Bobby lo procesó todo enseguida. Tres puertas abiertas, tres dormitorios. Pasó junto al primero a la carrera, después miró al segundo sin detenerse, y llegó al tercero justo a tiempo de ver a Maryanne tambalearse mientras retrocedía.
—James, James, James… —sollozaba—. ¡Oh Dios, James!
Él miró al suelo y vio un cuerpo ensangrentado. Al momento siguiente percibió, más que oyó, un movimiento a su espalda.
—¡Cuidado! —exclamó Catherine desde el pasillo.
Intentó darse la vuelta y levantar la pistola, pero Umbrio lo alcanzó en el hombro. Sintió un golpe que lo dejó aturdido. La fuerza del mismo le hizo girar sobre sí mismo y perder el equilibrio. Mientras forcejeaba con desesperación para incorporarse, atisbó una imagen con el rabillo del ojo; algo de color rojo y plateado.
Una navaja, logró discernir. Una navaja que venía hacia él.
Escuchó un disparo y, acto seguido, sintió una explosión junto a la cabeza. Se desplomó en el suelo. Umbrio, en cambio, se detuvo y dio media vuelta.
—Vaya, Catherine —dijo—, qué sorpresa tan agradable encontrarte aquí.
Umbrio sonrió de oreja a oreja. Su cara estaba completamente salpicada de motitas rojas. Sangre —tal vez de James, tal vez suya—. Tenía todo el aspecto de un asesino salvaje.
Catherine levantó otra vez la nueve milímetros, usando ambas manos para mantener una postura estable, pero los brazos le temblaban de tal manera que no era capaz de apuntar. Apretó el gatillo y la bala se incrustó en la pared, a escasos milímetros del hombro de Umbrio.
El hombre volvió a reír y dio un paso al frente.
—Oh, Catherine, Catherine, Catherine.
Él se miró la sangre que le resbalaba desde el hombro hasta mezclarse con el sudor de la mano. Su brazo derecho no quería moverse y no podía contraer los dedos. Tomó la pistola con la mano izquierda y apretó el gatillo.
El arma explotó y la bala, desbocada y sin control, pasó rozando la rodilla de Umbrio. Con aquel ataque sorpresa solo consiguió que aquel tipo tan enorme se detuviese súbitamente. El asesino observó a Catherine, que continuaba temblando al frente, y luego se giró para mirarle a él, gravemente herido a su espalda.
Apuntó de nuevo. Desde el suelo tenía una posición incómoda, pero lograría disparar; no en vano llevaba años haciendo prácticas con su mano débil.
Alineó el punto de mira con el pecho de Umbrio para efectuar un segundo disparo pero, en el último instante, este pareció darse cuenta de que a pesar de haberle derribado no le había vencido. Flexionó el dedo y presionó el gatillo. En esa misma fracción de segundo, el tipo dio un salto hacia la puerta y desapareció por la arcada del pasillo.
Con efecto retardado Catherine disparó una docena de tiros que impactaron en dos cuadros, una consola antigua y, aproximadamente, quince centímetros de yeso. Umbrio se perdió de vista en el interior de otra habitación.
—¡Mierda! —exclamó Catherine.
Ella entró al dormitorio todavía temblando de forma incontrolable y, también, oliendo a pólvora. Sus ojos oscuros eran dos platos redondos en medio de una cara pálida y su melena una maraña enredada. Pero aún se sostenía en pie, aún empuñaba la pistola, y a él se le antojó la mujer más magnífica del mundo.
Entonces fue cuando Catherine reparó en la sangre que manaba de su hombro.
—¡Oh, no!
—¿Quién es ese hombre? —gritó Maryanne—. ¿Y dónde está Nathan?
Bobby consiguió sentarse gracias a la ayuda de Catherine. Las buenas noticias eran que Umbrio había errado por poco en la arteria; las malas, que había acertado en la articulación, lesionándosela, y su brazo derecho colgaba inútil al costado.
—No entiendo nada —balbuceaba Maryanne—. Llamó la recepcionista para informar que Nathan venía hacia aquí; yo estaba tan emocionada… Quise ir a abrir la puerta, para ser la primera en recibir a mi nieto, pero James me lo impidió, me dijo que era mejor que fuera Harris. Entonces se abrió la puerta y oí un ruido espantoso, como un crujido. James me gritó que huyera, de modo que eché a correr. Luego mi marido me hizo entrar en este dormitorio y me indicó que me encerrase en el armario, pero que no saliera, pasara lo que pasara. Le hice caso y me escondí. Después empezaron a escucharse las pisadas. Pensé que sería Harris, o quizá James, pero en vez de eso, se abrió la puerta y me encontré con ese hombre tan horroroso mirándome fijamente. Sonreía. Sostenía una navaja en la mano y sonreía. ¿Qué clase de hombre hace algo así?
Ellos dos no contestaron. Catherine había cogido una funda de almohada de la cama e intentaba apretarla cuanto podía contra su hombro herido.
