—Necesitamos una estrategia.
Catherine dirigió la mirada hacia Bobby. Él afirmó con la cabeza e hizo un esfuerzo por incorporarse un poco en la cama.
—¿Qué vamos a hacer? —lloriqueó Maryanne desde el suelo—. James está herido y usted también. ¿Qué vamos a hacer?
—Yo puedo disparar una pistola sin problemas —aseguró Bobby con calma—. Parte de mi entrenamiento consiste en disparar con la mano izquierda.
Ella asintió. Cogió las dos nueve milímetros que descansaban sobre la cama y le entregó una.
—De acuerdo. Tú coges una pistola y yo la otra.
—Tú tienes una puntería de mierda —dijo Bobby en tono serio.
—Bueno, pues entonces tendré que cerciorarme de estar lo bastante cerca. ¿Vamos a por Umbrio? Así es como se juega a esto, ¿no?
Bobby negó inmediatamente con la cabeza.
—No, no quiero que nos separemos. Siendo dos contra uno tendremos más posibilidades, pero no quiero correr el riesgo de que uno de nosotros hiera al otro de manera accidental en medio de un tiroteo.
—Si nos lanzamos los dos al pasillo, no contaremos con la ventaja del elemento sorpresa.
—En efecto. Tenemos que hacer que él venga a nosotros.
—¿Y cómo vamos a conseguir eso?
Bobby la miró a los ojos.
—Bueno, Catherine, tú lo conoces mejor.
Ella asintió despacio.
—Sí —dijo al cabo de unos instantes—, imagino que sí.
El señor Bosu fue avanzando despacio por el pasillo hasta que dio con su presa. Abrió de golpe la puerta del armario, lanzó una cuchillada… y desgarró una pila de toallas de felpa. ¿Qué diablos…?
—¡Mierda! —rugió.
Arrojó al suelo las toallas, luego la balda del papel higiénico, después una colección de albornoces. Estaba… vacío. ¡Vacío! ¿Dónde estaría el niño?
—¡Mierda! —rugió de nuevo.
Y entonces vio algo un poco más adelante, en el pasillo, otra puerta de lamas. Comenzó a dirigirse lentamente hacia allí.
—Richard.
La voz le hizo detenerse, y el nombre también. Se volvió con una ligera sensación de perplejidad. Hacía muchos años que nadie le llamaba por su nombre de pila. Los guardias de la prisión no lo empleaban y aún menos los demás reclusos. Para todo el mundo era Umbrio o, en su cabeza, el señor Bosu. Hacía más de veinte años que nadie le llamaba así.
Catherine se hallaba de pie, sola, al final del pasillo. Era más alta que la imagen que de ella tenía grabada en su mente, y aun así en muchos sentidos seguía estando igual. Aquellos ojos tan oscuros, aquella enredada y tupida melena oscura… Ojalá llevara un lazo rojo. Era una lástima, las niñas no deberían crecer.
—Catherine —respondió, haciendo un ademán con la navaja manchada de sangre—. ¿Me has echado de menos? —preguntó con una sonrisa.
Catherine tenía los hombros echados hacia atrás y la cabeza alta, en un intento de parecer fuerte, pero él notó que tenía la respiración agitada, por lo rápido que le subía y le bajaba el pecho.
Estaba aterrorizada.
De pronto experimentó de nuevo aquella antigua sensación, breve y nostálgica. Ocurrió veinticinco años atrás.
Trotaba contento por el bosque, en dirección a un pequeño claro que tan solo se distinguía por la larga plancha de madera contrachapada que parecía estar tirada en el suelo. Al lado había una estaca y un trozo de cadena que, solo cuando se miraba de cerca, se transformaba en una escalera de mano.
Levantó la plancha de madera y apoyó el delgado borde en la estaca. A continuación se inclinó sobre la fosa y se preparó para dejar caer la cadena.
El rostro de ella apareció abajo, en la oscuridad. Pequeño, pálido, con churretes de suciedad. Desesperado.
—¿Te alegras de verme? —le preguntó—. Dime que te alegras de verme.
—Por favor —rogó ella.
