5

No me apuntaba, tan sólo la sostenía. Una pistola automática de calibre medio, fabricada en el extranjero, ni Colt ni Savage, desde luego. Con la palidez y las cicatrices en la cara, el cuello del abrigo levantado, el sombrero hundido hasta las cejas y la pistola, podía haberse escapado directamente de una película de gánsteres al viejo estilo.

—Me va a llevar a Tijuana para que tome un avión a las diez quince —dijo. Dispongo de pasaporte y visado y lo tengo todo a punto excepto el medio de transporte. Ciertas razones me impiden utilizar el tren, el autobús o el avión desde Los Angeles. ¿Le parece que quinientos dólares es un precio razonable por el trayecto?

Seguí en la puerta sin apartarme para dejarlo entrar.

—¿Quinientos además de la pistola? —pregunté.

Bajó los ojos para mirar el arma con expresión un tanto ausente. Luego se la guardó en el bolsillo.

—Podría servir de protección —dijo—. Para usted. No para mí.

—Pase, entonces.

Me hice a un lado y Terry Lennox entró con la violencia del agotamiento y se dejó caer en una silla.

El cuarto de estar se hallaba aún a oscuras, porque la dueña de la casa había permitido que las plantas del jardín crecieran hasta casi tapar las ventanas. Encendí una lámpara y le gorroneé un cigarrillo, que procedí a encender. Me quedé un rato mirándolo. Me despeiné más de lo que ya estaba. Y conseguí que me subiera hasta los labios una sonrisa cansada.

—¿Qué demonios me pasa? —dije—. ¡Seguir dormido en una mañana tan encantadora! Las diez y cuarto, ¿eh? Bueno; tenemos tiempo de sobra. Vamos a la cocina y haré un poco de café.

—Estoy metido en un buen lío, sabueso.

Era la primera vez que utilizaba conmigo aquel apelativo. Pero encajaba con su manera de entrar, la manera en que iba vestido, la pistola y todo lo demás.

—Va a ser un día perfecto. Brisa suave. Se oye susurrar a los viejos eucaliptos del otro lado de la calle. Hablan de los viejos tiempos en Australia, cuando los ualabíes saltaban de aquí para allá entre las ramas y los osos koala llevaban a sus crías a cuestas. Sí; ya me he hecho cargo en general de que tiene algún problema. Hablaremos de ello después de que me haya tomado un par de tazas de café. Siempre estoy un poco ido al despertarme. Consultaremos al señor Huggins y al señor Young.

—Oiga, Marlowe, no es el momento…

—No tema nada, muchacho. El señor Huggins y el señor Young son dos de los mejores. Hacen el café HugginsYoung para mí. Es la tarea de su vida, su orgullo, su gran satisfacción. Un día de éstos me voy a ocupar de que se les tribute el homenaje que merecen. Hasta el momento sólo han ganado dinero. Pero cabe esperar que eso no les baste.

Lo dejé sin detener el parloteo intrascendente y me dirigí a la cocina en la parte trasera de la casa. Abrí el agua caliente y saqué la cafetera del estante. Humedecí el vástago y medí la cantidad de café; para entonces humeaba el agua. Llené la mitad inferior del cacharro y lo puse al fuego. Coloqué encima la parte superior y la hice girar para que encajara.

Terry Lermox me había seguido hasta la cocina. Se apoyó un momento en el quicio de la puerta y luego cruzó en diagonal para sentarse a la mesita del desayuno. Todavía estaba temblando. Bajé del estante una botella de Old Grand Dad y le serví un par de dedos en un vaso grande. Sabía que necesitaba un vaso grande. Incluso así tuvo que usar las dos manos para llevárselo a la boca. Tragó, dejó el vaso dando un golpe en la mesa y cayó con fuerza contra el respaldo del asiento.

—Casi me he desmayado —murmuró—. Parece como si llevara una semana en pie. Anoche no dormí en absoluto.

El agua de la cafetera estaba a punto de hervir. Bajé la llama y contemplé el agua mientras subía. Se detuvo al principio del tubo de cristal. Subí otra vez el fuego para que pasase el codo y luego lo bajé otra vez muy deprisa. Removí el café y lo tapé. Puse la alarma para tres minutos. Un tipo muy metódico, el tal Marlowe. Nada que lo distraiga de su técnica para preparar el café. Ni siquiera una pistola en manos de un tipo desesperado.

Le serví otra dosis de whisky.

—Siga donde está. No diga una palabra. Quédese quieto.