—De repente apareció James y golpeó a ese hombre en la cabeza con un sujeta libros. Le dio muy fuerte, nunca había visto nada igual, pero ese hombre horrible ni siquiera pestañeó. Simplemente se volvió y miró a James… ¡Oh, Dios mío, James lo sabía! —Maryanne dejó escapar un sollozo—. Se notaba en su cara que sabía lo que iba a pasar a continuación. «Huye, Maryanne», me dijo. Y lo hice; salí corriendo. Luego oí ruidos, ruidos espantosos. Hice un esfuerzo para no escucharlos. Claro que después, cuando todo quedó en silencio, fue todavía peor. Ya no aguantaba más, tenía que ver a James. Oh, mi pobre, mi querido James…
Se derrumbó en el suelo, junto al cuerpo caído. Aferró la mano inerte de su marido… y, muy despacio, los dedos de este se cerraron en torno a los de ella.
—¡James! —exclamó, llorando—. ¡Respira! ¡Oh, cariño, todavía estás vivo!
—Shhh —chistaron los dos al instante—. Que va a volver.
—¿Quién va a volver?
—Richard Umbrio.
—Pero… ¿No es ese el hombre que te secuestró, Catherine? —Maryanne estaba desconcertada—. Eso sucedió hace muchos años. ¿Qué puede querer de nosotros?
—Maryanne —dijo Catherine sin alterarse—. ¿Dónde está Nathan?
El interior del armario estaba oscuro, pero no del todo. Nathan no soportaba la oscuridad total, sobre todo ahora que ya estaba asustado de veras. Había soltado al cachorro, y en ese momento pensaba que no debería haber hecho tal cosa, porque echaba de menos su cuerpecito caliente y su lengua de papel de lija lamiéndole tranquilizadoramente la mano.
Ahora estaba completamente solo.
Había visto a aquel hombre malo hacer cosas malas. Y luego su abuelo rugió: «¡Corre!», así que corrió. Pero en sentido contrario. Quería estar lejos de todos. No le gustaba su abuelo, que no hacía más que exigir que se fuera a casa con él, aun cuando estaba bien claro que su mamá no quería que lo hiciera.
Soltó al cachorrito y echó a correr en el sentido opuesto al que lo hacían los demás. Quería alejarse de todos, incluido del hombre malo.
Entonces vio aquel armario, el de la puerta de lamas. Era pequeño y estaba lleno de mantas, almohadas y mucha ropa de cama. Lamentó no ser más mayor pero, sobre todo, no ser más fuerte. Ojalá hubiese sido un niño sano y normal, porque seguro que un niño sano y normal podía trepar hasta la parte de arriba y esconderse por encima de la cabeza del hombre malo. Pero él no podía hacer tal cosa, de manera que simplemente escarbó y se metió al fondo de aquel diminuto espacio. Luego cerró la puerta, se tapó con varias almohadas de plumas y procuró no estornudar.
Después se preparó para esperar. Completamente solo. En la oscuridad.
El hombre malo se acercaba.
—Mamá… —susurró.
Catherine había terminado de anudar la funda de almohada alrededor del hombro de Bobby. El vendaje se veía ridículo, pero era todo cuanto podía hacer. Las dos pistolas descansaban sobre la cama, al lado de Bobby y al alcance de su mano, por si regresaba Umbrio. Aunque, viendo su hombro inutilizado, ella dudaba que aquellas armas fueran a servir de algo.
A continuación se aproximó a James, que seguía caído en el suelo. Un gran charco de sangre iba extendiéndose bajo su cuerpo y de sus pulmones salía un silbido siniestro, como el un globo que va quedándose sin aire. Maryanne tenía la cabeza apoyada en su regazo y le acariciaba la cara con una mano llorando en silencio. Cuando la vio acercarse, levantó la cabeza. Tenía una mirada de súplica, pero no había nada que ella pudiera hacer; el juez agonizaba y eso lo sabían todos.
Su suegro también levantó los ojos hacia ella y, durante un largo espacio de tiempo, se miraron fijamente el uno al otro. Ella esperó que los sentimientos la inundaran. Deseaba sentir algo; triunfo, victoria, satisfacción… En cambio, lo único que sintió fue un vacío infinito.
—Sé lo que hiciste —le dijo ella, por fin, en un tono de voz absolutamente plano—. Por fin un genetista ha conseguido diagnosticar lo que le pasa a Nathan. Mi hijo sufre un síndrome extraño que solo aparece en familias con antecedentes de consanguinidad muy próxima.
Maryanne dejó escapar un leve sonido chirriante y, acto seguido, aunque con un poco de retraso, se tapó la boca con la mano. Ella posó la mirada en su suegra y, por fin, experimentó un poco de emoción: una furia glacial.
—¿Cómo pudiste ocultármelo? En cuanto Nathan empezó a dar señales de estar enfermo, ¿cómo no se te ocurrió…?
—Lo siento muchísimo… —se excusó Maryanne.
—¿Qué sois? ¿Primos? —la interrumpió ella, enfadada.
