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El señor Bosu estaba agotado. Aún recordaba la maravillosa euforia, la oleada de energía que siempre acompañaba a un buen plan. Como la que experimentó, por ejemplo, cuando convenció a una inocente Catherine de doce añitos para que se acercara a su coche, especialmente equipado. O cuando fue detrás de aquel médico engominado hasta el aparcamiento desierto; un movimiento rápido de la navaja y… el torrente de endorfinas, la emoción, la vertiginosa sensación de toda aquella sangre caliente y roja chorreando desde sus manos.

Lo malo era que todo lo que sube, baja. Y eso le llevaba a la segunda parte de la ecuación; al tremendo bajón físico. Al momento en que las endorfinas y la adrenalina abandonaban su organismo y le dejaban total y absolutamente exhausto. Si por él fuera, en aquel mismo momento se tumbaría en el duro suelo y se pasaría varios días durmiendo. Por desgracia, tenía cosas que hacer.

Su primera parada fue en un pequeño establecimiento abierto las veinticuatro horas; pienso para Diablillo y, para él, una interesante bebida energética llamada Red Bull. Según el eslogan, Red Bull le daría alas, lo que teniendo en cuenta todo el trabajo que aún le faltaba por hacer, no le vendrían mal.

Al salir de la tienda palmeó el maletero del coche de Robinson.

—Esto va por ti —dijo, sosteniendo el envase en alto, a modo de brindis—. Gracias por negociarme aquel aumento de sueldo y, oye, sin resentimientos. Los negocios son los negocios.

Pero puesto que Robinson estaba muerta, era difícil que contestara. Aun así, el señor Bosu le seguía reconociendo el esfuerzo. Gracias a ella tenía un juego de neumáticos mejor, algunos documentos inesperados y una bonita inyección de dinero en efectivo.

Se acomodó en el asiento del conductor y se terminó la bebida.

—Escucha, Diablillo —informó al cachorro—, esto está a punto de ponerse interesante…

El doctor Iorfino no podía ser más diferente al doctor Rocco. El genetista era alto, delgado y calvo. Con sus gafas supergrandes y su nariz ganchuda, a Bobby le recordó al personaje de Ichabod Crane, pero no en el papel de Johnny Depp, sino en la versión clásica del enjuto maestro de escuela rural de La leyenda de Sleepy Hollow.

El médico les hizo pasar a un despacho impresionante, presidido por una enorme mesa de madera de cerezo maciza y provisto de dos grandes ventanales desde los que se disfrutaba de una vista aérea de la ciudad de Boston. Al parecer, la ciencia genética daba dinero. Además, el doctor Iorfino daba la impresión de ser una persona ordenada y pulcra —en contraste con el consultorio del doctor Rocco, allí no había informes desperdigados y a la vista—. De hecho, sobre el escritorio únicamente había un monitor de pantalla plana y una solitaria carpeta de papel manila.

El doctor Iorfino se sentó en su sillón de cuero negro y, a continuación, señaló las dos butacas vacías que había enfrente.

—Catherine Gagnon —se presentó ella, al tiempo que le tendía una mano.

—Ah, sí. —Él médico se la estrechó al cabo de algunos segundos y, después, dirigió la vista hacia él con curiosidad.

—Yo soy Bobby Dodge —respondió—. Amigo de la familia.

—Interesante —murmuró el médico.

Él se encogió de hombros, pues no estaba demasiado convencido de que resultara interesante ser amigo de la familia, pero el doctor ya estaba abriendo la carpeta.

—Me alegra que haya podido venir a verme —empezó diciendo el médico—. Me pareció importante compartir con usted mis hallazgos antes de ver a Nathan.

—¿Sus hallazgos? —Catherine puso cara de no entender nada—. ¿Cómo puede haber encontrado algo, si todavía no ha visto a Nathan?

El doctor Iorfino parpadeó como un búho.

—¿No se lo dijo el doctor Rocco?

—¿El qué?

—Cuando contactó conmigo para hablarme del caso de Nathan, me envió el historial médico completo del niño, junto con varias muestras de sangre y de orina, a fin de que pudiera empezar de inmediato a buscar pruebas sobre nuestra teoría.

