El equipo de abordaje se precipitó en el interior de la casa, donde confirmaron la existencia de un varón al que ahora le faltaba la mitad de la cabeza para, acto seguido, proceder a una rápida retirada. Aquel domicilio acababa de dejar de ser competencia del STOP para convertirse en la escena de un crimen.
En la Oficina del Fiscal del Distrito del condado de Suffolk se recibió una llamada que sacó a uno de los ayudantes del fiscal de la cama, el cual reunió un comité de investigación y se personaron al completo en el lugar. La Sig Sauer de Bobby pasó a ser considerada una prueba y sus compañeros de equipo fueron inmediatamente aislados e interrogados como testigos.
Bobby acabó sentado en el asiento trasero de un coche patrulla. Técnicamente no estaba en apuros, pero se sentía exactamente igual que un crío que hubiera sido pillado haciendo novillos.
Los medios de comunicación se agolpaban contra la cinta amarilla que delimitaba la zona y las televisiones proyectaban sus focos sobre el lugar, mientras los reporteros competían por ocupar la mejor ubicación posible. La Oficina del Fiscal del Distrito ya tenía controlada la operación; el cadáver había sido retirado y a él lo habían puesto a buen recaudo en el interior del coche patrulla.
El objetivo era no proporcionar demasiadas imágenes. No obstante, en cuanto los medios de comunicación se vieran incapaces de hacer su trabajo en tierra, no tardarían en tomar el aire.
Su teniente, John Bruni, llegó al escenario del crimen y se acercó al coche patrulla. Le dio una palmada en el hombro.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien.
—Estas cosas siempre son desagradables.
—Sí.
—Dentro de poco llegarán los del sindicato. Ellos te explicarán cuáles son tus derechos y te prestarán apoyo. No eres el primero que pasa por esto, Bobby.
—Ya.
—Tú responde únicamente a lo que te apetezca. Si te sientes incómodo, pide que lo dejen para otro día. El sindicato dispone de abogados que pondrá a tu disposición, así que no te cortes a la hora de solicitar asesoramiento jurídico.
—De acuerdo.
—Estamos aquí contigo, Bobby. Una vez que se entra en el equipo, es para siempre.
Bruni tuvo que marcharse, probablemente para informar al departamento de Comunicación, el cual no tardaría en enviar un comunicado a la prensa:
«Esta noche, un agente sin identificar se ha visto envuelto en un tiroteo con resultado de muerte. El fiscal del distrito ha iniciado la investigación del incidente. De momento no hay comentarios».
Más o menos así discurrirían los acontecimientos. Él ya lo había visto en otra ocasión, cuando un agente sufrió una emboscada mientras llevaba a cabo una patrulla de rutina. Dos varones de raza hispana, a bordo de un maltrecho Honda, abrieron fuego contra el oficial, que devolvió los disparos, hiriendo a uno y matando al otro. Inmediatamente el agente pidió una baja, desapareciendo de la comisaría y de la vida misma, mientras la prensa juzgaba su caso en los periódicos y la comunidad hispana lo acusaba de racismo.
Un mes después, la Oficina del Fiscal del Distrito exculpó al oficial sin cargos. A ello quizá contribuyó el hecho de que el agente tuviera una bala alojada en el brazo, aunque la prensa, por lo visto, nunca percibió aquel detalle. Sin embargo, un hermano de la víctima mortal del tiroteo interpuso una demanda civil contra el agente. Lo último que él supo del caso era que el compañero tenía entre manos un pleito de un millón de dólares. Jamás volvió a ejercer y lo más seguro era que en Boston la mayoría de los ciudadanos pensaran que era un racista.
¿Matar a ese hombre había sido tan malo como para pasarse la vida preocupado por la repercusión que ese hecho tendría en su carrera? ¿Se compadecía de sí mismo? ¿Había sido una actuación inapropiada? O, simplemente, ¿era lo que solía suceder en esos casos?
