Bobby oyó el timbre del teléfono y abrió los ojos medio adormilado. Durante un instante permaneció acostado, boca arriba, sintiendo fuertes palpitaciones en la cabeza. Dios, ¡apestaba a cerveza!
El teléfono volvió a sonar, y un pequeño destello de esperanza cruzó su mente; Susan.
Descolgó el aparato.
—Diga.
La mujer que estaba al otro extremo de la línea no era Susan y se asombró al darse cuenta de que se sentía decepcionado.
—¿Robert Dodge?
—¿Quién llama?
—Catherine Gagnon. Tengo entendido que usted disparó a mi marido.
¡Santo Cielo! Se sentó de golpe en la cama. Las persianas estaban echadas y la oscuridad envolvía la habitación, no lograba orientarse. Buscó a su alrededor, hasta dar con el reloj de la mesilla, los números rojos brillaban con intensidad; las seis cuarenta y cinco de la mañana. Había dormido… ¿Cuántas horas? ¿Tres? ¿Cuatro? No eran suficientes.
—No podemos hablar —dijo.
—No le llamo para reprocharle nada.
—No podemos hablar —repitió con más énfasis.
—Agente Dodge, si usted no hubiera hecho lo que hizo, ahora mismo yo no estaría viva. ¿Eso es lo que quiere escuchar?
—Señora Gagnon, hay un sumario en curso. No nos pueden descubrir hablando.
—Comprendo. Creo que podré llegar al museo Isabella Stewart Gardner sin que me siga nadie. ¿Podrá usted?
—Señora…
—Estaré allí después de las once. En la Sala Veronesa.
—Disfrute de la visita.
—¿Nunca ha oído decir, agente Dodge, que el enemigo de mi enemigo es mi amigo? Usted y yo tenemos el mismo enemigo, lo que significa que cada uno de nosotros es la única esperanza del otro.
A las once y cuarto Bobby encontró a la señora Gagnon frente a un retrato firmado por Whistler, pintado en vívidos tonos de azul. El cuadro representaba a una mujer de curvas voluptuosas, desnuda, tumbada sobre brillantes telas orientales. En contraste, Catherine Gagnon era una silueta de lo más austera. Larga melena negra, entallado vestido negro y negros zapatos de tacón de aguja. Incluso de espaldas resultaba una mujer muy atractiva; esbelta, serena, rezumando riqueza y pedigrí. Llegó a la conclusión de que estaba demasiado delgada para su gusto y era demasiado pija. Entonces ella se dio la vuelta y sintió que se le encogían las entrañas. Era su modo de moverse, pensó, o tal vez aquellos enormes y oscuros ojos que resaltaban en aquel pálido rostro que parecía esculpido.
Catherine lo miró, él la miró a ella y, durante un largo instante, ninguno de los dos dio un paso.
La primera vez que la vio tuvo la impresión de estar contemplando a una oscura madonna; una grácil madre que extiende su protección en torno a su hijo. En cambio ahora, que no podía olvidar que estaba acusada por abuso de menores, veía a una viuda negra. Era una mujer fría, con las agallas suficientes para llamarle cuando menos se lo esperaba. Y probablemente —casi seguro, decidió—, peligrosa.
—Puede relajarse —dijo ella en voz baja desde donde se encontraba—. Estamos en un museo. Recuerde que aquí no está permitido usar cámaras.
—Muy inteligente —reconoció. Ella le dirigió una sonrisa fugaz antes de volver a centrar la atención en el cuadro.
Por fin se acercó a ella y se detuvo delante del retrato de Whistler, dejando suficiente distancia entre ambos.
El museo no estaba concurrido; principios de noviembre era temporada baja en Boston, demasiado tarde para disfrutar de los colores del otoño pero pronto todavía para las compras navideñas. En aquella opulenta sala de la mansión museo tan solo había otras cuatro personas, las cuales no parecían fijarse mucho en ellos.
—¿Le gusta Whistler? —preguntó Catherine.
—Me considero más admirador de Pedro Martinez.
—¿Cree en la maldición de los Red Sox?
—No he visto nada que demuestre lo contrario.
—Me gusta este estudio de Whistler —dijo Catherine—. Las largas y sensuales líneas del cuerpo de la mujer contra ese lujoso tejido azul resultan sumamente eróticas ¿Diría usted que esta mujer no era más que una modelo, o que después de posar para este retrato se convirtió en amante de Whistler?
Él no contestó, ella no parecía esperar una respuesta.
