Epílogo

Enero era un mes desagradable. El termómetro no subía de doce grados bajo cero y el viento era un cuchillo afilado que calaba hasta los huesos.

Pero a Bobby aquello no le importaba gran cosa. Paseaba por la calle Newbury, con el gorro de lana calado hasta las cejas, la bufanda subida hasta las orejas y el resto de su persona enfundado en el chaquetón de plumas. En los árboles que bordeaban la calle parpadeaban, alegres, diminutas lucecitas de color blanco, y los escaparates de las tiendas todavía exhibían los brillantes colores de la Navidad y tentaban a los viandantes a comprarse algún pequeño capricho.

Los habitantes de Nueva Inglaterra eran gente robusta e, incluso en un día como aquel, había transeúntes por todas partes que disfrutaban de la ciudad y aprovechaban la nieve recién caída.

Aquel día, él había alcanzado uno de sus objetivos personales; asistir a la última cita con la doctora Lane.

—Bueno, ¿y qué tal han ido las Navidades? —le preguntó la psiquiatra.

—Bien. Las he pasado con mi padre. Hemos estado fuera. Siendo dos hombres solteros, no tenía sentido ponerse a cocinar.

—¿Y su hermano?

—George no ha devuelto la llamada a Pop.

—Eso ha debido de disgustar mucho a su padre.

—No le ha hecho mucha gracia, pero qué se le va a hacer. George ya es mayorcito. Tendrá que replantearse las cosas él solo.

—¿Y usted?

Bobby se encogió de hombros.

—Por George no puedo hablar, pero a Pop y a mí nos va bien.

—Lo cual, naturalmente, nos lleva a la cuestión de su madre.

—Usted siempre quiere hablar de mi madre.

—Deformación profesional.

Él dejó escapar un suspiro y movió la cabeza con resignación ante la persistencia de la doctora. ¡Pues claro que iban a hablar de su madre; siempre hablaban de su madre!

—De acuerdo —aceptó—. He preguntado a mi padre algunos detalles sobre ella, tal y como usted me dijo. Pop hizo todo lo posible por responder. Y… en fin… incluso hemos tenido una conversación sobre lo que sucedió aquel día.

—¿Tan difícil resultó?

Él abrió las manos.

—Más bien fue… incómodo. Averiguar lo que realmente ocurrió aquella noche apocalíptica… La verdad es que ninguno de los dos se acuerda demasiado bien. En serio, yo era demasiado pequeño y Pop estaba demasiado borracho. Y tal vez… No sé, supongo que quizá esa sea la razón por la que nosotros podemos pasar página y en cambio George no. Él todavía tiene viva la imagen de lo que sucedió. Pero le juro que Pop y yo, aunque hagamos un esfuerzo, no recordamos casi nada.

—¿Ha intentado su padre ponerse en contacto con su madre?

—Dice que, hace años, como parte de su terapia, llamó a la hermana de mi madre a Florida y ella le prometió darle el mensaje. Pero no ha vuelto a saber nada de ella.

—¿Así que tiene usted una tía?

—Tengo una tía… —afirmó con tono desapasionado— y dos abuelos, que aún viven.

La doctora Lane parpadeó.

—Eso es nuevo.

—Sí.

—¿Qué sintió al enterarse?

—¡Oh, cielos! —Puso los ojos en blanco y soltó una risita por lo trillado de la expresión, pero fue una risa tensa—. Sí —reconoció por fin lanzando un suspiro—. Sí, esa es una pregunta difícil. Saber que uno tiene parientes y sin embargo nunca han intentando siquiera ponerse en contacto… duele. ¿Cómo no va a doler? Pero me digo que ellos se lo pierden. Me digo un montón de cosas. Pero sí, jode un poco.

—¿Ha pensado en ponerse en contacto usted con ellos?

—Sí.

—¿Y?

—No lo sé. A ver, tengo treinta y seis años, ya soy un poco mayor para empezar a relacionarme con mis abuelos. Y, puesto que ellos no intentan tener trato conmigo, a lo mejor debería captar la indirecta.

—Eso no se lo cree ni usted, Bobby.

Volvió a encoger los hombros.

—Entonces, ¿qué es lo que pasa en realidad? —La doctora Lane había llegado a conocerle bastante bien.

Él dejó escapar un suspiro y bajó la vista al suelo.