—¿Teoría? ¿Qué teoría? —El tono de voz de Catherine se acercaba al pánico.

Bobby se inclinó hacia delante.

—En estos últimos días la señora Gagnon ha soportado una gran presión, doctor. ¿Le importaría empezar por el principio?

—Bueno, sí. Supongo. Lo del doctor Rocco ha sido horrible, por supuesto. Ah, claro, y también lo del marido de la señora Gagnon. En efecto. —El doctor Iorfino revolvió los papeles que contenía la carpeta al tiempo que carraspeaba—. El doctor Rocco se puso en contacto conmigo hace varios meses con respecto a Nathan. ¿No le mencionó nada de esto, señora Gagnon?

—No.

Hum. Entiendo. Bueno, teniendo en cuenta los síntomas de Nathan… Por un lado la fiebre, los vómitos, la falta de crecimiento, el retraso en el desarrollo de las capacidades motoras… Y por otro, la obvia gluconeogénesis hepática, la intolerancia a la galactosa y la hipofosfatemia resistente a los fármacos… él comenzó a sospechar de la existencia de un síndrome en particular. Por eso me rogó que efectuara un profundo análisis cromosómico del paciente.

—¿Gluconeogénesis? —repitió Catherine con dificultad—. ¿Intolerancia a la galactosa? No sé lo que es todo eso.

—El doctor Rocco ha estado tratando a Nathan como si sufriera una alergia alimentaria, ¿no es así? Sustituyó los productos lácteos por otros de soja y pautó la dieta de la diabetes mellitus, consistente en la ingesta de pequeñas cantidades con bajo contenido de azúcares e hidratos de carbono.

—Pensaba que Nathan podía ser alérgico a la leche. Y como tenía los niveles de azúcar en sangre demasiado elevados, le impuso una dieta baja en carbohidratos y alta en proteínas.

—En efecto, eso es lo que refleja su historial. Sin embargo, como usted misma puede corroborar, aun después de seguir ese régimen durante un año, Nathan no presenta un progreso significativo. Los análisis indican que han aumentado los niveles de glucosa en el organismo, lo cual a su vez da lugar a la acumulación de glucógeno en el hígado, el páncreas y los riñones…

—No. No está mejorando —concordó Catherine.

—Señora Gagnon, Nathan no sufre ninguna alergia alimentaria. Sin embargo, presenta una mutación del gen GLUT2. Dicho en otras palabras, padece una patología clínica rara, pero bien definida, conocida como síndrome de Fanconi-Bickel.

Catherine dejó escapar un leve resoplido.

—¿Ha descubierto qué es lo que le ocurre? ¿Ha descubierto lo que le ocurre a mi hijo?

—Sí. En resumen, debido a un defecto genético, su hijo no metaboliza correctamente la glucosa ni la galactosa…

—¿Qué es la galactosa?

—Los azúcares que contiene la leche. El hecho de retirar a Nathan los productos lácteos ayudó, sí, pero continúa acumulando demasiado azúcar en los filtros de sus riñones, lo cual da lugar a toda una serie de problemas, incluido, si no empezamos cuanto antes el tratamiento adecuado, una enfermedad renal.

—¿Existe un tratamiento adecuado? ¿Usted puede curarle ese síndrome… Fanconi-Bickel? —Catherine le miró con ojos cada vez más brillantes, casi febriles.

—No existe cura para el Fanconi-Bickel, señora Gagnon —dijo pacientemente el doctor Iorfino—, pero ahora que tenemos un diagnóstico definitivo podemos iniciar el tratamiento apropiado que mitigue muchas de las complicaciones que está experimentando Nathan. Con la medicación y la dieta adecuadas, su hijo podrá llevar una vida bastante normal.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Catherine—. ¡Oh, Dios mío! —Se llevó una mano a la boca. Miró al médico con los ojos desorbitados y luego volvió la mirada hacia él. A continuación, y dejándose llevar por el torrente de emociones, rompió a llorar—. Va a ponerse bien. Por fin, por fin, después de todos estos años… Gracias —dijo entre sollozos al genetista—. Después de tantas pruebas, de tanto elucubrar y dudar… No tiene usted ni idea de lo maravilloso que es saber por fin lo que le ocurre.

