El celador del primer turno de noche era un tipo grande y rubio de hombros poderosos y sonrisa amistosa. Persona de mediana edad, había prescindido, hacía ya mucho tiempo, tanto de la lástima como de la indignación. Todo lo que quería era una jornada de ocho horas sin problemas y daba la impresión de que, por su parte, era bien difícil creárselos. Abrió la puerta de mi celda.
—Alguien que viene a verlo. Un tipo del despacho del fiscal del distrito. No estaba dormido, ¿eh?
—Un poco pronto para mí. ¿Qué hora es?
—Las diez y catorce. —Se quedó en la puerta y examinó la celda. En la litera de abajo había una manta extendida y la otra estaba doblada, a modo de almohada. Un par de toallas de papel usadas en el cubo de la basura y un poco de papel higiénico en el borde del lavabo. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. ¿Algo personal aquí?
—Sólo yo.
Dejó abierta la puerta de la celda. Recorrimos un corredor muy tranquilo hasta el ascensor y bajamos al mostrador de admisiones. Un tipo gordo con un traje gris fumaba una pipa hecha con una mazorca de maíz. Tenía las uñas sucias y olía.
—Soy Spranklin, del despacho del fiscal del distrito —me dijo, ahuecando la voz—. El señor Grenz quiere verlo arriba. —Echó la mano detrás de la cadera y se sacó del bolsillo unas esposas—. Vamos a ver si sirven.
El celador que me acompañaba y el recepcionista le sonrieron, muy divertidos ambos.
—¿Qué sucede, Sprank? ¿Tienes miedo de que te atraque en el ascensor?
—No quiero problemas —gruñó—. Un tipo se me escapó una vez. Me hicieron la vida imposible. Vamos, muchacho.
El recepcionista le presentó un impreso y Spranklin lo firmó añadiendo una rúbrica.
—No me gusta correr riesgos innecesarios —dijo. En esta ciudad nunca sabes con quién te juegas los cuartos.
Un policía de un coche patrulla entró con un borracho que tenía una oreja ensangrentada. Spranklin y yo nos dirigimos hacia el ascensor.
—Tienes problemas, muchacho —comentó cuando estuvimos dentro—. Un montón de problemas. —Aquello parecía producirle cierta satisfacción—. Una persona puede meterse en muchos líos en esta ciudad.
El ascensorista volvió la cabeza y me guiñó un ojo. Yo le sonreí.
—Ni intentes nada, muchacho —me advirtió Spranklin con severidad—. Una vez disparé contra un individuo. Trató de escapar. Me hicieron la vida imposible.
—Tanto si te pasas como si te quedas corto, ¿no es eso?
Se lo pensó.
—Sí —dijo—. En cualquier caso te hacen la vida imposible. Es una ciudad muy dura. No existe el respeto.
Salimos del ascensor y atravesamos las puertas dobles de la zona reservada al fiscal del distrito. No había nadie en la centralita, aunque algunas líneas estaban conectadas para toda la noche. Tampoco había nadie esperando en las sillas de la entrada. Luces encendidas en un par de despachos. Spranldin abrió la puerta de una habitacioncita bien iluminada que contenía un escritorio, un archivo, una silla o dos de respaldo recto y un individuo macizo, de mentón pronunciado y ojos estúpidos. Había enrojecido y estaba metiendo algo en el cajón del escritorio.
—Podías llamar —le ladró a Spranklin.
—Lo siento, señor Grenz —se trastabilló el aludido—. Estaba pensando en el detenido.
Me metió en el despacho.
—¿Le quito las esposas, señor Grenz?
—No sé por qué demonios se las has puesto —dijo Grenz con acritud.
Contempló cómo Spranklin me quitaba las esposas. Llevaba la llave metida dentro de un manojo del tamaño de un pomelo y le costó algún trabajo encontrarla.
—De acuerdo, lárgate —dijo Grenz—. Espera fuera para volvértelo a llevar.
—Se puede decir que no estoy de servicio, señor Grenz.
—Dejarás de estar de servicio cuando yo lo diga.
Spranklin se puso colorado y fue retirando despacio su voluminoso trasero hasta cruzar la puerta. Grenz lo miró con ferocidad y luego, cuando la puerta se cerró, me obsequió a mí con la misma mirada. Tomé una silla y me senté.
—No le he dado permiso para sentarse —ladró Grenz.
Saqué un cigarrillo suelto del bolsillo y me lo puse en la boca.
—Tampoco le he dado permiso para fumar —rugió.
—Se me permite fumar en el bloque de celdas. ¿Por qué aquí no?
—Porque es mi despacho. Aquí las reglas las dicto yo.
