Aquel año el patrón de la Brigada de Homicidios era un tal capitán Gregorius, un tipo de polizonte que va escaseando pero al que no se puede calificar ni mucho menos de extinto; de los que resuelven los delitos con el reflector en los ojos, la cachiporra blanda, la patada en los riñones, el rodillazo en el bajo vientre, el puñetazo en el plexo solar, el golpe en la rabadilla. Seis meses después compareció ante un jurado de acusación por perjurio, lo pusieron de patitas en la calle sin proceso, y más tarde lo coceó hasta matarlo un semental en su rancho de Wyoming.
Pero en aquel momento estaba dispuesto a comérseme crudo. Me recibió sentado, sin chaqueta y con la camisa remangada casi hasta los hombros. Calvo como una pelota de pingpong y, como todos los hombres musculosos de mediana edad, en proceso de ensanchamiento por la cintura. Ojos de color agua sucia. La nariz, grande, convertida en una red de capilares rotos. Bebía café, pero no en silencio. Vello espeso en el dorso de las manos, toscas, fuertes. De las orejas le salían mechones grises. Dio unas palmaditas a algo que tenía sobre la mesa y miró a Green.
—Todo lo que tenemos contra él —dijo el sargento— es que no quiere contarnos nada, patrón. El número de teléfono ha hecho que vayamos a verlo. Ayer fue en coche a algún sitio pero no quiere decirnos dónde. Conoce bien a Lennox y no cuenta cuándo lo ha visto por última vez.
—Se cree duro —comentó Gregorius con aire indiferente—. Eso lo podemos cambiar. —Lo dijo como si le diera lo mismo cuál fuera el resultado. Probablemente era cierto. Nadie se le resistía—. Porque lo cierto es que el fiscal del distrito prevé muchos titulares en este caso. No tiene nada de sorprendente, si uno se fija en quién es el padre de la chica. Supongo que será mejor que le tiremos un poco de la lengua.
Me miró como si yo fuera una colilla o una silla vacía. Tan sólo algo en su campo visual, sin interés para él.
—Es evidente que toda su actitud estaba dirigida a crear una situación que le permitiera negarse a hablar —dijo Dayton respetuosamente—. Nos citó el código y consiguió sacarme de quicio para que le diera un puñetazo. Sin duda me extralimité, capitán.
Gregorius lo contempló con expresión sombría.
—No debe de ser difícil sacarle a usted de quicio si este mequetrefe lo ha conseguido. ¿Quién le ha quitado las esposas?
Green dijo que había sido él.
—Vuelva a ponérselas —dijo Gregorius—. Apretadas. Así se animará.
Green volvió a ponerme las esposas o, más bien, empezó a hacerlo.
—Las manos detrás de la espalda —ladró Gregorius. Green hizo lo que se le decía. Yo estaba sentado en una silla de respaldo recto.
—Más ajustadas —dijo Gregorius—. Haga que muerdan.
Green me apretó las esposas. Las manos empezaron a dormírseme. Gregorius me miró con aire triste.
—Ahora empiece a hablar. ¡Y rápido!
No le contesté. El capitán se recostó en el asiento y sonrió. Su mano se dirigió despacio hacia la taza de café. Luego Gregorius se inclinó un poco hacia delante. El contenido de la taza salió disparado, pero lo evité tirándome de lado. Caí con violencia sobre un hombro, rodé por el suelo y volví a levantarme despacio. Tenía las manos completamente entumecidas. Insensibles. Los brazos, por encima de las esposas, empezaban a dolerme.
Green me ayudó a sentarme de nuevo. El café había manchado el respaldo y parte del asiento, pero la mayor parte cayó al suelo.
—No le gusta el café —dijo Gregorius—. Es ágil. Se mueve deprisa. Buenos reflejos.
Nadie dijo nada. Gregorius me miró de arriba abajo con ojos de pez.
—Aquí una licencia de detective no tiene más valor que una tarjeta de visita. De manera que va a hacernos su declaración, de viva voz primero. Ya tendremos tiempo de ponerla por escrito. Y que sea completa. Un relato íntegro, digamos, de todos sus movimientos desde las diez de la noche de ayer. Y cuando digo íntegro, es exactamente eso lo que quiero decir. Este departamento está investigando un asesinato y el principal sospechoso ha desaparecido. Usted está relacionado con él. Un tipo sorprende a su mujer engañándolo y le golpea la cabeza hasta que sólo queda carne desfigurada, hueso y pelo empapado en sangre. Nuestra vieja amiga la estatuilla de bronce. No es muy original pero funciona. Si piensa que un detective de tres al cuarto me va a citar el código en un caso así, le esperan tiempos difíciles. Ningún cuerpo de policía de este país podría hacer su trabajo con el código en la mano. Tiene usted información y yo la necesito. Podría haber dicho no y podría no haberle creído. Pero ni siquiera ha dicho no. A mí no me va a dar la callada por respuesta. Adelante.
