9

El móvil sonó en el mismo momento en que salió de casa. A Bobby no le apetecía ir a Boston en coche; pagar el aparcamiento ya lo dejaría en la ruina y, francamente, sin poder utilizar una luz intermitente a modo de ayuda, no era tan tonto como para enfrentarse al tráfico. Así que echó a andar hacia la parada del autobús con la cabeza gacha y los hombros encorvados, sintiéndose observado a plena luz del día igual que un delincuente del programa Los más buscados de América.

Menos mal que Jimmy Gagnon era de raza blanca, pensó, porque de lo contrario no podría salir ni a la puerta de la calle.

De nuevo sonó el teléfono. Lo descolgó con suspicacia mientras el viento le creaba dificultades para hablar.

—¿Sí?

—¿Bobby? Gracias a Dios, llevo desde anoche intentando dar contigo.

—Hola, Pop. —Se relajó, pero solo durante una fracción de segundo. No se detuvo y continuó recorriendo a toda velocidad las seis manzanas que le separaban de la parada del autobús—. Te llamé esta mañana, pero no cogiste el teléfono.

—Tuve que desconectarlo. Los malditos periodistas no dejan de darme el coñazo.

—Lo siento.

—No les he dicho nada, son una panda de cabrones inútiles. —Su padre odiaba a los periodistas casi tanto como a los presidentes del Partido Demócrata—. ¿Te encuentras bien?

—Estoy en ello.

—¿Te han relegado del servicio?

—Hasta que tengamos noticias del fiscal del distrito.

—He hecho unas cuantas llamadas —dijo Pop.

En otra época utilizaba su nombre real, Larry, pero luego, con el fin de aumentar los ingresos que percibía tras la jubilación, abrió un establecimiento de reparación de pistolas. Muchos de los clientes eran policías compañeros suyos, que empezaron a llamarlo por aquel mote, Pop, y con él se había quedado. Le sorprendía aquella evolución, pues cabría esperar que su padre —un tipo gruñón y malhumorado— odiase semejante familiaridad. En cambio Larry no parecía molestarse, incluso a veces daba la impresión de sentirse halagado. Las personas cambian, supuso. Él mismo, a su manera, también estaba intentando cambiar; solo que estaba tardando un poco más.

—Me llegan buenas noticias —dijo Pop en voz baja—. Hiciste lo que tenías que hacer.

Él se encogió de hombros. Darle las gracias resultaría demasiado desdeñoso y decir cualquier otra cosa parecería una falta de gratitud.

—Bobby…

—Ya sé que debería haberte llamado antes —le interrumpió—. Que no tendría que haber tardado tanto…

Él siguió hablando, esta vez más deprisa, antes de perder el valor.

—Imagino que todo esto me ha afectado más de lo que pensaba. Bueno, no tengo dudas respecto al hecho de haber disparado. Lo único que podía hacer era actuar en función de lo que estaba viendo, y eso me decía que debía disparar, pero es que en la habitación estaba también el hijo de la víctima, allí mismo, a menos de dos metros de distancia, y volé la tapa de los sesos a su padre. Ahora ese niño tiene que cargar para siempre con lo que yo hice… Incluso yo mismo tengo que vivir con ello, y… —Se le quebró la voz, sonando más ronca de lo que le hubiera gustado. Dios, ¿cómo se había metido en aquel fregado?

Esta vez fue Pop el que no intentó decir nada.

—Me está afectando, Pop —dijo en tono más bajo—. No creía que lo haría, pero me está afectando. Y anoche… Anoche tomé una cerveza.

Su padre no habló de inmediato.

—Según me han contado, debieron ser más bien media docena —dijo finalmente su padre con pesadumbre.

—Sí, sí, tienes razón. Probablemente fueron cinco o seis.

—¿Y te sirvieron de algo?

—No.

—¿Qué tal te has sentido esta mañana?

—Fatal.

—¿Qué harás esta noche?

—Nada. Me he equivocado y he aprendido la lección. Se acabó. —Pero no pudo resistirse—. ¿Y tú? —añadió.

—Yo estoy bien —respondió Pop—. Con un gilipollas en la familia es suficiente, ¿no te parece?

No le quedó más remedio que sonreír.

—Sí, con uno es suficiente.

—¿Y Susan? —cambio de tema su padre bruscamente—. Ahora que tienes un poco de tiempo libre, a lo mejor puedes traerla de visita.

—No sé.

