11

Por la mañana volví a afeitarme, me vestí, fui en coche al centro como de costumbre, aparqué en el sitio de siempre y si el encargado del aparcamiento sabía que yo era una destacada figura pública consiguió disimularlo a la perfección. Subí al piso donde tengo mi despacho, avancé por el pasillo y saqué las llaves para abrir la puerta. Un tipo moreno, con aire desenvuelto, se me quedó mirando.

—¿Marlowe?

—¿De qué se trata?

—No se vaya —me dijo—. Hay una persona que quiere verlo.

Despegó la espalda de la pared y se alejó lánguidamente.

Entré en mi despacho y recogí el correo que estaba en el suelo. Encontré más sobre la mesa, donde lo había dejado la mujer que limpia por las noches. Rasgué los sobres después de abrir las ventanas y arrojé a la papelera lo que no quería, que era prácticamente todo. Conecté el timbre que anunciaba la llegada de los clientes, llené la pipa, la encendí y luego me limité a esperar a que apareciera alguien pidiendo auxilio.

Pensé en Terry Lennox con cierto distanciamiento. Ya empezaba a alejarse, cabellos blancos y rostro cubierto de cicatrices, con su atractivo un poco desvaído y su peculiar variante de orgullo. No lo juzgué ni lo analicé, de la misma manera que nunca le había preguntado cómo lo hirieron ni cómo había llegado a casarse con alguien como Sylvia. Me recordaba a esas personas que tratas durante una travesía y a las que crees conocer muy bien, aunque, en realidad, no conoces en absoluto. Lennox se había marchado como ese individuo que se despide en el muelle y dice adiós, no dejemos de llamarnos, y sabes que no lo haréis ninguno de los dos. Lo más probable es que nunca vuelvas a verlo. Si llegas a echarle la vista encima, será una persona completamente distinta, otro rotario más en un vagón restaurante. ¿Cómo van los negocios? No me puedo quejar. Tienes buen aspecto. Tú también. He ganado demasiados kilos. ¿No nos pasa a todos? ¿Recuerdas el viaje en el Franconia (o como quiera que se llamara)? Claro que sí, un viaje maravilloso, ¿no es cierto?

Y un cuerno con el viaje maravilloso. Te aburrías como una ostra. Sólo hablaste con él porque no había nadie que te interesase de verdad. Quizá fuera eso lo que había sucedido entre Terry Lennox y yo. No; no del todo. Me pertenecía en parte. Había invertido tiempo y dinero en él, además de tres días a la sombra, por no hablar de un puñetazo en la mandíbula y un golpe en el cuello que aún sentía cada vez que tragaba. Pero estaba muerto y ni siquiera podía devolverle sus quinientos dólares. Aquello me dolía. Son siempre las cosas pequeñas las que duelen.

El timbre de la puerta y el teléfono sonaron al mismo tiempo. Respondí primero al teléfono porque el timbre sólo indicaba que había entrado alguien en mi minúscula sala de espera.

—¿Hablo con el señor Marlowe? Le llama el señor Endicott. Un momento, no se retire.

Enseguida se puso al teléfono.

—Aquí Sewell Endicott —dijo, como si no supiera que su maldita secretaria me había informado ya de quién llamaba.

—Buenos días, señor Endicott.

—Me alegra oír que lo han dejado en libertad. Creo que posiblemente estaba usted en lo cierto en cuanto a no remover las cosas.

—No fue una idea. Sólo testarudez.

—No creo que vuelvan a molestarle por ese asunto. Pero si sucediera y necesitase ayuda, hágamelo saber.

—¿Para qué voy a necesitarla? Lennox ha muerto. Les iba a costar muchísimo trabajo demostrar incluso que se acercó a mí. Luego necesitarían probar que tuve conocimiento de algún hecho delictivo. Y finalmente que Terry cometió un delito o estaba huyendo de la justicia.

Endicott se aclaró la garganta.

—Quizá no le hayan informado —dijo con mucho cuidado— de que dejó una confesión completa.

—Me lo dijeron, señor Endicott. Estoy hablando con un abogado. ¿Sería impropio por mi parte sugerir que también la confesión tendría que probarse, tanto en cuánto a su autenticidad como a su veracidad?

