5

La doctora Elizabeth Lane estaba pensando en comprarse un perrito. O quizá un gato. O, ¿por qué no?, un pez. Hasta un niño de cuatro años era capaz de cuidar de un pez.

Tenía esta conversación consigo misma una vez al año. Por lo general justo en aquellas fechas, cuando se acercaba Acción de Gracias y todo el mundo hablaba con entusiasmo de las inminentes reuniones familiares, mientras ella llegaba a su casa cada noche y seguía encontrando un piso vacío, que parecía incluso mucho más vacío que en el primaveral mes de mayo o en el soleado y caluroso agosto.

Era un razonamiento absurdo y ella lo sabía mejor que nadie. Para empezar, su piso «vacío» era estupendo. Tenía techos de tres metros de altura, amplios ventanales adornados con blancas molduras circulares de escayola, una azotea y brillantes suelos de madera de cerezo. También estaban los muebles, que había ido comprando a lo largo de casi toda su vida profesional: el confortable sofá de cuero negro, los armarios de madera de arce, las lámparas Soho de acero inoxidable… Estaba convencida de que los cachorros y las alfombras de seda no hacían buenas migas y de que tampoco debían de llevarse bien los gatos con la carpintería hecha a medida, pero nada de aquello excluía a los peces.

Por otro lado, si las inminentes fiestas fueran de verdad todo alegría y diversión, su agenda no estaría tan apretada. De hecho, había pasado la mayor parte del mes anterior trabajando diez horas diarias para intentar ayudar a sus clientes a establecer estrategias competitivas, precisamente para aquella época del año. Tenía que preparar a los bulímicos para enfrentarse a la comilona de Acción de Gracias. Medicar a los maniaco-depresivos para que soportaran el frenesí y la alegría de las celebraciones, a las que seguía el inevitable bajón de adornos marchitos, una vida vacía y el «nadie me quiere». Por último, tenía que poner a todo el mundo en forma —al autodestructivo, al obsesivo-compulsivo, al neurótico, al psicótico… a todos— para el reencuentro con la familia.

Aquello por sí solo ya debería bastar para que se sintiera agradecida de tener un hogar donde reinaba el silencio. Claro que eso tampoco descartaba los peces.

La verdad era que su vida resultaba agradable. Adoraba su piso, le encantaba vivir en la ciudad y la mayoría de los días le gustaba su trabajo. No obstante, estaba acercándose a los cuarenta y ni siquiera una psiquiatra competente era capaz de afrontar la cuarentena sin acusar el peso del equipaje que llevaba a cuestas. Un matrimonio fracasado, los hijos que no había tenido, lo lejos que vivía su familia, en Chicago —que al principio no le había parecido tanto, pero que ahora estaban todos tan ocupados y el avión era tan agotador que cada vez hacía aquel viaje con menor frecuencia—. Lo mismo les ocurría a sus padres y a la familia de su hermana… Hacía ya tanto tiempo que no veía a ninguno de ellos en persona que resultaría incómodo presentarse allí. Los obligaría a cambiar de costumbres y rutinas. Se sentiría como la intrusa cotilla.

A lo mejor se compraba un pez luchador siamés. O, mejor todavía, un ficus. Estaba claro que una planta seguramente se ofendería mucho menos al verla cenar casi todas las noches sushi. Era una idea.

De repente sonó el timbre del despacho. No le hizo caso, lo achacó a las llamadas aleatorias que tenían lugar en las oficinas de la ciudad, pero el timbre sonó de nuevo. Esta vez arrugó el ceño. Eran más de las cinco, demasiado tarde para un mensajero, y los viernes no programaba ninguna cita fuera del horario normal; necesitaba, por lo menos, fingir que tenía vida propia. El timbre sonó por tercera vez. Estridente. Insistente. Por fin le picó la curiosidad lo suficiente como para salir de su despacho y acercarse al puesto de Sarah, la recepcionista, donde tras pulsar unos cuantos botones en el ordenador no tardó en visualizar la imagen del hombre que transmitía la cámara de seguridad que había encima de la puerta de la calle.

Lo que vio le causó sorpresa. Aunque quizá no tanta.

Dejó entrar al visitante. Unos minutos después, este había subido la escalera que conducía a su despacho de la segunda planta. Fuera había empezado a hacer frío —era posible que aquella noche hubiera ventisca—, pero esa no era la única razón por la que aquel hombre llevaba una gorra azul oscuro de los Patriots calada hasta las orejas y una bufanda roja alrededor del cuello. Por desgracia para él, sus ojos seguían delatándole.