Volvió a acordarse de la mujer. Delgada, pálida, apretando a su hijo posesivamente contra el pecho… «Gracias», había vocalizado moviendo los labios. Había disparado a su marido delante de ella y de su hijo y se lo agradecía…
Alguien golpeó con los nudillos el cristal de la ventanilla; una estupidez, puesto que la puerta del coche estaba abierta. Levantó la vista y vio que era uno de los miembros de su equipo, Patrick Loftus.
—Menuda nochecita —dijo Loftus.
—Sí.
—Lamento habérmela perdido. He llegado hace escasos minutos, cuando ya estaba todo el pescado vendido.
«Loftus vivía en Cape, casi a una hora de distancia. ¿De manera que la operación había sido tan rápida?». Se percató de que no tenía ni idea de la hora que era.
Había recibido la llamada, subido a su coche y preparado el rifle. En su cerebro todo lo demás había transcurrido como en una nebulosa, una concatenación de acción-reacción. Llegó, vio y actuó. «Mierda, ¡he matado a un hombre!». «Hablando con propiedad, he volado media cabeza a un hombre».
«Gracias», le dijo la mujer, «gracias».
Se asomó fuera del coche.
—¿Hay cámaras? —preguntó.
—Las tenemos controladas.
—Bien. —Y vomitó sobre la acera.
—Lo siento de veras —dijo Loftus en voz baja.
Él volvió a reclinarse contra el asiento y cerró los ojos.
—Ya —respondió—, yo también.
A continuación llegaron los del sindicato. Compañeros policías, una especie de grupo de apoyo entre iguales. Ellos le acompañarían a lo largo de todo el proceso; enseguida sería interrogado por los investigadores del fiscal del distrito. Debía responder a las preguntas con la verdad, pero con la mayor brevedad posible. Tenía derecho a un abogado, el cual sería costeado por la Asociación de Policías del Estado de Massachusetts; tenía derecho a poner fin al interrogatorio en cuanto se sintiera incómodo, y tenía derecho a no incriminarse.
Además no debía olvidarse de que las directrices relativas al uso de la fuerza establecían que esta resultaba apropiada si uno consideraba que su propia vida o la de otra persona corría un peligro inmediato. Algo a tener en cuenta cuando los investigadores formulasen sus preguntas.
Seguramente la Oficina del Fiscal del Distrito necesitaría como mínimo dos semanas para estudiar lo acontecido. Examinarían el arma y analizarían las cintas grabadas de la conversación por radio que tuvo lugar entre él y el puesto de mando. Efectuarían pruebas de balística en la escena del crimen y tomarían declaración a todo el mundo, incluidos los miembros de su equipo, la mujer y el niño, así como al amable señor Harlow.
Al final de la investigación, la Oficina del Fiscal del Distrito dictaminaría si los hechos comportaban cargos criminales. Si el disparo había sido justificado no le ocurriría nada. Comunicación emitiría una declaración, el fiscal del distrito otra y él volvería a la acción. Pero si el fiscal del distrito decidía presentar cargos…
En fin, mejor no empezar la casa por el tejado.
A partir de ese momento causaría baja administrativa con sueldo. No sería mala idea emplear este tiempo en asimilar lo sucedido aquella noche, quizá hablando con otros chicos que hubieran pasado por lo mismo —el sindicato podría ponerle en contacto con ellos—. Incluso podía apuntarse a unas cuantas sesiones de terapia para personas que han sufrido un incidente traumático. El sindicato tenía un loquero al que le recomendaban acudir encarecidamente, lo que quedaría muy bien en su hoja de servicios.
Matar a una persona suponía un grave problema incluso para un policía. Cuanto antes lo afrontase, antes podría seguir adelante con su vida.
Los muchachos del sindicato se marcharon y fueron reemplazados por los investigadores.
Ya eran las tres y media de la madrugada y él llevaba levantado casi veintidós horas. Acompañó a los investigadores a la Oficina del Fiscal y, una vez allí, todos bebieron una taza de humeante café recién hecho y tomaron asiento en torno a una ajada mesa de madera, como un grupo de viejos amigos que se disponen a husmear en la mierda.
