La celda número tres en la sección de preventivos de la cárcel municipal tiene dos catres, estilo pullman, pero no había muchos detenidos y me dejaron solo. En la sección de preventivos le tratan a uno bastante bien. Te suministran dos mantas, ni sucias ni limpias, y una colchoneta de cinco centímetros de grosor, con bultos, que descansa sobre tiras de metal entrecruzadas. Hay un retrete con agua corriente, un lavabo, toallas de papel y jabón gris y rasposo. El bloque de celdas está limpio y no huele a desinfectante. Los presos de confianza hacen el trabajo. La disponibilidad de presos de confianza es siempre considerable.
Los celadores te revisan y te valoran con prudencia. A no ser que estés borracho, tengas trastornos mentales o actúes como si los tuvieras te permiten que conserves fósforos y cigarrillos. Hasta la primera comparecencia ante el juez conservas tu ropa. Después llevas el uniforme de la cárcel, sin corbata, ni cinturón, ni cordones para los zapatos. Te sientas en la litera y esperas. No hay nada más que hacer.
En la sección donde encierran a los borrachos las cosas están peor. Ni litera, ni silla, ni mantas, ni nada. Te tumbas en el suelo de cemento. Te sientas en el retrete y te vomitas en el regazo. Es el abismo de la abyección. Lo he visto.
Aunque aún era de día, las luces del techo ya estaban encendidas. En el interior de la puerta de acero que aísla el bloque de celdas hay un denso entramado de barras de acero que cubre la mirilla. Las luces se controlan desde el otro lado. Las apagan a las nueve de la noche. Nadie cruza antes la puerta ni dice nada. Puedes estar a mitad de una frase de un periódico o de una revista. Sin un clic ni aviso alguno, la oscuridad. Y allí te quedas hasta el alba sin nada que hacer, excepto dormir si es que puedes, fumar si tienes tabaco, o pensar si es que tienes algo en que pensar que no te haga sentirte peor que si dejas de pensar por completo.
En la cárcel el ser humano carece de personalidad. Los detenidos crean un problema poco importante de distribución y requieren unas cuantas anotaciones en distintos registros. A nadie le importa quién los quiera o quién los odie, qué aspecto tengan, qué hayan hecho con su vida. Nadie se ocupa de ellos a no ser que creen dificultades. Nadie los maltrata. Todo lo que se les pide es que vayan tranquilamente a la celda que les corresponde y que no molesten una vez que estén allí. No hay posibilidad de luchar contra nada, ni nada con lo que sea posible enfadarse. Los celadores son gente tranquila sin animosidad ni sadismo. Todo lo que se lee sobre individuos que gritan y chillan, que golpean los barrotes, que producen estrépito con cucharas, sobre carceleros que llegan corriendo con porras…, todo eso es para las grandes penitenciarías. Una cárcel corriente es uno de los sitios más tranquilos de la tierra. Si recorres un bloque de celdas por la noche y miras a través de los barrotes, verás un bulto cubierto con una manta marrón, o una cabellera, o un par de ojos que no miran nada. Tal vez oigas un ronquido. Muy de tarde en tarde se escucha a alguien que se debate con una pesadilla. La vida en la cárcel es vida en suspenso, sin finalidad ni significado. En otra celda quizá veas a alguien que no puede dormir o que ni siquiera trata de dormir. Está sentado en el borde de la litera sin hacer nada. Quizá te mire o quizá no. Lo miras tú a él. No dice nada y tampoco tú dices nada. No hay nada que comunicar.
En un extremo del bloque de celdas puede haber una segunda puerta de acero que lleva a la sala de reconocimientos. Una de sus paredes es de tela metálica pintada de negro. Sobre la pared trasera hay líneas dibujadas para precisar la estatura de los detenidos y en lo alto focos. Entras allí a primera hora por regla general, poco antes de que el capitán de noche termine su turno. Te colocas pegado a las líneas de medir, los focos te deslumbran y no hay luz detrás de la tela metálica. Pero ese sitio está lleno de gente: agentes, detectives, ciudadanos a los que se ha robado, o agredido, o estafado o a los que se ha echado de sus automóviles a punta de pistola o a los que se ha embaucado para apoderarse de los ahorros de toda una vida. Ni los ves ni los oyes. Oyes la voz del capitán de noche, que te llega con fuerza y claridad. Te hace ir y venir como si fueras un perro en una exposición canina. Está cansado y es cínico y competente. Es el director de escena de la obra que lleva más tiempo representándose en todo el mundo pero que ha dejado de interesarle.
—Vamos a ver, usted. Enderécese. Meta la tripa. La barbilla arriba. Los hombros atrás. La cabeza recta. Mire al frente. Gire a la izquierda. A la derecha. De nuevo al frente y levante las manos. Las palmas hacia arriba. Hacia abajo. Remánguese. Sin cicatrices visibles en los brazos. Cabellos de color castaño oscuro, algunas canas. Ojos marrones. Altura, un metro ochenta. Peso, unos ochenta y cinco kilos. Nombre, Philip Marlowe. Ocupación, detective privado. Vaya, me alegro de verle, Marlowe. Eso es todo. El siguiente.