—No sé, puede que este sea un asunto de diplomacia internacional. Mi madre está en Florida y mi hermano también; nunca tenemos noticias de ninguno de los dos. Pienso que tal vez la familia se dividió. George abandonó a Pop, pero ganó a mi madre. Yo no abandoné a mi padre, así que…

—Usted cree que mientras mantenga una estrecha relación con su padre, su madre no se pondrá en contacto con usted.

—Eso es.

La doctora Lane asintió con gesto pensativo.

—Es posible. Aunque yo sugeriría que usted y su madre tuvieran una relación independiente, entre ustedes, dejando al margen la cuestión de su padre. Eso sería lo más saludable.

Él esbozó una sonrisa irónica.

—Ah, pues nada, siéntase usted en libertad de escribir a mi madre y decírselo. —Luego la sonrisa se esfumó y él se encogió de hombros—. La vida es como es —añadió—. Estoy esforzándome en hacer lo que usted me sugirió; concentrarme en controlar las cosas que puedo controlar y olvidarme del resto. No puedo controlar a mi madre, no puedo controlar a mis abuelos, no puedo controlar a George.

—Eso es muy sensato por su parte, Bobby.

—Y una mierda. Soy un sensato muy mediocre en estos días.

La doctora le sonrió.

—En fin, ¿y qué tal va lo demás? ¿Ya está trabajando?

—Empiezo la semana que viene.

—¿Está ilusionado?

—Nervioso, más bien.

—Es lo que cabe esperar.

Él adoptó una actitud reflexiva.

—Quedé libre de cargos por disparar a Jimmy Gagnon y también me declararon inocente del asesinato de Copley, de manera que todo eso está en orden. En cambio, me he retirado del Equipo de Tácticas y Operaciones Especiales. Mi relación con Catherine y la forma en que llevé la investigación… Ahí quemé muchas naves. Para formar parte del STOP hay que ser un jugador de equipo, y ahora hay muchos miembros que dudan de mi capacidad para ser uno de ellos.

—¿Y qué opina usted?

—Lo echo de menos —respondió con firmeza—. Echo de menos mi trabajo. Se me da bien. Así que, si tengo que volver a demostrar lo que valgo, lo demostraré. No me dan miedo los retos.

—Pero, siento curiosidad, Bobby, ¿usted se considera una persona que sabe jugar en equipo?

—Por supuesto. Pero eso no debe utilizarse como excusa para hacer estupideces. Si el equipo entero se tira por un barranco, ¿debería seguirles yo también? ¿O, por el bien del equipo, debería plantarme y decirles, «Eh, tíos, dejad de tiraros»? Con todos mis respetos hacia D. D. y hacia los demás investigadores, ellos no entendían lo que estaba sucediendo con los Gagnon; yo, sí. De modo que hice lo que me dictó mi conciencia. Y en ese sentido me siento bien. Francamente, opino que eso es lo que debe hacer un buen policía.

—En fin, Bobby, ha evolucionado usted mucho.

—Me esfuerzo.

La doctora Lane adoptó un tono de voz más bajo, de manera que él supo lo que le iba a preguntar a continuación:

—¿Todavía sigue soñando con él?

—A veces.

—¿Con qué frecuencia?

—No lo sé. —Él también había bajado el tono de voz y ya no miraba a la doctora a la cara, sino al diploma enmarcado que colgaba en la pared—. Puede que tres o cuatro veces por semana.

—Eso ya supone una mejora.

—Sí.

—¿Está durmiendo?

—Algo. Eso… va a costarme un poco más de tiempo.

—¿Cree que llegará un día en el que ya no piense en Jimmy Gagnon?

—Le maté yo, y eso es una carga muy pesada de llevar. Sobre todo porque sé que podrían existir circunstancias atenuantes. Especialmente porque… En fin, ya sabe, ese es precisamente el problema… Incluso ahora, después de dos meses, sigo sin saber a ciencia cierta lo que sucedió aquella noche.

—¿La policía no va a presentar cargos contra Catherine?

—No hay pruebas.

—Pero usted me dijo que encontraron una pistola en la cómoda del dormitorio.

Bobby se encogió de hombros.

—¿Y qué demuestra eso? ¿Que Catherine efectuó dos disparos dentro de su propia casa? No hay ninguna ley que lo prohíba. La decisión de matar a Jimmy fue mía y solo mía. Fui yo el que le vio la cara. Fui yo el que apretó el gatillo.