—¿Me quitaría las esposas, capitán? —pregunté—. Si hago una declaración, quiero decir.
—Podría ser. Pero aligere.
—Si le dijera que no he visto a Lennox en las últimas veinticuatro horas, que no he hablado con él y que no tengo ni idea de dónde pueda estar…, ¿se daría por satisfecho, capitán?
—Tal vez…, si me lo creyera.
—Si le dijera que lo he visto, y dónde y cuándo, pero que no tenía ni idea de que hubiera asesinado a nadie ni de que se hubiera cometido ningún delito y que ignoro además dónde pueda estar en este momento, eso tampoco le satisfaría, ¿no es cierto?
—Si me lo dijera de manera más detallada, quizá le escuchase. Si me dijera dónde, cuándo, qué aspecto tenía Lennox, de qué se habló, hacia dónde se dirigía. Podría llegar a ser algo.
—Con el tratamiento que usted utiliza —dije—, probablemente llegaría a convertirme en cómplice.
Se le marcaron los músculos de la mandíbula. Sus ojos eran hielo sucio.
—¿Y bien?
—No sé —dije—. Necesito consultar a un abogado. Me gustaría cooperar. ¿Qué tal si hiciésemos venir a alguien del despacho del fiscal del distrito?
Gregorius soltó tina risotada estridente que duró muy poco. Se levantó despacio y dio la vuelta alrededor de la mesa. Se inclinó, acercándose a mí, una manaza apoyada en la madera, y sonrió. Luego, sin cambiar de expresión, me golpeó en un lado del cuello con un puño que me pareció de hierro.
La mano sólo hizo un recorrido de veinte o veinticinco centímetros, como máximo, pero casi me arrancó la cabeza. La boca se me llenó de bilis, y sentí el sabor de la sangre mezclada con ella. No oía nada a excepción de un rugido dentro de la cabeza. Gregorius volvió a inclinarse hacia mí, todavía sonriente, la mano izquierda todavía sobre la mesa. Me pareció que su voz me llegaba desde muy lejos.
—Solía ser duro, pero me estoy haciendo viejo. Es usted un buen encajador, y es todo lo que voy a darle. En la cárcel municipal tenemos a unos muchachos que estarían mejor trabajando en el matadero. Tal vez no deberíamos tenerlos porque no son púgiles limpios y corteses, estilo borla de polvos, como Dayton, aquí presente. Tampoco tienen cuatro hijos y una rosaleda como Green. Son otras las diversiones que les gustan. Se necesita gente de todas clases y hay escasez de mano de obra. ¿Tiene más ideas graciosas sobre lo que podría decir, si es que se molestara en decirlo?
—No con las esposas puestas, capitán.
Me dolió incluso pronunciar una frase tan breve.
Se inclinó aún más en mi dirección y me llegó el olor de su sudor y la fetidez de su aliento. Luego se enderezó, dio la vuelta a la mesa y plantó las sólidas nalgas en el sillón. Se apoderó de una regla triangular y pasó el pulgar por uno de los bordes como si se tratara de un cuchillo. Miró a Green.
—¿A qué está esperando, sargento?
—Órdenes.
Green trituró la palabra como si le molestara el sonido de su propia voz.
—¿Se lo tienen que decir? Es usted un hombre con experiencia, según su historial. Quiero una declaración detallada de los movimientos de este individuo en las últimas veinticuatro horas. Quizá desde antes, pero eso es un primer paso. Quiero saber lo que hizo en cada minuto. La quiero firmada, atestiguada y comprobada. Y la quiero dentro de dos horas. Después me lo trae de nuevo aquí limpio, pulcro y sin señales. Y una cosa más, sargento…
Hizo una pausa y lanzó una mirada a Green que hubiera helado a una patata recién asada.
—… la próxima vez que le haga a un sospechoso unas cuantas preguntas corteses no quiero que se me quede usted mirando como si le hubiera arrancado las orejas.
—Sí, patrón. —Green se volvió hacia mí—. Nos vamos —dijo con aspereza.
Gregorius me enseñó los dientes. Estaban muy necesitados de una limpieza.
—La frase de despedida, amigo.
