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—No lo entiendo —estaba diciendo Catherine—. ¿Tú crees que mi suegro ha contratado a Umbrio?

—Se ha servido de una intermediaria, Colleen Robinson, para organizarlo todo. A Umbrio le fue concedida la libertad condicional a cambio de que aceptase hacer unos cuantos favores.

—Entonces, ¿por qué yo sigo viva?

—Porque matarte no es tan importante como desacreditarte.

—No entiendo. —Catherine parpadeó varias veces.

—El juez te odia. Te odia por Jimmy, te odia por haber entrado en su familia mediante el matrimonio pero, sobre todo, yo creo que te odia por Nathan. Cuanto más presionas con el tema de la salud de Nathan, más te acercas a desvelar el secreto de él y Maryanne.

—Si muriese dejaría de representar una amenaza.

—En efecto. Pero el doctor Rocco seguiría siéndolo. Y puede que también tu padre. Siempre habría alguien que observaría la mala salud de Nathan y querría investigar. A no ser, claro está, que ya tuvieran una explicación razonable de por qué está enfermo el niño.

—Porque yo lo estaba envenenando —terminó Catherine—. Porque yo era una mala madre.

—Exacto.

—Pero una vez que obtuviese la custodia de Nathan… —Arrugó la frente—. ¿No se convertiría en un problema el hecho de que Nathan no recobrase la salud por arte de magia?

—No creo que el juez tenga planeado permitir que eso llegue a convertirse en un problema —repuso Bobby en voz baja.

—¿Tú crees que de verdad sería capaz de hacer daño a su propio nieto?

—Lo que creo —respondió Bobby con gesto grave— es que puede que ya haya matado a su propio hijo.

Aquel hotel de lujo resultó ser toda una fortaleza. Por supuesto, del coche del señor Bosu se ocupó un aparcacoches. Y por supuesto, también, él entró al mismo andando tranquilamente, acompañado por Nathan y Diablillo porque, ¿quién iba a rechazar a un niño monísimo y su cachorrito?

Sin embargo eso no resolvió su problema. Desconocía en qué habitación se alojaba el juez y la recepcionista joven y guapa que atendía el mostrador fue educada pero firme respecto de las normas del exclusivo establecimiento: estaba prohibido facilitar dicha información. Podía llamar al juez Gagnon y notificarle que tenía una visita, pero sin el permiso del cliente no podía permitir a nadie el acceso directo.

El señor Bosu ya había detectado, además, otro problema. Según el niño, su abuelo le había descrito una suite de lujo; lo que significaba que se encontraba en las plantas superiores, para las cuales era necesario insertar una tarjeta llave especial en el ascensor. Por lo tanto, si el juez se alojaba en el ático, iba a tardar un buen rato en subir hasta allí.

Era desconcertante, un dilema, y empezaba a sentirse muy cansado. De pronto echó de menos su cama agradable y limpia del Hampton Inn. ¡Mierda, incluso echaba de menos su catre de la cárcel!

Salió afuera con el niño y se tomó otro Red Bull mientras estudiaba la situación. Le fastidiaba la mancha de sangre que llevaba en la camisa, le fastidiaba la mirada suspicaz del imbécil del portero… Le fastidiaba el mundo entero, ¡joder!

De repente se le ocurrió una idea.

Se terminó el Red Bull, volvió a entrar con Nathan en el vestíbulo del hotel y fue derecho al mostrador de recepción.

—Este niño es Nathan Gagnon, nieto del juez Gagnon —anunció, empleando su tono de voz más cordial—. Si le llama, comprobará que le está esperando. Por desgracia yo me he hecho una herida —enseñó el brazo ensangrentado— y necesito atención médica. ¿Tiene a alguien que pueda acompañar a Nathan hasta la habitación de sus abuelos? Ellos agradecerían enormemente que el niño no se quedara solo.

La recepcionista esbozó una sonrisa.

—Por supuesto. Un momento, señor.

Marcó el número de la habitación. El señor Bosu contuvo la respiración. Seguro que el juez no era capaz de negarse a ver a su nieto, sobre todo si subía solo.

—¿Señora Gagnon? —dijo la recepcionista con expresión radiante. El señor Bosu expulsó el aire que había retenido. «La esposa. Perfecto»—. Sí, tenemos aquí a un jovencito, Nathan Gagnon se llama… Sí, su nieto. Muy guapo, por cierto… Un botones le acompañará de inmediato a la habitación. ¿Sabe que Nathan tiene un cachorrito?… No, no es ningún problema, señora, pero necesitamos que rellene un impreso… Excelente. Se lo envío también. Gracias.

La recepcionista colgó el teléfono sin abandonar la alegre sonrisa.

