Mientras regresaba a South Boston, Bobby intentaba decidir qué hacer a continuación. La doctora no se equivocaba, estaba cansado, hambriento y estresado. Debería dar por finalizado el día, irse a casa y descansar un poco. Vivía en la primera planta de un adosado ocupado por tres familias. Las dos plantas superiores las tenía alquiladas para obtener unos pequeños ingresos, realmente pequeños si teníamos en cuenta que uno de los inquilinos, la señora Higgings, vino en el mismo lote que la casa. El anterior casero llevaba veinte años cobrándole ciento cinco dólares al mes, y él no tuvo valor para modificarle la renta.
En la zona sur la gente era así; cuidaban los unos de los otros, y aunque él no pertenecía a aquel lugar, porque era uno de tantos forasteros que adquirían propiedades en ese antiguo barrio, decidió que era su deber hacer honor al espíritu del vecindario. De manera que se quedó con la señora Higgings y sus tres gatos por ciento cinco dólares mensuales, y a cambio ella le preparaba cookies y le contaba anécdotas de sus nietos.
La señora Higgings iba a sentirse decepcionada con él. A ella le gustaba Susan, la aprobaba del mismo modo que todas las demás personas que formaban parte de su entorno. Susan era dulce, encantadora… Material de primera como esposa en todos los sentidos.
Pero eso se había acabado. Había mentido a la psiquiatra, quizá porque era un tema que todavía le escocía. Desde hacía cinco horas Susan y él ya no eran nada. Una fantasía que había tocado a su fin.
Se había despertado de golpe, agitado y desorientado, poco después de la una de la tarde, a causa del sonido del tráfico que se colaba en la habitación inundada por el sol. Ay, Dios, se había dormido, su despertador no había sonado. Estaba en la casa que no debía, no tenía el uniforme y… mierda, había vuelto a cagarla…
Y de pronto lo revivió todo; la noche, el disparo, la lluvia de sesos de un hombre en el interior de una distante habitación… Se quedó acostado en la cama de Susan, sintiendo el peso de su corazón y, por un instante, pensó que estaba sufriendo un infarto. No podía respirar, le hormigueaba el brazo y sentía fuertes pinchazos en el pecho, el cual no dejaba de agitarse. Jadeaba.
Fue entonces cuando todo se le vino encima; la rubia melena de Susan reposando tibia y frondosa sobre su hombro, aquel cuerpo desnudo apretado contra el suyo, la pierna izquierda que enroscaba su cadera… Las sábanas con olor a lavanda y sexo…
Sacó suavemente el brazo de debajo de Susan y, apenas sin espabilarse, ella se dio media vuelta emitiendo un profundo suspiro antes de volver a dormirse. La contempló durante unos instantes más, experimentando una emoción que no supo definir. Deseó acariciarle la mejilla, aspirar la fragancia de su piel, acurrucarse a su lado y aferrarse a ella igual que un niño pequeño. Pensó, casi salvajemente, que si no se levantaba de la cama quizá no amaneciera. Que podría quedarse allí, y Susan también, así él no tendría que contarle nada y ella no tendría por qué enterarse de lo ocurrido. Su mundo podía continuar siendo tibia piel desnuda, revuelto cabello rubio y sábanas con aroma a lavanda.
Nunca tendría que afrontar lo que había hecho. Nunca tendría que ser el hombre que apretó el gatillo. Dios, la vida estaba llena de mierda.
Se levantó de la cama. Logró llegar al cuarto de baño y, una vez allí, cayó en la cuenta de que no había tenido ocasión de orinar desde las ocho de la tarde del día anterior. La meada pareció durar una eternidad. Luego se vistió, rebuscó en el cajón inferior, en el que guardaba algunas mudas de recambio y, haciendo el menor ruido posible, vació todo el contenido dentro de su mochila.
Se detuvo un instante en la puerta del dormitorio para apreciar el tono sonrosado de las mejillas de Susan, los bucles desordenados de su melena dorada, y experimentó una sensación de dolor que parecía no acabar nunca.
Rara vez pensaba ya en su madre, pero cuando lo hacía era casi siempre en momentos como aquel; cuando deseaba algo que sabía que no podía tener. Cuando se sentía un poco trastornado y destrozado; un forastero permanente que siempre estaba entrometiéndose.