Aquellos ojos, fríos y grises, la habían mirado fijamente esa misma mañana desde la primera página del Boston Herald.

«Agente estatal mata al hijo de un juez», proclamaba el titular. «Un tiroteo en plena noche deja destrozada a una familia».

Sin duda la foto había sido tomada sin que él se diera cuenta. Su mirada, perdida a lo lejos, resultaba dura y severa. Ella no tenía ni idea de lo que se sentía al matar a una persona, pero la expresión de aquel agente implicaba que no era precisamente alegría.

—Buenas tardes —dijo en tono neutro, al tiempo que le tendía la mano—. Soy la doctora Elizabeth Lane.

El agente le dio un apretón firme pero breve, y acto seguido hundió nuevamente las manos en los bolsillos delanteros de la cazadora.

—Bobby Dodge —murmuró—. El teniente Bruni me ha dicho que ha hablado con usted.

—Pensó que tal vez le interesaría venir a verme.

—¿Debería haber pedido cita? —Frunció el ceño—. No se me ocurrió. Supongo que primero debería haber llamado por teléfono. Además, ya es muy tarde. Mejor me voy.

Ella sonrió.

—En general es mejor pedir cita, pero da la casualidad de que ha tenido usted suerte. Mis planes han sido cancelados en el último minuto, de modo que, ya que está aquí, hablemos.

—No sé cómo funciona esto —dijo Bobby, apurado—. O sea, nunca he ido al loquero, ni siquiera estoy muy convencido de que sirva de algo venir ahora, pero el teniente me ha dicho que debería hacerlo y los del sindicato también, de manera que… Bueno, aquí estoy.

—¿Y qué piensa usted?

—Yo pienso que hice lo que tenía que hacer. Si hoy una mujer y su hijo están vivos, es gracias a mí. No me avergüenzo.

Ella afirmó con la cabeza, pero pensó que alguien que aseguraba tan rápidamente que no se avergonzaba, lo más seguro era que sí lo hiciera.

Señaló el perchero con un gesto.

—Por favor, cuelgue ahí sus cosas y acompáñeme.

Bobby se quitó la cazadora, la gorra y la bufanda. Ella le indicó la puerta abierta de su despacho y entró después de él, mientras tomaba notas mentalmente.

Calculó que tendría una edad situada en la segunda mitad de la treintena. No era un tipo muy grande, mediría un metro setenta y cinco aproximadamente y pesaría unos ochenta kilos, pero se movía bien; contenido, controlado, como un hombre que dominaba el entorno. Le sentaban bien los vaqueros, igual que la camisa de franela azul marino. Seguro que provenía de una familia obrera y él había sido el primero en ir a la universidad, pero en vez de hacer realidad el sueño de su padre de convertirse en empresario, buscó un término medio y se inscribió en la Policía del Estado… lo cual no dejaba de ser un ascenso económico respecto a su progenitor, pero algo no excesivamente alejado de sus raíces. Hacía footing en su tiempo libre y donde más a gusto se encontraba era en el bosque.

Por supuesto, estaba especulando. Aquel era un juego al que le gustaba entregarse cada vez que conocía a un nuevo paciente. Y con frecuencia se asombraba de lo mucho que acertaba.

Entraron en el despacho y de inmediato Bobby se fijó en el diván de cuero.

—No voy a tener que tumbarme ahí, ¿verdad?

—Puede utilizar uno de los sillones.

Su despacho contaba con dos butacas de color verde oscuro, medio escondidas tras el escritorio, que resultaban difíciles de ver bajo la tenue luz. La mayoría de los pacientes descubrían primero el diván y tenían diversas reacciones. A menudo pensaba que debería reorganizar el mobiliario para que las butacas ocuparan una posición más prominente, pero luego decidía que tenía derecho a divertirse un poco de vez en cuando.

Bobby tomó asiento en uno de los sillones. Se sentó en el borde, con las rodillas separadas y los largos dedos entrelazados al frente. Paseó su mirada gris oscura por los paneles de caoba de la pared, absorbiendo todos los detalles; los libros de consulta que llenaban las estanterías, las placas de bronce de la pared, el jardín zen que volvía locos a los obsesivos compulsivos…

Había algo en él que le martilleaba el cerebro, pero no terminaba de descubrir lo que era. Aquel hombre no solo tenía un autodominio extraordinario, además era sobrenaturalmente tranquilo. No hacía ningún ruido excesivo, ningún movimiento fuera de lugar. Supuso que encajaría muy bien los largos períodos de silencio. A la hora de conversar, él nunca era quien daba el primer paso, había que salir a su encuentro.

