7

Nathan había estado todo el día vomitando pero, por fin, se había dormido; un cuerpecito frágil, agotado, entre un montón de suaves mantas azules. Sus pestañas eran manchas oscuras contra las mejillas y su rostro hundido resultaba demasiado pequeño y al mismo tiempo demasiado viejo para un niño de cuatro años.

Cuando Maryanne y James llegaron a primera hora de aquella mañana, afirmando haber saltado de la cama nada más enterarse de lo que había ocurrido, pero excesivamente arreglados para ser una pareja a la que habían arrancado de sus sueños con la noticia de que su hijo había muerto, observaron atentamente a Nathan.

Maryanne representó su papel favorito de desvalida damisela, por supuesto. Era toda ojos azules, cara pálida y manos temblorosas.

—Simplemente, no puedo soportarlo —repetía una y otra vez con aquel abrumador acento sureño. Cuarenta años viviendo en Boston y todavía hablaba como si acabara de salir de una obra teatral de Tennessee Williams.

Sin embargo, entre toda aquella puesta en escena, Catherine se dio cuenta de que Maryanne y James tomaban nota mental de los detalles: el niño está delgado, aletargado y obviamente estresado. No iba hacia su madre, sino que se aferraba a su niñera. Y tenía un moratón reciente en la frente.

Dos veces intentó Maryanne llevarse a Catherine a un aparte para «hablar un momentito», y ninguna de las dos se movió de donde estaba. Prudence, la niñera inglesa, estaba bien entrenada; precisamente por eso la había contratado, por su sentido del deber y su intrínseca discreción. Pero aún llevaba poco tiempo trabajando en la casa y, aunque le había dado instrucciones concretas para que no dejara jamás a Nathan a solas con sus abuelos, no tenía ni idea de cómo reaccionaría bajo presión. James podía resultar muy carismático cuando quería. Sabía que era capaz de convencer a la chica para que fuera a prepararle un té y ella habría perdido la batalla con la misma rapidez.

Estaba claro que no podía permitirse correr semejante riesgo, precisamente en esos momentos.

Por supuesto, Maryanne y James le habían ofrecido que Nathan y ella se mudaran a su casa durante una temporada. Tras los «terribles sucesos» de la noche anterior, sin duda necesitaban un sitio donde alojarse lejos de aquel «trágico escenario».

—Por el amor de Dios, Catherine, piensa en el niño. Es evidente que no tiene buen aspecto.

Por fin a James se le acabó la paciencia. En el momento en que Prudence sacó a Nathan de la habitación —seguramente para que vomitase de nuevo— el juez descargó toda su rabia contra ella.

—No pienses que vas a salirte con la tuya. Jimmy nos contó lo que estaba pasando. ¿Crees que anoche venciste tú? ¿Que la muerte de mi hijo ha solucionado tus problemas? Pues te lo advierto, no han hecho más que empezar.

Y durante un segundo ella se dejó llevar por el pánico. Pensó a toda velocidad en el nuevo sistema de seguridad que Jimmy había instalado seis meses atrás. El piloto de encendido se había apagado. Juraría que vio cómo se apagaba. Luego se percató de que el silencio estaba prolongándose más de la cuenta y de que James continuaba taladrándola con aquella mirada acusadora, así que se irguió en toda su estatura, con la actitud más regia que fue capaz de adoptar.

—No sé de qué me estás hablando, James. Ahora, si me disculpas, tengo que organizar el funeral de mi marido —dijo.

Y salió de la habitación con el corazón desbocado y las manos temblorosas. Unos minutos después oyó a sus suegros discutir al otro lado de la puerta. Luego la casa volvió a quedar en silencio, excepto por las secas arcadas de Nathan que se escuchaban al fondo del pasillo.

Nathan no había llorado, ni la noche anterior ni en todo aquel día. Probablemente no lo hiciera nunca. En eso se parecía a ella, lo afrontaba todo con los ojos secos y la expresión solemne; las citas con los médicos, la infinidad de agujas, las pruebas horriblemente invasivas… Las enfermeras lo adoraban, pero bastaba con que le tocaran para que el crío se echara a temblar.