Aún así no se dejó engañar. Había tocado fondo y estaba agotado a causa de los litros de adrenalina que habían irrumpido de golpe en su torrente sanguíneo. Sin embargo seguía siendo un francotirador, un hombre capaz de reducir el mundo al punto de mira de su rifle y mantener esa concentración durante horas.
Empezaron el baile.
¿Dónde estaba cuando recibió la llamada?
En el Boston Beer Garden, respondió él, lo que le hizo perder algunos puntos de inmediato. Pero agregó que bebió Coca-Cola, detalle que verificaría el camarero, y recuperó un poco de terreno.
¿A qué hora había empezado a trabajar? ¿A qué hora terminó su turno? Decir que había hecho un turno de quince horas le valió una serie de ceños fruncidos. Agarrarse a que estaba entrenado para aguantar horarios prolongados no pareció servirle de nada.
¿Cómo llegó a la escena? ¿Fue muy breve su tiempo de reacción? ¿Qué recordaba de la conversación que tuvo con el teniente Jachrimo? Estaban escudriñando, buscando algo, de manera que sus respuestas se volvieron cada vez más cortas. Notaba que sobre su cabeza pendía una amenaza, aunque no lograba identificar de dónde provenía. Por fin los investigadores pasaron página, pero el ambiente de colegueo se había erosionado a toda velocidad. A partir de ese momento las preguntas se tornaron más capciosas y las respuestas fueron juzgadas con mayor acritud.
Tuvo que explicar por qué decidió acceder al domicilio del señor Harlow; describir por qué tomó posición apoyándose sobre la mesa de juego, por qué escogió abrir un poco la ventana, por qué utilizó munición de punta blindada…
¿Qué y a quién vio en el interior de la casa? En este punto lo hizo mejor: Varón de raza blanca, mujer de raza blanca. No dio nombres ni tampoco la identidad que se les suponía, como marido, esposa o hijo. Fue lo más neutro posible. Había disparado contra un hombre, pero no era nada personal.
Por último, los investigadores entraron en detalles sobre el asunto. ¿Sabía Bobby que la víctima era James Gagnon? Y por primera vez él hizo una pausa.
Víctima, un término interesante. Aquel hombre ya no era un sospechoso, un individuo que había apuntado con un arma a su propia esposa y tensado el dedo sobre el gatillo, ahora era una víctima. Se preguntó si habría llegado el momento de solicitar el abogado, pero aún así no lo hizo.
Contestó lo más sinceramente que pudo. El teniente Jachrimo había identificado a la familia diciendo que posiblemente fueran los Gagnon, pero en el momento del incidente todavía no había recibido verificación alguna de sus nombres.
Los investigadores se relajaron contra los respaldos de sus sillas de nuevo, no sabía si apaciguados o suspicaces; era difícil de distinguir. Le preguntaron si conocía a la mujer personalmente, si habían tenido antes algún tipo de contacto. ¿Había hablado con ella durante el incidente?
No, respondió él.
A continuación pasaron al meollo de la cuestión.
—¿Qué le hizo disparar el arma? ¿Le había autorizado el jefe de la operación a emplear la fuerza?
—No.
—¿Profirió la víctima alguna amenaza verbal contra él o contra otro agente?
—No.
—¿Profirió la víctima alguna amenaza verbal contra su esposa?
—No. —Al menos que él hubiera escuchado.
—Pero la víctima empuñaba una pistola…
—Sí.
—¿La disparó?
—Se había dado parte de que hubo disparos.
—Pero eso fue antes de que usted llegase. ¿Y después? ¿Vio que la víctima disparase la pistola?
—Apretaba el dedo contra el gatillo.
—¿Así que disparó?
—Sí. No. No estoy seguro. Él estaba disparando y yo también. Todo sucedió muy deprisa.
—Entonces, ¿la víctima disparó su arma?
—No estoy seguro.
—En ese caso, es posible que la víctima solo estuviera apuntando con la pistola… ¿Acaso no llevaba ya un rato haciéndolo?
—El hombre puso el dedo sobre el gatillo.