—¿Se siente cómodo? —le preguntó finalmente.

—No es lo que esperaba.

—¿Y qué esperaba?

—Algo… no tan agradable. —Con «agradable» se refería a lujoso, y ambos lo entendieron—. ¿De verdad trabaja para el estado?

—Empecé a trabajar para la Policía del Estado hace quince años. Mi padre es un detective de Chicago jubilado, de manera que digamos que tengo un interés personal en este terreno. —Se encogió de hombros—. A lo mejor es que nunca he cambiado las tarifas. ¿Quiere que le explique cómo funciona esto?

—De acuerdo.

—Yo trabajo para la Policía Estatal de Massachusetts, no para usted. Así pues, tengo el deber de emitir un informe basado en las conversaciones que tengamos, lo cual limita la confidencialidad de todo cuanto usted me diga. Por un lado, nunca informo de detalles concretos, por otro, estoy obligada a aportar mis conclusiones y opiniones. Por ejemplo, si usted me contara que bebe un litro y medio de whisky cada noche, aunque no repetiría eso exactamente, recomendaría que no volviera a su puesto de trabajo. ¿Le ha quedado claro?

—Vamos, que mucho cuidadito con lo que digo… —gruñó Bobby—. Interesante toma de contacto.

—La mejor política es siempre la sinceridad —replicó ella con voz suave—. Estoy aquí para ayudarle o, si llegamos a la conclusión de que no puedo hacerlo, para remitirlo a alguien que pueda hacerlo.

Bobby se limitó a encogerse de hombros.

—Vale. A ver, ¿qué quiere que le cuente?

Ella volvió a sonreír. Un comienzo manifiestamente hostil; no esperaba menos.

—Empecemos por lo básico. —Tomó su cuaderno—. ¿Nombre?

—Robert G. Dodge.

—¿Qué significa la G?

—Dado que la confidencialidad es limitada, no pienso decírselo.

—Oh, así que es algo interesante. Veamos… ¿Geoffrey?

—No.

—¿Godfrey?

—¿Cómo diablos lo ha adivinado?

—Digamos simplemente que yo tampoco divulgo cuál es mi segundo nombre. Godfrey, ¿es un nombre que viene de familia?

—Eso es lo que dice mi padre.

—¿Y sus padres se llaman…?

—El nombre de mi padre es Larry. Bueno, en realidad, Lawrence.

—¿Y su madre?

—Ida.

—¿Cómo que Ida?

—Que no está, que se marchó. Yo tenía cuatro o cinco años entonces. No, quizá seis o siete. No lo sé. El caso es que se largó.

Ella esperó.

—Me parece que el matrimonio con mi padre no iba demasiado bien —añadió Bobby, haciendo un gesto con las manos abiertas como diciendo, «qué se le va a hacer». Desde luego, a esa edad tan temprana, ¿qué podría haber hecho él?

—¿Tiene hermanos?

—Uno. Mayor que yo. Se llama George Chandler Dodge. Efectivamente, toda mi familia está condenada a llevar nombres ingleses de lo más rancio. Pero ¿qué tiene esto que ver con el disparo?

—No lo sé. ¿Tiene algo que ver con el disparo?

Bobby se puso de pie.

—No. Nada en absoluto. Precisamente por esto es por lo que a la gente no le gustan los loqueros.

Ella levantó las palmas en señal de rendición.

—Mensaje recibido. La verdad es que solo estoy rellenando los espacios en blanco del formulario. Y para que conste, la mayoría de la gente prefiere charlar primero de trivialidades.

Bobby volvió a sentarse y se apoyó en el respaldo, más relajado. No obstante, permaneció con el ceño fruncido y con aquellos penetrantes ojos suyos entornados, evaluándolo todo. Ella se preguntó con cuánta frecuencia utilizaba aquella mirada para conseguir de la gente lo que pretendía. Añadió a su lista de anotaciones mentales: muchos conocidos pero muy pocos amigos. Ni perdona ni olvida.

Además, había mentido al decir que su madre se había ido.