—Mucho me terno que no dispongo de tiempo para un debate legal —dijo con tono cortante—. Me dispongo a volar hacia México para llevar a cabo una misión bastante melancólica. ¿Se imagina usted de qué se trata?

—No estoy seguro. Depende de a quién represente usted. No me lo dijo, ¿recuerda?

—Lo recuerdo perfectamente. Bien, hasta la vista, Marlowe. Mi ofrecimiento de ayuda sigue en pie. Pero déjeme darle también un consejo sin mayor importancia. No esté demasiado seguro de haber quedado libre de toda sospecha. Trabaja usted en una profesión demasiado vulnerable.

Colgó. Y yo dejé el teléfono en su sitio con mucho cuidado. Permanecí quieto un momento sin levantar la mano, frunciendo el ceño. Luego lo desarrugué antes de abrir la puerta de comunicación con la sala de espera.

Sentado junto a la ventana, un individuo hojeaba una revista. Vestía un traje gris azulado con cuadros de color azul pálido casi invisibles. Llevaba zapatos negros bajos, estilo mocasín, del tipo con dos ojetes que son casi tan cómodos como zapatillas y que no te destrozan los calcetines cada vez que caminas un par de manzanas. El pañuelo blanco del bolsillo del pecho estaba doblado en recto y por detrás asomaban apenas unas gafas de sol. Cabello espeso, oscuro, rizado. Piel muy bronceada. Alzó unos ojos tan brillantes como los de un pájaro y sonrió por debajo de un bigote muy fino. La corbata era de color marrón oscuro, con un lazo muy puntiagudo sobre una resplandeciente camisa blanca.

—Las porquerías que publican esos periodicuchos —dijo, abandonando la revista—. Estaba leyendo un artículo sobre Costello. Sí, claro, lo saben todo sobre Costello. Como yo sobre Elena de Troya.

—¿En qué puedo servirle?

Me miró sin prisa de arriba abajo.

—Tarzán sobre una gran moto roja —dijo.

—¿Qué?

—Usted, Marlowe. Tarzán sobre una gran moto roja. ¿Le pegaron mucho?

—Un poco de todo. ¿Qué interés tiene eso para usted?

—¿Después de que Allbright hablara con Gregorius?

—No. Después no.

Asintió brevemente con la cabeza.

—Toda una audacia pedirle a Allbright que le parase los pies a ese cerdo.

—Le he preguntado qué interés tiene todo eso para usted. Le diré de pasada que no conozco al inspector jefe Allbright y que no le pedí nada. ¿Por qué tendría que ocuparse de mí?

Me miró con aire taciturno. Luego se levantó despacio, con la elegancia de una pantera. Cruzó el cuarto y examinó el interior de mi despacho. Después de hacerme un gesto con la cabeza entró en él. Se trataba de un individuo que siempre era dueño del lugar donde se encontraba. Lo seguí y cerré la puerta. Se detuvo junto a la mesa, mirando a su alrededor, divertido.

—Muy poca categoría —dijo—. Poquísima.

Me situé detrás del escritorio y esperé.

—¿Cuánto gana al mes, Marlowe?

Lo dejé pasar y encendí la pipa.

—Setenta y cinco y me paso de optimista —dijo.

Dejé caer la cerilla consumida en el cenicero y lancé una bocanada de humo.

—Es usted un pobre hombre, Marlowe. Un tramposo de medio pelo. Tan poca cosa que hace falta una lupa para verlo.

No dije nada.

—Tiene emociones baratas. Es barato de pies a cabeza. Compadrea con un tipo, toma unas copas con él, comparten unas bromas, le pasa un poco de dinero cuando está en las últimas y ya se lo ha metido en el bote. Como cualquier chico de colegio que lee las aventuras de Frank Merriwell. No tiene usted ni agallas, ni cerebro, ni relaciones, ni tampoco sentido común, de manera que se pone a fingir como un loco y espera que la gente lo compadezca muchísimo. Tarzán sobre una gran moto roja. —Sonrió apenas y cansadamente—. Según mis cálculos vale menos que una moneda agujereada.