Aquella noche tendría pesadillas. Sueños horribles en los que se agitaría sin cesar hasta terminar despertándose entre gritos de dolor a causa de los pinchazos, pidiendo a los médicos que le dejasen en paz. A veces, aunque no era lo habitual, rompía a llorar en la oscuridad quejándose de que se ahogaba y necesitaba que estuvieran encendidas todas las luces de la casa. A ella le fascinaba, al tiempo que la aterrorizaba, que su propia pesadilla hubiera terminado siendo también la de su hijo.

Prudence se ocuparía de él, igual que antes lo habían hecho Beatrice, Margaret, Sonya, Chloë y Abigail. Habían sido tantas que a veces le costaba acordarse del rostro de todas. Desde luego no podía olvidarse del de Abby; la primera. Jimmy la contrató cuando Nathan apenas tenía una semana de vida.

Ella no quería una niñera, había pensado cuidar a su hijo ella misma, incluso darle el pecho, pero al cabo de una semana vagaba por la casa, aturdida y desvelada; el pequeño vomitaba constantemente sobre su pecho manchado de leche. No podía dormir, no podía comer, y se movía compulsivamente encendiendo todas las luces.

Sostenía en brazos a la criatura, tan diminuta e indefensa que más que llorar maullaba, y se sintió abrumada al ver lo vulnerable que era y la de cosas que podían salir mal. Había bebés que morían, ya fuera de hambre, de una paliza o de la gripe; que se caían por la ventana o sufrían síndrome de muerte súbita. Otros eran secuestrados cuando iban en coche, los raptaban en el parque o sufrían abusos sexuales de sacerdotes. E incluso había destinos peores; esos también los conocía. Adultos que se excitaban con los gritos de los niños pequeños; criaturas de pecho, débiles y desvalidas, que caían en manos incorrectas y, sin tener culpa alguna, se convertían en el juguete de un depredador.

¿Cuántos recién nacidos estaban llorando de hambre en aquel preciso instante y eran golpeados por ello? ¿Cuántos niños miraban esperanzados a los ojos de sus cuidadores y recibían un pescozón por ello? ¿Cuántos pequeños nacían cada día, inocentes, dulces, encantadores, para acabar destrozados por las mismas personas que les habían dado la vida?

No se sentía capaz de manejar todo aquello. El mundo era demasiado malvado y Nathan demasiado pequeño. Él iba a necesitarla y ella le fallaría, lo que acabaría con ella de una vez por todas.

No soportaba tenerle en brazos, pero no era capaz de dejarlo. No soportaba amarle, pero tampoco podía separarse de él. Estaba desintegrándose en un millón de minúsculos fragmentos, era una madre primeriza que no podía dormir y que deambulaba por los pasillos con su hijo recién nacido, desmoronándose poco a poco.

Al séptimo día Jimmy se presentó en casa con una chica. Se lo explicó con delicadeza, hablando despacio y empleando términos sencillos, que eran prácticamente los únicos que ella era capaz de entender entonces. A partir de ese día Abby iba a ocuparse de Nathan. Abby le daría de comer. Abby lo cuidaría. Ella debía acostarse. Jimmy le llevó un zumo y dos pastillas, lo único que tenía que hacer era tragárselas y las cosas se arreglarían.

La primera vez cambió a su hijo por una dosis de Valium. Después ya no le costó tanto pasar unos días en un balneario. Luego fue una semana en París, quince días en Roma…

Una vez que llegó la primera niñera, terminó viendo a su hijo solo de visita y de vez en cuando.

Abby hizo mucho bien a Nathan. Le buscó una papilla con base de soja que logró que su melindroso estómago se asentara durante un breve espacio de tiempo. Le leyó su primer cuento, le provocó su primera sonrisa, le vio dar sus primeros pasos. Por las noches ella les escuchaba desde el pasillo; Abby le leía un cuento infantil con su suave soniquete y Nathan gorjeaba mientras se acurrucaba contra su pecho.