Recordó el modo en que la mujer abrazaba a su hijo la noche anterior, con la cabeza del pequeño apretada contra su pecho mientras le tapaba los oídos con las manos. Y se preguntó, en una especie de oscuro presentimiento, si su madre habría hecho lo mismo en alguna ocasión.
Eran las dos de la tarde de un día luminoso y soleado, una hora a la que debería estar patrullando en busca de automovilistas que se saltaran los límites de velocidad, que condujeran borrachos o que necesitaran ayuda; una hora a la que debería estar demostrando lo bien preparado que estaba para hacer su trabajo; el mismo trabajo que había llevado a cabo durante años. Pero en lugar de eso, estaba en la puerta del dormitorio de su novia sintiendo que algo se desgarraba en su interior. Un dolor fuerte y agudo. Un dolor físico genuino.
Luego, pasó lo peor y solo quedó un malestar sordo que iba difuminándose, el eco de un sufrimiento fantasma, un leve duelo por lo que podría haber sido. Podía vivir con aquello, sí; de hecho, llevaba años viviendo con ello.
Se marchó.
Cuando la puerta se cerró con un suave chasquido a su espalda, Susan abrió los ojos y vio el hueco vacío que había dejado en la cama. Le llamó, pero él ya se alejaba por el pasillo y era demasiado tarde para que escuchara nada.
La taberna de la calle llera un bar de los de siempre; un lugar que recordaba aquella época de locales llenos de humo y repletos de borrachos jugando a los dardos.
Allí acudían muchos policías y también los vecinos del barrio. Era el típico sitio en el que un hombre podía relajarse.
Y como todos los viernes por la noche, estaba abarrotado. Bobby pensó que tendría que quedarse de pie pero, cuando llevaba recorrido la mitad del local bajo las luces tenues que lo iluminaban, lo reconoció Walter Jensen, de la Policía de Boston, e inmediatamente se bajó de la banqueta.
—¡Bobby, tío, vente para acá! Siéntate y ponte cómodo. Eh, Gary, Gary, Gary. ¡Pon una cerveza a este tío!
—Coca-Cola —le rectificó automáticamente, al tiempo que se acercaba a la maltrecha barra, en la que muchos clientes habían girado la cabeza. Conocía a algunos, a otros no. Gary ya había empezado a servirle una Killian’s.
—Una cerveza —insistió Walt con terquedad—. Ya no pueden reclamarte por el busca, Bobby, acuérdate. Mientras estés de baja administrativa nadie te tocará los cojones, así que relájate, aflójate el cuello de la camisa y tómate una birra bien fría.
—¡Qué narices! —exclamó él con cierta sorpresa—, tienes razón.
Así que se tomó la cerveza. La primera por invitación de Walt, que quería felicitarlo por un trabajo bien hecho.
—Me ha llegado la noticia directamente de la fuente original; el teniente Jachrimo en persona. Hiciste lo que tenías que hacer. Y a través de un cristal, nada menos. Joder, Bobby, ese sí que fue un disparo cojonudo.
A continuación, Donny, también de la Policía de Boston, quiso participar en la celebración. Rellenó su jarra y dijo:
—Con esto queda demostrado que el dinero no compra la felicidad. Walt, ¿cuántas veces hemos acudido nosotros a ese lugar? ¿Tres, cuatro, cinco? Lo único que lamentamos es habernos perdido la fiesta.
Por primera vez cayó en la cuenta de que tanto Walt como Donny formaban parte de la unidad SWAT de Boston.
—¿Cómo fue lo de Revere? —preguntó.
—Pues como siempre, lo mismo de siempre… —contestó Donny—. Un tipo que se puso a disparar al techo de su propia casa tras beberse media docena de cervezas. Luego pegó unos cuantos tiros más y, justo cuando el teniente ya estaba cabreándose en serio al ver que aquello no avanzaba, se desmayó. Entramos en la casa y le pusimos las esposas mientras roncaba. Fue bastante aburrido, la verdad. Ni siquiera llegamos a pegar un grito.
—Entonces, ¿ya habíais estado antes en Back Bay?
—Ya lo creo. A Jimmy y a su mujer les gustaban los fuegos artificiales. Él se emborrachaba, ella se enfadaba, y hala, la bronca estaba servida.
—¿Él la pegaba?
Donny se encogió de hombros.
—Nosotros no le vimos hacerlo nunca y ella jamás dijo nada. De todas formas, no eran ellos los que nos llamaban, sino los vecinos.
—¿Porque no les gustaba que hubiera peleas en el barrio?
