37

—Vamos a necesitar un arma —dijo Bobby.

Catherine no respondió. Se encontraba en estado de shock y bajaba la escalera con la mirada desenfocada y el gesto inexpresivo. Bobby había decidido evitar los ascensores. El hospital contaba con vigilantes de seguridad que, tal vez, estuvieran ya buscándolo. Puede que incluso esperándole en el vestíbulo.

Se acordó de lo que había dicho solo unas horas antes a la doctora Lane: «Ser un paranoico no significa que los demás no vayan a por ti de todas formas».

—Se llevaron las pistolas de Jimmy —dijo Catherine de pronto, jadeando un poco, ya que él bajaba muy deprisa—. Las guardaba en la caja fuerte. Un policía se las llevó todas.

«Excepto la que tú escondiste en la cómoda», pensó él. Pero aquel no era el momento…

—Yo tengo en casa tres pistolas y un rifle, pero estoy bastante seguro de que ya habrán apostado varios policías frente a mi puerta. —Frunció el entrecejo, salvó a toda velocidad otro largo tramo de escaleras y encontró una solución—. ¡Mi padre! Pop. Puede que todavía no esté vigilado.

En el hueco de la escalera no había cobertura para el móvil y tuvo que esperar hasta que llegaron al vestíbulo. Allí descubrió a dos vigilantes de seguridad situados a ambos lados de la puerta principal del hospital. No daban la impresión de estar observando a nadie en particular, pero no le apetecía correr riesgos. Tomó a Catherine de la mano y tiró de ella para llevarla hacia un pasillo lateral que daba a una salida más pequeña, situada en una calle secundaria abarrotada de gente. Perfecto.

—Para un taxi —le ordenó.

—Yo tengo coche…

—Y la policía conoce la matrícula.

Mientras Catherine buscaba el taxi, él sacó el móvil y pulsó el botón de llamada rápida para localizar a su padre. Pop contestó al segundo timbrazo.

—Pop, necesito un favor.

—¿Bobby? Dos tipos vinieron por aquí hace un rato. Estuvieron husmeando, preguntando y haciendo una serie de sugerencias bastante desagradables.

—Lo siento, Pop, ahora no puedo hablar y tampoco puedo explicarte el porqué, pero necesito un arma y no tengo tiempo para ir a tu casa.

—¿Qué necesitas? —preguntó su padre.

—Una pistola, nada demasiado especial, y mucha munición. ¿Te están vigilando?

—¿Te refieres a los dos tipos de traje que están en la calle?

—¡Joder!

—Me han dicho que estás de mierda hasta el cuello.

—Todavía no me he hundido.

—He visto en las noticias… Están difundiendo tu foto, Bobby, y dicen que se te busca para interrogarte acerca del asesinato de un ayudante del fiscal del distrito.

—Yo no lo hice.

—En ningún momento he pensado que hubieras sido tú.

—¿Confías en mí, Pop?

—Jamás he dudado de ti ni un solo instante.

—Te quiero, papá. —Aquel comentario asustó a ambos, probablemente más que ningún otro.

—¿Dónde? —preguntó su padre con voz tranquila.

Pensó en Castle Island. Treinta minutos después se reunía allí con su padre.

El señor Bosu también estaba hablando por teléfono mientras maniobraba con el coche por el laberinto de callejuelas del centro de Boston; estaba semiperdido, pero eso era algo que todavía no le preocupaba demasiado. El niño iba sentado en silencio en el asiento del pasajero. Era un niño formal, pasivo, obediente; le recordaba a su madre.

Nathan llevaba a Diablillo en su regazo y le acariciaba las orejas. El cachorrillo le hociqueaba la mano. Él les dedicó una sonrisa indulgente al tiempo que, por fin, alguien contestó a su llamada.

—¡Buenas tardes! —exclamó él al micrófono del móvil de Robinson.

—¿Quién es? —preguntó el hombre.

—El señor Bosu, naturalmente. Y usted es el juez Gagnon, supongo.

El buen juez, alias el Benefactor X, estaba evidentemente nervioso.

—¿Quién…? ¿Qué…?

—¿Prefiere que utilice el nombre de Richard Umbrio? Pensaba que al tratarse de una línea telefónica abierta usted no querría que lo hiciera, pero a mí me da igual. Sea como sea, me debe dinero.

—¿De qué está hablando? —se enfadó el juez.