En su primer cumpleaños, Nathan se cayó. Cuando ella intentó levantarlo del suelo, él se puso a chillar a voz en grito y, delante de todos sus familiares, reclamó a su niñera. Acto seguido rodeó con sus bracitos los hombros de la joven y le enterró la carita en el cuello.

Al día siguiente ella la despidió y Nathan se pasó un mes llorando.

Después de Abby llegó Chloë, a quien también reclutó Jimmy. Chloë era una francesa menuda de generosas curvas, por lo que ni siquiera se sorprendió cuando un día, al volver a casa, se la encontró en la cama con Jimmy. ¿Qué podría haber esperado si su marido traía a casa a una «niñera» que, según había reconocido ella misma, nunca había cambiado un pañal?

A partir de ese día fue ella quien se hizo cargo de contratar a las niñeras. Se atuvo a mujeres con más edad; auténticas profesionales que conocían el oficio y sabían mantener cierta distancia con el pequeño que tenían a su cargo. Empleadas demasiado maduras para resultar atractivas a Jimmy, demasiado respetuosas para hacer comentarios acerca del mucho o el poco tiempo que pasaba ella sin tener contacto con su hijo y demasiado autosuficientes para darse por aludidas si ella entraba por las noches en la habitación de su hijo para contemplarle mientras dormía, sintiendo cómo le latía el corazón en el pecho a toda velocidad.

Nathan había cumplido ya cuatro años y todavía había ocasiones en que ella, en su imaginación, veía un destartalado Chevy azul que entraba en su calle y escuchaba una voz que decía, «hola, cariño. Estoy buscando un perrito perdido».

Por supuesto Nathan no necesitaba ningún desconocido que le atormentara en sueños; para él el peligro se encontraba entre aquellas cuatro paredes.

Eran las dos de la madrugada; debería irse a la cama, pero sabía que no lo haría. Las camionetas de la prensa seguían en la calle, buitres impacientes en busca de carroña. De vez en cuando pasaba también algún coche de la policía controlando el entorno, vigilando a la prensa, lanzando miradas al cuarto piso.

Ella había hecho su primera declaración ante la Policía a las pocas horas de morir Jimmy. Se sentía orgullosa de sí misma; fría, calmada y serena.

—Mi marido tenía mal carácter. Bebía y sufría ataques de ira. Esta vez buscó una pistola. ¿Que por qué estábamos discutiendo? ¿Qué más da? ¿Hay algo que justifique que un hombre apunte a su mujer con un arma? Sí, estaba muy asustada. Con toda sinceridad, detective, me vi muerta.

Quisieron hablar también con Nathan, pero ella se lo impidió.

—Mi hijo está demasiado cansado, demasiado traumatizado, demasiado alterado.

Aquello le permitía ganar un poco de tiempo… de momento.

Los investigadores permanecieron la mayor parte de la noche y de la mañana siguiente en el dormitorio principal. Ahora la habitación estaba sellada con cinta amarilla, acotando la escena del crimen. Se habían llevado trozos de moqueta y los cristales rotos, así como la ropa de cama. También taparon con plástico el hueco que antes ocupaba la puerta corredera de cristal, pero el viento frío se colaba sin esfuerzo a través del improvisado parapeto, esparciendo todo un conjunto de olores por el resto de la vivienda.

Sangre. Orina. Pólvora… Muerte.

Los vecinos seguramente pensaban que cometía una insensatez quedándose en aquella casa. La Policía y la prensa, también. A lo mejor estaba traumatizando a Nathan, o tal vez estaba loca, pero lo cierto era que no tenía ningún otro sitio adonde ir; su padre no sabía cómo reaccionar ante una situación de ese tipo y acudir a sus suegros sería como meterse en la boca del lobo.