—Sí, señor —dije cortésmente—. Probablemente no era ésa su intención, pero me ha hecho un favor. Con una contribución por parte del detective Dayton. Me ha resuelto un problema. A nadie le gusta traicionar a un amigo pero, tratándose de usted, tampoco traicionaría a un enemigo. Además de matón es incompetente. Ni siquiera sabe cómo llevar unas averiguaciones bien sencillas. Mi decisión pendía de un hilo y podría usted haberme inclinado en cualquier sentido. Pero ha tenido que insultarme, tirarme café a la cara y utilizar sus puños contra mí cuando no tenía otra posibilidad que encajar los golpes. A partir de ahora no le voy a decir ni la hora que marca el reloj de la pared.
Por alguna extraña razón permaneció inmóvil y me dejó decirle todo aquello. Luego sonrió.
—No es usted más que un pobre diablo que detesta a la policía. Eso es todo, sabueso.
—Existen sitios donde no se detesta a la policía. Pero en esos sitios a usted no le dejarían ponerse el uniforme.
También aquello lo encajó. Supongo que se lo podía permitir. Probablemente le habían dicho cosas peores muchas veces. Luego sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Lo miró e hizo un gesto. Dayton, diligente, se acercó a la mesa y descolgó el auricular.
—Despacho del capitán Gregorius. El detective Dayton al habla.
Escuchó un instante. Un leve fruncimiento acercó sus cejas bien dibujadas.
—Un momento, por favor —dijo en voz baja. Luego tendió el teléfono a Gregorius—. El inspector jefe Allbright, capitán.
Gregorius puso cara de pocos amigos. «¿Sí? ¿Qué quiere ese estirado hijo de puta?», dijo casi para sus adentros. Luego tomó el teléfono, esperó un momento y suavizó la expresión.
—Gregorius, inspector jefe.
Escuchó unos instantes.
—Sí, está aquí en mi despacho. Le he estado haciendo unas cuantas preguntas. No está dispuesto a cooperar. Nada en absoluto… ¿Le importa repetírmelo? —Un brusco gesto feroz le retorció las facciones. La sangre le ensombreció la frente. Pero el tono de voz no cambió en lo más mínimo—. Si se trata de una orden directa, deberá llegarme por conducto del jefe de detectives, inspector… Por supuesto, me atendré a ella en espera de recibir confirmación. Por supuesto… Ni muchísimo menos. Nadie le ha tocado un pelo de la ropa… Sí, señor inspector. Inmediatamente.
Colgó el teléfono. Me pareció que le temblaba un poco la mano. Levantó la vista, me miró primero a mí y luego a Green.
—Quítele las esposas —dijo con voz apagada.
Green obedeció. Me froté las manos, esperando el hormigueo de la circulación recobrada.
—Enciérrelo en la cárcel municipal —dijo Gregorius muy despacio—. Sospechoso de asesinato. El fiscal del distrito acaba de quitarnos el caso de las manos. Un sistema encantador, el que nos ha tocado en suerte.
Nadie se movió. Green estaba cerca de mí, respirando audiblemente. Gregorius miró a Dayton.
—¿Qué está esperando, bolito de nata? ¿Un helado de cucurucho? Dayton casi se ahogó.
—No me ha dado ninguna orden, patrón.
—¡Llámeme capitán, maldita sea! Soy patrón para sargentos y personas de graduación más alta. No para usted, mocito. No para usted. Fuera.
—Sí, capitán.
Dayton se dirigió a buen paso hacia la puerta y salió. Gregorius se puso en pie con dificultad, se acercó a la ventana y se quedó allí, de espaldas a la habitación.
—Vamos, en marcha —me dijo Green al oído.
—Sáquelo de aquí antes de que lo desfigure —dijo Gregorius sin dejar de mirar por la ventana.
Green fue hasta la puerta y la abrió. Me dispuse a cruzarla.
—¡Esperen! ¡Cierre esa puerta! —ladró Gregorius de repente.
Green la cerró y se recostó en ella.
—¡Usted venga aquí! —me ladró Gregorius.
No me moví. Seguí donde estaba y lo miré. Green tampoco se movió. Se produjo una tensa pausa. Luego, muy despacio, Gregorius atravesó el despacho, se detuvo delante de mí y me miró de pies a cabeza. Se metió las manazas en los bolsillos y empezó a mecerse sobre los talones.
—No le he tocado un pelo de la ropa —dijo entre dientes, como hablando solo.
La mirada, remota e inexpresiva. Movía la boca de manera convulsa. Luego me escupió en la cara y dio un paso atrás.
—Eso es todo, muchas gracias.
Se dio la vuelta y regresó junto a la ventana. Green abrió la puerta de nuevo. La crucé mientras echaba mano al pañuelo.