Él dirigió la mirada al niño. Nathan lo observaba con curiosidad. Sonrió de oreja a oreja, su intención era mostrarse simpático. Pero tal vez había pasado demasiado tiempo rodeado de criminales, porque el niño se apresuró a desviar la mirada y centrarla en el perrito. Diablillo le lamió la barbilla.

—Me debe doscientos cincuenta mil dólares —dijo al juez en tono práctico.

—¿Qué?

—Por su nieto. —Por fin había encontrado la calle secundaria que buscaba. Giró hacia una larga hilera de antiguas casas señoriales que había en mitad de Beacon Hill.

—Eso no tiene gracia…

—Nathan, pequeño, di hola a tu abuelo.

Sostuvo el teléfono en el aire.

—Hola —saludó Nathan.

—¡Es usted un monstruo! —tronó el juez—. ¿Dónde diablos está?

—Justo delante de la puerta de su casa —respondió el señor Bosu alegremente.

Pop quería acompañarlos. Bobby perdió diez preciosos minutos explicándole que era demasiado peligroso, que él solo se dedicaba a reparar armas, que no era un tirador entrenado, etcétera, etcétera. Al final recurrió a los malos modos; cogió la pistola, subió a Catherine al coche de su padre y se acomodó con gesto impaciente en el asiento delantero. Arrancó y se puso en camino, dejándole allí de pie, solo y desamparado, mientras observaba su imagen reflejada en el espejo retrovisor.

Sujetó con fuerza el volante con las dos manos.

—¿Por dónde empezamos? —inquirió Catherine.

—Por la casa de tu padre.

—¿Tú crees que…?

—Estoy seguro de que Nathan está bien —intentó consolarla.

Catherine le contestó con una débil sonrisa, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Mi padre y yo siempre nos peleábamos —dijo en voz baja. Y al momento siguiente desvió el rostro para echarse a llorar.

Desde la fachada principal, la casa de Frank Miller parecía tranquila. La puerta estaba cerrada y las persianas estaban echadas. No había ningún movimiento. Bobby pasó de largo con el coche, aunque no vio ni un solo policía en el vecindario. A pesar de todo, dio una vuelta a la manzana.

Aparcó en la esquina y ordenó a Catherine que se sentase al volante.

—Si le ves —le dijo, sin necesidad de especificar a quién se refería—, pisas el acelerador y te largas de aquí a toda pastilla.

—¿Y si tiene a Nathan?

—En ese caso, pisas el acelerador e intentas golpear a Umbrio en las rodillas. Se caerá al suelo y entonces podrás recuperar a tu hijo.

A Catherine le gustó aquella idea. Le infundió un poco de color en las mejillas y consiguió que le brillasen los ojos. Se trasladó al asiento del conductor con una mirada de clara determinación mientras él examinaba una vez más el arma que le había dado su padre y echaba a andar calle abajo.

La puerta principal no estaba cerrada con llave; aquello le proporcionó la primera pista. Al entrar en el cuarto de estar, el fuerte olor metálico que percibió le dio el resto. Inspeccionó toda la casa, solo para estar seguro, pero estaba vacía. Umbrio había llegado y se había marchado, dejando solo un cadáver a su paso.

No soportaba mirar desde muy cerca al padre de Catherine. El cabello gris, el cuerpo encorvado y despatarrado… todo ello le recordaba demasiado a su propio padre. Vio la escopeta en el suelo y la recogió, antes de tomar una caja de munición del armario, que estaba abierto de par en par. La víctima había presentado batalla, se había mantenido firme por su nieto. Más tarde se lo contaría a Catherine, quizá le consolara en los días venideros.

Salió con la escopeta e, insoportablemente consciente del paso del tiempo, echó una breve carrera hasta el coche. Hacía ya una hora que Umbrio tenía en su poder a Nathan. Sesenta minutos completos; no había forma de saber qué podía hacer un hombre como él en tanto tiempo.

Pero no creía que Umbrio hubiera matado al pequeño, al menos de momento. Si esa hubiera sido su intención, habría encontrado el cadáver de Nathan junto al de su abuelo. No, Umbrio tenía en mente algo mucho más grandioso para Nathan. Y aquel pensamiento le provocó un escalofrío que le caló hasta los huesos.

Mientras se dirigía al coche, marcó el número de la Policía.

—Hallado el cuerpo sin vida de un varón, a todas luces un homicidio —informó, y acto seguido facilitó la dirección. Interrumpió la comunicación en el preciso instante en que la operadora le rogaba que se mantuviera a la espera. Abrió la puerta del coche y se subió al asiento del pasajero.