—Me gustaría que hiciéramos esto lo más sencillo posible —dijo Bobby.

—Me parece bien.

—Usted pregunte lo que tenga que preguntar, que yo responderé lo que tenga que responder para que ambos podamos seguir con nuestras respectivas vidas cuanto antes.

—Un objetivo admirable.

—No tengo ninguna intención de que esto dure eternamente.

—Por nada del mundo se me ocurriría sugerirle algo así —le aseguró ella—, pero por desgracia, esto no es algo que pueda solucionarse en una única sesión.

—¿Por qué no?

—Para empezar, usted no ha pedido cita y no disponemos de tiempo para abarcarlo todo de una vez.

—Oh.

—Así que le sugiero que hablemos un poco hoy y nos veamos de nuevo el lunes.

—El lunes… —Se detuvo y pareció pensar en ello durante unos segundos—. De acuerdo —admitió por fin, a regañadientes—. Me viene bien.

—Perfecto. Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo.

Su tono de voz sonó un poco más irónico de lo que pretendía, pero al menos el agente sonrió. Tenía una sonrisa bastante agradable que le suavizaba los duros rasgos de la cara y le rodeaba los ojos de finas arruguitas. Se sorprendió ligeramente al advertir que cuando sonreía era un hombre muy atractivo.

—Tal vez, en lugar de hablar de lo que sucedió anoche, podamos hablar de lo que ha hecho hoy —dijo.

—¿Hoy?

—Hoy es el primer día del resto de su vida después de haber matado a una persona. Sin duda tiene que ser un hecho memorable. ¿Ha dormido?

—Un poco.

—¿Ha comido?

Tuvo que pensar la respuesta, y su reacción fue de auténtica sorpresa.

—No, me parece que no. Esta tarde, al despertarme, salí a tomar un café, pero cuando vi el Boston Herald… no llegué a hacerlo.

—¿Compró el Herald?

—Sí.

—¿Leyó el artículo?

—Lo suficiente.

—¿Y qué le pareció?

—Los agentes de la Policía Estatal de Massachusetts no tienen como objetivo a los civiles, ni siquiera aunque sean hijos de un juez.

—¿Diría entonces que es un buen artículo de ficción?

—Sí, basándome en los tres párrafos que leí, estoy de acuerdo con esa definición.

—¿Y no leyó más? Hubiera imaginado que era usted más curioso.

—¿Sobre lo que ocurrió? No me hace falta que me lo cuente ningún reportero, tuve un asiento de primera fila.

—No. Sobre la víctima. Sobre Jimmy Gagnon.

Aquello lo dejó cortado. Ella reconoció que tenía mérito; lo había pillado con la guardia baja, pero él se tomó su tiempo para estudiar a fondo la respuesta.

—La información es un lujo del que no gozan las unidades tácticas —dijo al fin—. Anoche, cuando apreté el gatillo, no me preocupaba el nombre de aquel hombre, ni quiénes eran sus vecinos, su padre o su historia personal. Desconocía si maltrataba a su perro o si donaba dinero a orfanatos. Lo único que sabía era que el tipo estaba apuntando con una pistola a la cabeza de una mujer y que tenía el dedo en el gatillo. Tenía que basar mis acciones en sus movimientos, y eso fue lo que hice. Lo demás ya no importa, así que, ¿para qué voy a torturarme con ello?

Ella volvió a sonreír. Le caía bien Bobby Dodge. Llevaba años sin ver tantas capas de negación racionalizada, pero le gustaba Bobby Dodge.

—¿Ha hecho ejercicio? —le preguntó—. ¿Ha hecho gimnasia hoy?

—No. Pensé en ir a correr un poco, pero como mi foto está por todas partes…

—Entiendo. Muy bien, voy a ponerle deberes para el fin de semana. Tiene que empezar a cuidarse físicamente, para poder cuidarse también en el aspecto emocional. ¿Tiene algún sitio a donde ir? ¿Quizá a casa de su padre, o a la de su hermano? ¿Algún lugar al que pueda escaparse y descansar un poco?

—A casa de mi novia.

—¿Ella está llevando bien todo esto?

—No lo sé. No es que hayamos tenido mucho tiempo para hablar del tema.