—La señora Gagnon está encantada de ver a su nieto. Si desea usted marcharse, señor, a partir de aquí ya nos encargamos nosotros.

El señor Bosu dio amablemente las gracias a la recepcionista. Incluso estrechó la mano a Nathan.

—Me alegro mucho de haber podido traerte con tus abuelos, chaval. El cachorro se llama Diablillo. Tu mamá quería que fuera un regalo sorpresa.

—¿Mi mamá? —preguntó el pequeño, esperanzado.

—Confía en mí, estarás con ella dentro de muy poco.

Aquello tranquilizó al pequeño, que asintió vigorosamente al tiempo que apretaba a Diablillo contra el pecho. En aquel momento llegó el botones, admirando al niño y al perrito. Todo estaba saliendo de maravilla.

Se encaminaron hacia el ascensor.

—La suite del ático —estaba diciendo el botones al niño— es más grande que la casa en donde yo vivo. Te va a encantar.

Se abrieron las puertas del ascensor. El señor Bosu se dio la vuelta. La recepcionista estaba atendiendo a otra persona, el botones estaba ocupado con Nathan…

Corrió como una flecha hacia la escalera. Subió a toda velocidad tres pisos —bam, bam, bam— saltando los peldaños de dos en dos. Cuando llegó al tercero, en el que por suerte no había nadie, pulsó el botón del ascensor. La cabina se detuvo de inmediato.

Se abrieron las puertas. El botones puso cara de sorpresa al verle allí.

—¿No estaba usted en el vestíbulo…?

El señor Bosu agarró al joven por la camisa y lo sacó de un tirón al pasillo. Un movimiento rápido, un chasquido y se desmoronó en el suelo. A continuación le quitó la chaqueta y la llave maestra —una tarjeta unida a una cadena que el botones llevaba al cuello— y se metió en el ascensor.

Nathan le miró fijamente, con ojos solemnes y muy abiertos.

—Mi mamá me ha advertido que no debo hablar con hombres como usted —dijo.

El señor Bosu esbozó una horrible sonrisa de oreja a oreja.

—Ya lo imagino.

Nada más entrar en el hotel LeRoux, Bobby buscó a los guardias de seguridad mientras Catherine se encargaba de hablar con la recepcionista.

—James y Maryanne Gagnon —dijo a la empleada.

—¿Les esperan?

—Dígales que tiene que ver con su nieto.

—¿Con Nathan? —preguntó la joven con gesto radiante.

Catherine se puso en estado de alerta total, y Bobby también.

—¿Ha visto usted a Nathan? —preguntó Catherine, cortante.

—Pues sí, no hace ni diez minutos. Lo ha acompañado arriba uno de nuestros botones.

—¿Iba con un hombre? —interrumpió él—. Un hombre grande, con pinta de haberse peleado recientemente.

—Sí, mencionó que se había hecho una herida y…

No esperaron a oír lo demás.

—¡Ese hombre es un pedófilo convicto! —chilló Catherine—. Ha secuestrado a mi hijo. ¡Llame a la policía y llévenos arriba!

La recepcionista se puso muy nerviosa. Quería llamar a seguridad. Quería marcar el número de la habitación. Necesitaba permiso, necesitaba ayuda. Estaba claro que no sabía qué hacer.

Bobby ya estaba frente a los ascensores, pulsando todos los botones y paseando como una fiera enjaulada.

—¡Vamos, llame a la habitación! —suplicó Catherine—. Marque inmediatamente el número de la habitación. Que se pongan al teléfono, por favor, vamos.

La recepcionista, abrumada, cogió el teléfono y tecleó un número de cuatro dígitos. Catherine lo memorizó con todo descaro. Sin embargo, treinta segundos más tarde, la recepcionista estaba más confusa que antes.

—No contesta nadie. No lo entiendo. No sé… Hace unos minutos…

De repente se escuchó un fuerte alarido y las puertas del ascensor se abrieron para dejar salir a un hombre y una mujer bien vestidos dando trompicones.

—¡Hay un cadáver! —gimió la mujer—. Hay un muerto en el tercer piso.

—Es un botones —dijo el hombre—. Juraría que le han roto el cuello.

En ese momento estalló el pandemónium. Entonces sí llegaron los vigilantes de seguridad a toda prisa, y también los botones. El aparcacoches pasó corriendo junto a ellos. Él lo agarró por el brazo y le mostró su placa.

—Policía. Deme su llave de acceso. ¡Deprisa!

El atónito aparcacoches hizo lo que le pedía y él hizo una seña con la cabeza a Catherine.

Ambos entraron en el ascensor, introdujeron la llave en la ranura y comenzaron a elevarse en dirección al ático.

