El viaje desde Tijuana es cansado y uno de los recorridos más aburridos del estado de California. Tijuana no es nada; allí sólo quieren dólares. El crío que se acerca sigilosamente a la ventanilla del coche, te mira con grandes ojos soñadores y dice «Diez centavos, por favor, caballero», tratará de venderte a su hermana un instante después. Tijuana no es México. Las ciudades fronterizas no son más que ciudades fronterizas, de la misma manera que los muelles no son más que muelles. ¿San Diego? Uno de los puertos más hermosos del mundo, pero allí no hay más que buques de guerra y unos cuantos barquitos de pesca. Por la noche es el país de las hadas. Un oleaje tan suave como una anciana dama entonando cánticos religiosos. Pero Marlowe tiene que volver a casa y contar los cubiertos de plata.
La carretera hacia el norte es tan monótona como la salmodia de un marinero. Atraviesas un pueblo, desciendes una colina, pasas por un trozo de playa, otro pueblo, otra colina, otra playa.
Eran las dos cuando llegué a casa. Me estaban esperando en un sedán oscuro, sin placas oficiales ni luz roja; sólo la antena doble, y hay otros coches, además de los de la policía, que la usan. Ya estaba a mitad de los escalones de madera cuando se apearon y me llamaron a gritos, la pareja habitual con los trajes de costumbre, los mismos movimientos pausados e indiferentes, como si el mundo estuviera esperando, encogido y en silencio, a que le dijeran lo que tenía que hacer.
—¿Es usted Marlowe? Queremos hacerle unas preguntas.
El que había hablado me enseñó el brillo de una placa. Si tengo que juzgar por lo que vi, podría haberse tratado del distintivo de la Lucha contra las Plagas. Rubio tirando a gris y de aspecto desagradable. Su compañero era alto, bien parecido, limpio, con un algo meticuloso y siniestro; un esbirro bien educado. Los dos tenían ojos vigilantes y atentos, ojos pacientes y cuidadosos, ojos desdeñosos, ojos de polizontes. Se los entregan en el desfile de graduación de la academia.
—Sargento Green, de la Central de Homicidios. Éste es el detective Dayton. Terminé de subir los escalones y abrí la puerta. A los polis de las ciudades grandes no se les da la mano. Demasiada intimidad.
Se sentaron en el cuarto de estar. Abrí las ventanas y la brisa susurró. Green era el que hablaba.
—Un individuo llamado Terry Lennox. Lo conoce, ¿no es cierto?
—Tomamos unas copas juntos de cuando en cuando. Vive en Encino, casado con una mujer rica. No he estado nunca en su casa.
—Dice que de cuando en cuando —comentó Green—. ¿Con qué frecuencia sería eso?
—Es una expresión poco precisa, pero es eso lo que quería decir. Puede ser una vez a la semana o una vez cada dos meses.
—¿Conoce a su mujer?
—La vi una vez, muy poco tiempo, antes de que se casaran.
—¿Cuándo y dónde estuvo con Lennox la última vez?
Saqué la pipa de una mesita auxiliar y la llené. Green se inclinó para acercarse más a mí. El tipo alto estaba más lejos, con un bolígrafo listo para escribir en un bloc de bordes rojos.
—Aquí es cuando yo digo «¿De qué se trata?» y ustedes responden «Las preguntas las hacemos nosotros».
—Así que usted se limita a contestarlas, ¿de acuerdo?
Encendí la pipa. El tabaco estaba demasiado húmedo. Necesité algún tiempo y tres cerillas para que prendiera como es debido.
—No tengo prisa —dijo Green—, pero la espera ha sido larga. De manera que vaya al grano, amigo. Sabemos quién es usted. Y usted sabe que no hemos venido aquí para abrir el apetito.
—Sólo estaba pensando —dije—. Solíamos ir a Victor’s con bastante frecuencia, y algo menos a La Linterna Verde y al Toro y el Oso, ese sitio al final del Strip que trata de parecerse a una hostería inglesa…
—Déjese de rodeos.
—¿Quién ha muerto? —pregunté.
El detective Dayton tomó la palabra. Tenía una voz fuerte, madura, del tipo «a mí no trate de engañarme».
—Limítese a contestar a lo que se le pregunta, Marlowe. Estamos llevando a cabo una investigación rutinaria. Es todo lo que necesita saber.
Quizá estaba cansado y de mal humor. O tal vez me sentía un poco culpable. No me iba a costar nada detestar a aquel tipo antes incluso de conocerlo. Me habría bastado verlo al otro extremo de una cafetería para tener ganas de saltarle los dientes.
—No me venga con ésas —le dije—. Guárdese sus discursitos para el departamento de menores. Hasta ellos se morirán de la risa.
Green rió entre dientes. En la cara de Dayton no se produjo ningún cambio que pudiera señalarse con el dedo, pero de repente pareció diez años mayor y veinte más desagradable. El aire que le salía por la nariz silbó débilmente.
—Ha aprobado el examen para ejercer de abogado —dijo Green—. No hay que bromear con Dayton.