O quizá se tratara de algo más siniestro. Tal vez fuera que no podía marcharse todavía. Aquella casa, aquel dormitorio, era todo lo que le quedaba de Jimmy y, aunque nadie la creyera, y mucho menos sus suegros, a su manera ella había querido a Jimmy. Había abrigado la esperanza, rezado con la escasa fe que le quedaba, no tener que llegar a aquella situación.

Pasó por debajo de la cinta policial y entró en el dormitorio principal, escalofriante y fantasmagórico en colores blanco y negro. Los visillos se agitaban y el plástico que cubría el cristal destrozado se abombaba y se hundía. Allí dentro los olores eran más intensos. Un hedor acre y metálico le contrajo las fosas nasales y desató los recuerdos.

Se acercó a la cama y, pasando la mano por el colchón desnudo, contempló las oscuras manchas de sangre. Después se tumbó en aquel vasto espacio vacío.

Jimmy la miraba por primera vez, dedicándole una sonrisa ladeada en mitad de los grandes almacenes abarrotados de gente.

—Oiga, señorita dependienta de perfumería, ¿qué tiene que hacer un hombre para conseguir que lo perfumen un poco?

Jimmy haciéndole el amor y, después, dándose cuenta de que ella no había sentido nada; procurando mostrarse amable.

—Oye, cariño, ¿sabes qué? Creo que tenemos que practicar más.

Jimmy manoseando el anillo mientras se declaraba rodilla en tierra. Jimmy tambaleándose de un lado a otro mientras cruzaba el umbral con ella en brazos. Jimmy prometiéndole nueve hijos, diez. Jimmy loco de contento cuando quedó embarazada del primero. Jimmy cubriéndola de perlas y diamantes. Jimmy llevándola a una orgía de compras para regalarle media ciudad.

Jimmy durmiendo con la criada, con la niñera, con sus amigas. Jimmy yéndose al bar la primera vez que ella tuvo que llevar a Nathan a urgencias. Jimmy descargando el primer puñetazo contra la pared cuando se atrevió a decirle que debería beber menos. Jimmy propinándole un puñetazo en las costillas cuando ella le dijo que era posible que a Nathan le ocurriera algo malo.

Después, seis meses atrás, Jimmy descubriendo por casualidad el escondite de las cartas que le había escrito su amante. Entrando en el dormitorio a las cuatro de la madrugada, obligándola a tumbarse boca abajo, sujetándola contra el colchón y sodomizándola.

—Tal vez debería haber probado esto desde el principio —dijo cuando terminó—. Quizá entonces habrías sentido algo.

Horas más tarde se sentaron el uno frente al otro a la mesa del desayuno y hablaron de trivialidades, del tiempo.

Tendida sobre el colchón desnudo se encogió sobre sí misma. Puso la mano en el espacio vacío en el que solía acostarse su marido y recordó la última expresión que vio en su cara, el preciso instante en el que la bala encontró el punto blando de detrás de la oreja, justo antes de que le saliera por la sien destrozando el hueso; una expresión que no era atractiva, ni arrolladora, ni encantadora, sino que transmitía un hondo sentimiento de haber sido traicionado.

Le gustaría saber qué fue lo que lo decepcionó más, si reconocer su inminente muerte o el hecho de no haber sido él quien ganara la partida matándola antes.

Se oyó un estrépito procedente de la habitación de Nathan. Prudence empezó a llamarla y ella echó a correr por el pasillo, sorprendida por las lágrimas que le humedecían la cara.

El hospital era una vorágine. Las órdenes, gritadas a toda prisa, eran obedecidas de inmediato; las enfermeras clavaron una puntiaguda aguja para extraer sangre, colocaron un gotero e introdujeron un catéter. Como consecuencia de todo ello, el cuerpecito de Nathan, que apenas pesaba trece kilos, se agitaba sin descanso sobre la cama tratando de incorporarse para escapar, empapado en sudor y con las mejillas ardientes. El abdomen le sobresalía mientras que el pecho —que movía convulsivamente tratando de coger aire— parecía cóncavo.