—¿La odia?

—Algunas veces.

—¿Y las otras veces?

Él sonrió con ironía.

—Las otras veces prefiero reservármelas para mí.

La doctora Lane negó con la cabeza.

—Es una mujer peligrosa, Bobby.

—No me diga…

—En fin, creo que ya hemos terminado. Ya he rellenado el informe y se lo he enviado al teniente Bruni. Naturalmente, puede usted llamarme siempre que quiera, su llamada será siempre bien recibida.

—Se lo agradezco.

—Buena suerte, Bobby.

—Gracias, doctora —respondió él con sinceridad—. Muchas gracias.

Bobby estaba llegando al final de la calle Newbury, en las inmediaciones del Jardín Público. Había niños jugando entre el laberinto de árboles, intentando atrapar copos de nieve con la lengua. Los adultos, bien abrigados para protegerse del frío, vigilaban a los pequeños, o paseaban todo un surtido de exuberantes perros.

No los vio enseguida. Pero cuando por fin los divisó, se llevó una grata sorpresa.

Se acercó a Catherine, que estaba tan guapa como siempre, envuelta en un abrigo negro de lana, una bufanda morada y guantes a juego. Nathan no estaba sentado a su lado; para variar, perseguía a otros dos niños con el cachorro pegado a los talones.

—Casi no le he reconocido —comentó, al tiempo que se sentaba.

Catherine le miró, le sonrió y volvió a enfocar la mirada en su hijo.

—De repente, un par de semanas han sido suficientes para que cambie todo.

—Deduzco que la nueva dieta está funcionando.

—Gracias al poder del sirope de maíz con alto contenido de fructosa. Resulta que la glucosa y la galactosa son metabolizadas por el gen GLUT2, que en el caso de Nathan ha mutado, sin embargo la fructosa es transportada por el gen GLUT5, de manera que su organismo puede absorberlo mucho más rápidamente. Ahora no solo consigue más calorías, sino que además obtiene una fuente de energía que puede utilizar para crecer.

—Catherine, eso es excelente.

Ella volvió a sonreír, pero luego su semblante, tal como venía sucediendo últimamente, se tornó más serio.

—Tendrá que llevar toda la vida una dieta restringida, y aun así padecerá problemas. Su organismo no absorbe los nutrientes como debería. Siempre tendrá que vigilar su salud y solo Dios sabe qué complicaciones puede llegar a sufrir.

—Pero ambos sois ya unos profesionales.

—Ojalá hubiera descubierto antes la causa. Ojalá hubiera podido ayudarle mejor desde el principio. Ojalá… Son tantas las cosas que me gustaría haber hecho.

Ante aquello no había nada que decir. Teniendo en cuenta lo vivido en los dos últimos meses, ambos arrastraban sus respectivas dosis de remordimiento.

—¿Has sabido algo de la casa? —preguntó él por fin.

—Ya la he vendido.

—¡Jesús! Qué rapidez.

—Para Back Bay hay lista de espera. Incluso con estos precios.

Él movió la cabeza con incredulidad. Catherine había puesto en venta su casa por cuatro millones; no era capaz de entender de dónde sacaba la gente tanto dinero.

—Bueno, y ahora, ¿qué?

—Estoy pensando en Arizona. Un lugar cálido, donde Nathan pueda jugar todos los días al aire libre; donde nadie haya escuchado hablar de James Gagnon ni de Richard Umbrio; donde Nathan y yo podamos empezar de cero.

—¿Y Maryanne?

—Está destrozada por todo lo que nos hizo James. Me parece que a ella también le gustaría empezar de nuevo y pasar más tiempo con Nathan. Pero, por otra parte… La verdad es que ama a James de veras. Incluso después de todo lo que ha sucedido, no creo que se atreva a abandonarlo.

James seguía en coma. Entre la pérdida de sangre y el daño sufrido en los órganos internos, su organismo se había desconectado. Los médicos no tenían ninguna esperanza de que fuera a recuperar algún día la conciencia. Más que nada, estaban sorprendidos de que aún viviera.

—Tal vez algún día… —replicó él.

Catherine afirmó con la cabeza.