—Pero ¿lo apretó? ¿Intentó disparar a su mujer?
—Me pareció que existía una amenaza inmediata.
—¿Por qué, agente Dodge? ¿Por qué?
«Por el modo en que le vi sonreír», pensó, pero no podía decir eso.
—El individuo estaba a poco más de medio metro de la mujer, apuntándole a la cabeza con una nueve milímetros y colocó el dedo en el gatillo. Percibí aquello como una amenaza inmediata y convincente —contestó en cambio.
—¿De verdad cree usted que un hombre mataría a su esposa estando su hijo presente en la misma habitación?
—Sí, señor, creí que él lo haría.
—¿Por qué, agente Dodge? ¿Por qué?
—Porque a veces, señor, ocurren mierdas como esa.
Por fin los investigadores hicieron gestos de asentimiento y luego volvieron a repetir una y otra vez las mismas preguntas. Él sabía cómo funcionaba el sistema. Cuantas más veces se obligase a una persona a contar una historia, más posibilidades había de que cometiera un error. Las mentiras iban embelleciéndose cada vez más y la verdad se debilitaba. Le estaban dando cuerda para ver si se ahorcaba él solo con ella.
A las seis y media se rindieron por fin. En el exterior de aquella asfixiante sala de juntas estaba amaneciendo un nuevo día y el ambiente volvió a ser de colegas. «Perdona que hayamos tenido que hacerte todas estas preguntas, pero es lo que exige el procedimiento. Ha sido una noche desafortunada para todos, pero es bueno para ti que te hayas mostrado colaborador. Lo valoramos mucho. Queremos llegar al fondo del asunto, compréndelo, y cuanto antes lleguemos a la verdad, antes podremos pasar página».
Tendrían más preguntas. «Ya sabes, no vayas muy lejos».
Él asintió con gesto de cansancio. Apartó la silla y, cuando iba a ponerse de pie, trastabilló ligeramente. Vio que uno de los presentes se percataba y entrecerraba los ojos con suspicacia.
Y de repente tuvo la urgente y desconcertante necesidad de arrear a aquel tipo un puñetazo en el estómago. Salió de la sala y encontró a su teniente esperándole en el pasillo.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó el teniente Bruni.
—No muy bien —respondió él con sinceridad.
Para cuando Bobby entró en el edificio en el que vivía Susan, había salido el sol y brillaba en el cielo. Los conductores que iban todas las mañanas al trabajo ya se habían puesto en marcha y su radio graznaba describiendo la congestión del tráfico, los diversos accidentes de circulación y los vehículos que permanecían averiados en los arcenes. El día se desperezaba y los ciudadanos iban emergiendo de sus jaulas cerradas con llave para abarrotar poco a poco las aceras y cafeterías.
Se bajó del coche, aspiró una profunda bocanada de frío aire de ciudad —saturado de olor a gasóleo y asfalto— y, durante un surrealista instante, tuvo la sensación de que aquella noche no había ocurrido. Lo real era aquel momento; el edificio, el aparcamiento, la ciudad… En cambio el disparo había sido ficticio, una simple pesadilla más vívida de lo normal. Debería ponerse de nuevo el uniforme, subirse al coche patrulla y ponerse a trabajar.
Un tipo pasó a su lado, se detuvo y le dirigió una mirada de asombro al verlo con aquel traje de camuflaje manchado de sudor. Después se apresuró a seguir su camino. Aquello le sacó de su abstracción.
Aferró su inseparable mochila y se encaminó al piso de Susan.
Susan contestó al segundo timbrazo. Vestía un albornoz de felpa rosa y un atractivo color en la cara, proporcionado por el calorcillo de la cama. Los ensayos tenían tendencia a prolongarse hasta altas horas de la noche y era frecuente que ella se levantara tarde a la mañana siguiente.
Le miró fijamente, con el cabello rubio revuelto, la piel sonrojada y los ojos grises entornados para, de inmediato, suavizar el rostro con una sonrisa.