Bajó rápidamente por la cadena y la tomó entre sus brazos.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Por favor —volvió a suplicar ella, y la manera en que sonaron aquellas palabras ya hizo que el corazón le explotara en el pecho.
—¿Vas a suplicar? —preguntó Umbrio, realmente excitado—. Ya sabes lo que me gusta que digas.
—No.
—Pues deberías, porque voy a mataros a tu hijo y a ti.
—No.
—Venga, Catherine. Precisamente tú sabes el poder que tengo.
—Me tuviste veintiocho días encerrada en un agujero, Richard. Pero yo te encerré en la cárcel durante veinticinco años.
El señor Bosu frunció el ceño. No le había gustado nada aquella reflexión. De hecho, nada de toda aquella conversación le agradaba. Dio un paso al frente. Catherine no se movió del sitio. Avanzó otro paso más y, de pronto, se detuvo. Espera un minuto.
—Enséñame las manos —ordenó.
Ella, obediente, las levantó en el aire.
—¿Dónde está la pistola? —preguntó con gesto suspicaz.
—Se la he dado a Maryanne. Ya lo he intentado, pero tú y yo sabemos que no sé disparar.
El señor Bosu volvió a fruncir el ceño. Aquello no le estaba gustando nada.
—De manera que vas a atacarme con las manos desnudas…
—No.
—¿Y entonces? ¿Por qué has salido al pasillo? ¿Para qué has abandonado la habitación?
—Para ganar tiempo para mi hijo. Hemos llamado a la Policía, Richard, así que llegará de un momento a otro. Y, francamente, me da igual que a mí me cortes en pedazos, siempre que no toques un pelo a Nathan.
—Oh. —El señor Bosu reflexionó unos instantes—. ¿Sabes una cosa? Trato hecho.
Se abalanzó contra Catherine, pero ella huyó a la carrera por el pasillo.
Catherine corrió, pero no demasiado rápido. Esa era la parte difícil. El corazón le retumbaba en el pecho, tenía los nervios de punta y la adrenalina bombeaba en sus venas ordenándole que fuera más rápido. Corre, corre, corre.
Pero no podía, tenía un papel que representar. La vida era puro teatro pero, de repente, aquella se había convertido en la escena más importante de su existencia.
Escuchaba a Umbrio acercándose por el pasillo a toda velocidad. En sus pesadillas él rara vez tenía rostro; solo era una sombra gigantesca y negra, una fuerza impenetrable que siempre acababa atrapándola. En sus sueños ella era diminuta e insignificante y él se erguía como un dios siniestro y vengativo.
Con los años había intentado convencerse a sí misma de que aquella era la perspectiva infantil de la realidad, la de una niña frente a un hombre hecho y derecho, la de un menor frente a un adulto. Pero al verlo ahora se dio cuenta de que estaba equivocada; Umbrío era enorme, una auténtica montaña de músculos. La había aterrorizado entonces y la seguía aterrorizando ahora.
Él le había arrebatado una gran parte de su ser. Infinidad de fragmentos de su persona; todos los que habían entrado con ella en aquel agujero y que jamás volvieron a salir.
En esos momentos huía de ese hombre. Huía y lloraba de miedo, de tristeza, de rabia. Odiaba a Richard Umbrio. Echaba en falta a la mujer en la que podría haberse convertido si no le hubiese conocido aquel aciago día.
Cada vez estaba más cerca. Ella aceleró la carrera permitiendo que el control se le escapara de las manos, dejando que la invadiera el pánico. Le tenía encima. Él alargaría la mano, la sujetaría del cuello para arrojarla al suelo, y después…
Irrumpió en el saloncito como una exhalación. Su mirada voló hacia la mesa de centro, tras la que encontró a Bobby con su nueve milímetros apoyada en el borde, a modo de improvisado soporte, con el dedo índice de su mano izquierda sobre el gatillo.
—¡Ahora! —gritó él.
Ella se dejó caer al suelo como una piedra. A continuación llegó Umbrio, que frenó en seco, agitando los brazos en el aire para mitigar su propia inercia.
Bobby apretó el gatillo. Pum, pum, pum. Uno, dos, tres…
Y Umbrio se desplomó igual que un roble, estrellándose contra el suelo. La mano le tembló un momento y luego se quedó inmóvil.