—Tenía fama de ser un mujeriego, ya me entiende… Sin embargo, en 1888, solo unos pocos años después de haber pintado este lienzo, se casó con la que por lo visto era el amor de su vida, Beatrice Godwin. Ocho años más tarde ella murió de cáncer. Qué pena. ¿Sabía usted que Whistler era de aquí? Nació en Lowell, Mass…
—No he venido aquí para hablar de arte.
Catherine se limitó a arquear una ceja.
—Una lástima, ¿no cree?, porque es un museo maravilloso.
Él la miró de nuevo y ella finalmente cedió.
—Vayamos arriba, a la tercera planta.
—¿Más obras de Whistler?
—No, más intimidad.
Subieron la ancha escalinata en curva que conducía a la planta superior del museo. Se cruzaron con más gente y con varios vigilantes, de expresión pétrea, haciendo guardia en las diferentes salas. Catorce años atrás, dos ladrones disfrazados de policías de Boston habían robado allí trece obras de arte. El robo dio al museo una notoriedad que los guardias de seguridad no habían olvidado. Ahora escudriñaban escrupulosamente a toda persona que pasaba frente a ellos, lo que hizo que él desviase la mirada.
Cuando por fin llegaron a la tercera planta, se descubrió respirando más rápido de lo necesario. Catherine Gagnon tampoco era tan fría como le gustaría hacer creer, podía ver cómo le temblaban las manos a los costados. Ella, como si sintiera su mirada, las detuvo cerrando los puños.
Catherine caminaba delante, dándole la espalda, y él la seguía mientras percibía detalles que no deseaba. Detalles como el aroma de su perfume, intenso y con un toque a canela que, como una calidez difusa, emanaba de su cuerpo. O su manera de andar, ligera y suave, como la de un felino. Aquella mujer hacía ejercicio físico, seguramente yoga o pilates. De cualquier manera, era más fuerte de lo que aparentaba.
En la sala del fondo de la tercera planta no había nadie. Él y Catherine se situaron en posiciones escogidas al azar, cerca pero no demasiado, y ella empezó a hablar.
—Yo amaba a mi marido —dijo en tono suave—. Ya sé que eso le parecerá extraño. Cuando conocí a Jimmy era un hombre… increíble, generoso, cariñoso… Me regalaba alocados fines de semana en París y otros viajes para hacer compras. Yo… Yo había tenido problemas anteriormente; ciertas… amarguras. Al conocer a Jimmy, por primera vez las cosas parecieron arreglarse. Cuando entró en mi vida me enamoré perdidamente, era mi caballero de brillante armadura.
Él se quedó pensando qué «amarguras» habrían sido aquellas. Y, ya puestos, se preguntaba por qué Catherine Gagnon le estaba contando su vida. Había matado a Jimmy Gagnon y no le apetecía saber nada de él.
—Pero estaba equivocada con Jimmy —dijo Catherine de pronto—. No era un caballero de brillante armadura, era un borracho, un maltratador, un manipulador, una persona carismática que te sonreía cuando se salía con la suya y que, cuando no lo conseguía, te perseguía con un cuchillo. Era todo aquello que yo me había jurado que jamás sería el hombre con el que me casara, pero no lo vi. No lo comprendí hasta que ya fue demasiado tarde, y aun así seguía sin entenderlo. Estaba advertida; ¿cómo hice para, a pesar de todo, acabar casándome con un hombre así?
Se interrumpió de repente, como alguien a quien se le ha escapado sin querer una maldición impronunciable. De nuevo ella empezó a caminar por la diminuta estancia, pero esta vez sus pasos eran erráticos y nerviosos.
—¿La golpeaba? —preguntó.
—Puedo mostrarle los hematomas. —Sus manos se dirigieron inmediatamente al cinturón del vestido, pero él la detuvo alzando una mano.
—¿Por qué no llamó a la policía?
—Porque era la Policía de Boston. El padre de Jimmy, el juez Gagnon, había avisado; si Jimmy tenía algún problema, la Policía debía llamarlo y él se encargaría personalmente del asunto. A Jimmy le gustaba alardear de ello antes de dejarme inconsciente de un puñetazo.
Él frunció el ceño. No le gustaban aquellas historias de policías que hacían la vista gorda, sin embargo encajaban con lo que ya le habían contado dos agentes de la Policía de Boston. Jimmy Gagnon era un salvaje que se servía de su padre como salvoconducto para salir del calabozo.
—¿Y su hijo?