Muy agradecido, capitán. Gracias por atenderme. Se olvidó de pedirme que abriera la boca. Tengo algunos empastes que están muy bien y una funda de porcelana de excelente calidad. Ochenta y siete dólares de funda de porcelana. También olvidó mirarme la nariz, capitán. Muchas cicatrices. Operación de tabique nasal ¡y el cirujano era un matarife! Dos horas por aquel entonces. Me han dicho que ahora tardan sólo veinte minutos. Me pasó jugando al fútbol americano, capitán. Un ligero error de cálculo en un intento de detener un despeje. Detuve el pie de mi adversario cuando ya había atizado al balón. Sanción de quince metros, aproximadamente la longitud de esparadrapo ensangrentado que me sacaron de la nariz, centímetro a centímetro, el día después de la operación. No estoy presumiendo, capitán. Sólo se lo cuento. Son las cosas pequeñas lo que importa.
Al tercer día un celador abrió la puerta de mi celda a media mañana.
—Está aquí su abogado. Apague la colilla, y que no sea en el suelo.
La eché al retrete y tiré de la cadena. El celador me llevó a una sala de reuniones. Un individuo alto, pálido, de cabellos oscuros, de pie junto a la ventana, miraba hacia el exterior. Sobre la mesa había dejado una gruesa cartera de color marrón. Se volvió al entrar yo y esperó a que se cerrara la puerta. Luego se sentó, cerca de la cartera, al extremo más distante de una mesa de roble cubierta de cicatrices y que parecía proceder directamente del Arca. Noé la compró de segunda mano. El abogado abrió una pitillera de plata labrada, se la colocó delante y procedió a mirarme.
—Siéntese, Marlowe. ¿Un cigarrillo? Me llamo Endicott. Sewell Endicott. Se me ha pedido que lo represente sin costo ni desembolso alguno por su parte. Imagino que le gustaría salir de aquí, ¿no es cierto?
Me senté y cogí uno de los pitillos. El abogado me acercó su mechero.
—Me alegro de volver a verlo, señor Endicott. Nos conocemos…, de cuando era usted fiscal del distrito.
Asintió con la cabeza.
—No lo recuerdo, pero es perfectamente posible. —Sonrió débilmente—. Aquel cargo no era lo más conveniente para mí. Imagino que ando algo escaso de ferocidad.
—¿Quién lo envía?
—No estoy autorizado a decirlo. Si me acepta como abogado no tendrá que pagar la minuta.
—Supongo que eso quiere decir que lo han cogido.
Se me quedó mirando. Aspiré el humo del cigarrillo, que tenía filtro. Sabía como niebla pasada por algodón en rama.
—Si se refiere a Lennox —dijo, y sin duda es así, no; no lo han cogido.
—¿Por qué el misterio, señor Endicott? Acerca de quién lo envía.
—Mi mandante desea permanecer anónimo. Es su privilegio. ¿Me acepta?
—No lo sé —dije—. Si no han encontrado a Terry, ¿por qué me retienen?
Nadie me ha preguntado nada, nadie se me ha acercado.
Frunció el ceño y se contempló los dedos, largos, blancos, delicados.
—Springer, el fiscal del distrito, se encarga personalmente de este asunto. Quizá haya estado demasiado ocupado para interrogarle. Pero tiene usted derecho a comparecer ante el juez y a una audiencia preliminar. Le puedo sacar de aquí con fianza si presento un recurso de habeas corpus. Probablemente conoce usted los fundamentos jurídicos.
—Me han detenido como sospechoso de asesinato.
Se encogió de hombros, dando muestras de impaciencia.
—Eso no es más que un cajón de sastre. Podrían haberlo detenido por ir de camino hacia Pittsburgh o por otros diez motivos diferentes. Lo que probablemente quieren decir es encubridor. Llevó a Lennox a algún sitio, ¿no es eso?
No le contesté. Tiré al suelo el insípido cigarrillo y lo pisé. Endicott se encogió de hombros una vez más y frunció el ceño.
—Supongamos por un momento que lo hizo. No es más que una suposición. Para poder acusarlo de encubridor tienen que demostrar la intención. En California eso significa conocimiento de que se ha cometido un delito y de que Lennox es un prófugo de la justicia. En cualquier caso es posible la libertad bajo fianza. En realidad es usted un testigo básico. Pero en este Estado no se puede retener a una persona en la cárcel como testigo si no es con una orden judicial.
Ninguna persona es testigo básico si un juez no lo declara así. Aunque las fuerzas de seguridad siempre encuentran la manera de hacer lo que quieren hacer.
—Cierto —dije—. Un detective llamado Dayton me dio un par de puñetazos. Un capitán del departamento de homicidios llamado Gregorius me arrojó una taza de café, me golpeó en el cuello con la fuerza suficiente para reventarme una arteria, puede que todavía lo tenga hinchado, y cuando una llamada del inspector jefe Allbright le impidió entregarme al equipo de demolición, me escupió en la cara. Tiene toda la razón, señor Endicott. Los chicos de las fuerzas de seguridad siempre hacen lo que quieren.
