Bobby se reunió con Harris Reed en la cafetería Bogey’s. Hasta un investigador privado de los caros era capaz de apreciar una buena cafetería. Harris eligió la hamburguesa doble con queso y extra de cebolla y champiñones. Él pidió una salchicha y una tortilla de queso.
Harris estaba de buen humor, daba grandes bocados a su hamburguesa chorreante y masticaba con entusiasmo. Sin duda pensaba que él había organizado aquel encuentro para anunciar su sumisión; para decirle que tenía intención de rendirse al plan magistral del juez Gagnon y hacer lo que fuera necesario. Permitió que el investigador se comiera la mitad de la hamburguesa antes de soltar la bomba.
—Menuda escenita la de ayer en Back Bay, ¿no? —dijo con naturalidad.
Las mandíbulas de Harris se detuvieron un momento y sus dientes hicieron una breve pausa en la labor de triturar la carne.
—Sí.
—Tengo entendido que la niñera se ahorcó. ¿Qué dicen sus contactos?
Harris tragó.
—Mis contactos dicen que usted estuvo presente en dicha escena, de manera que seguramente sabe más que ellos.
—Puede que sí. —Aguardó un instante—. ¿Tiene curiosidad?
—¿Debería?
—Yo creo que sí.
Harris se encogió de hombros. Hacía esfuerzos por mantener su actitud de naturalidad, pero había dejado la hamburguesa en el plato y se limpiaba las manos con la enorme servilleta de papel.
—Así que la niñera se ahorcó. Esas chicas tan jóvenes, trabajando tan lejos de su casa… Teniendo en cuenta todo lo demás, puede que no resulte tan sorprendente —comentó Harris.
—Venga —lo presionó él con suavidad—. No se haga el tonto.
—No sé a qué se refiere.
Él se inclinó hacia delante.
—¿Le pidió el juez Gagnon algún nombre? ¿El de alguien capaz de llevar a cabo ciertos «trabajitos»? ¿O quizás el de alguien que conociera a alguien capaz de encargarse de ciertas cosas? ¿O se ocupó usted personalmente? Preferiría pensar que es usted demasiado listo para hacer eso, pero claro…
—No sé a qué se refiere…
—¡Vamos!, Harris. Usted estaba al tanto de lo que le ocurrió a Rocco antes de que cayera una gota de sangre al suelo. Escuchaba. Esperaba. ¿Por qué? Porque sabía que podía suceder algo así. ¿Es mucho el dinero que le paga el juez? ¿Hasta dónde está usted dispuesto a llegar?
—Creo que ya he terminado de comer.
Harris hizo ademán de ir a ponerse de pie, pero él lo agarró de la mano y se la golpeó contra la mesa.
—No llevó ningún micrófono —dijo haciendo hincapié—, no tengo ninguna intención de joderle. Lo único que quiero es un pequeño intercambio de información. De hombre a hombre. Le vendría bien tener un nuevo amigo, Harris, porque los antiguos le están poniendo en una situación difícil.
—No me lo tome a mal, Dodge, pero tal como están evolucionando las cosas, no creo que me favorezca en nada asociarme con usted.
—A la chica le habían roto el cuello, Harris. Alguien partió a Prudence Walker por la mitad, como si fuera un palillo de dientes. ¿De verdad es usted capaz de dormir por la noche con ese cargo de conciencia? ¿De verdad es capaz de mirarme a los ojos y decirme que no siente nada?
Harris había empezando a sudar cuando posó la mirada en su mano, con la que aún le sujetaba la muñeca contra la mesa.
—La Policía va a empezar a sumar dos y dos —continuó diciendo—. ¿Cómo es que un médico terminó cosido a navajazos en un aparcamiento? ¿Por qué una niñera salió de casa para disfrutar de su día libre y terminó muerta? Dos asesinatos son demasiados, por eso era tan importante que la muerte de Prudence pareciera un suicidio. ¿Va a tener punto final este juego, Harris? Porque tanto usted como yo sabemos que una vez que se empieza a matar, se convierte en algo difícil de parar.