—Porque a Jimmy le gustaba tirar cosas —dijo Walt—. Una vez lanzó una silla por el balcón que cayó encima del Volvo de su vecino, y a ellos no les agradó nada.
—Y cuando os llamaban, ¿qué hacíais?
—No gran cosa. Acudían un par de agentes uniformados y hablaban con la feliz pareja. Una de las veces acudí yo a la llamada. Jimmy me pidió disculpas y, como era muy generoso, me ofreció una cerveza. La esposa nunca hablaba mucho. En mi opinión era bastante sosa, aunque también puede ser que cuando una está casada con un tipo como Jimmy, aprende a mantener la boca cerrada.
—¿Era violento?
—La vez que estuve allí vi un boquete en la pared —dijo Walt—. La esposa no dijo nada, pero a mí me pareció que el agujero tenía exactamente el tamaño del puño de un hombre.
—¿Y el niño?
—No lo he visto nunca. Me parece que tenían una niñera. Seguramente, mejor para el crío.
Su segunda cerveza estaba bajando de nivel. Donny hizo una seña a Gary para que se la rellenase y él no protestó.
—Cabría esperar que el hijo de un juez debería saber comportarse —dijo en tono terminante.
Walt se encogió de hombros.
—Según tengo entendido, cada vez que Jimmy se metía en un lío el juez hacía una llamadita y el niño se iba de rositas. Ojalá tuviéramos todos la misma suerte.
—Pues esta vez no se ha ido de rositas… —replicó él, cortante.
—No. Un gran disparo, Bobby. En serio, si no hubiera sido por ti, lo más seguro es que a esta hora esa mujer y ese niño estuvieran muertos. La situación era bastante grave.
Cada vez se acercaban más chicos. Alguien le dio una palmada en la espalda. Otro lo invitó a otra cerveza. Él ya no notaba el borde de la jarra cuando se la llevaba a los labios. Era consciente de que estaba cayendo, desapareciendo poco a poco en el torbellino que se había abierto en aquel ruidoso bar de ambiente sobrecargado. Pero al mismo tiempo se daba perfecta cuenta de las personas que no se le acercaban, de los ojos que lo taladraban desde el otro extremo de la barra, de la forma en que lo miraban algunos clientes, de arriba abajo para, acto seguido, mover la cabeza en un gesto negativo.
Y de pronto se percató de una cosa que no había visto antes, el modo en que lo miraban Walt y Donny. Con respeto, sí, incluso puede que con reverencia, pero también con sincera lástima.
Porque era un policía que había matado a un hombre. Y, a fin de cuentas, poco importaba lo que dictaminase el fiscal del distrito o lo que el Departamento declarase que había sido la conclusión definitiva. Vivían en la era de la comunicación y en esta época los policías jamás llegaban a disparar su arma. Los policías recibían honores si morían en acto de servicio, pero se suponía que nunca debían desenfundar la pistola, ni siquiera en defensa propia.
Llegó otra cerveza más. Él levantó la jarra, le faltaba muy poco para estar completamente borracho, cuando su teniente lo encontró y le dio la noticia.
—Por todos los diablos, ¿qué cojones estás haciendo, Bobby? Media ciudad está observándote, ¿y tú vas y te emborrachas?
Bobby fue arrastrado por el teniente Bruni fuera de la taberna hasta la siguiente esquina. Le llevaba enganchado con el dedo por el cuello de la cazadora y tiraba, literalmente, de él.
—No… No estoy de servicio… —logró farfullar él. «Joder, qué frío hacía en la calle». La cruda noche de noviembre le abofeteó en la cara y le hizo parpadear como una lechuza.
—Las malditas cámaras de televisión están en camino. Alguien ha dado el chivatazo a la prensa de que estabas concediendo audiencia en un bar. Pero juro por Dios que debes de tener un ángel de la guarda en alguna parte, porque la cháchara ha sido interceptada por el escáner y me han enviado a rescatarte. Bobby, escúchame…
El teniente Bruni se calló de repente. Jadeaba y exhalaba nubecillas de vaho que flotaban ante sus ojos, al tiempo que lo sacudía agarrándole del cuello.
—Bobby, tienes problemas.
—No… mierda.
—Escúchame, Bobby. Hoy han tenido un día muy ocupado en las altas esferas. Al juez Gagnon no le hace ninguna gracia que su hijo haya muerto y no está por la labor de atenerse a razones ni circunstancias. Está preparando la venganza, Bobby, y te tiene en su punto de mira.