Se miró el reloj de pulsera de forma harto significativa.
—¿Quiere salir bajo fianza o no?
—Gracias. Creo que no. Un detenido que sale en libertad bajo fianza ya es culpable a medias ante la opinión pública. Si más adelante lo absuelven es porque tenía un abogado muy listo.
—Eso es una tontería —dijo el señor Endicott, impaciente.
—De acuerdo: es una tontería. Soy tonto. De lo contrario no estaría aquí. Si está en contacto con Lennox dígale que no se preocupe por mí. No estoy aquí por él. No me quejo. Es parte de mi oficio. Trabajo en una profesión en la que la gente viene a mí con problemas. Grandes, pequeños, pero siempre con problemas que no quieren llevar a la policía. ¿Cuánto tiempo seguirían acudiendo a mí si cualquier matón con una placa de policía pudiera ponerme cabeza abajo y obligarme a cantar?
—Entiendo su punto de vista —dijo despacio—. Pero déjeme rectificarle en un punto. No estoy en contacto con Lennox. Apenas lo conozco. Soy un funcionario de los tribunales, como todos los abogados. Si supiera el paradero de Lennox, no podría ocultar esa información al fiscal del distrito. Lo más que podría hacer sería aceptar entregarlo en un momento y sitio especificados después de mantener con él una entrevista.
—Nadie más se molestaría en mandarle aquí para ayudarme.
—¿Me está llamando mentiroso?
Se inclinó para apagar la colilla de su cigarrillo en la parte inferior de la mesa.
—Me parece recordar que es usted virginiano, señor Endicott. En este país tenemos algo así como una fijación histórica acerca de los virginianos. Los consideramos la flor y nata de la caballerosidad y del honor sureños.
El señor Endicott sonrió.
—Eso ha estado muy bien dicho. Ojalá fuese verdad. Pero perdemos el tiempo. Si hubiera tenido una pizca de sentido común le habría dicho a la policía que llevaba una semana sin ver a Lennox. No era necesario que fuese cierto. Bajo juramento siempre podría haber contado la verdad. No hay ninguna ley que prohíba mentir a la policía. Es lo que esperan. Se quedan mucho más contentos cuando se les miente que cuando alguien se niega a hablar con ellos. Eso es un desafío directo a su autoridad. ¿Qué esperaba conseguir?
No respondí. En realidad no tenía una respuesta que darle. El señor Endicott se puso en pie, recogió el sombrero, cerró de golpe la pitillera y se la metió en el bolsillo.
—Tuvo que representar la gran escena —dijo con frialdad—. Defender sus derechos, hablar de la justicia. ¿Hasta dónde se puede llevar la ingenuidad, Marlowe? ¿Una persona como usted, que se supone que sabe bandearse? La justicia humana es un mecanismo muy imperfecto. Si presiona los botones adecuados y además tiene suerte, tal vez le aparezca en la respuesta. Un mecanismo es todo lo que los tribunales de justicia han pretendido ser desde siempre. Supongo que no está de humor para que se le ayude. De manera que me retiro. Me puede localizar si cambia de idea.
—Seguiré en mis trece un día o dos más. Si atrapan a Terry no les importará cómo se escapó. Sólo les importará el circo en el que puedan convertir el juicio. El asesinato de la hija del señor Harlan Potter es material de primera plana en todo el país. Con el olfato que tiene Springer para agradar a las masas, un espectáculo como ése puede hacerle directamente fiscal general y de ahí llevarlo al sillón de gobernador del Estado y de ahí…
Me callé y dejé que lo demás flotara en el aire.
Endicott sonrió despacio y con desdén.
—Me parece que no sabe mucho sobre el señor Nadan Potter —dijo.
—Y si no encuentran a Lennox, no querrán saber cómo se escapó, señor Endicott. Sólo querrán olvidarse de este asunto cuanto antes.
—Lo tiene todo pensado, ¿no es eso, Marlowe?
—He tenido tiempo suficiente. Sobre el señor Harlan Potter sólo sé que vale unos cien millones de dólares y que es el dueño de nueve o diez periódicos. ¿Cómo va la publicidad?
—¿La publicidad? —Su voz adquirió la frialdad del hielo.
—Sí. Ningún periodista me ha entrevistado. Esperaba hacer mucho ruido en la prensa con todo esto. Conseguir un montón de clientes. Detective privado prefiere ir a la cárcel antes que traicionar a un amigo.
El señor Endicott se dirigió hacia la puerta y sólo se volvió cuando ya tenía la mano en el picaporte.
—Me divierte usted, Marlowe. Es usted infantil en algunas cosas. Cierto, con cien millones de dólares se puede comprar mucha publicidad. Pero también, amigo mío, si se emplean juiciosamente, sirven para comprar muchísimo silencio.
Abrió la puerta y salió. Luego llegó un celador y me devolvió a la celda tres en la sección de presos preventivos.
—Imagino que no seguirá mucho tiempo con nosotros si lo defiende Endicott —me dijo amablemente mientras cerraba con llave la puerta de la celda. Le respondí que ojalá tuviera razón.