—Yo no he proporcionado ninguna información al juez —dijo Harris bruscamente—. De hecho, fue él quien me proporcionó un nombre a mí.
—¿Qué nombre?
—Colleen Robinson. Me pidió que la investigase. Yo al principio no lo entendí, pero luego me hice con cierta información. Según varias fuentes, tiene fama de conseguir que se hagan ciertas cosas.
—¿Una asesina?
—No, no. Colleen está especializada en… conectar a la gente. Una persona necesita algo y otra persona dispone de ello, así que se ocupa de que ambas queden satisfechas. Antes fue una delincuente de poca monta y pasó una temporada en la cárcel por robar coches. Pero mientras estuvo allí dentro construyó una red, y desde entonces ha ido ascendiendo. —Harris se encogió de hombros—. Hice el informe y se lo pasé al juez. Pareció quedar satisfecho.
—Quiero su nombre y su dirección.
—Solo tengo un número de móvil. Para lo demás, búsquese la vida usted solo.
Por fin soltó la mano de Harris.
—En el escenario del primer homicidio había un mensaje que decía: «Uuh». ¿Qué significa eso?
—No lo sé. Mire, yo creo que eso debería preguntárselo a la señorita Robinson. Por otra parte, deduzco que usted ha decidido no aceptar el trato que le ofrece el juez.
—Así es.
—¿Tan buen polvo tiene esa mujer?
—No tengo ni idea.
Harris lanzó un bufido. De nuevo hizo ademán de levantarse de la mesa al tiempo que se frotaba la muñeca disimuladamente, pero reprimió el gesto y se apresuró a meter la mano en el bolsillo.
—Ni que decir tiene —dijo en tono tenso— que si el juez pregunta, no hemos tenido esta conversación.
—Por mí, de acuerdo, aunque personalmente opino que debería ser más cuidadoso a la hora de seleccionar a sus clientes.
—Permítame que le diga; las personas que tienen dinero son siempre las que tienen algo que ocultar. Si empezara a seleccionar, en el plazo de un año estaría en bancarrota.
Harris dio un paso en dirección a la puerta, pero en el último momento cambió de opinión y se volvió.
—Lo de Prudence… lo que le ha sucedido a esa chica, sí, me ha cabreado. —Miró a Bobby y apretó los labios formando una delgada línea—. ¿Quiere escuchar un detalle curioso? El juez afirma que su mujer y él son de Georgia. Que se conocieron allí, se casaron allí y después se vinieron a Boston con la intención de empezar de cero. Pero ahora viene lo curioso… He estado investigando un poco y he encontrado datos de James; de cuando fue al colegio, de cuando se graduó, del primer bufete de abogados para el que trabajó… Sin embargo, Maryanne Gagnon no existe.
—¿Cómo?
—No existe ni partida de nacimiento, ni permiso de conducir, ni licencia matrimonial. Antes de 1965 no existe ninguna Maryanne Gagnon.
—Pero eso no tiene ninguna lógica.
Harris se limitó a sonreír.
—Como digo, Dodge, la gente que está jodida es la que tiene dinero.
A las doce y media del mediodía Bobby salió de la cafetería. Encendió su teléfono móvil. Había un millón de razones por las que no debería llamarla, pero de todos modos marcó su número.
—Sé de quién se ha servido el juez para contratar al asesino —afirmó.
—Yo ya sé quién es el asesino —replicó Catherine—: Richard Umbrio.
Él tardó unos instantes en ubicar aquel nombre. Cuando lo consiguió, su reacción fue de auténtico asombro.
—¿Estás segura? ¿Cómo puede ser?
—Le concedieron la libertad condicional el sábado por la mañana. Lo raro es que los sábados no se pone en libertad a los reclusos.