—A Maryanne le gusta Arizona. Una vez mencionó que ellos siempre habían hablado de comprarse allí una casa. De modo que es posible que después…

Él también hizo un gesto de asentimiento y ambos se dedicaron a contemplar a Nathan. El pequeño tenía las mejillas arreboladas y su respiración formaba nubecillas de escarcha en el aire. Diablillo le mordisqueaba los talones y todos los niños reían felices.

—¿Y las pesadillas? —preguntó él en voz queda.

Catherine sonrió débilmente.

—Solo media docena cada noche.

—¿Tú o él?

Ella sonrió de nuevo, pero su gesto era de tristeza.

—Los dos. ¿Sabes? Es curioso, pero ya no sueño con Umbrio. Por primera vez en mi vida, no tengo miedo de que aparezca un desconocido doblando la esquina de la calle. Con quien sueño ahora es con Jimmy, con aquella última expresión que tenía en la cara. Y a veces, en mitad de la noche, también oigo a Nathan llamando a su padre.

—Vaya —contestó.

—Sí, vaya —concordó ella, y guardó silencio un instante—. Cuando lleguemos a Arizona, creo que voy a buscar a un especialista; alguien que pueda ayudar a Nathan con el trauma y, quizá, también a mí.

—Creo que sería una gran idea.

—Podrías venir con nosotros.

—Cómo, ¿y renunciar a este frío?

Catherine le apretó la mano.

—Bobby, estoy asustada.

—Ya lo sé.

—¿No quieres trabajar? Yo puedo ayudarte…

—No.

Catherine desvió el rostro, azorada de pronto, pero él suavizó el golpe haciéndole una caricia en la mejilla.

—Eres la mujer más especial que conozco, Catherine —le dijo—. Quieres a tu hijo y al final te enfrentaste a Umbrio. Todo os irá muy bien, tanto a ti como a Nathan. Solo es una cuestión de tiempo.

—Si soy tan especial… —le retó, conteniendo el tono de voz—, ¿por qué no vienes con nosotros?

Él sonrió, retiró la mano que le apretaba Catherine y la puso sobre las rodillas. Miró a Nathan, que estaba corriendo y riendo con los demás niños, y se dispuso a exponer lo último que quedaba por decir.

—El otro día recibí una llamada de la detective Warren.

Catherine se quedó muy quieta de pronto.

—Ha estado investigando la conexión existente entre el juez Gagnon y Colleen Robinson, examinando registros de llamadas telefónicas, transacciones de dinero… Cualquier cosa que relacionase a ambos.

»El juez era muy inteligente. D. D. ha podido encontrar apuntes de caja por retiradas en efectivo, pero ninguna indicación de a dónde ha ido a parar ese dinero. Y en cuanto a los registros telefónicos, no ha logrado hallar pruebas de una sola llamada que ella hiciera al juez.

»En cambio, sí encontró dos llamadas a tu número de teléfono.

Él se giró y miró a Catherine. En la fría y tranquila respuesta de sus ojos detectó una cautela que le dijo mucho más que las palabras.

—Resulta que Colleen Robinson lo pasó bastante mal mientras estuvo en la cárcel. Cuando salió, se inscribió en un grupo de ayuda para mujeres con síndrome de estrés post traumático. Puede que tú conozcas ese grupo, Catherine; según el terapeuta, fuiste a varias reuniones.

—Probé una vez a hacer terapia de grupo —respondió ella con voz serena—, pero eso fue hace siglos. Antes de conocer a Jimmy. No esperarás que me acuerde de una mujer que conocí hace tantos años.

—Tal vez tú no lo hagas, pero puede que ella sí te recordara. —Él movió la cabeza en un gesto negativo y jugueteó con los dedos—. Llevo toda la semana dando vueltas en la cabeza a todas esas piezas del rompecabezas. Por una parte, no creo que tú tuvieras los contactos necesarios para sacar a Umbrio de la cárcel. En cambio, una vez que te enteraste de que estaba libre, de que el juez había tirado de aquellos hilos… ¿Fue Colleen quien te llamó a ti? ¿Fue así como sucedió? Tal vez intentaba hacerte algún tipo de chantaje… O quizá solo intentaba ser de ayuda y advertirte. Aunque, por supuesto, una advertencia no te habría servido de nada ¿verdad?; a Umbrio le había sido concedida la libertad condicional legalmente y la Policía estaba demasiado ocupada considerándote sospechosa de asesinato como para ofrecerte protección. No, estabas completamente sola, acorralada en un rincón. ¿Fue entonces cuando se te ocurrió la idea, Catherine? ¿Pensaste que podrías utilizar la propia arma del juez y volverla contra él?