Catherine miró primero hacia la escopeta y después hacia su cara. Tenía el semblante pálido. Titubeó unos instantes hasta que por fin reunió fuerzas para preguntar.

—¿Nathan?

—No hay rastro de él. Estoy seguro de que todavía está bien.

—De acuerdo —respondió ella, pero en su voz se percibía una obvia tensión, apenas podía dominarse. Hiperventiló y preguntó—: ¿Adónde vamos?

—Creo que ha llegado el momento de dirigirse directamente a la fuente.

—¿A Walpole?

—No. A tu suegro.

El señor Bosu estaba muy contento consigo mismo. Estacionó el coche en paralelo frente a la prestigiosa mansión de los Gagnon, cuya dirección había obtenido gracias a la agenda de Colleen, y se dispuso a escuchar las condiciones en las que el juez renegociaría de inmediato los términos del rescate.

Pero en lugar de eso, lo que escuchó a través de la línea telefónica, fue la risa del juez.

—A ver si lo he entendido bien —decía el magistrado—. Quiere doscientos cincuenta mil dólares, o de lo contrario… ¿Qué es lo que hará?

Él miró al niño. Curiosamente, no se atrevía a hablar claro teniendo al pequeño rígidamente sentado a su lado.

—Me parece que los dos sabemos lo que haré —respondió remilgadamente. Miró por la ventanilla y contempló la mansión con gesto malhumorado. Estaba oscura. Desierta. Por primera vez, el señor Bosu comenzó a hacerse preguntas.

—No me importa.

—¿Cómo dice?

—Ya me ha escuchado. El niño era un problema del que iba a tener que ocuparme tarde o temprano. Es curioso, pero acaba de hacerme usted un favor. Le doy las gracias por ello.

—No quiero su gratitud —replicó con el ceño fruncido—. ¡Quiero su dinero!

—Voy a llamar a la Policía —anunció el juez Gagnon con voz aterciopelada—. Voy a decirles que usted, un delincuente sexual convicto, ha secuestrado a mi nieto. Voy a poner tras su culo a todo el FBI, la policía del estado y puto sheriff local. Yo que usted empezaría a correr, señor Bosu. No le queda mucho tiempo.

La comunicación se interrumpió. El señor Bosu se quedó donde estaba, estupefacto. «Pero ¿qué diablos? ¿Aquel tipejo era incluso capaz de vender a su propio nieto?».

Se apeó del coche. Se olvidó de que Nathan seguía en el asiento delantero y se olvidó de que tenía la camisa manchada de sangre. Fue hasta la puerta principal de la casa y la golpeó con fuerza. Nada. Llamó al timbre. Y, en un arranque de furia, la emprendió con todas sus fuerzas a puñetazos y patadas contra la hoja de roble macizo.

La casa estaba vacía. Abandonada. Desierta. Las ratas siempre eran las primeras en abandonar el barco.

Tenía la respiración agitada y le palpitaba el antebrazo donde él mismo se había cortado. Empezó a sentir náuseas, parecía un yonqui de bajón tras un pico.

Dedicó unos pocos segundos a reflexionar con calma.

¿Así que el juez iba a cuidar de sí mismo…? Al diablo lo de pagar al señor Bosu y al diablo lo de salvar a su nieto… Eso era.

El señor Bosu estaba muy cabreado. Ya ni siquiera le importaba el dinero; ahora era una cuestión de principios.

«Nadie traiciona al señor Bosu. ¡Nadie!».

Regresó al coche de Robinson. El pequeño continuaba sentado donde le había dejado, haciendo cosquillas a Diablillo en las orejas.

—Oye, ¿tu abuelo tiene otra casa aparte de esta? —le preguntó con tono de naturalidad.

El niño se encogió de hombros y siguió jugando con el cachorro.

—¿Tiene algún sitio al que le gusta ir? Ya sabes, un lugar especial.

Otro encogimiento de hombros.

El señor Bosu comenzó a impacientarse.

—Nathan —dijo en tono severo—, se supone que tengo que llevarte con tu abuelo. ¿Es que no quieres ver a tu abuelito?

—Vale.

—Entonces, ¿dónde demonios está?

El pequeño levantó la vista hacia él.

—En el hotel LeRoux —contestó de inmediato.

El señor Bosu sonrió y arrancó el coche.

—Nathan —dijo con seriedad—, cuando llegue el momento, me cercioraré de que no sientas nada.