—Tú busca a Nathan —ordenó a Catherine—. Yo me encargo de Umbrio.

—¿Y qué pasa con James y Maryanne?

Él se encogió de hombros.

—Si están compinchados con Umbrio, seguramente no les ocurrirá nada. Si están contra él, lo más probable es que ya no tengamos que preocuparnos nunca más por ellos.

—Oh, Dios…

—Vamos allá —la animó.

El señor Bosu golpeó la puerta una sola vez con los nudillos, imitando la típica llamada de los críos.

Esta se abrió de inmediato y el señor Bosu descargó el puño contra la cara del hombre que estaba al otro lado, sin molestarse en esperar. Se oyó un crujido y el hombre se desplomó cuan largo era sobre el suelo de mármol.

—¿Qué, juez? —dijo el señor Bosu—, ¿se acuerda de mí?

Todavía estaba sonriendo cuando Nathan le clavó los dientes en la mano.

Cuando salió del ascensor, lo primero que acertó a ver Bobby fue una puerta abierta y un cadáver reciente. Echó una mano hacia atrás para tranquilizar a Catherine, pero se dio cuenta de que estaba gastando una energía muy valiosa. Estando Umbrio allí, un cadáver era la menor de las preocupaciones para ambos.

Chist —ordenó en un susurro—. No nos conviene anunciar nuestra presencia antes de tiempo. Necesitamos cualquier ventaja que podamos obtener.

Todo estaba en silencio. Un silencio sobrecogedor. Aquello no le gustó nada. Esperaba escuchar gritos, carreras o chillidos infantiles, pero no se oía nada. Absolutamente nada. Notó cómo se le erizaba el vello de la nuca.

Entraron en el vestíbulo de mármol, e inmediatamente los tacones de Catherine resonaron como si fueran disparos. Ambos frenaron en seco. En los ojos oscuros de Catherine se reflejó la angustia.

—Descálzate.

Ella se quitó los zapatos.

Él se adelantó para examinar a Harris. El investigador tenía la nariz destrozada y varios fragmentos de hueso se le habían incrustado en el cerebro. Había sucedido tan rápido que ni siquiera había llegado a desabotonarse la chaqueta para coger su pistola. Un momento antes estaba abriendo la puerta y al siguiente estaba muerto.

Sacudió la cabeza en un gesto negativo. A su manera, Harris había empezado a caerle bien.

Rebuscó en el interior de la chaqueta del investigador y extrajo la nueve milímetros de la sobaquera. Quitó el seguro y le pasó el arma a Catherine. En la suite seguía sin oírse nada.

—Aquí pasa algo raro —susurró ella.

—No me digas.

Y de pronto… un carrillón musical. Acordes que sonaban fantasmales, distantes. Era una lenta nana que procedía del fondo de la suite. Una caja de música. O tal vez un juguete infantil. Imposible saberlo, pero aquellas notas, agudas y metálicas, creaban tensión en el aire.

Miró a Catherine, cuyo rostro había palidecido.

—¿Qué es eso? —Su voz sonó estridente de nuevo.

Él le hizo señas con la mano para que bajase el tono.

—No lo sé. Aguanta un poco, Cat. Nathan te necesita.

Catherine afirmó con la cabeza y, temblorosa, respiró hondo. Transcurridos unos segundos más, él señaló hacia la pared y Catherine se situó a su espalda.

El tiempo jugaba en su contra dando la ventaja a Umbrio; para separarlos, para tenderles una emboscada. La suite era demasiado grande para que él pudiera controlarla solo y Catherine era inexperta y no podía ayudarle. Pero independientemente de lo que pudiera suceder a continuación, iba a ocurrir deprisa.

Con mucha cautela, pasaron del vestíbulo al saloncito, que se hallaba desierto. Teniendo en cuenta la violencia con que había irrumpido Umbrio, seguramente todos los que se encontraban en aquella habitación habían corrido a ponerse a cubierto.

Entraron en un distribuidor con un arco a la izquierda, tras el cual se veía un pasillo. A la derecha se abría otro. Al parecer, el saloncito hacía las veces de zona central para ambas alas de la suite. Él vaciló un instante. Catherine lo tocó en el hombro y señaló a la izquierda.

—La música —dijo formando las palabras con los labios.

Él asintió. Había comprendido; resultaba difícil identificar aquellas tenues notas, pero de todos modos parecían provenir de la izquierda.

Tomó a Catherine de la mano y comenzaron a avanzar, en fila de a uno, por el pasillo.

De pronto escucharon un chillido. Agudo, estridente, claramente femenino.

—¡Maryanne! —jadeó Catherine con una exclamación ahogada.

Los dos echaron a correr por el pasillo.