—Jimmy jamás tocó a Nathan. De haberlo hecho le habría abandonado. —Las palabras salieron demasiado precipitadamente de su boca y supo que mentía.
—En mi opinión, un hombre que se comporta de ese modo con los que le rodean es motivo suficiente para coger al niño y salir corriendo. Por supuesto, pasarse la vida huyendo significaría no disponer de mucho dinero.
—Ah, pero Jimmy no tenía dinero.
—¿No? Entonces, ¿qué es para usted una casa en el corazón de Back Bay?
—La compró su padre, como la mayoría de las cosas que teníamos. El dinero de Jimmy todavía estaba bloqueado en un fideicomiso del que su padre era el albacea, y era él quien lo repartía a su antojo. Esto se debe a una cláusula que se remonta al tatarabuelo de Jimmy por parte de madre que, tras hacer fortuna con el petróleo, se obsesionó con la idea de que las generaciones futuras podrían dilapidarla. La solución que encontró fue inmovilizar los activos en fideicomisos que no se disolverían hasta que el heredero cumpliera cincuenta y cinco años, una tradición que se ha mantenido de generación en generación. Así pues, la suya es una familia adinerada —Maryanne heredó una cantidad realmente obscena al cumplir los cincuenta y cinco—, pero Jimmy… Jimmy aún no tenía ninguna fortuna propia.
—¿Y ahora que ha muerto?
—El dinero pasa directamente a Nathan, también a través de un fideicomiso. Yo no recibo ni un centavo.
Él seguía mostrándose escéptico.
—Pero seguro que el tutor del niño podrá disponer de algo.
—El tutor de Nathan recibirá una asignación mensual —admitió Catherine—, pero usted está dando por sentado que yo soy la tutora. Esta mañana me han entregado unos papeles del Juzgado en los que James y Maryanne reclaman la custodia de Nathan. Afirman que estoy intentando matarle. ¿Puede creerlo, agente Dodge? ¿Una madre intentando hacer daño a su propio hijo?
Ella se aproximó y se detuvo a una distancia más corta de la que suele separar a dos desconocidos. Él volvió a percibir su perfume, así como la pálida curva de su esbelto cuello y el modo en que la larga y oscura melena le caía por la espalda; una espesa cortina negra tan erótica como el tejido azul del retrato de Whistler.
Pero no hizo ningún otro movimiento ni pronunció palabra. Sin embargo había algo en su actitud que le incitaba a tocarla; se ofrecía a él como hombre y le suplicaba que la conquistara como mujer.
Estaba jugando con él. Utilizaba su cuerpo como si fuera un arma, tratando deliberadamente de ofuscar la mente del pobre y estúpido policía estatal. Era curioso, pero incluso sabiendo aquello se sintió tentado de dar un paso adelante y apretar su cuerpo contra el de ella.
—Mi hijo está ingresado en el hospital —murmuró Catherine.
—¿Qué?
—Está en la UCI. Pancreatitis. Puede que esto no le parezca mortal, pero para un niño como Nathan sí lo es. Mi hijo está enfermo, agente Dodge. Está muy, muy enfermo y los médicos no saben por qué, de manera que mis suegros me culpan a mí de ello. Si pueden demostrar que la enfermedad de Nathan es culpa mía, lo apartarán de mí. De esa forma tendrán a su nieto y el dinero que le pertenece para ellos solos. A no ser que usted me ayude, claro.
Él dejó que su mirada resbalase a lo largo su cuerpo.
—¿Y por qué iba yo a ayudarla?
La vio sonreír. Era una sonrisa absolutamente femenina, pero por primera vez observó también una chispa de emoción en sus ojos; tristeza. Catherine Gagnon estaba profunda y completamente triste.
Ella alzó una mano y apoyó los dedos con delicadeza sobre su pecho.
—Porque nos necesitamos el uno al otro —dijo con voz queda—. Piense en su próxima vista ante el juez auxiliar.
—¿Está enterada de eso?
—Por supuesto que estoy enterada. Las dos demandas van juntas, agente Dodge. La batalla por la custodia constituye la base de la causa probable de la vista. El fundamento es que, si yo estoy maltratando a Nathan, usted cometió un asesinato.
—Yo no he cometido un asesinato.
Catherine paseó suavemente los dedos por su torso.
—Desde luego. Del mismo modo que tampoco yo soy la clase de mujer capaz de hacer daño a su hijo. —Se acercó más, hasta que su aliento le rozó los labios—. ¿No se fía de mí, agente Dodge? Pues debería, porque a mí no me queda más remedio que fiarme de usted.