—Richard Umbrio asesinó a mi padre —repuso Catherine con toda tranquilidad—. ¿Cómo te atreves a sugerir que yo tuve algo que ver con él? Por el amor de Dios, mató a Tony y a Prudence. ¿Qué interés podría tener yo en organizar algo así?

—No, en el caso de Tony y de Prudence no lo tenías. Sospecho que el que pagó a Umbrio para que asesinara a esos dos objetivos fue el juez Gagnon. Pero en el caso de Rick Copley… El ayudante del fiscal del distrito iba a por ti, Catherine. Y si se salía con la suya, perdías a Nathan.

Catherine guardó silencio y apretó los labios formando una delgada línea.

—Y luego está el propio juez —continuó él, implacable—. Un hombre tan precavido, tan listo que no dejó ningún rastro telefónico ni financiero que pudiera relacionarlo con Colleen ni con Umbrio… Y aún así, Umbrio fue derecho a por él. ¿Cómo supo que el juez Gagnon era su hombre, Catherine? ¿Quién le proporcionó el nombre?

—Eso tendrías que preguntárselo a Umbrio.

—No puedo, Catherine, tú lo mataste.

Ella no dijo nada más. ¿Pero no lo hizo porque no tenía defensa, o porque no creía que él fuera a creer nada de lo que dijese? Dudaba que llegara a conocer algún día la respuesta a aquella pregunta. Conociendo a Catherine, dudaba que llegara a conocer nunca la respuesta a muchos interrogantes.

—La doctora Lane me avisó desde el principio —murmuró—. Me dijo que, en el caso de una mujer como tú, cuando se trata de proteger tu mundo no existe ninguna línea que no estés dispuesta a cruzar. Y no se equivocó, ¿verdad, Catherine? Con tal de protegerte del juez Gagnon estabas incluso dispuesta a tratar con gentuza como Umbrio. Por eso, sirviéndote de Colleen Robinson, hiciste un trato con el mismísimo diablo.

Hizo una breve pausa.

—Rick Copley —prosiguió en el mismo tono— era una buena persona. Igual que lo era tu padre, en mi opinión.

Catherine no respondió, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Espero —dijo ella transcurridos unos instantes—, que algún día, cuando tengas tu propio hijo, nunca llegues a saber lo que es temer por su vida.

—Tenías otras personas que podían haberte ayudado, Catherine. Yo mismo lo hice.

Por fin se volvió hacia él.

—Pero eso no lo sabía al principio, ¿verdad?

Catherine se levantó del banco; todavía majestuosa, todavía increíblemente guapa. Y él, aun sabiendo lo que sabía, no tuvo más remedio que contener la respiración.

D. D. es una buena detective —dijo él en tono suave.

—Mi hijo está a salvo. Para eso, ningún precio es demasiado alto.

—Realmente estás convencida, ¿no es así?

Ella esbozó una media sonrisa.

—Bobby, eso es lo único que me mantiene cuerda por las noches. Voy a echarte de menos en Arizona.

—Adiós, Catherine.

La vio ir en busca de su hijo y él permaneció sentado en el banco, con los copos de nieve cayéndole en la cara, contemplando cómo se alejaban.

Al cabo de un rato, D. D. emergió de una camioneta blanca aparcada un poco alejada, en la calle, y tomó asiento a su lado en el banco.

—Ya te dije que no ibas a sacar nada —comentó él.

D. D. se encogió de hombros.

—Merecía la pena intentarlo.

Él introdujo una mano dentro del plumífero y empezó a sacar cables.

—¿Tú crees que de verdad va a irse a vivir a Arizona? —preguntó D. D.—. Bueno, llegado el momento, siempre puedo extraditarla —agregó.

—Claro.

—Voy a atraparla, Bobby.

—Poco importa.

D. D. frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que lo único que necesita Catherine es tener un hombre dentro del jurado, y a partir de ahí te aseguro que no pasará ni un solo día entre rejas. —Él se levantó del banco—. Afróntalo, ya no se fabrican mujeres como ella.

—Gracias a Dios —refunfuñó D. D.

Él sonrió. Metió las manos en los bolsillos de su plumífero y puso rumbo a su casa.