—¿Qué es lo que no sabes, hijo?

—No sé… un montón de cosas.

—Ven a hacerme una visita, Bobby. Solo estás a media hora de aquí. Pasaríamos la tarde juntos y charlaríamos.

—Debería, sí. —Ambos sabían que eso significaba que no iba a ir. Su padre estaba haciendo un esfuerzo y él también, pero seguía habiendo cosas que ninguno de los dos podía olvidar ni perdonar.

—Oye, Pop, tengo que colgar. —Ya divisaba al grupito de tres personas que esperaban el autobús. Una mujer mayor se lo quedó mirando fijamente y él le devolvió la mirada.

—¿Has hablado con tu hermano?

—No.

—Voy a llamarle yo. Me fastidiaría mucho que se enterase por el telediario.

—Pop, George vive en Florida.

—Ya, pero estas noticias… tienen vida propia.

Paradójicamente, Bobby no lograba atraer la atención de nadie en el hospital. Estuvo diez minutos de pie frente al mostrador de admisión, hasta que le pudo la impaciencia y se dirigió al directorio médico, situado junto al ascensor. Encontró un doctor Anthony J. Rocco en la tercera planta y se encaminó hacia las escaleras.

Llegó a su meta jadeando con fuerza. Encontró una sala de espera acristalada llena de juguetes y moqueantes bebés, todos menores de dos años. Dos lloraban, otro estaba a punto de tragarse un cochecito metálico. «Pediatría», rezaba el cartel. Llegó a la conclusión que aquel era el sitio por el que comenzar.

La recepcionista del mostrador apenas lo miró. Sin dejar de mascar chicle y hablar por teléfono, le entregó un impreso de registro y un bolígrafo mordisqueado para que lo rellenara. Tuvo que esperar a que colgara para informarla de que no era un paciente y que simplemente quería hablar con el doctor Rocco. Aquello creó en la chica una gran confusión. Entonces sacó la placa, dijo que era policía y, por fin, obtuvo una reacción: la joven saltó de su silla y corrió por el pasillo en busca del maldito doctor Rocco.

Él no supo si sentirse triunfante o ligeramente avergonzado. Se había puesto un pantalón informal, una camisa de vestir y su mejor chaqueta para la ocasión. Estaba haciendo una torpe imitación de un detective de homicidios, lo cual probablemente solo servía para demostrar que incluso los policías estatales veían demasiada televisión.

Hacía ya algunos años, seis o siete, había barajado la posibilidad de mejorar su carrera profesional y ascender de patrullero a detective. Los agentes uniformados eran considerados la infantería en caso de actuación, las tropas de primera línea, incluso en una organización de élite como era la Policía Estatal. Los detectives eran la inteligencia mientras que los patrulleros eran los que obedecían las órdenes. Él tenía cerebro, y según había dicho su sargento, ¿por qué conformarse con conducir un Crown Victoria durante el resto de su vida?

Y todavía estaba estudiando sus opciones cuando se enteró de que había una plaza libre en el equipo STOP. Presentó su solicitud y se sometió al riguroso proceso de selección. Tuvo que superar entrevistas orales, demostrar el dominio de armas especiales y prestarse a minuciosos exámenes médicos. Luego vinieron los pruebas físicas especiales; casos hipotéticos en los que había que descolgarse con cuerdas, para ver si el candidato tenía miedo a las alturas; situaciones en las que solo había humo a su alrededor, para observar su reacción en circunstancias de tensión extrema; simulacros bajo intenso frío y asfixiante calor; le hicieron arrastrarse por el barro cargado con cuarenta kilos de equipamiento; le ordenaron mantener una misma postura durante tres horas…

Y mientras, le perforaban el cerebro repitiéndole que los equipos tácticos se desplegaban en cualquier momento y lugar. Que podían ser requeridos para que acudieran a cualquier situación y tipo de terreno. Que era necesario pensar rápido y sobre la marcha, crecerse bajo presión y no tener miedo. Que si sobrevivía al proceso de selección, se le concedería el honor de entrenar cuatro días más al mes y de estar disponible todas las noches y los fines de semana —las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana—, y todo ello sin percibir ni un chelín adicional como complemento salarial. Que los que se alistaban en el equipo táctico lo hacían exclusivamente por el orgullo de pertenecer a él; por ser uno de los mejores entre los mejores; por saber que como equipo —y como persona— se era capaz de todo…

Y sobrevivió al proceso de selección. Obtuvo la plaza libre y nunca se había arrepentido. Era un buen policía y trabajaba con los mejores. Al menos eso era lo que pensaba hasta hacía dos días.