Bobby necesitaba un poco de aire. Salió del museo, detuvo un taxi y, cuando llegó a su casa, se quedó de pie, como un idiota, en mitad del cuarto de estar. A la mierda. Se fue a correr.
Bajó por la calle G hasta Columbia Road y se dirigió hacia el parque, donde el tráfico pasaba rugiendo por su costado izquierdo mientras que por el lado derecho solo se extendía el océano. Cambió de Heights al Point, pasó por delante de la histórica Casa de Baños de la calle L y contempló cómo las viviendas de tres alturas iban dando paso a mansiones en toda regla. Llegó a Castle Island, el viento le golpeaba en la cara y el mar azotaba la orilla. La meteorología allí era inclemente, el vendaval era una fuerza física que lo empujaba hacia atrás y le impedía avanzar. Se abrió paso rodeando los muros de piedra del antiguo mirador, desde donde se veían los aviones que despegaban del aeropuerto Logan y ascendían lentamente hacia el cielo, dando la impresión de que a duras penas iban a lograr salvar la altura de la isla. Unos niños jugaban en el parque infantil, abrigados hasta las orejas para protegerse del frío.
Siguió corriendo mientras las risas infantiles que bailaban con el viento le marcaban el paso. Numerosas familias estaban mudándose a South Boston. Antes aquellos pequeños eran hijos de familias obreras que llegaban caminando hasta Castle Island procedentes de las viviendas de protección oficial de los alrededores. En la actualidad pertenecían a familias de clase media, aunque los niños seguían jugando a la intemperie.
Emprendió el regreso. Sentía los pulmones trabajando al máximo de su capacidad, pero por fin se había despejado la niebla de su cabeza.
Una vez en casa tomó la guía de páginas amarillas y, todavía goteando sudor, empezó a hacer llamadas. Al tercer intento encontró lo que estaba buscando.
—Tenemos a un paciente llamado Nathan Gagnon en la UCI —contestó una enfermera a su pregunta—. Ingresó anoche.
—¿Se encuentra bien?
—Bueno, por regla general no metemos en la UCI a las personas sanas —replicó la enfermera con retintín.
—Me refiero a que cuál es su estado. Soy policía del Estado de Massachusetts. —Y dio el número de placa.
—Su estado es grave, pero estable —informó la mujer.
—Pancreatitis —recordó él—. ¿Eso es muy peligroso?
—Puede serlo.
—¿Y en este caso?
—Tendría usted que hablar con su pediatra, el doctor Rocco.
Él anotó el nombre.
—¿El crío ha estado ingresado alguna otra vez con anterioridad?
—Unas cuantas. Como le digo, agente, debería hablar con el doctor Rocco.
—De acuerdo, de acuerdo. Una pregunta más, si no le importa…
La enfermera pareció pensárselo y, al final, debió de llegar a la conclusión de que no le importaba.
—Diga.
—¿Alguna vez ha ingresado el niño con algún otro problema? Ya sabe… algún hueso roto, un hematoma inexplicable…
—¿Quiere decir si suele caerse a menudo por las escaleras? —preguntó la enfermera con ironía.
—Exacto. ¿Qué tal le ha ido con las escaleras?
—Dos fracturas en los últimos doce meses. Ya me contará…
—Dos fracturas en los últimos doce meses… —murmuró él—. No es ninguna broma. Gracias, ha sido usted de mucha ayuda. —Y colgó.
Se quedó sentado en el borde de la silla, con la guía telefónica abierta en su regazo. El sudor le resbalaba desde la nariz y goteaba en el fino papel. De nuevo sintió un vacío profundo y oscuro en su interior y se dijo que lo que de verdad le apetecía hacer aquel día, más que correr, más que dormir, incluso más que hablar con Susan, era ir a una galería de tiro y disparar hasta que el sol volviera a asomarse a su vida.
Aquello decía mucho de su forma de ser.
Un hombre inteligente se olvidaría de su encuentro con Catherine Gagnon. Él había cumplido con su obligación lo mejor que podía hacer un agente, ahora debía lavarse las manos y pasar página.
Por supuesto, un hombre inteligente no quedaría con una mujer como Catherine en un museo público. Y un hombre inteligente no se preocuparía tanto por un niño al que apenas conocía.
Cerró la guía telefónica de golpe.
—Doctor Rocco… —repitió para sus adentros. Y acto seguido se dirigió a la ducha.