A él no se le ocurría nada que decir. El mundo giraba a su alrededor. El aire frío le golpeaba en la cara y un fuerte olor de la cerveza fermentada inundaba sus fosas nasales. Necesitaba una ducha. Dios, necesitaba dormir.
«Gracias», le había dicho la mujer. «Gracias».
De pronto lo vio claro. «¡Qué hija de puta! Agradecérselo… No debería haberle dado las gracias a él, debería haber dejado a su marido hacía ya años, por borracho. O haberle dicho algo que le tranquilizara una hora antes. O no haber soltado a su hijo. O no haberse burlado de su marido hasta el punto de provocarlo para que dibujara aquella sonrisa tan glacial, tan vengativa. Ella era la única persona de la habitación que estaba hablando con Jimmy. Ella podría haber hecho un millón de cosas de mil maneras distintas, de modo que él no hubiera tenido que apretar el gatillo. Entonces no hubiera tenido que matar a un hombre y arruinarse la puta vida. Así él no estaría ahora allí, borracho, agotado y avergonzado. De todos modos, ¿qué clase de hombre mataba a un tipo delante de su hijo? Oh, Dios, ¿qué había hecho?».
La muy zorra, zorra, zorra…
Se zafó de las manos de su teniente y se puso a caminar en pequeños círculos, al azar, todavía loco de rabia. Quería hacer añicos todas las putas ventanillas de todos los putos coches que había en la calle con un bate de béisbol. Y luego les hundiría las puertas con una llave inglesa y les rajaría los neumáticos con una navaja. Tenía ganas de… de… de…
Dios, no podía respirar. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Tenía la boca abierta e hiperventilaba, pero no entraba nada por ella, no lograba inhalar aire. Estaba sufriendo otro infarto. Estaba muriéndose en South Boston porque estaban en noviembre y siempre había sabido que sucedería así. En verano estaba a salvo, el otoño no era tan malo del todo, pero noviembre… Noviembre era un mes asesino. Mierda, mierda, mierda.
—Pon la cabeza entre las rodillas. Vamos, Bobby, inclínate hacia delante y respira hondo. Puedes hacerlo. Concéntrate en el sonido de mi voz.
Sintió unas manos sobre los hombros que lo obligaron a agachar la cabeza. Vio estrellas brillando delante de los ojos, un montón de puntitos blancos que explotaban en un mar de negrura. Estallarían enseguida, luego se apagarían y no quedaría más que la oscuridad corriendo a su encuentro.
De repente, con la misma rapidez con la que empezó, la opresión del pecho desapareció y sus comprimidos pulmones volvieron a la vida e inhalaron una ráfaga de aire. Con paso tambaleante irrumpió en mitad de la calzada, esquivó por los pelos a un coche que pasaba y tragó una profunda bocanada de gélido aire nocturno.
Bruni seguía a su lado. Lo sacó del medio del tráfico y le habló deprisa y en voz baja.
—Préstame atención, Bobby. Contrólate y préstame atención.
Él encontró una farola a la que agarrarse y se enroscó con brazos y piernas al frío metal. Después bajó la cabeza e hizo un esfuerzo para no caerse.
—Vale —dijo—. Estoy bien.
Bruni le dirigió una mirada escéptica, pero lo aceptó con un gruñido.
—¿Sabes lo que es una vista ante un juez auxiliar?
—¿Un qué?
—Un juez auxiliar. Es el que depende del Juzgado del Distrito de Chelsea, en el condado de Suffolk. La parte civil del sistema judicial del condado, en contraposición con la parte penal. Seguramente no lo sabes… Bueno, demonios, yo tampoco lo sabía, pero cualquier persona puede solicitar una audiencia ante un juez auxiliar por una causa probable de que (a) se ha cometido un delito y (b), que dicho delito lo ha cometido el demandado. Si el juez auxiliar considera que existen fundamentos para esa causa probable, puede presentar una acusación criminal contra el acusado, aunque él pertenezca a un Juzgado de lo Civil. En resumen, cualquier civil puede acudir a la Oficina del Fiscal del Distrito y, valiéndose del juez auxiliar, plantear su propia acusación criminal, con su propio abogado y sus propios recursos económicos. Bobby, a lo mejor quieres preguntarme qué tiene que ver esto contigo.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó con cansancio.