La recepcionista regresó sin resuello y con el rostro arrebolado.

—El doctor Rocco lo recibirá ahora mismo.

En la sala de espera, un bebé inició una nueva ronda de protestas a grito pelado. Agradecido, empujó la puerta de comunicación y abandonó el lugar.

Encontró al doctor Rocco sentado en una pequeña consulta situada a mitad del pasillo. La mesa se hallaba enterrada bajo montones de expedientes y las paredes estaban cubiertas de dibujos infantiles y calendarios de vacunación. Unos cuantos detalles llamaron su atención de inmediato.

Uno, que el doctor Rocco era más joven de lo que se había imaginado; no creía que superara los cuarenta y pocos. Dos, que aquel médico era bastante más atractivo de lo que había supuesto; tupidos y oscuros cabellos, complexión atlética y un encantador estilo de clase alta. Tres, que obviamente el doctor Rocco leía el Boston Herald y sabía con toda exactitud quién era él.

—Tengo algunas preguntas sobre Nathan Gagnon —le abordó.

El doctor Rocco no respondió de inmediato, se limitó a escudriñarle de arriba abajo. ¿Estaría preguntándose cómo tenía la desfachatez de asomar su cara en público? ¿O preparándose para citar la confidencialidad médico-paciente? Por fin el médico le miró a la cara y él advirtió algo inesperado en sus ojos: miedo.

—Tome asiento —dijo por fin el pediatra, indicando con un gesto una silla abarrotada de carpetas que, con efecto retardado, se apresuró a retirar—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Tengo entendido que usted es el médico de Nathan Gagnon —dijo él.

—En efecto, pero solo desde el año pasado. Nathan me fue derivado desde otro pediatra, la doctora Wagner, al ver que no conseguía ninguna mejoría en el niño.

—¿Nathan padece alguna enfermedad?

—Oficialmente tiene TDCD.

—¿Qué es TDCD? —preguntó al tiempo que sacaba un pequeño cuaderno de espiral y un bolígrafo.

—Trastorno del crecimiento y el desarrollo. Desde que nació, Nathan ha estado por debajo del percentil en cuanto a estatura, peso y puntos clave del desarrollo. No está evolucionando de manera normal.

Él frunció el ceño, no muy seguro de estar entendiéndolo.

—¿Es demasiado pequeño?

—Bueno, esa es una de las patologías. Tiene una estatura de ochenta y seis centímetros, lo cual lo sitúa en el percentil más bajo que corresponde a un niño de cuatro años; y pesa trece kilos, lo que equivale a una curva desequilibrada por completo. Sin embargo, su enfermedad tiene que ver con algo más que la estatura.

—Explíquese.

—Desde que nació, Nathan sufre accesos de vómitos, diarrea y fiebre elevada. Está malnutrido; padece raquitismo, su nivel de fosfato en sangre es demasiado bajo y el de glucosa también. Como ya le he dicho, se encuentra muy rezagado respecto de casi todos los puntos clave del desarrollo. No se mantuvo sentado erguido hasta los once meses, los dientes no le salieron hasta los dieciocho y no aprendió a andar hasta los veintiséis. Nada de eso se considera bueno y, en este último año, su estado parece haberse agravado; ha sufrido varios ataques de pancreatitis aguda y dos fracturas óseas. No consigue progresar.

Él pasó la página de su cuaderno.

—Hablemos de las fracturas óseas. ¿No es insólito que un niño de cuatro años sufra dos roturas de huesos en un año?

—Para un paciente como Nathan, no.

—¿Qué quiere decir?

—Que Nathan sufre hipofosfatemia, es decir, un bajo nivel de fosfatos. Sumando eso al raquitismo, resulta que sus huesos tienen una fragilidad inusual y son propensos a las fracturas. Y por cierto, también le salen hematomas con facilidad.

Alzó la vista bruscamente.

—¿Por qué dice eso?

—Para eso ha venido usted aquí, ¿no es verdad? Para averiguar si Nathan ha sufrido malos tratos. Para demostrarse a sí mismo que mató al hombre correcto. Que conste que en mi opinión usted hizo lo correcto —añadió el médico en voz baja.

Él frunció el ceño. No había esperado aquel giro de la conversación ni una confrontación tan directa. Se sintió descubierto y eso lo cabreó.