Para el segundo whisky sólo necesitó una mano. Me lavé deprisa en el cuarto de baño y la alarma sonó exactamente cuando volvía. Apagué el fuego y puse la cafetera en la mesa sobre un salvamanteles de paja. ¿Por qué tanto detalle? Porque el ambiente estaba tan cargado que hasta la acción más insignificante se convertía en espectáculo, en un movimiento autónomo de extraordinaria importancia. Era uno de esos momentos sumamente delicados en los que todos los movimientos maquinales, aunque funcionen desde hace mucho tiempo, por habituales que sean, se convierten en actos voluntarios singulares. Es como una persona que aprende de nuevo a andar después de la poliomielitis. No se da nada por sentado, absolutamente nada.

Todo el café había pasado y empezó a entrar aire con el alboroto habitual y el líquido burbujeó y luego se quedó quieto. Retiré la parte superior de la cafetera y la dejé en el escurreplatos.

Serví dos tazas y añadí un chorro de whisky a la suya.

—Para usted café solo.

Al mío le añadí dos terrones de azúcar y un poco de crema. Estaba volviendo a la normalidad. No tuve conciencia de cómo abría el frigorífico y sacaba el envase de la crema. Me senté frente a él. No se había movido, siempre apoyado en el rincón de la cocina, rígido. Luego, sin preparación alguna, bajó la cabeza a la altura de la mesa y se echó a llorar.

No prestó la menor atención cuando extendí la mano para sacarle la pistola del bolsillo. Era una Mauser 7,65: una preciosidad. Me la acerqué a la nariz para olerla. No se había utilizado. Saqué el cargador. Estaba lleno. Nada en la recámara.

Terry Lennox alzó la cabeza, vio el café y bebió unos sorbos muy despacio, sin mirarme.

—No la he usado —dijo.

—Bueno; al menos no recientemente. Y habría que haberla limpiado. No es nada probable que haya disparado con esto.

—Se lo voy a contar —afirmó.

—Espere un momento. —Me bebí el café todo lo deprisa que pude sin quemarme. Volví a llenarme la taza—. Me explico —dije—. Tenga mucho cuidado con lo que me cuenta. Si realmente quiere que lo lleve a Tijuana, hay dos cosas que no se me deben contar. Una… ¿Me escucha?

Asintió de manera casi imperceptible. Miraba sin ver a la pared por encima de mi cabeza. Las cicatrices de la cara presentaban una palidez extrema. La piel era casi anormalmente blanca, pero las cicatrices parecían brillar de todos modos.

—Una —repetí lentamente—, si ha cometido un delito o algo que la justicia llama delito (un delito grave, quiero decir) no me lo puede contar. Dos, si tiene información básica de que se ha cometido un delito de esas características, tampoco me lo puede contar. No, si quiere que lo lleve a Tijuana. ¿Está claro?

Me miró de hito en hito, pero sus ojos carecían de vida. Se había bebido el café. Había perdido el color pero estaba tranquilo. Le serví un poco más de café y volví a añadirle whisky.

—Ya le he dicho que estoy en un aprieto —dijo.

—Le he oído. No quiero saber en qué tipo de aprieto. He de ganarme la vida y tengo una licencia que proteger.

—Podría apuntarle con la pistola —afirmó.

Sonreí y empujé la Mauser hacia el otro lado por encima de la mesa. La miró pero no la tocó.

—No podría tenerme apuntado hasta Tijuana. Ni para cruzar la frontera, ni al subir la escalerilla del avión. Soy una persona que tiene a veces trato con pistolas. Vamos a olvidarla. Quedaría como un héroe diciéndoles a los polis que estaba tan asustado que tuve que hacer todo lo que me decía. Suponiendo, claro está, cosa que ignoro, que hubiera algo que contar a los polis.

—Escuche —dijo—; hasta mediodía, o quizá incluso más tarde, nadie llamará a esa puerta. La servidumbre sabe de sobra que más vale no molestarla cuando duerme hasta tarde. Pero hacia mediodía su doncella llamará a la puerta y entrará. No la encontrará en su habitación.

Bebí un sorbo de café y no dije nada.

—La doncella se dará cuenta de que no ha deshecho la cama —prosiguió—. Entonces pensará en otro sitio donde mirar. Hay un pabellón para invitados bastante grande y alejado del edificio principal. Tiene su propia avenida y garaje y todo lo demás. Sylvia ha pasado allí la noche. La doncella acabará por encontrarla allí.

Fruncí el entrecejo.

—He de tener mucho cuidado con las preguntas que le hago, Terry. ¿No podría haber pasado la noche en otro sitio?