Ella se incorporó con paso inseguro. Umbrio, tumbado boca arriba en el suelo, la miraba fijamente. Por las comisuras de la boca se le escapaba un hilo de sangre y… sonreía.
—Y ahora, ¿qué? —susurró Richard.
No le entendió.
Pero, de pronto, Umbrio le aferró el borde de la falda. Ella chilló. Oyó que, a su lado, Bobby apretaba el gatillo de nuevo, pero solo obtuvo un chasquido de metal hueco.
Las pistolas, comprendió ella enseguida. Debía de haberlas cambiado antes, cuando las repartió, entregando a Bobby la que ya había disparado ella una docena de veces. En ese instante escuchó a Bobby soltar un violento juramento al tiempo que Umbrio se abalanzaba hacia delante y hacía presa en su rodilla con aquellos dedos, carnosos y enormes.
A partir de aquel momento dejó de pensar. Umbrio iba a acabar con ella. Le rodearía la garganta con sus manazas y apretaría. Moriría, tal y como se suponía que debería haber muerto veinticinco años atrás.
Volvía a estar dentro del agujero, enterrada bajo tierra, completamente sola.
Tuvo una vaga sensación de movimiento. Bobby se había puesto de pie y vociferaba algo, pero no le oía. La habitación se había quedado sin sonido. El momento había perdido la nitidez.
Umbrio la tenía ya aferrada por la cadera. Trepaba poco a poco por su cuerpo y la miraba lascivamente, con la boca entreabierta y los dientes manchados de sangre, mientras llevaba la mano derecha hacia su garganta.
Forcejó frenética. Y, entonces, encontró lo que buscaba, escondido detrás del sofá.
Los dedos de Umbrio se cerraron en torno a su cuello.
Bobby se alzaba a su lado, echando ya el brazo hacia atrás para golpear.
Ella introdujo el cañón de la nueve milímetros en la boca de Umbrío y, durante una fracción de segundo, en aquel terrible semblante apareció una expresión de profunda sorpresa. Después apretó el gatillo.
Richard Umbrio voló, literalmente, por los aires, antes de desmoronarse como un peso muerto sobre ella.
Por fin ella rompió a llorar.
Bobby apartó el cadáver y la rodeó con el brazo para acunarla contra su pecho.
—Shhhh —murmuró—. Shhhh, ya ha acabado todo. Todo está bien. Ya estás a salvo, Cat. Ya estás a salvo.
Pero aquello no se había acabado. No para ella. Para una mujer como ella, jamás acabaría. Todavía había demasiadas cosas que Bobby, simplemente, desconocía.
Se entregó al llanto, sintiendo cómo resbalaban por su cara las primeras lágrimas auténticas que derramaba en su vida. Bobby le acarició el pelo, y ella lloró con mayor desconsuelo porque sabía, mejor que él, que aquello era tan solo el principio del fin.
Llegó la policía y también los encargados de la seguridad del hotel. Irrumpieron por la puerta en una avalancha de placas policiales, armas y órdenes impartidas a voces. En contraste, Bobby entregó en silencio su pistola a D. D., que también cogió la nueve milímetros de Catherine. El personal sanitario se hizo cargo del juez y prestó los primeros auxilios al hombro de Bobby. Los ayudantes del forense se llevaron a Harris y a Umbrio.
Todavía estaban haciendo inventario de los daños cuando por fin un policía de uniforme encontró a Nathan. El pequeño apareció en el pasillo, estrechando contra su pecho a un cachorrito todo arrugado, y miró hacia Catherine, a la que habían obligado por la fuerza a quedarse sentada en el sofá pese a sus ruegos de que le permitiesen buscar a su hijo.
—¿Mamá? —exclamó con nitidez en medio de la penumbra.
Catherine se puso de pie y fue hacia su hijo con los brazos abiertos. Nathan soltó al cachorro y corrió a su encuentro.
—Mami —dijo Nathan, apoyando la cabecita en su hombro.
Bobby los observó sonriente. Después, D. D. terminó de leerle sus derechos y se lo llevó de allí.