—Dolor epigástrico severo… —informó uno de los residentes.

—Temperatura, treinta y ocho-nueve. Pulso, ciento cincuenta. Presión arterial, once y medio-cuatro… —gritó una enfermera.

—Necesito dos miligramos de morfina, compresas frías, suero glucosado. ¡Vamos, chicos, moveos! —ladró el doctor Rocco.

La primera vez que Catherine pasó por todo aquello, tembló de forma incontrolable durante todo el tiempo. Esta vez asistía a la escena con expresión seria, como un veterano de guerra a una pelea, mientras dos personas sujetaban el agotado cuerpo de su hijo a la cama y otras dos le abrían el pijama con dibujitos de vaqueros y lo llenaban de cables que iban al monitor cardíaco. Nathan chillaba de dolor y ellos respondían sujetándolo con más fuerza.

Aquello continuó indefinidamente; Nathan luchando por vivir y el personal del hospital batallando con él.

Después, cuando lo peor ya había pasado, cuando las enfermeras y los residentes se habían ido para atender casos más acuciantes y solo quedaba Nathan, inconsciente, respirando trabajosamente —un cuerpecito diminuto en medio de la cama metálica del hospital—, el doctor Rocco se la llevó a un aparte.

—Catherine… ya sé que en este preciso momento la situación debe de ser muy difícil…

—¿Tú crees? —Las palabras la abandonaron con demasiada aspereza, y casi al instante se arrepintió de haber empleado aquel tono. Desvió la mirada del médico y se giró hacia las paredes, que sin duda eran demasiado blancas. Escuchaba el pitido del monitor de Nathan, que iba contando fielmente los latidos de su corazón. A veces lo oía también en sueños.

«Jimmy, tenemos que hacer algo con Nathan».

«Por Dios, Catherine, ¿por qué no dejas al pobre niño en paz?».

«Jimmy, míralo, está enfermo. Enfermo de verdad…».

«No me digas. En todas esas pruebas que le hacen por orden tuya, nunca han encontrado nada. Puede que el problema no lo tenga Nathan, Cat. Estoy empezando a pensar… si no serás tú quien tiene un problema».

—Catherine, Nathan tiene otra vez pancreatitis. Es la tercera vez este año. Teniendo en cuenta su corazón y el estado general de salud, no puede seguir combatiendo estas infecciones. El hígado está inflamado, todavía muestra signos de malnutrición y, lo que es peor, ha adelgazado medio kilo desde la última vez que lo vi. ¿Ha estado siguiendo la dieta especial de la que estuvimos hablando? Varias comidas poco abundantes, solo productos de soja…

—Cuesta mucho hacerle comer.

—¿Y las cosas que le gustan?

—Solo le gusta el yogur, pero incluso así, después de una cucharada o dos se cansa.

—Tiene que comer.

—Ya lo sé.

—Y tiene que tomarse las vitaminas.

—Eso procuramos.

—Catherine, los niños de cuatro años no enferman de anorexia. Con cuatro años una criatura no se muere de hambre por decisión propia.

—Ya lo sé —susurró ella con expresión de impotencia—. Ya lo sé —agregó, antes de tantear al médico, tímidamente—. ¿No hay nada más que tú puedas hacer?

—Catherine… —Suspiró y entonces fue él quien giró la vista hacia la pared—. Voy a transferirte al doctor Iorfino —dijo de improviso.

—¿Vas a mandarme a otro médico?

—Puede verte el lunes. A las tres.

—Pero que le pase consulta otro médico implica más pruebas. —Ella estaba atónita—. Nathan está cansado de tanta prueba.

—Lo sé.

—Tony… —Aquel nombre sonó a súplica, y se arrepintió de haberlo pronunciado tan pronto salió de sus labios.

El doctor Rocco la miró por fin.

—El jefe de Pediatría me ha pedido formalmente que me retire de este caso. Lo siento, Catherine, pero tengo las manos atadas.