—Hola, cariño —empezó a decir, antes de que desapareciera el último resquicio de somnolencia y el placer diera lugar a la preocupación inmediata—. ¿No deberías estar en el trabajo, Bobby? ¿Qué ha pasado?
Él entró en el apartamento. Había tantas cosas que decir. Podía sentir cómo las palabras se le amontonaban en la insoportable opresión del pecho. Susan era concertista de chelo de la Orquesta Sinfónica de Boston y ambos se habían conocido, paradójicamente, en un bar del barrio.
Él no entendía nada de música clásica. A él le gustaban los bares en los que se retransmitían deportes, los emocionantes partidos de baloncesto y la cerveza helada. En cambio Susan adoraba vestir vaporosas faldas, dar largos paseos por el parque y tomar el té en el Ritz.
Aun así, él la invitó a salir y ella había sorprendido a los dos aceptando. Los días se transformaron en semanas, las semanas en meses y, a esas alturas, ya llevaban más de un año viéndose. En ocasiones pensaba que solo era cuestión de tiempo que Susan se mudase al adosado de tres plantas en el que él vivía, situado en South Boston. Se permitió soñar con bodas, niños y dos mecedoras gemelas en la residencia de la tercera edad.
Pero aún no se había atrevido a formular la pregunta.
Tal vez fuera porque todavía tenía demasiados momentos como aquel, en los que se presentaba ante ella sudado y mugriento tras una noche entera de trabajo y, en vez de sentirse agradecido por verla, le impresionaba que ella le dejara traspasar la puerta.
El mundo de Susan era un lugar hermoso. ¿Qué diablos estaba haciendo con un tipo como él?
—¿Bobby? —insistió Susan en voz baja.
No era capaz de encontrar las palabras. Ninguna respuesta lograba hacerle mover los labios, ninguna servía para liberar los sentimientos reprimidos que le oprimían el pecho.
«Oh, Dios, aquel pobre niño que había tenido que ver morir a su padre…».
¿Por qué aquel cabrón le obligó a disparar? ¿Por qué Jimmy Gagnon tuvo que destrozarle la vida?
Se movió sin ser consciente de ello. Sus manos se deslizaron bajo el albornoz de Susan, tratando desesperadamente de encontrar su piel desnuda. Ella murmuró algo. Sí, no, en realidad no se enteró; le quitó la prenda y recorrió con los dedos el fino encaje que le cubría los pechos, al tiempo que hundía la cara en la curva de su cuello.
Susan tenía unos dedos preciosos; largos y delicados, pero asombrosamente fuertes. Unos dedos capaces de arrancar los sonidos más dulces a un instrumento de buena madera, que ahora estaban en su espalda buscando los nudos que le agarrotaban los músculos. Unos dedos que le quitaron la camisa antes de empezar a trabajar con el pantalón.
Iba demasiado despacio y él estaba hambriento, desesperado. Necesitaba cosas que no podía nombrar pero que, instintivamente, sabía que Susan podría darle.
Resultaba curioso que hasta entonces siempre hubiera sido delicado con ella; su piel era de porcelana, poseía una belleza demasiado pura para estropearla. En cambio esta vez le arrancó el etéreo camisón con cierta brusquedad y clavó los dientes en la redondez de su hombro. Sus manos le aferraron las nalgas y la elevaron del suelo, atrayéndola contra su cuerpo.
Se deslizaron hasta el suelo de madera enredados el uno en el otro, él cayó debajo y ella exigió colocarse encima. Le devoró el pecho con la boca mientras su menuda figura de piel clara se retorcía contra el ancho y moreno cuerpo de él. Luz y sombra, bien y mal.
Susan ya estaba lista y, con él en su interior, empujó hacia abajo llevando los hombros hacia atrás y los pechos hacia delante. Lo necesitaba y él la necesitaba a ella. Luz y sombra, bien y mal.
En el último instante, vio a la mujer.
En el último instante, vio al niño.
Susan se corrió con un grito gutural. Él la sostuvo cuando se derrumbó sobre su cuerpo y se quedó tal como estaba, marchito sobre el suelo, sintiendo una oscuridad que se prolongaba sin fin.