Se inclinó sobre la mesa y me golpeó en la cara con el revés de la mano, tranquilo y desdeñoso, sin intención de hacerme daño y sin perder su atisbo de sonrisa. Luego, como seguí sin moverme después de aquello, se sentó despacio, apoyó un codo en el escritorio y se sujetó la barbilla con una mano igualmente morena. Los ojos brillantes de pájaro me contemplaron sin que hubiera en ellos otra cosa que su misma brillantez.

—¿Sabe quién soy, muerto de hambre?

—Se apellida Menéndez. Los muchachos lo llaman Mendy. ¿Tiene negocios en el Strip?

—Claro. ¿Cómo he llegado tan lejos?

—No sabría decirlo. Probablemente empezó de chulo de putas en un burdel mexicano.

Se sacó una pitillera de oro del bolsillo y con un mechero también de oro encendió un cigarrillo marrón. Lanzó humo acre y asintió. Dejó la pitillera de oro sobre el escritorio y la acarició con la punta de los dedos.

—Soy una mala persona y una persona importante, Marlowe. Gano muchísima pasta. Tengo que ganar muchísima pasta para untar a los tipos a los que tengo que untar para ganar muchísima pasta y untar así a los tipos que tengo que untar. Soy dueño de una casa en BelAir que me costó noventa de los grandes y en la que ya me he gastado más de eso para arreglarla. Tengo una encantadora mujercita rubia platino y dos hijos en colegios privados del este. Mi mujer posee ciento cincuenta de los grandes en piedras y otros setenta y cinco en pieles y ropa. Mayordomo, dos doncellas, cocinero, chófer, sin contar el guardaespaldas que va siempre detrás de mí. Donde quiera que voy soy el niño mimado. Lo mejor de todo, la mejor comida, la mejor bebida, la mejor ropa, las mejores habitaciones en los hoteles. Tengo una segunda casa en Florida y un yate para navegación de altura con cinco de tripulación. Además de un Bentley, dos Cadillacs, un Chrysler familiar y un MG para mi chico. Dentro de dos años la chica también dispondrá del suyo. ¿Usted qué tiene?

—Poca cosa —respondí—. Este año, una casa en la que vivir…, toda para mí solo.

—¿Sin mujer?

—Únicamente yo. Además de eso, lo que ve usted aquí, mil doscientos dólares en el banco y unos pocos miles en obligaciones. ¿He respondido a su pregunta?

—¿Qué es lo máximo que ha ganado por un solo trabajo?

—Ochenta y cinco.

—¡Cielos! ¿Cómo es posible caer tan bajo?

—Deje el histrionismo y explíqueme lo que quiere.

Aplastó el cigarrillo a medio fumar y encendió otro. Se recostó en el asiento. Luego torció el gesto en honor mío.

—Eramos tres tipos que estábamos comiendo en un pozo de tirador —dijo—. Hacía un frío del infierno, nieve por todas partes. Comíamos directamente de las latas. Todo a temperatura ambiente. Artillería pesada de cuando en cuando y fuego de morteros. Amoratados de frío, imposible estarlo más, Randy Starr y yo y el tal Terry Lennox. Una granada de mortero cae exactamente entre nosotros y por alguna razón no explota. Esos boches saben muchos trucos. Tienen un sentido del humor algo retorcido. A veces piensas que es una granada defectuosa y tres segundos después ya no lo es. Terry la agarra y sale del pozo antes de que Randy y yo empecemos siquiera a reaccionar. Rápido de verdad, hermano. Como un buen jugador de béisbol. Se tira al suelo boca abajo y arroja lo más lejos que puede la granada, que explota en el aire. La mayor parte le pasa por encima, pero un trozo le da en un lado de la cara. En ese mismo momento los boches lanzan un ataque y la siguiente cosa de la que nos damos cuenta es que ya no estamos donde estábamos.

Menéndez dejó de hablar y me miró fijamente con todo el brillante resplandor de sus ojos oscuros.

—Gracias por contármelo —dije.