—Bien, teniendo en cuenta lo que ha sucedido, va a necesitar un buen hombro en el que apoyarse, de manera que, si yo estuviera en su pellejo, hablaría de ello con mi novia. —Ella se inclinó hacia delante—. Lo que ocurrió anoche es muy grave, Bobby. Va a tardar más de veinticuatro horas en superarlo, así que lo primero es lo primero. Tome tres comidas equilibradas al día y trate de dormir por las noches. Si se siente tenso y nervioso, practique algo de ejercicio para desahogarse. Pero tenga cuidado; no es lo mismo correr diez kilómetros para relajarse, que ochenta para que sus recuerdos queden hechos fosfatina. No le conviene confundir una cosa con la otra.

—Prometo no correr más de setenta kilómetros —dijo Bobby.

—Muy bien. En ese caso… feliz fin de semana.

—¿Eso es todo? Comer, dormir, hacer ejercicio y… ¿ya estoy curado? ¿Podré volver al trabajo la semana que viene?

—Coma, duerma y haga ejercicio, y ya hablaremos después —le corrigió con suavidad—. Pero eso no será hoy; se ha hecho muy tarde y, sin embargo, es demasiado pronto para que usted sepa lo que bulle en su cabeza. Voy a darle mi número de teléfono. Llámeme si siente una repentina necesidad de hablar con alguien; si no, nos vemos el lunes. ¿Qué tal a las tres?

Bobby se encogió de hombros.

—No me dejan trabajar, así que supongo que tengo la agenda libre.

—Perfecto.

Ella se levantó y Bobby la imitó, pero no salió disparado en dirección a la puerta, como pensó que haría. En vez de eso, se quedó allí, de pie, con la mirada perdida.

—A ratos… —dijo de improviso—. A ratos, cuando me acuerdo de lo que ha ocurrido, me cabreo muchísimo. No conmigo mismo, sino con ese tipo; por haber amenazado a su mujer y a su hijo, por haberme obligado a dispararle. ¿No es raro? Matar a un hombre y odiarle por ello…

—Yo diría que es una reacción que entra dentro de lo normal.

Bobby afirmó con la cabeza, pero no abandonó aquella mirada turbada.

—¿Me permite que le pregunte otra cosa? Tiene que ver con la jerga de los psiquiatras.

—Por favor, permítame que me luzca.

—Nos llaman mucho por problemas domésticos. Tres o cuatro veces por semana me veo en el patio de alguna casa contemplando a una esposa que grita a su marido o a un esposo que grita a su mujer. Y hay una cosa que siempre me choca; que por mucho que se zurren, continuarán estando juntos. Y si los polis nos mostramos un poco duros con el novio al meterlo en el coche patrulla, nueve de cada diez veces, la mujer —la misma que llamó a la Policía y que todavía luce la marca del puñetazo que él le ha propinado—, arremete contra nosotros porque estamos maltratando a su chico.

—La violencia doméstica es muy compleja —convino ella, preguntándose adónde querría ir a parar el agente con aquello.

—Entonces, ¿sería raro que después de matar a un hombre, la esposa te lo agradeciera?

Ella permaneció en silencio durante unos instantes.

—Esa reacción es menos común —respondió despacio.

—Eso me parece a mí.

—Pero eso no tiene por qué significar nada.

—Pues tiene que significarlo, doctora; de lo contrario esa mujer no me habría dado las gracias.

—Bobby, ¿habló usted con Catherine Gagnon? ¿Conocía a la esposa de Jimmy?

—No, doctora. Créame si le digo que jamás he cruzado una sola palabra con ella.

Bobby estaba ya en la recepción, poniéndose su gruesa cazadora de lana y envolviéndose de nuevo en la bufanda. Ella le siguió con el radar funcionando a tope, pero sin conseguir visualizarlo en su pantalla.

—Hasta el lunes a las tres. Vaya, es estupendo tener una cita.

Bobby puso los ojos en blanco, se despidió con un breve gesto y se encaminó hacia la puerta. Momentos después lo vio alejarse por la calle Boylston, con los hombros encogidos para protegerse del frío y las manos hundidas en los bolsillos del anorak.

Ella permaneció en la ventana mucho tiempo después de que la figura del agente se hubiera perdido de vista. Finalmente suspiró.

Odiaba lo que tenía que hacer a continuación.

Levantó el teléfono.

—Hola. —Transcurrieron unos segundos—. Lo lamento mucho, le doy mi más sincero pésame; soy consciente de que esto va a resultarle muy difícil. —Otra pausa—. También le pido disculpas por la hora, señor, pero tenemos que hablar.