Por fin lo comprendió; James. Su suegro había hablado con él, o había intervenido ante las altas esferas del hospital, o quizá ambas cosas. Ya no importaba. Como médico de Nathan, como su aliado, Tony Rocco se había acabado.

Se puso de pie con firmeza, cuidando de mantener la barbilla bien alta y la espalda recta. Acto seguido, con toda la elegancia que pudo reunir, le tendió la mano.

—Gracias por su ayuda, doctor —murmuró.

Él titubeó un segundo.

—Lo siento, Cat —dijo en tono quedo—. El doctor Iorfino es un buen médico.

—¿Más viejo? ¿Calvo? ¿Gordo? —preguntó con resentimiento.

—Un buen médico —repitió Tony.

Ella se limitó a negar con la cabeza.

—Yo también lo siento.

Abandonó la habitación y salió al pasillo, desde donde podía situarse al otro lado del cristal de la UCI para ver cómo subía y bajaba el esquelético pecho de Nathan en medio de aquella maraña de cables. Al día siguiente, si la fiebre había bajado y lo peor de la inflamación había pasado, se lo llevaría a casa y le sentaría en su habitación, rodeado de sus juguetes. Su pequeño, aquel hijo suyo tan melancólico, no haría muchas preguntas; ambos se limitarían a esperar, como hacían siempre, a que estallara la próxima crisis.

Iba a tener que buscar el momento apropiado para hablarle del nuevo médico. A lo mejor le decía a Prudence que antes lo llevase al cine o le diera algún capricho. O tal vez fuese mejor esperar a que ya estuviera de mal humor; comportarse como una miserable y dejarle lidiar con todo al mismo tiempo.

Prudence estaría presente. La niñera le cogería la mano si al final se echaba a llorar.

Ella no podía aguantar ni un minuto más en la UCI, así que se dirigió a la sala de espera de los familiares, desesperada por ver luces más brillantes y respirar aire más fresco. En aquel lugar la gente no establecía contacto visual ni se preocupaba por una viuda infame cuyo marido acababa de ser asesinado; todos estaban demasiado preocupados con sus propios problemas.

Pero solo estaba en lo cierto a medias.

Nada más entrar, se le acercó un individuo. Vestía un traje marrón y un peluquín horrible, y se movía con un único objetivo en mente.

—¿Es usted Catherine Rose Gagnon?

—Sí.

—Pues considere que lo tiene merecido.

Desconcertada, tomó el fajo de papeles que le tendía el hombre sin percatarse apenas de las miradas de sorpresa de los otros familiares. A continuación desapareció tan rápidamente como había llegado; era un intruso que sabía que no debía estar allí. Se quedó a solas en una sala llena de personas desconocidas cuyos seres queridos luchaban por su vida pasillo adelante.

Desdobló el grueso documento jurídico y leyó el encabezamiento. Aun cuando pensaba que tenía todo controlado, se quedó pasmada. Sintió un vacío en el estómago y se tambaleó ligeramente.

De repente rompió a reír, una carcajada histérica que le iba creciendo en la garganta como una burbuja.

—Ah, Jimmy, Jimmy, Jimmy —dijo medio riendo, medio sollozando—. ¿Qué has hecho?

En una habitación a oscuras de una casa a oscuras, sonó el teléfono una sola vez. Era una llamada esperada, lo que no impidió que la receptora de la misma experimentase un cierto nerviosismo.

—¿Robinson? —preguntó el que llamaba.

—Sí.

—¿Lo has encontrado?

—Sí.

—¿Tenemos un trato?

—Tú cumple tu parte del acuerdo y él cumplirá el suyo.

—Bien. Te transferiré el dinero.

—Entiendes lo que estás haciendo, ¿verdad? —dijo Robinson impulsivamente—. Yo no puedo controlarle. Ya era un asesino antes de entrar en la cárcel, fue un asesino mientras estuvo en ella, y ahora…

—Fíate de mí —interrumpió el otro—. Eso es exactamente lo que espero.