—Tiene mucho aguante, Marlowe. Es usted un buen tipo. Randy y yo estuvimos hablando y decidimos que lo que le había sucedido a Terry Lennox era suficiente para trastornar a cualquiera. Durante mucho tiempo creímos que había muerto, pero no era cierto. Lo atraparon los boches. Se ocuparon de él durante cosa de año y medio. Lo dejaron bastante bien pero le hicieron demasiado daño. Nos costó dinero averiguarlo y también nos costó dinero encontrarlo. Pero habíamos ganado mucho en el mercado negro después de la guerra y nos lo podíamos permitir. Todo lo que Terry había conseguido por salvarnos la vida era media cara nueva, el pelo blanco y los nervios destrozados. De vuelta al este se aficiona a la botella, lo recogen aquí y allá, se desmorona por completo. Tiene algo en la cabeza, pero no sabemos nunca de qué se trata. La noticia siguiente es que se ha casado con una prójima muy rica y que está en la cresta de la ola. Se descasa, se hunde una vez más, se casa de nuevo con la misma prójima, que acaba muerta. Ni Randy ni yo podemos hacer nada por él. No nos lo permite, excepto un trabajo en Las Vegas que dura muy poco. Y cuando se encuentra en un verdadero aprieto no acude a nosotros, sino a un muerto de hambre como usted, un tipo al que zarandean los polis. De manera que es él quien se muere, y sin decirnos adiós, ni darnos una oportunidad de devolverle lo que le debemos. Tengo contactos en México que podrían haberlo enterrado para siempre. Podría haberlo sacado del país más deprisa de lo que un tahúr amaña una baraja. Pero se va a llorarle a usted. Me pone de muy mal humor. Un muerto de hambre, un tipo que se deja zarandear por los polis.

—Los polis pueden zarandear a cualquiera. ¿Qué quiere que haga sobre todo eso?

—Dejarlo —dijo Menéndez sin apenas separar los labios.

—¿Dejar qué?

—De intentar conseguir dinero o publicidad con el caso Lennox. Está terminado, cerrado del todo. Terry ha muerto y no queremos que se le incordie más. Sufrió demasiado.

—Un matón sentimental —dije—. No salgo de mi asombro.

—La lengua, muerto de hambre. La lengua. Mendy Menéndez no discute con nadie. Le dice a la gente lo que tiene que hacer. Búsquese otra manera de conseguir unos dólares. ¿Me entiende?

Se puso en pie. Había terminado la entrevista. Recogió los guantes. Eran de piel de cerdo, blancos como la nieve. No daba la sensación de que se los hubiera puesto nunca. Un tipo elegante, el señor Menéndez. Pero muy duro detrás de tanta elegancia.

—No busco publicidad —dije—. Y nadie me ha ofrecido dinero. ¿Por qué tendrían que hacerlo y para qué?

—No me cuente cuentos, Marlowe. No se ha pasado tres días en chirona por su buen corazón. Le han pagado. No voy a decir quién, pero me hago una idea. Y el particular en el que estoy pensando tiene bien forrado el riñón. El caso Lennox está cerrado y seguirá cerrado incluso aunque…

Se detuvo en seco y golpeó el borde de la mesa con los guantes.

—Incluso aunque Terry no matara a su mujer —dije.

Su sorpresa fue tan poco convincente como el oro en una alianza falsa.

—Me gustaría estar de acuerdo en eso, muerto de hambre, aunque no tiene ningún sentido. Pero si lo tuviera, y Terry quisiera de todos modos que las cosas siguieran como están, será así como se queden.

No dije nada. Al cabo de un momento Menéndez sonrió despacio.

—Tarzán sobre una gran moto roja —dijo, arrastrando las palabras—. Un tipo duro. Que me deja venir aquí y pisotearlo. Un tipo que se alquila por calderilla y se deja mangonear por cualquiera. Ni dinero, ni familia, ni futuro, ni nada. Hasta la vista, muerto de hambre.

Seguí sentado, apretando los dientes, contemplando el resplandor de su pitillera de oro en una esquina de la mesa. Me sentía viejo y cansado. Me puse en pie despacio y eché mano a la pitillera.

—Se olvida esto —dije, dando la vuelta al escritorio.

—Tengo media docena —respondió con desdén.

Cuando estuve lo bastante cerca, le ofrecí la pitillera. Menéndez extendió la mano distraídamente.