Me levanté despacio y fui a las estanterías donde guardo los libros. Saqué el ejemplar encuadernado del código penal de California y se lo ofrecí a Dayton.
—¿Sería tan amable de buscarme la sección en la que dice que tengo que responder a sus preguntas?
No se movió. Quería atizarme y los dos lo sabíamos. Pero iba a esperar una ocasión mejor. Lo cual quería decir que no estaba seguro de que Green lo apoyase si sacaba los pies del tiesto.
—Todo ciudadano —dijo— ha de cooperar siempre, incluso con el uso de la fuerza física, y de manera especial ha de responder a todas las preguntas no comprometedoras que la policía considere necesario hacer.
Su voz, mientras decía todo aquello, era dura, nítida y bien modulada.
—Eso es lo que acaba pasando —dije—. Casi siempre por un proceso de intimidación directa o indirecta. En derecho esa obligación no existe. Nadie tiene que decirle nada a la policía, en ningún momento ni en ningún sitio.
—Vamos, cierre la boca —dijo Green con impaciencia—. Nos está dando largas y lo sabe perfectamente. Siéntese. Han asesinado a la mujer de Lennox. En un pabellón para invitados en su casa de Encino. Lennox se ha largado. Al menos no se le encuentra. De manera que estamos buscando a un sospechoso en un caso de asesinato. ¿Le basta con eso?
Dejé el libro en una silla y me senté en el sofá, al otro lado de la mesa, frente a Green.
—¿Por qué acudir a mí? —pregunté—. No he estado nunca cerca de esa casa. Ya se lo he dicho.
Green se pasó las manos por los muslos, arriba y abajo, arriba y abajo, sonriéndome tranquilo. Dayton seguía inmóvil en su silla, comiéndome con los ojos.
—Porque Lennox escribió su número de teléfono en un bloc durante las últimas veinticuatro horas —dijo Green—. Es un bloc con fechas; la página de ayer estaba arrancada pero se veían las huellas de los números en la página de hoy. No sabemos cuándo le telefoneó. Tampoco sabemos dónde ha ido ni por qué ni cuándo. Tenemos que preguntar, es de cajón.
—¿Por qué en el pabellón de invitados? —pregunté, sin esperar que me contestara, aunque lo hizo.
—Parece que la señora Lennox iba allí con frecuencia —se sonrojó un poco—. De noche. Tenía visitantes. El servicio ve a través de los árboles si las luces están encendidas. Hay automóviles que llegan y se van, a veces tarde, en ocasiones muy tarde. Le he dicho más que suficiente. No se engañe. Lennox es nuestro hombre. Fue hacia allí a la una de la madrugada. Da la casualidad de que lo vio el mayordomo. Regresó solo, quizá al cabo de veinte minutos. Después de eso, nada. Las luces siguieron encendidas. Por la mañana Lennox no estaba en casa. El mayordomo fue al pabellón de huéspedes. Se encontró a la prójima en la cama, tan desnuda como Dios la trajo al mundo, y déjeme decirle que no la reconoció por la cara. Prácticamente había dejado de tenerla. Se la machacaron con una estatuilla de bronce que representa a un mono.
—Terry Lennox no habría hecho nunca nada semejante —dije—. Es verdad que le ponía los cuernos. Viene de antiguo. Lo ha hecho desde siempre. Se habían divorciado y volvieron a casarse. Imagino que no le gustaba, pero ¿por qué tendría que tomárselo tan a pecho de repente?
—Nadie tiene la respuesta —dijo Green con mucha paciencia—. Pero pasa continuamente. Con hombres y con mujeres, los dos. Un tipo aguanta y aguanta y aguanta. Hasta que deja de hacerlo. Probablemente ni él mismo lo sabe; por qué en un momento determinado se vuelve loco. Pero es lo que pasa, y alguien muere. Como ve, tenemos un problema que resolver y hacernos una pregunta bien sencilla. Así que deje de hacer el tonto o le pondremos a la sombra.
—No se lo va a contar, sargento —dijo Dayton agriamente—. Se ha leído el código. Como mucha gente que lee un libro de derecho, piensa que la ley está ahí.
—Usted encárguese de tomar nota —dijo Green—, y no se esfuerce por pensar. Si de verdad se porta bien le dejaremos cantar una balada irlandesa en la fiesta de la policía.
—Váyase al infierno, sargento, si se me permite decirlo con el debido respeto a su graduación.
—¿Por qué no se pelean? —le dije a Green—. Lo recogeré cuando caiga.
Dayton se desprendió del bloc y del bolígrafo con mucho cuidado. Luego se puso en pie con un brillo en los ojos. Dio unos pasos y se situó delante de mí.
—Levántese, chico listo. El que haya ido a la universidad no significa que tenga que aceptar impertinencias de un cretino como usted.
Me golpeó cuando aún estaba incorporándome. Un gancho de izquierda que luego remató con la derecha. Sonaron campanas, aunque no para anunciar el desayuno. Me senté y agité la cabeza. Dayton seguía en el mismo sitio. Ahora sonreía.
—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo—. No estaba usted preparado. No ha sido del todo legal.
