12

La encontré en el buzón rojo y blanco, con forma de casa para pájaros, al pie de los escalones. El pájaro carpintero sujeto al brazo movible estaba alzado, pero incluso así podría no haber mirado dentro porque todo el correo lo recibo en el despacho. Pero el pájaro carpintero acababa de perder la punta del pico. Hacía muy poco que la madera estaba rota. Algún graciosillo había disparado contra él con su pistola atómica.

La carta decía Correo Aéreo, traía todo un rebaño de sellos mexicanos y una caligrafía que podría no haber reconocido si México no hubiera ocupado casi constantemente mi imaginación en los últimos tiempos. El matasellos me resultó ilegible. Estaba puesto a mano y apenas quedaba tinta en el tampón. La carta era gruesa. Subí los escalones y me senté a leerla en el cuarto de estar. La noche parecía muy tranquila. Quizá la carta de un muerto trae consigo su propio silencio.

Empezaba sin fecha ni preámbulo.

Estoy sentado junto a una ventana en una habitación del segundo piso de un hotel no demasiado limpio en un lugar llamado Otatoclán, una población de montaña junto a un lago. Hay un buzón de correos debajo de la ventana y cuando venga el mozo con el café que le he pedido, va a echar la carta, pero la sostendrá en alto para que yo la vea antes de introducirla por la ranura del buzón. Cuando lo haya hecho recibirá un billete de cien pesos, lo que para él es muchísimo dinero.

¿Por qué tantas complicaciones? Al otro lado de la puerta hay un tipo moreno de zapatos puntiagudos y camisa sucia que vigila. Está esperando algo, no sé qué, pero no me deja salir. No importa demasiado con tal de que la carta llegue al correo. Quiero que tengas este dinero porque no lo necesito y la policía local se lo quedaría sin duda alguna. No está destinado a comprar nada. Llámalo una disculpa por las muchas molestias que te he causado y como muestra de aprecio hacia una persona realmente buena. Lo he hecho todo mal, como de costumbre, pero todavía tengo la pistola. Mi presentimiento es que probablemente habrás llegado a alguna conclusión en un momento determinado. Podría haberla matado y quizá lo hice, pero nunca golpearla de esa manera. Ese tipo de brutalidad no va conmigo. De manera que hay algo que no funciona en absoluto. Pero no tiene importancia, ni la más mínima. Ahora lo más importante es evitar un escándalo tan inútil como innecesario. Su padre y su hermana nunca me han hecho ningún daño. Tienen sus vidas que vivir y yo no podría estar más asqueado con la mía. Sylvia no me echó a perder, ya estaba perdido de antes. No te puedo dar una respuesta muy clara sobre la razón de que se casara conmigo. Supongo que fue sólo un capricho. Por lo menos ha muerto joven y hermosa. Se dice que la lujuria hace envejecer a los varones pero mantiene jóvenes a las mujeres. Se dicen muchas tonterías. Se dice que los ricos siempre pueden protegerse y que en su mundo siempre es verano. He vivido con ellos y son gente aburrida y solitaria.

He escrito una confesión. Me siento un poco enfermo y bastante asustado. Uno lee sobre esas situaciones en los libros, pero lo que dicen no es verdad. Cuando te sucede a ti, cuando todo lo que te queda es la pistola en el bolsillo, cuando estás acorralado en un sucio hotel insignificante en un país extranjero y no te queda más que una salida, créeme, no hay nada exaltante ni dramático en todo ello. Sólo es desagradable y sórdido y gris y macabro.

De manera que olvídate de todo y también de mí. Pero antes bébete un gimlet en Victor’s a mi salud. Y la próxima vez que hagas café, sírveme una taza, añádele un poco de whisky, enciéndeme un pitillo y ponlo junto a la taza. Y después olvídate de todo. Terry Lennox, corto y fuera. Así que adiós.

Llaman a la puerta. Imagino que será el mozo con el café. Si no lo es, habrá un tiroteo. Por regla general me gustan los mexicanos, pero no sus cárceles. Hasta la vista.

Terry.

Eso era todo. Volví a doblar la carta y la guardé en el sobre. Sin duda era el mozo con el café. De lo contrario nunca habría recibido la carta. No con el retrato de Madison dentro. Un retrato de Madison es un billete de cinco mil dólares.

Lo tenía delante de mí, verde y terso, sobre la mesa. No lo había visto nunca. Mucha gente que trabaja en bancos, tampoco. Es muy probable que personajes como Randy Starr y Menéndez los lleven todos los días encima. Pero si van ustedes a un banco y piden uno, no se lo darán. Tendrían que conseguirlo pidiéndoselo a la Reserva Federal. Tal vez tardara varios días. Sólo circulan alrededor de un millar en todo Estados Unidos. El mío producía un agradable resplandor. Creaba una pequeña luminosidad solar totalmente privada y personal.

Lo estuve mirando durante mucho tiempo. Finalmente lo guardé en un cajoncito del escritorio y fui a la cocina a preparar el café. Hice lo que Terry me pedía, sentimental o no. Serví dos tazas, añadí un poco de whisky a la suya y la coloqué en el lado de la mesa donde se había sentado la mañana que lo llevé al avión de Tijuana. Encendí un cigarrillo para él y lo coloqué en un cenicero junto a la taza. Contemplé el vapor que salía del café y el delgado hilo de humo que se alzaba desde el pitillo. Fuera, en los arbustos junto a la casa, revoloteaba un pájaro, hablando consigo mismo en suaves gorjeos, con un breve sacudir de alas de cuando en cuando.

Luego el café dejó de humear y el pitillo se apagó y ya no era más que una colilla muerta en el borde de un cenicero. La tiré al cubo de la basura debajo del fregadero. Vertí el café, lavé la taza y la guardé.

Eso fue todo. No me pareció que bastara para justificar cinco mil dólares.

Después de un rato me fui a la última sesión de un cine. No saqué gran cosa en limpio. Apenas vi lo que sucedía. Ruido y primeros planos. De nuevo en casa intenté distraerme con una partida de Ruy López que resultó muy aburrida y de la que tampoco saqué gran cosa en limpio. De manera que me fui a la cama.

Pero no me dormí. A las tres de la madrugada estaba paseando y escuchaba a Katchaturian trabajando en una fábrica de tractores. Lo llamaba concierto para violín. Yo, correa de ventilador suelta, y al diablo con todo.

Para mí una noche en blanco es tan rara como un cartero gordo. Si no hubiera sido por el señor Howard Spencer en el RitzBeverly, me habría soplado una botella hasta quedar fuera de combate. Y la próxima vez que viera a un borracho muy cortés en un RollsRoyce Silver Wraith, saldría corriendo muy deprisa en varias direcciones. No hay trampa más mortal que la que se prepara uno mismo.