—¿Qué tal media docena de éstos? —le pregunté, al tiempo que le golpeaba con toda la fuerza de que fui capaz en el estómago.

Se dobló por la cintura gimiendo débilmente. La pitillera cayó al suelo. Retrocedió hasta apoyarse contra la pared y agitó las manos espasmódicamente. Le costó trabajo volver a llenarse los pulmones. Sudaba profusamente. Muy despacio y con un esfuerzo extraordinario se irguió hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los míos. Extendí la mano y le pasé un dedo por el borde de la mandíbula. No se movió. Finalmente consiguió que apareciera una sonrisa en su rostro moreno.

—No creía que fuera capaz —dijo.

—La próxima vez traiga una pistola…, o no me llame muerto de hambre.

—Tengo a un tipo para que lleve la pistola.

—Que venga con usted. Lo necesitará.

—No resulta fácil conseguir que se enfade, Marlowe.

Aparté la pitillera con el pie, me agaché y se la devolví. La recogió y se la echó al bolsillo.

—No acababa de entenderlo —dije—. Por qué le merecía la pena venir aquí a insultarme. Luego se hizo monótono. Todos los tipos duros son monótonos. Como jugar a las cartas con una baraja que sólo tiene ases. Lo tiene todo y no tiene nada. Se limita a estar ahí sentado mirándose el ombligo. No me extraña que Terry no fuese a pedirle ayuda. Sería como pedirle un préstamo a una puta.

Se palpó delicadamente el estómago con dos dedos.

—Siento que haya dicho eso, muerto de hambre. Podría llegar a pasarse de la raya.

Se llegó hasta la puerta y la abrió. Fuera, el guardaespaldas abandonó la pared contra la que estaba recostado y se dio la vuelta. Menéndez le hizo un gesto con la cabeza. El guardaespaldas entró en mi despacho y se me quedó mirando sin expresión alguna.

—Fíjate bien en él, Chick —dijo Menéndez—. Asegúrate de que lo conoces, por si acaso. Tú y él quizá tengáis un asunto cualquier día de éstos.

—Ya lo he visto, jefe —dijo el tipo tranquilo, moreno y de pocas palabras con el tono reticente que adoptan todos ellos—. No me hará perder el sueño.

—No le dejes que te pegue en la tripa —dijo Menéndez con una sonrisa avinagrada—. Su gancho de derecha no tiene nada de divertido.

El guardaespaldas se rió de mí.

—No le dejaré acercarse.

—Vaya, hasta la vista, muerto de hambre —me dijo Menéndez antes de salir.

—Ya nos veremos —me dijo con frialdad el guardaespaldas—. Me llamo Chick Agostino. Supongo que me reconocerá.

—Como un periódico sucio —dije—. Recuérdeme que no le pise la cara.

Se le marcaron los músculos de la mandíbula. Luego se volvió bruscamente para seguir a su jefe.

La puerta se cerró despacio gracias al mecanismo que la controlaba. Me paré a escuchar, pero no los oí avanzar pasillo adelante. Caminaban con la suavidad de gatos. Sólo para asegurarme, abrí de nuevo la puerta al cabo de un minuto y miré fuera. El pasillo estaba desierto.

Volví a la mesa, me senté y estuve algún tiempo preguntándome por qué un mafioso local de cierta importancia como Menéndez pensaba que le merecía la pena venir en persona a mi despacho y hacerme una advertencia para que no se me ocurriera meter la nariz donde nadie me llamaba, sólo minutos después de haber recibido de Sewell Endicott una advertencia similar aunque expresada de manera distinta.

No llegué a ninguna conclusión, de manera que decidí tratar de equilibrar el resultado. Descolgué el teléfono y puse una conferencia al Club Galápago de Las Vegas, de persona a persona, Philip Marlowe con el señor Randy Starr. Nada de nada. El señor Starr estaba ausente y, ¿no querría hablar con alguna otra persona? No quería. Ni siquiera estaba muy necesitado de hablar con Starr. No era más que un capricho pasajero. Se encontraba demasiado lejos para atizarme.