Desde el otro lado del escritorio me llegó olor a whisky de mala calidad.
—Échese otro traguito —le dije—. Eso le calmará. Tengo la impresión de que le hemos interrumpido al entrar.
Su espalda golpeó con fuerza el respaldo del sillón. El rojo de la cara se hizo más intenso. Prendí una cerilla y encendí el cigarrillo.
Después de un larguísimo minuto Grenz dijo sin alzar la voz:
—De acuerdo, tío duro. Es usted todo un hombre, ¿no es eso? ¿Me deja contarle algo? Los hay de todas las formas y tamaños cuando entran aquí, pero todos son iguales cuando se marchan: pequeños. Y con la misma forma: hundidos.
—¿Por qué quería verme, señor Grenz? A mí no me importa si tiene ganas de echarle un tiento a la botella. Soy una persona que también echa un trago cuando estoy cansado y nervioso y he trabajado más de la cuenta.
—No parece darse cuenta del lío en que está metido.
—No considero que me haya metido en ningún lío.
—Eso lo veremos. Mientras tanto quiero una declaración, pero que muy completa. —Señaló con un dedo una grabadora en una estantería junto al escritorio—. Se la tomaremos hoy y haremos que la transcriban mañana. Si el jefe se da por satisfecho con lo que cuente, quizá salga mañana de la cárcel siempre que se comprometa a no marcharse de la ciudad. Empecemos.
Puso en marcha la grabadora. Su voz era fría, resuelta y todo lo desagradable que le era posible hacerla. Pero la mano derecha seguía moviéndose hacia el cajón del escritorio. Era demasiado joven para tener dilatadas las venas de la nariz, pero las tenía de todos modos, y de muy mal color el blanco de los ojos.
—Acabo muy cansado —dije.
—¿Cansado de qué? —preguntó con brusquedad.
—De hombrecitos duros, en despachitos igualmente duros, diciéndome palabras duras que no significan absolutamente nada. Llevo cincuenta y seis horas en la sección de preventivos. Nadie se ha extralimitado conmigo, nadie ha tratado de demostrarme lo duro que es. No les hace falta. Tienen la dureza metida en hielo para cuando la necesiten. ¿Y por qué estaba allí? Me han detenido por sospechoso. ¿Qué demonios de sistema legal es éste que permite meter a una persona en una celda porque un polizonte no consiguió que le respondieran a una pregunta? ¿Qué pruebas tenía? Un número de teléfono en un bloc. ¿Y qué trata de probar encerrándome? Absolutamente nada, excepto que lo puede hacer. Y ahora está usted en la misma onda; tratando de hacerme sentir todo el inmenso poder que genera usted en esta caja de puros que llama su despacho. Manda a ese canguro asustado que me traiga aquí a altas horas de la noche. ¿Cree que después de estar solo con mis pensamientos durante cincuenta y seis horas tengo el cerebro hecho papilla? ¿Piensa que le voy a llorar en el regazo y a pedirle que me pase la mano por el lomo porque me siento terriblemente solo en esta cárcel tan grande? Olvídeme, Grenz. Échese su trago y humanícese; estoy dispuesto a aceptar que sólo está haciendo su trabajo. Pero quítese las nudilleras de metal antes de empezar. Si es usted lo bastante grande no las necesita y si las necesita es que no es lo bastante grande para zarandearme.
Me miró fijamente mientras me escuchaba. Luego sonrió con acritud.
—Bonito discurso —dijo—. Ahora que ya ha echado toda la bilis del sistema, vamos con la declaración. ¿Prefiere responder a preguntas concretas o contarlo todo a su manera?
—Todo lo que he dicho no ha servido de nada —respondí—. Ha sido para usted como quien oye llover. No voy a hacer ninguna declaración. Es usted ahogado y sabe que no tengo que hacerla.
—Eso es cierto —dijo con frialdad—. Conozco la legislación. Sé también cómo trabaja la policía. Le estoy ofreciendo una oportunidad de justificarse. Si no la quiere, me parece perfecto. Le puedo hacer comparecer mañana por la mañana a las diez y dejarlo todo listo para un juicio preliminar. Quizá pueda salir bajo fianza, aunque procuraré impedirlo; pero si fijan la fianza, será alta. Le va a salir muy cara. Es una manera de hacerlo.
Examinó un papel sobre el escritorio, lo leyó y le dio la vuelta.
—¿De qué se me acusa? —le pregunté.
—Sección treinta y dos. Encubridor. Un delito grave. Condena hasta de cinco años en San Quintín.
—Será mejor que encuentren antes a Lennox —dije, cauteloso.
Grenz sabía algo: se lo había notado en el tono de voz. Ignoraba cuánto sabía, pero sin duda sabía algo.
