveda Canyon. Verringer dirige algo así como una colonia artística para escritores y similares que quieren aislarse en un ambiente agradable. Tarifas razonables. Parece que es un tipo de fiar. Se presenta como doctor, pero no practica la medicina. Puede ser que tenga un doctorado en otra disciplina. Si he de ser sincero, no sé por qué está aquí. Tal vez hubiera algo especial relacionado con ese suicidio. —Tomó un recorte de periódico pegado en una hoja en blanco—. Claro, sobredosis de morfina. Sin indicios de que Verringer supiera nada del asunto.

—Me gusta Verringer —dije—. Me gusta muchísimo.

Peters cerró la carpeta y le dio una palmadita.

—No la has visto —dijo.

Se levantó y salió de la habitación. Cuando regresó yo estaba ya en pie para marcharme. Empecé a darle las gracias, pero me interrumpió.

—Debe de haber cientos de sitios donde podría estar tu hombre. Dije que ya lo sabía.

—Y, por cierto, he oído algo sobre tu amigo Lennox que quizá te interese. Uno de nuestros muchachos se encontró en Nueva York, hace cinco o seis años, a un individuo que respondía exactamente a su descripción. Pero no se apellidaba Lennox, dice, sino Marston. Por supuesto podría estar equivocado. El tipo se pasaba la vida borracho, de manera que no se puede estar muy seguro.

—Dudo que fuera la misma persona —dije—. ¿Por qué cambiarse el apellido? Tenía un historial de guerra que se podía comprobar.

—No estaba al tanto de eso. Nuestro agente se encuentra en Seattle en estos momentos. Podrás hablar con él cuando regrese, si eso te sirve de algo. Se llama Ashterfelt.

—Gracias por todo, George. Han sido diez minutos francamente largos.

—Quizá algún día necesite que me ayudes.

—La Organización Carne —dije— nunca necesita nada de nadie.

Hizo un gesto muy grosero con el pulgar. Lo dejé en su celda de color gris metálico y me marché pasando por la sala de espera. Ahora me pareció entonada. Los colores chillones estaban justificados después del gris de los despachos.