—Habrá tirado la ropa por toda su habitación. Nunca cuelga nada. La doncella sabrá que se ha puesto una bata sobre el pijama para ir al pabellón de invitados. De manera que sólo puede tratarse de ese sitio.

—No necesariamente —dije yo.

—Tiene que ser el pabellón de invitados. Demonios, ¿cree que no saben lo que pasa en ese pabellón? Los criados lo saben siempre.

—Olvídelo —dije.

Se pasó con fuerza un dedo por el borde de la mejilla en buen estado y dejó una línea roja.

—Y en el pabellón de invitados —prosiguió, hablando despacio—, la doncella encontrará…

—A Sylvia borracha como una cuba, con un tablón a cuestas de aquí te espero, cocida hasta las cejas —dije con aspereza.

—Ah. —Se lo pensó. Con calma—. Por supuesto —añadió—, así será. Sylvia no es una alcohólica. Cuando se pasa de la raya lo hace a conciencia.

—Fin de la historia —dije—. O casi. Déjeme que improvise. La última vez que bebimos juntos estuve un poco duro con usted, me fui, no sé si lo recuerda. Me puso de muy mal humor. Pensando después en ello, me di cuenta de que sólo trataba de superar mediante el desdén la sensación de desastre. Dice que dispone de pasaporte y de visado. Requiere algún tiempo conseguir un visado para México. No dejan entrar a cualquiera. De manera que lleva algún tiempo pensando en desaparecer. Me preguntaba cuánto tiempo iba a durar.

—Imagino que sentía vagamente algo así como la obligación de estar presente, la idea de que quizá Sylvia me necesitara para algo más que para hacer de pantalla y evitar que su padre fisgoneara más de la cuenta. Por cierto, intenté hablar con usted a medianoche.

—Duermo a pierna suelta. No he oído el teléfono.

—Luego fui a unos baños turcos. Un par de horas, baño de vapor, zambullida, ducha a presión y masaje. Hice también un par de llamadas telefónicas desde allí. Dejé el coche en el cruce de La Brea y Fountain. He venido andando. Nadie me ha visto entrar por su calle.

—¿Me interesan esas conversaciones telefónicas?

—Una fue con Harlan Potter. Se había ido ayer a Pasadena en avión, cuestión de negocios. No había vuelto a casa. Me costó trabajo ponerme en contacto. Pero finalmente habló conmigo. Le dije que lo sentía, pero que me marchaba.

Miraba un poco de lado mientras decía aquello, hacia la ventana sobre el fregadero y el arbusto de madreselva que rozaba contra el mosquitero exterior.

—¿Qué tal se lo tomó?

—Dijo que lo lamentaba. Me deseó suerte. Preguntó si necesitaba dinero. —Terry rió con aspereza—. Dinero. Las seis primeras letras de su alfabeto. Dije que tenía más que suficiente. Luego llamé a la hermana de Sylvia. Casi la misma historia. Eso es todo.

—Hay algo que le quiero preguntar —dije. ¿La ha encontrado alguna vez con otro hombre en ese pabellón para invitados?

Negó con la cabeza.

—No lo he intentado nunca. No hubiera sido difícil. Nunca lo ha sido.

—Se le está enfriando el café.

—No quiero más.

—¿Muchos, eh? Pero se volvió a casar con ella. Reconozco que es muy atractiva, pero de todos modos…

—Ya le dije que soy un desastre. Demonios, ¿por qué la dejé la primera vez? ¿Por qué después me emborrachaba cada vez que la veía? ¿Por qué preferí arrastrarme por el fango a pedirle dinero? Ha estado casada cinco veces, sin contarme a mí. Cualquiera de ellos volvería sólo con que Sylvia moviera un dedo. Y no sólo por un millón de dólares.

—Es muy atractiva —dije. Miré el reloj—. ¿Por qué tiene que ser precisamente el avión de las diez quince en Tijuana?

—Siempre hay sitio en ese vuelo. Nadie que viva en Los Ángeles quiere viajar en un DC3 sobre montañas cuando puede tomar un Constellation y llegar a Ciudad de México en siete horas. Además los Constellation no paran donde yo quiero ir.

Me puse en pie, apoyándome contra el fregadero.