Después de aquello no sucedió nada durante tres días. Nadie me dio un mamporro, ni disparó contra mí, ni me llamó por teléfono para decirme que no me metiera donde nadie me llamaba. Nadie me contrató para encontrar a la hija descarriada, a la esposa culpable, el collar de perlas extraviado ni el testamento perdido. Me quedé allí sentado, mirando a la pared. El caso Lennox murió casi tan de repente como había nacido. Se llevó a cabo una breve investigación para la que ni siquiera se me convocó. Se celebró a una hora poco corriente, sin anuncio previo y sin jurado. El magistrado sentenció por su cuenta que la muerte de Sylvia Potter Westerheym di Giorgio Lennox había sido causada con intención homicida por su esposo, Terence William Lennox, posteriormente fallecido fuera de la jurisdicción del magistrado. Supongo que se leyó la confesión para incluirla en el acta. También supongo que se habían hecho las comprobaciones necesarias para satisfacer al magistrado.

Las autoridades mexicanas entregaron el cuerpo para que se procediera a darle sepultura. Llegó en avión y se le enterró en el panteón familiar. No se invitó a la prensa. Nadie concedió entrevistas, y menos que nadie el señor Harlan Potter, que nunca las concedía. Era tan inaccesible como el Dalai Lama. Tipos con cien millones de dólares llevan una vida peculiar, detrás de una cortina de criados, guardaespaldas, secretarios, abogados y dóciles ejecutivos. Supongo que comen, duermen, les cortan el pelo y llevan ropa. Pero nunca estás completamente seguro. Todo lo que lees u oyes sobre ellos ha pasado por el filtro de un equipo de especialistas en relaciones públicas a quienes se paga mucho dinero por crear y mantener una personalidad utilizable, algo sencillo y limpio y afilado, como una aguja esterilizada. No hace falta que sea verdad. Basta que concuerde con los hechos conocidos y los hechos conocidos se pueden contar con los dedos de una mano.

A última hora de la tarde del tercer día sonó el teléfono y hablé con un individuo que dijo llamarse Howard Spencer, representante para California de una editorial de Nueva York en un breve viaje de negocios y con un problema del que le gustaría hablar conmigo si no tenía inconveniente en reunirme con él en el bar del hotel RitzBeverly a las once de la mañana del día siguiente.

Quise saber de qué clase de problema se trataba.

—Uno bastante delicado —dijo—, pero que no choca en absoluto con la ética. Si no llegamos a un acuerdo, le recompensaré por el tiempo empleado, como es lógico.

—Gracias, señor Spencer, pero no será necesario. ¿Me ha llamado usted por recomendación de alguien?

—Alguien que tiene información sobre usted…, incluido su roce reciente con la policía, señor Marlowe. Debo añadir que ha sido eso lo que me ha interesado. Mi llamada, sin embargo, no tiene ninguna relación con ese trágico asunto. Es sólo que…; bueno, será mejor que hablemos de ello mientras tomamos una copa y no por teléfono.

—¿Está seguro de querer compartirla con un individuo que ha estado en chirona?

Se echó a reír. Su risa y su voz eran ambas agradables. Hablaba de la manera en que solían expresarse los neoyorquinos antes de que aprendieran el dialecto de Flatbush.

—Desde mi punto de vista, señor Marlowe, eso es una recomendación. No, permítame añadir, el hecho de que haya estado, como usted dice, en chirona, sino el hecho, me atrevería a decir, de que parece haberse mostrado reticente en extremo, incluso bajo presión.

Era un individuo que hablaba poniendo muchas comas, como en una novela con empaque. Al menos por teléfono.

—De acuerdo, señor Spencer, estaré allí mañana por la mañana.

Me dio las gracias y colgó. Me pregunté quién podría haberme hecho propaganda. Se me ocurrió que tal vez Sewell Endicott y lo llamé para enterarme.

Pero llevaba toda la semana fuera de la ciudad y aún no había regresado. No tenía mayor importancia. Incluso en mi profesión se consigue a veces un cliente satisfecho. Y yo necesitaba un trabajo porque necesitaba el dinero…, o creía que lo necesitaba, hasta que llegué a mi casa aquella noche y encontré la carta con un retrato de Madison dentro.