Miré a Green. Se contemplaba el pulgar como si se estuviera examinando un padrastro. No me moví ni hablé, esperando a que alzara los ojos. Si me levantaba de nuevo, Dayton me volvería a golpear. Quizá lo hiciera de todos modos. Pero si me ponía en pie y me atizaba, yo iba a hacerle picadillo, porque los golpes demostraban que era un boxeador de libro. Colocaba bien los golpes, pero iba a necesitar muchos para acabar conmigo.
—Excelente trabajo, muchacho —dijo Green, casi distraídamente—. Le ha dado exactamente lo que quería. Razones para no abrir la boca.
Luego alzó los ojos y dijo con mucha suavidad:
—Se lo voy a preguntar una vez más, para que quede constancia, Marlowe. Dónde fue la última vez que vio a Terry Lennox, y cómo y de qué hablaron; también quiero que me diga de dónde venía usted hace un momento. ¿Sí o no?
Dayton seguía de pie, relajado, en perfecto equilibrio. Había un brillo suave, casi alegre en sus ojos.
—¿Qué hay del otro tipo? —pregunté, sin hacerle el menor caso.
—¿Qué otro tipo es ése?
—El del pabellón de invitados. Sin ropa. No me irá a decir que la señora Lennox fue allí para hacer solitarios.
—Eso viene después, cuando tengamos al marido.
—Estupendo. Si no resulta demasiado trabajo cuando ya se tiene un cabeza de turco.
—Si no habla, nos lo llevamos, Marlowe.
—¿Como testigo de cargo?
—Nada de testigo. Como sospechoso. Sospechoso de encubrir un asesinato. De ayudar a escapar a un sospechoso. Mi suposición es que lo ha llevado a algún sitio. Y en este momento una suposición es todo lo que necesito. El patrón juega muy duro en los tiempos que corren. Se sabe las reglas pero a veces se distrae. Esto puede resultar un verdadero calvario para usted. De una manera o de otra conseguiremos que hable. Cuanto más nos cueste, más seguros estaremos de que es lo que andamos buscando.
—Todo eso no es más que una estupidez para él —dijo Dayton—. Se sabe el código.
—Es una estupidez para todo el mundo —dijo Green con calma—. Pero todavía funciona. Vamos, Marlowe. Ya sabe lo que le espera.
—De acuerdo —dije—. Me doy por avisado. Terry Lennox era amigo mío. He invertido en él una considerable cantidad de afecto. Lo bastante como para no tirarla por la ventana sólo porque un policía dice que debo hacerlo. Ustedes tienen algo contra él, quizá bastante más de lo que me cuentan. Motivo, oportunidad y el hecho de haber salido por pies. El motivo es agua pasada, neutralizado hace mucho tiempo, casi parte del acuerdo. No es que admire un acuerdo así, pero Terry Lennox es ese tipo de persona, un poco débil y muy discreto. Todo lo demás no significa nada, excepto que si supo que su mujer estaba muerta también sabía que era un blanco seguro. En la investigación judicial, si es que llega a haberla y si es que me llaman, tendré que responder a las preguntas. Pero no tengo que contestar a las de la policía. Me doy cuenta de que es usted buena persona, Green. Como también veo que su socio es uno de esos a los que les gusta lucir la placa, con complejo de persona importante. Si quiere meterme en un buen lío, déjele que me pegue otra vez. Le prometo que le romperé el bolígrafo.
Green se puso en pie y me miró con tristeza. Dayton no se había movido. Era un tipo duro de corto recorrido. Tenía que tomarse un descanso para darse palmaditas en la espalda.
—Voy a usar el teléfono —dijo Green—. Pero sé lo que me van a decir. No le arriendo la ganancia, Marlowe. Desde luego que no. Apártese de mi camino. —Esto último a Dayton, que se dio la vuelta y fue a recoger su bloc.
Green se llegó hasta el teléfono y lo levantó despacio, el rostro marcado por una expresión más bien pesarosa. Es uno de los problemas con los polizontes. Estás decidido a mirarlos con odio africano y de pronto te encuentras a uno que se compadece de ti.
El capitán dijo que me llevaran, y sin contemplaciones.
Me pusieron las esposas. No registraron la casa, lo que me pareció un descuido por su parte. Posiblemente pensaron que tenía demasiada experiencia para guardar algo que pudiera comprometerme. Y en eso se equivocaban. Un registro bien hecho habría dado con las llaves del coche de Lennox. Y cuando apareciera el automóvil, cosa que sucedería antes o después, sumarían dos y dos y sabrían que Terry había estado conmigo.
De hecho, tal como sucedieron las cosas, no habría servido de nada. La policía no encontró nunca el automóvil. Lo robaron en algún momento de la noche, lo llevaron probablemente hasta El Paso, y de allí, con llaves nuevas y documentos falsos, lo pusieron finalmente a la venta en Ciudad de México. Un procedimiento habitual. La mayor parte del dinero regresa a California en forma de heroína. Parte de la política de buena vecindad, desde el punto de vista de los delincuentes.