—Ahora vamos a resumir y no me interrumpa. Se ha presentado en mi casa hoy por la mañana muy nervioso para pedirme que lo llevara a Tijuana para tomar un vuelo a primera hora. Llevaba una pistola en el bolsillo, pero no es necesario que yo la haya visto. Me ha dicho que ha aguantado todo lo que ha podido, pero que anoche estalló al encontrar a su mujer borracha como una cuba y descubrir que había estado con otro hombre. Se marchó de casa, fue a unos baños turcos para pasar el tiempo hasta que amaneciera y telefoneó a los dos parientes más próximos de su esposa para decirles lo que estaba haciendo. No era asunto mío cuál fuera su destino. Tenía la documentación necesaria para entrar en México. Cómo fuera usted allí tampoco era asunto mío. Somos amigos e hice lo que me pedía sin pensármelo dos veces. ¿Por qué tendría que no hacerlo? No me ha pagado. Usted tenía su coche pero estaba demasiado nervioso para conducir. También eso es asunto suyo. Es una persona muy impulsiva y le hirieron gravemente en la guerra. Creo que debería recoger su coche y meterlo en algún garaje para retirarlo de la circulación.

Se buscó en los bolsillos, se sacó un llavero de cuero y lo empujó por encima de la mesa en mi dirección.

—¿Qué tal suena? —preguntó.

—Depende de quién esté escuchando. No he terminado. No se llevó nada, con excepción de lo puesto y algún dinero que le había dado su suegro. Ha dejado todos los regalos de su mujer, incluida esa máquina maravillosa que está aparcada en el cruce de La Brea y Fountain. Quiere marcharse con las manos lo más vacías posible, pero sin renunciar por ello a marcharse. De acuerdo. A mí me sirve. Voy a afeitarme y a vestirme.

—¿Por qué lo hace, Marlowe?

—Tómese otra copa mientras me afeito.

Lo dejé acurrucado ante la mesa del desayuno. Seguía sin quitarse ni el sombrero ni el abrigo de entretiempo. Pero parecía mucho más despierto.

Fui al cuarto de baño y me afeité. Me estaba haciendo el nudo de la corbata en el dormitorio cuando apareció y se quedó en el umbral.

—He lavado las tazas por si acaso —dijo—. Pero también he estado pensando. Quizá sea mejor que llame usted a la policía.

—Llámelos usted. No tengo nada que contarles.

—¿Quiere que llame?

Me volví bruscamente y lo miré con desaprobación.

—¡Maldita sea! —casi le grité—. ¿Quiere hacerme el favor de no darle más vueltas?

—Lo siento.

—Claro que lo siente. Los tipos como usted siempre lo sienten, y siempre demasiado tarde.

Se dio la vuelta y regresó por el pasillo al cuarto de estar.

Terminé de vestirme y cerré con llave la parte trasera de la casa. Cuando volví al cuarto de estar se había quedado dormido en una silla, la cabeza caída hacia un lado, el rostro descolorido, el cuerpo desmadejado por el agotamiento. Resultaba lastimoso. Cuando lo toqué en el hombro se despertó muy despacio, como si hubiera una gran distancia desde donde estaba él a donde estaba yo.

—¿Qué tal una maleta? —le pregunté cuando tuve la seguridad de que me escuchaba—. Todavía tengo ese numerito de piel de cerdo en el armario.

—Está vacía —dijo sin interés—. Además es demasiado llamativa.

—Aún resultará usted más llamativo sin equipaje.

Regresé al dormitorio, me subí a la pequeña escalera del armario ropero y bajé del estante más alto la maleta blanca de piel de cerdo. En el techo, exactamente encima de mi cabeza, estaba la trampilla cuadrada de ventilación, de manera que la empujé para abrirla, metí el brazo lo más que pude y dejé caer el llavero de cuero detrás de uno de los polvorientos tirantes de madera, o como quiera que se llamen.

Bajé de la escalera con la maleta, le quité el polvo y metí dentro unas cuantas cosas: un pijama sin estrenar, pasta de dientes, un cepillo de dientes de repuesto, un par de toallas de mala calidad, media docena de pañuelos de algodón, un tubo de crema de afeitar de quince centavos y una de esas maquinillas que regalan con los paquetes de hojas de afeitar. Nada que estuviera usado, nada marcado, nada llamativo, aunque hubiera sido mejor disponer de algunos objetos personales. Añadí una botella de whisky todavía con la bolsa de papel de la tienda. Cerré la maleta con llave y la dejé puesta antes de sacarla al vestíbulo. Terry Lennox se había vuelto a dormir. Abrí la puerta de la calle sin despertarlo, llevé la maleta al garaje y la puse en mi descapotable detrás del asiento delantero. Saqué el coche, cerré el garaje con llave y volví a la casa para despertarlo. Cerré con llave la puerta principal y nos pusimos en camino.

Conduje deprisa pero no como para llamar la atención de la policía. Apenas hablamos durante el trayecto. Tampoco nos paramos a tomar nada. No nos sobraba el tiempo.