Se recostó en el asiento, cogió una pluma y la hizo girar lentamente entre las palmas de las manos. Luego sonrió. Estaba disfrutando.
—Lennox no tiene nada fácil lo de esconderse, Marlowe. Con la mayoría de la gente se necesita una foto; una foto que sea además buena y nítida. Pero no sucede lo mismo en el caso de un sujeto con cicatrices en todo un lado de la cara. Y no digamos nada del pelo blanco en alguien que, como mucho, tiene treinta y cinco años. Contamos con cuatro testigos, tal vez más.
—¿Testigos de qué?
Notaba un sabor amargo en la boca, a bilis, como después del golpe del capitán Gregorius. También reparé en que aún tenía el cuello dolorido e hinchado. Me lo froté suavemente.
—No se haga el tonto, Marlowe. Un juez del tribunal de apelación de San Diego y su mujer fueron a despedir a su hijo y a su nuera al aeropuerto. Los cuatro vieron a Lennox y la esposa del juez se fijó además en el coche en el que llegó y en quién lo acompañaba. ¿Qué tal encomendarse a Dios?
—Eso está bien —dije—. ¿Cómo los han localizado?
—Un boletín especial por la radio y la televisión. Todo lo que hizo falta fue una descripción completa. El juez nos llamó.
—Tiene buena pinta —dije juiciosamente—. Pero se necesita un poco más que eso, Grenz. Deberán atraparlo y probar que ha cometido un asesinato. Y probar después que yo lo sabía.
Golpeó con un dedo el revés del telegrama.
—Creo que me voy a tomar ese trago —dijo—. Llevo demasiadas noches trabajando. —Abrió el cajón y puso una botella y un vasito sobre la mesa. Lo llenó hasta el borde y se lo echó al coleto—. Mejor —dijo—. Mucho mejor. Siento no poder invitarle, dado que está detenido. —Cerró la botella y la apartó, pero no mucho—. Sí, claro, tenemos que demostrar algo, dice usted. Bueno, podría ser que tuviéramos incluso una confesión. ¿Qué le parece? ¿No le gusta demasiado, eh?
Una sensación muy fría me recorrió la espina dorsal, como un insecto helado arrastrándose.
—¿Para qué necesitan entonces una declaración mía?
Sonrió.
—Nos gustan las cosas ordenadas. Repatriaremos a Lennox para juzgarlo. Necesitamos cuanto podamos conseguir. No se trata tanto de lo que queremos de usted como de lo que estamos dispuestos a consentirle, si coopera.
Me lo quedé mirando. Jugueteó un poco con sus papeles. Se agitó en el asiento, miró la botella de whisky y necesitó mucha fuerza de voluntad para no echarle mano de nuevo.
—Quizá le guste conocer todo el libreto —dijo, de repente, con ironía un tanto destemplada—. De acuerdo, chico listo, para que vea que no bromeo, aquí lo tiene.
Me incliné hacia delante sobre su escritorio y creyó que mi objetivo era la botella. La retiró a toda prisa y la guardó en el cajón. Yo sólo quería dejar una colilla en el cenicero. Mi incliné hacia atrás y encendí otro cigarrillo. Grenz empezó a hablar a gran velocidad.
—Lennox desembarcó del avión en Mazatlán, un punto de enlace para líneas aéreas y una ciudad de unos treinta y cinco mil habitantes. Luego desapareció durante dos o tres horas. A continuación, un individuo alto, moreno y de pelo negro, y lo que podrían ser un montón de cicatrices por heridas de arma blanca, sacó un billete para Torreón con el nombre de Silvano Rodríguez. Su español era bueno, pero no lo suficiente para una persona con ese apellido. También era demasiado alto para un mexicano tan moreno. El piloto mandó un informe sobre él. En Torreón la policía procedió más bien despacio. Los policías mexicanos no son precisamente bolas de fuego. Lo que hacen mejor es acertar cuando disparan contra alguien. Cuando se pusieron en movimiento Silvano Rodríguez ya había alquilado un avión para trasladarse a un pueblito en las montañas llamado Otatoclán, pequeño centro turístico de veraneo con un lago. El piloto que lo llevó se había formado en Texas como piloto militar y hablaba bien inglés. Lennox fingió no entender lo que decía.
—Si es que era Lennox —precisé yo.
—Espere un momento, amigo. Ya lo creo que era Lennox. Desembarcó en Otatoclán y alquiló una habitación, esta vez como Mario de Cerva. Llevaba una pistola, una Mauser 7,65, lo que no quiere decir gran cosa en México, es cierto. Pero el piloto pensó que aquel tipo no era oro de ley, de manera que fue a hablar con la policía local. Decidieron vigilarlo. Después de algunas comprobaciones en Ciudad de México intervinieron.