—¿Opina usted que Nathan ha sufrido malos tratos? —preguntó con tono tenso.

—Existen muchas formas de hacer daño a un niño —replicó el doctor Rocco.

—¿Alguien rompió los huesos a Nathan?

—No. Las fracturas de Nathan Gagnon son producto del raquitismo. Se ve claramente en las radiografías.

Él se reclinó en la silla. La valoración del doctor Rocco no le satisfizo. De hecho, lo dejo más confuso que nunca.

—Entonces, ¿qué es lo que le sucede a ese niño? ¿Por qué tiene todos esos problemas?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—Eso es esencialmente lo que nos indica el diagnóstico de TDCD, que no lo sabemos. Puesto que no podemos señalar una causa exacta, el niño sigue estando clasificado dentro de la amplia categoría general de «trastorno del crecimiento y el desarrollo».

—Pues no sé qué decirle, doctor… Supongo que usted habrá sometido a exploración cada una de las opciones…

—Desde luego. Hemos llevado a cabo todas las pruebas iniciales; hemograma completo, niveles de plomo, análisis de orina y de pérdidas de electrolitos. Hemos buscado diabetes, reflujo, dificultad de absorción y fibrosis quística. Uno de los mejores endocrinólogos del país lo ha examinado para ver si sufría alguna enfermedad tiroidea, desórdenes metabólicos o desequilibrios hormonales. Un nefrólogo le estudió los riñones y le hizo más pruebas relacionadas con los electrolitos, la diabetes y la anemia. Yo he analizado a Nathan, lo he estudiado a fondo y lo he derivado a los mejores expertos que conozco. Y, ¿sabe qué? Sigo sin tener un diagnóstico. Desde el punto de vista médico, Nathan Gagnon no tiene nada que revista especial gravedad, salvo el hecho de que se encuentra muy enfermo.

Él empezaba a odiar aquella conversación. Bailó el bolígrafo entre los dedos, se detuvo y volvió a hacerlo.

—A usted no le caía bien Jimmy Gagnon —espetó a bocajarro.

—No llegué a conocerlo.

—¿Nunca?

—Nunca. Nathan ha estado asistiendo a mi consulta dos o tres veces al mes y, ya que estamos hablando de ello, en los últimos seis meses ha acudido a urgencias en cuatro ocasiones. Y ni una sola de esas veces he visto a Jimmy Gagnon. Eso le dirá algo, ¿no?

Él analizó la mirada prepotente del pediatra.

—¿Fue entonces cuando empezó a acostarse con Catherine?

El médico no se tomó la molestia de parecer escandalizado.

—Se merecía algo mejor que él —respondió sin alterarse.

—¿Era una esposa abandonada?

—Peor. —El doctor Rocco se inclinó hacia delante con una expresión cada vez más resuelta—. Aún no me ha hecho las preguntas adecuadas. Puede que haya una razón médica para que Nathan padezca hematomas a menudo, pero Catherine no.

—¿Jimmy la golpeaba?

—Yo mismo vi los cardenales.

—¿Ojos morados?

—Conceda cierto crédito a ese tipo… Nunca la golpeaba donde fuera ostensible a simple vista. Fui al colegio con chicos como Jimmy, individuos que creían que si pegaban a sus novias en privado eran tíos con más clase.

—Podría usted haber dado parte a la Policía…

—¿En serio? ¿Para que un poli me mirase como lo está haciendo usted ahora? Ni siquiera era necesario que estuviera acostándome con ella, bastaba con que deseara hacerlo para que ninguno de ustedes me hubiera tomado en serio.

—¿Alguna vez pensó enfrentarse a Jimmy usted mismo?

—Se me pasó por la cabeza.

—¿Y?

—En una ocasión fui a su casa, un día que sabía que Catherine y Nathan no estaban. Llamé a la puerta, pero no había nadie.

—¿Y no volvió nunca más? Aquel hombre maltrataba a la mujer que usted amaba, por lo que un día se presenta en su casa, pero está vacía. ¿Y con eso basta? —Su tono era glacial.

—¿Y qué habría hecho usted en mi pellejo? —replicó el doctor Rocco con decisión—. ¿Amenazarle con una pistola?

La pulla iba con toda la intención de hacer daño, sin embargo él se limitó a encogerse de hombros y a responder con sinceridad.

—Eso es justo lo que yo hubiera hecho.