Las autoridades de la frontera no se interesaron por nosotros. En la meseta ventosa donde está situado el aeropuerto de Tijuana aparqué el coche junto a las oficinas y esperé a que Terry comprara el billete. Los motores del DC3 ya estaban girando lentamente, aunque sólo lo suficiente para mantener el calor. Un piloto alto y apuesto charlaba con un grupo de cuatro personas. Uno de ellos medía un metro noventa y llevaba un rifle con su funda. A su lado había una joven con pantalones, un hombre de mediana edad más bien pequeño y una mujer de cabellos grises tan alta que le hacía parecer insignificante. A su alrededor conté tres o cuatro personas más, evidentemente mexicanos. Parecían ser todo el pasaje. La escalera para subir al avión estaba colocada, pero nadie parecía con prisa por entrar. Luego un auxiliar de vuelo mexicano bajó las escaleras y se quedó esperando. No parecía que hubiera sistema de altavoces. Los mexicanos subieron al avión, pero el piloto siguió departiendo con los estadounidenses.

A mi lado estaba aparcado un Packard de grandes dimensiones. Me apeé y salí a echar una ojeada a la licencia. Quizá algún día aprenda a no ocuparme más que de mis propios asuntos. Cuando apartaba la cabeza de la ventanilla vi que la mujer alta de cabellos grises miraba en mi dirección.

Luego Terry se acercó a través de la grava polvorienta.

—Todo a punto —dijo—. Aquí es donde digo hasta la vista.

Me ofreció la mano. Se la estreché. Tenía bastante buen aspecto ya, sólo cansado, absolutamente exhausto.

Saqué la maleta de piel de cerdo del Oldsmobile y la dejé a su lado sobre la grava. Se la quedó mirando, muy enfadado.

—Le dije que no la quería —aseguró con voz cortante.

—Contiene una simpática botella de matarratas, Terry. Un pijama y algunas cosas más. Y todo anónimo. Si lo prefiere, déjela en consigna. O tírela.

—Tengo mis razones —dijo con frialdad.

—También las tengo yo.

Sonrió de repente. Recogió la maleta y me apretó el brazo con la mano libre.

—Está bien. Usted manda. Y recuerde que si las cosas se ponen difíciles, dispone de un cheque en blanco. No me debe nada. Fuimos de copas unas cuantas veces, nos hicimos amigos y le hablé mucho de mí. Le he dejado cinco billetes de cien en el bote del café. No se enfade conmigo.

—Preferiría que no lo hubiera hecho.

—Nunca me gastaré ni la mitad de lo que tengo.

—Buena suerte, Terry.

Los dos americanos estaban subiendo las escaleras del avión. Un tipo rechoncho de cara morena y ancha salió por la puerta del edificio de oficinas, agitó la mano y señaló hacia el avión.

—Suba —le dije—. Sé que no la ha matado. Por eso estoy aquí.

Todo su cuerpo se puso rígido. Se dio la vuelta lentamente, luego miró para atrás.

—Lo siento —dijo sin levantar lo voz—. Pero se equivoca en eso. Voy a caminar muy despacio hacia el avión. Tiene tiempo más que suficiente para detenerme.

Echó a andar. Lo fui siguiendo con la vista. El tipo a la puerta de las oficinas estaba esperando, pero sin dar síntomas de impaciencia. Los mexicanos no suelen hacerlo. Palmeó la maleta de piel de cerdo y sonrió a Terry. Luego se hizo a un lado y Terry cruzó la puerta. Poco después salió por la del otro lado, donde se sitúan los agentes de aduanas cuando se desciende de un vuelo. Caminó, todavía despacio, sobre la grava hasta la escalerilla. Se detuvo al llegar y miró en mi dirección. No hizo ningún gesto ni agitó los brazos. Yo tampoco. Luego subió al avión y retiraron la escalerilla.

Me metí en el Oldsmobile, lo puse en marcha, retrocedí y me dirigí hacia la salida del aparcamiento. La mujer alta y su acompañante de poca estatura seguían en la pista de aterrizaje. La mujer había sacado un pañuelo para saludar. El avión empezó a rodar hacia un extremo de la pista, levantando mucho polvo. Giró al llegar al final y aceleró los motores con un rugido ensordecedor. Empezó a avanzar, aumentando la velocidad poco a poco.

El polvo se alzó en nubes detrás del aparato. Luego ya había despegado. Vi cómo se alzaba lentamente en el aire ventoso hasta desaparecer por el sudeste en el vacío cielo azul.

Después me marché. Nadie me miró al cruzar la frontera, como si mi rostro fuese tan anónimo como las manecillas de un reloj.