El doctor Iorfino se sonrojó.

—Bueno, en realidad no soy yo quien merece su agradecimiento. Fue el doctor Rocco el que juntó todas las piezas. Llevó a cabo un estupendo procedimiento, he de decir. El síndrome Fanconi-Bickel es muy raro y muy poco común en esta parte del mundo.

—Un desorden genético… —murmuró Catherine al tiempo que se secaba los ojos—. Un caso aleatorio de mala suerte… ¡Quién lo hubiera imaginado!

El médico frunció el ceño.

—No, señora Gagnon. El síndrome Fanconi-Bickel no es exactamente aleatorio, es una mutación hereditaria, que aparece sobre todo en los varones. Suele darse en las familias que poseen un historial de consanguinidad alta —añadió con tono neutro.

Catherine tardó unos instantes en volver a hablar. Estaba demasiado atónita para reaccionar a la noticia. En cambio, para Bobby por fin todas las piezas empezaban a encajar.

—Pero Jimmy y yo no éramos parientes —protestó Catherine—. Mi familia es de Massachusetts y la suya de Georgia. Sabíamos quiénes eran nuestros padres, no hay forma de que…

—No viene por tu rama —le dijo Bobby, lacónico.

Ella se giró, todavía confusa.

—¿Entonces?

—Por los Gagnon. El juez y su mujer. Por eso se marcharon de Georgia. Por eso ella no existe; lógicamente tuvieron necesidad de darle un nuevo apellido. Y, seguramente, por eso tampoco aparece ninguna licencia matrimonial; de ningún modo habrían superado las pruebas de consanguinidad.

Él se giró hacia el doctor Iorfino.

—¿Esa anomalía genética puede saltarse una generación?

—Desde luego.

—¿Y es posible que una pareja consanguínea tenga un hijo sano? ¿O los hijos que tengan nacerán necesariamente con el síndrome?

—No, no. La descendencia sana es posible. Acuérdese de las familias reales europeas de siglos pasados… Muchos de sus miembros se casaban con primos hermanos y aun así tenían hijos relativamente sanos. Pero la endogamia va debilitando la reserva genética. Tarde o temprano…

—De modo que James y Maryanne se juntan… Supongamos que son primos hermanos… —Frunció el ceño y miró a Catherine—. Harris me ha dicho que la familia de Maryanne falleció antes de la boda, pero ¿qué pasó con la familia de James? ¿Alguna vez les has escuchado hablar de otros parientes; abuelos, tías, tíos, lo que sea?

—No. Jimmy me contó que sus padres procedían de familias muy reducidas. Que no quedaba nadie vivo.

—Así que James y Maryanne se conocen y, seguro, la familia de ella no se siente precisamente eufórica con la idea, pero al poco fallecen. ¡Problema resuelto! James y Maryanne se mudan a este estado y empiezan desde cero, con un apellido nuevo para Maryanne y un pasado nuevo para los dos. Luego tienen un hijo…

—El hermano mayor de Jimmy —susurró Catherine—. El que murió al poco de nacer.

—Quizá Nathan no sea el primer Gagnon varón que presenta los signos del síndrome Fanconi-Bickel. Harris me comentó que James Junior era un niño enfermizo.

—El grado del trastorno crónico del Fanconi-Bickel es variable —informó el doctor Iorfino—. En un caso muy severo…

—Pero Jimmy no tenía signos de sufrir ningún… desorden —protestó Catherine.

—Le repito que la endogamia no garantiza que ocurra un desastre genético, señora Gagnon, solo incrementa la probabilidad.

—Esto es una bomba de relojería —comentó él en voz baja.

—Oh, Dios mío, pobre Nathan…

Un instante después advirtió que Catherine había llegado a sus mismas conclusiones, porque de repente se le agrandaron los ojos con una renovada expresión de horror en ellos. Se giró hacia él.

—Si Nathan tiene ese síndrome… Si otras personas descubren que Nathan tiene ese síndrome… Entonces…

Él asintió con gesto grave.

—Sí. Por eso el juez está tan empeñado en obtener su custodia. La persona que cuide de Nathan posee la llave que abre el secreto más siniestro y mejor guardado de los Gagnon. Y eso es algo por lo que merece la pena matar.