—A las cuatro cuarenta y cinco de hoy, Maryanne Gagnon, esposa del juez del Tribunal Supremo de Suffolk James Gagnon, y madre de Jimmy Gagnon, ha presentado una moción para que se celebre una vista ante el juez auxiliar. Argumenta que existe causa probable de que se haya cometido un asesinato y que lo has cometido tú.
Cometió el error de cerrar los ojos. De repente el mundo comenzó a girar asquerosamente rápido.
—El juez Gagnon no tiene intención de esperar a ver qué dice la Oficina del Fiscal del Distrito, Bobby. Le importa un comino lo que descubran sus investigadores y otro lo que descubra nuestro Departamento. Piensa acabar contigo él mismo.
—Yo creía… creía que los empleados del estado de Massachusetts estábamos protegidos contra todo eso. Que teníamos inmunidad gracias a la ley de Reclamación de Agravios. Que mientras estemos en acto de servicio, cualquier denuncia va contra el Estado, no contra nosotros.
—Sí, nadie puede poner una demanda civil contra ti a modo particular, pero esto no es un juicio civil, Bobby; esto es una vista de causa probable para presentar cargos criminales. Esto es un delito grave. Si te declaran culpable, irás a la cárcel. No estamos hablando de alguien que intenta aliviar su pérdida sacándote el dinero, estamos hablando de un hombre que quiere destrozarte la vida.
Le fallaron las piernas y se desplomó en el suelo de golpe, inclinándose peligrosamente hacia la izquierda, pero Bruni lo agarró del brazo y lo enderezó de nuevo. Ambos se sentaron en el bordillo, medio escondidos entre dos coches, y durante un rato ninguno de los dos habló.
—Dios mío… —dijo al fin.
—Lo siento, Bobby. Te juro por Dios que jamás había escuchado nada semejante. ¿Tienes abogado?
—Pensaba que me lo proporcionaba el sindicato.
—El sindicato no puede ayudarte. Se trata de una denuncia particular contra ti, no contra el estado de Massachusetts ni contra el Departamento. En este caso estás solo.
Hundió la cabeza entre las manos. Estaba demasiado cansado y demasiado borracho para todo aquello. Tenía la sensación de que noviembre le hubiera arrancado de los huesos las ganas de luchar, dejándole vacío.
—Fue un disparo justificado —musitó.
—Nadie que yo conozca está diciendo lo contrario.
—Aquel hombre iba a matar a su mujer.
—Esta tarde he escuchado la grabación de la conversación que hizo el centro de mando. Tú seguiste el procedimiento, Bobby. Documentaste los hechos, detallaste lo que estaba pasando e hiciste aquello para lo que estabas entrenado. Tal vez nadie más te diga esto jamás, pero yo me siento orgulloso de ti, Bobby. Tenías una misión que cumplir y la cumpliste a rajatabla.
Él ya no podía seguir hablando. Tuvo que pellizcarse el puente de la nariz para enjugar las lágrimas que de pronto le escocían en los ojos. Dios, qué cansado estaba. Peor aún, ¡qué borracho estaba!
—¿Funcionará? —preguntó por fin—. Ese tipo es un juez; tiene dinero e influencias. Mierda, yo no puedo costearme un juicio de verdad con mi salario. ¿Eso significa que va a ganar él?
—No lo sé —respondió Bruni, pero suspiró profundamente, lo que quería decir que tenía una idea bastante clara.
—No lo entiendo. Jimmy tenía un arma y estaba apuntando con ella a su mujer y a su hijo. ¿Es que eso no le importa a nadie? ¿Ni siquiera a sus padres?
—Es un poco más complicado que todo eso.
—¿Por qué? ¿Porque es rico? ¿Porque tiene una casa en Back Bay? Maltratar a la familia es maltratar a la familia. ¡Me da igual el dinero que tuviera!
El teniente guardó silencio.
—¿Por qué? —exigió saber—. Por el amor de Dios, ¿por qué?
Bruni suspiró profundamente de nuevo.
—En el expediente judicial, los Gagnon no niegan que Jimmy empuñara un arma. Y tampoco niegan que estuviera apuntando con ella a su esposa. Pero dicen… Dicen que en esa casa el problema era la mujer, Bobby. Según la documentación del tribunal, Catherine Gagnon maltrataba al pequeño. Y si Jimmy la amenazaba a ella era, únicamente, porque intentaba salvar la vida a su hijo.