El doctor por fin se ruborizó. Se apartó de Bobby, cruzó los brazos por delante del pecho y fijó la vista en un punto concreto de su escritorio.

—Le dije que lo abandonara —dijo finalmente.

—¿Iba a cuidar usted de ella? —replicó mientras miraba de manera elocuente la alianza de oro que el médico lucía en la mano izquierda.

Una vez más el pediatra se negó a dejarse acobardar.

—Para mí hubiera sido un honor.

—Pero ella no lo hizo, continuó con Jimmy…

—Me explicó que no sabía lo que decía. Que si alguna vez dejaba a Jimmy, él destrozaría su vida y la de todo aquel que intentara ayudarla. Que mi carrera acabaría hecha pedazos…

—¿Y usted la creyó?

—Sí. No sé. Yo no conocía a Jimmy, ¿recuerda? Simplemente sabía lo que me contaban de él. Pero entonces, hace seis meses, Jimmy se enteró de nuestra… relación. Yo había escrito algunas cartas a Catherine porque lo estaba pasando mal y pretendía infundirle esperanza. Supongo que ella no tuvo valor para destruirlas.

Él esperó.

—Al día siguiente un investigador privado se presentó en mi consulta y me hizo toda clase de preguntas acerca de Nathan. Tenía un poder notarial firmado por Jimmy y me exigió que le entregase el expediente médico del niño. Al cabo de diez minutos quedó claro cuál era la estrategia de aquel tipo; quería saber si el estado de la criatura podía ser el resultado de una malnutrición prolongada o de alguna otra forma de maltrato por parte de sus padres. Sugirió que la enfermedad de Nathan había sido provocada por Catherine, que estaba matando de hambre a su hijo.

—¿Eso es posible?

—Lo dudo.

—¿Por qué lo duda? —Arqueó las dos cejas—. Acaba de decirme que el niño tiene una enfermedad difícil de diagnosticar, ¿y ahora insinúa que podría estar provocada?

—Mire, sin haber identificado una causa concreta de la enfermedad de Nathan, desde el punto de vista médico no puedo descartar nada. Desde luego que uno de sus padres podría estar matándole de hambre, o alguien podría estar manipulando su comida, o alguna persona podría estar sugestionándole para que no coma… Como pediatra, he hecho un seguimiento a Catherine, a Nathan y a las distintas niñeras para conocer los hábitos alimenticios del niño, y las respuestas de todos me aseguran que el paciente recibe comida de sobra y que los alimentos son los adecuados. Pero a fin de cuentas yo no soy más que el médico y, al final de la jornada, yo me marcho a mi casa con mi familia y Nathan se va a la suya.

—¿Entonces podría ser que esté recibiendo malos tratos?

—Es posible —repuso el doctor Rocco con impaciencia—, pero no lo creo probable. Y eso fue lo que le dije al investigador de Jimmy. De todas maneras, ya no importa. Dejé de verme con Catherine, ella hizo las paces con Jimmy y las preguntas se acabaron. Al fin y al cabo se trataba de eso… Jimmy pretendía dejar claro a Catherine que si lo abandonaba ya podía despedirse de su hijo y dar la bienvenida al sistema judicial. Catherine es una persona inteligente e hizo lo que tenía que hacer. Y que conste, no sé qué más le hizo Jimmy, pero el día que ella vino a mi consulta para poner fin a lo nuestro, apenas podía andar. Esa es la clase de hombre que era Jimmy Gagnon. Así que, ya se lo dije antes, pero se lo repito ahora: en mi opinión, agente Dodge, no se equivocó usted al apuntar.

Él entornó los ojos.

—Ahora que Jimmy está muerto, ¿cree que Nathan podría empezar a mejorar por arte de magia?

—No lo sé. Y, la verdad, tampoco es ya responsabilidad mía. Desde esta misma mañana he puesto fin oficialmente a mi relación como médico de Nathan; lo he derivado al doctor Iorfino, tal y como me ordenó el doctor Gerritsen, jefe de Pediatría.

—¿Lo han relegado como médico de Nathan? —preguntó atónito—. ¿Su propio jefe lo ha apartado?

—Se sorprenderá cuando se entere del tipo de poder que posee el juez Gagnon —contestó el doctor Rocco en tono sereno, antes de esbozar una extraña sonrisa—. Pero no se preocupe, agente, no estoy tan indefenso como cree. El docto Iorfino es genetista. Puede que solo se trate de una corazonada, pero me parece que voy a ser yo quien ría el último.