—Hermanos por parte de padre —confesó Maryanne. Y, de pronto, se desahogó de un tirón—. Pero nunca nos criamos juntos, en ningún momento supimos que éramos hermanos. Cuando murió la madre de James, su padre lo mandó a una escuela militar. Ellos no se llevaban bien, así que James decidió quedarse en el norte. Pero los años pasaron y, finalmente, mi padre intentó una reconciliación; invitó a James a que visitara a su nueva familia. Yo iba a cumplir los dieciocho años y mis padres habían organizado una fiesta magnífica. Y de repente vi entrar al hombre más atractivo del mundo…
La mano de James tembló ligeramente en la de ella. De inmediato Maryanne se inclinó para acariciarle la mejilla, pero había algo en aquel gesto de ternura que a ella le provocó un sentimiento de asco. ¿De modo que eran hermanos?
—Él asesinó a tu familia —reveló ella a su suegra.
—No seas ridícula. Fue un accidente…
—Sí, uno que James provocó, Maryanne. Uno que él organizó para que toda tu familia muriese y así poder quedarse contigo. Del mismo modo que mató también a tu primer hijo, para que los médicos no descubrieran nunca vuestro pequeño secreto. Del mismo modo que sacó de la cárcel a un pedófilo convicto para que nos asesinara a Nathan y a mí. ¿Por qué crees que todos los que te rodean mueren, Maryanne? ¿Cómo puedes ser tan ingenua?
Ella había ido elevando el tono de voz de forma peligrosa. Maryanne se defendía del violento ataque negando con la cabeza, mientras James, tendido en el suelo, gemía débilmente.
—Yo… Yo la amaba… —logró decir el juez con voz áspera.
—¿La amabas? —escupió ella—. ¡Asesinaste a personas inocentes! ¿Fue fácil la primera vez? ¿Te resultó sencillo manipular los frenos del coche de tu padre y convencerte a ti mismo de que los accidentes suceden?
—Tú no… lo entiendes.
—Después de aquello fuisteis libres para venir a Boston y empezar de cero en un lugar en el que nadie se enteraría nunca de vuestro sucio secretito. Excepto porque de pronto tuvisteis un hijo… y la genética os delató. ¿Vuestro primer hijo también padecía el síndrome de Fanconi-Bickel? Tal vez un caso muy severo; siempre enfermo… siempre sufriendo…
—No entiendo —susurró Maryanne, apabullada—. Junior falleció a causa del síndrome de muerte súbita del lactante…
—Quizá. O tal vez alguien lo asfixió, tapándole la cara con una almohada.
—¿James? —lloriqueó Maryanne.
—Yo… te quiero —repitió el juez, pero esta vez su voz estaba teñida de un tono de súplica que resultó más condenatorio que la admisión de la culpa.
Maryanne rompió a llorar de nuevo.
—Oh, no… Oh, no, no, no.
Pero ella no estaba dispuesta a dar aquello por terminado y siguió acusándoles.
—Tú volviste a Jimmy contra mí. Tú le llenaste la cabeza de ideas horribles y me forzó a hacer cosas terribles. ¿Cómo te atreviste? Nosotros podríamos haber luchado juntos para ayudar a Nathan. Quizá, incluso podríamos haber sido felices.
—Mi hijo —dijo James con voz clara— fue siempre… demasiado bueno… para ti.
—¡James! —jadeó Maryanne.
—Has sido un idiota —continuó diciendo con frialdad—. Dejaste en libertad a Umbrio y ahora él va a matarnos a todos.
—La policía… va a venir —murmuró el juez.
Pero en aquel momento se escuchó, procedente del pasillo, la voz de Umbrio.
—Nathan, Nathan, Nathan. Sal de donde estés.
—Pero no llegará a tiempo —comentó Bobby en voz baja.
El señor Bosu empezaba a cansarse de aquel jueguecito. Ir al hotel donde se alojaba Gagnon había parecido una buena idea. El plan consistía en amenazar al juez en persona y sacar un poco de dinero, o si no, matar en persona al juez y obtener un poco de satisfacción. Él era una persona flexible.
En cambio nada estaba saliendo como había previsto. Sí, había conseguido cobrarse una pequeña venganza, pero no se había sentido tan bien como esperaba. A lo mejor era que, pasado un tiempo, incluso asesinar se volvía una actividad aburrida. No lo sabía. Pero la esposa y el crío seguían escondidos y ahora Catherine también estaba allí, y le acompañaba otro hombre.
El señor Bosu quería sentir emoción, pero solo sentía cansancio. Tenía que olvidarse de matarlos a todos, se conformaría con una última víctima. La víctima que infligiría más daño que ninguna otra.
Quería cargarse al niño.
Únicamente al niño.
Y después se largaría de allí.
Ya había terminado de registrar el ala izquierda de aquella palaciega suite. En el dormitorio principal atracó el joyero de la esposa y encontró un fajo de dinero. Ahora centraría su atención en el ala derecha. Si él fuera un niño de cuatro años, ¿dónde se escondería? En algún sitio acogedor y oscuro.
«¡No, espera!». Aquel niño tenía decenas de lamparitas de noche en su casa, así que la oscuridad le daba miedo…
Posó la mirada en la puerta de lamas del armario del pasillo. Por supuesto. El señor Bosu esbozó una sonrisa.