Grenz cogió una regla y la contempló en toda su longitud, un gesto desprovisto de sentido que le permitió seguir sin mirarme.
—Ya —dije—. Chico listo ese piloto suyo, y muy servicial con sus clientes. Esa historia no se sostiene.
Alzó la vista de repente.
—Lo que queremos —dijo con sequedad— es un juicio rápido; queremos que se declare culpable de homicidio en segundo grado y lo aceptaremos. Hay algunos aspectos que preferimos dejar de lado. Después de todo se trata de una familia muy influyente.
—Quiere decir Harlan Potter.
Hizo un rápido gesto de asentimiento.
—A mí me parece absurdo. Springer podría ponerse las botas. Lo tiene todo. Sexo, escándalo, dinero, una esposa guapa e infiel, un marido héroe de guerra, imagino que de ahí le vienen las cicatrices, qué demonios, sería material para la primera página durante semanas. Toda la prensa sensacionalista se mataría por la exclusiva. De manera que optamos por una discreta desaparición. —Se encogió de hombros—. De acuerdo, si el jefe lo quiere así, es cosa suya. ¿Hacemos esa declaración? —Se volvió hacia la grabadora que había estado encendida todo aquel tiempo, esperando pacientemente.
—Apáguela —dije.
Se volvió para lanzarme una mirada feroz.
—¿Le gusta la cárcel?
—No está demasiado mal. No se tropieza uno con gente distinguida, pero ¿a quién demonios le interesa la gente distinguida? Sea razonable, Grenz. Quiere convertirme en soplón. Quizá sea cabezota, incluso sentimental, pero también tengo sentido práctico. Supongamos que tuviera usted que contratar a un detective privado; sí, claro, ya sé que no le gustaría nada, pero supongamos que no le quedara otro remedio. ¿Querría uno que delatara a sus amigos?
Me miró con odio.
—Un par de cosas más. ¿No le parecen excesivamente transparentes las tácticas de Lennox para escapar? Si quería que lo pillaran, no tenía por qué tomarse tantas molestias. Si no quería, tiene cabeza suficiente para no disfrazarse de mexicano en México.
—¿Qué quiere decir con eso? —Grenz me estaba gruñendo ya.
—Quiero decir que quizá me haya contado una sarta de mentiras de su cosecha; que no hubo ningún Rodríguez con el pelo teñido, ni tampoco un Mario de Cerva en Otatoclán, y que sabe tanto de dónde está Lennox como de dónde enterró su tesoro el pirata Barbanegra.
Echó de nuevo mano a la botella. Se llenó el vasito y lo trasegó de golpe, como la vez anterior. Tardó en recobrar la calma. Giró en la silla y apagó la grabadora.
—Me hubiera gustado procesarle —dijo con voz todavía crispada—. Es usted la clase de tipo listo al que me gustaría darle un buen repaso. Esta historia la va a llevar colgando una temporada muy larga, amiguito. Caminará con ella, comerá con ella y hasta dormirá con ella. Y la próxima vez que saque los pies del tiesto le machacaremos con ella. Pero ahora mismo tengo que hacer algo que me da ganas de vomitar.
Palpó el escritorio con la mano, cogió el papel que había colocado boca abajo, le dio la vuelta y lo firmó. Siempre se sabe cuándo una persona está escribiendo su propio nombre. Tiene una manera especial de mover la mano. Luego se puso en pie, dio la vuelta alrededor de la mesa, abrió de golpe la puerta de su caja de zapatos y llamó a Spranklin a gritos.
El gordo entró, acompañado de su intenso olor corporal. Grenz le entregó el papel.
—Acabo de firmar la orden para que lo pongan en libertad —dijo—. Soy funcionario público y a veces me corresponden deberes desagradables. ¿Quiere saber por qué la he firmado?
Me puse en pie.
—Si me lo quiere decir.
—El caso Lennox está cerrado. No hay caso Lennox. Redactó una confesión completa esta tarde en la habitación del hotel y se pegó un tiro. En Otatoclán, exactamente donde le he dicho.
Me quedé allí sin mirar a nada. Con el rabillo del ojo vi retroceder lentamente a Grenz, como si pensara que podía querer darle un puñetazo. Debí de poner una cara muy desagradable por un momento. Enseguida estuvo otra vez detrás de la mesa y Spranklin me había agarrado del brazo.
—Vamos, en marcha —dijo con una voz que era casi un gemido—. A la gente le gusta estar en casa por la noche de cuando en cuando.
Salí con él y cerré la puerta. La cerré tan silenciosamente como si dentro acabara de morirse alguien.