—Para hacer algo así haría falta una persona que poseyera contactos de muy alto nivel —concluyó él.
—Así es —concordó Catherine con voz tranquila.
—¿Dónde te encuentras en este momento?
—Camino de la consulta del médico nuevo. Me ha pedido que vaya a la una.
—¿Del especialista que te recomendó el doctor Rocco?
—Sí.
—Nos vemos allí.
Bobby hizo acopio de fuerzas para ver a Catherine; reprodujo mentalmente la conversación que había tenido con la doctora Lane. Catherine era muy inteligente, pero sumamente manipuladora, y él era un hombre al que perseguían los problemas. Ella estaba a la defensiva, totalmente en modo supervivencia, y era capaz de cualquier cosa. En cambio él era un hombre que debería ser más sensato.
Al entrar en la discreta y alargada sala de espera del consultorio del médico, vio algo que lo dejó petrificado.
Catherine estaba de pie en un rincón, sola, vestida con la misma ropa de la noche anterior. Llevaba la falda negra arrugada y el jersey gris de cachemir había visto días mejores. Tenía la cara pálida, profundas ojeras y se abrazaba con fuerza una cintura demasiado delgada, demasiado cansada y demasiado estrecha para poder soportar tanto peso sobre los hombros.
Ella levantó los ojos, lo vio, y ambos permanecieron largo rato mirándose el uno al otro en medio de aquella estancia vacía.
Se acordó de la imagen que ofrecía cuando la encontró por primera vez en el museo Gardner, solo dos días atrás. Su elegante vestido negro, sus tacones de aguja, su estratégica ubicación delante del cuadro erótico… Todo lo que llevaba puesto, todo lo que hizo y todo lo que dijo estaba perfectamente planificado y cuidadosamente llevado a la práctica. Aquella era la Catherine Gagnon de la que debía de guardarse un hombre.
En cambio, esta era otra mujer, pensó.
Cruzó la sala.
—¿Y Nathan? —le preguntó.
—Está en casa de mi padre. —Catherine carraspeó—. Anoche tuvimos que ir allí. Descubrí que mis tarjetas de crédito habían sido anuladas, igual que la del cajero automático. Esta mañana he llamado al banco, no me permiten acceder a ninguna de las cuentas ya que, por lo visto, todas están a nombre de Jimmy.
—El juez… —dijo él con voz baja.
—Umbrio ha estado en mi casa —susurró Catherine—. Cuando subí a acostar a Nathan, no funcionaba ninguna de las luces. Estábamos tan aterrados… Entré en el vestidor y allí, en el suelo, estaban todas las bombillas formando la palabra «Uuh».
—Catherine…
—Él ha matado a Tony. Y también a Prudence. Y dentro de poco me matará también a mí. Es lo que prometió hacer. Es lo que siempre ha querido, un día tras otro. Tú no lo entiendes. —Ella había alzado una mano y se frotaba compulsivamente la garganta.
—Catherine…
—Pasé demasiado tiempo a oscuras —susurró— y ya no puedo encontrar la luz.
Él la abrazó y ella se derrumbó contra su torso, con las manos aferrando los pliegues de su camisa y temblando de manera incontrolable. Era menuda, diminuta en realidad, no representaba ningún peso significativo. Pero podía sentir su agotamiento como algo que se desprendía de ella en oleadas y que hablaba de una noche de insomnio tras otra, sumida en un mar de dudas, terror y miedo.
Quiso decirle que todo iba a solucionarse. Que ahora estaba él allí, que iba a ocuparse de todo, que ella ya no tendría que volver a pasar miedo… Pero muchos hombres le habían hecho las mismas promesas necias y él era demasiado sensato para hacerlo. Ella lo sabía.
Alzó una mano y le acarició el cabello, y por espacio de un solo instante Catherine se apretó contra su cuerpo.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció una recepcionista.
—Ya puede pasar, señora Gagnon.
Catherine irguió la espalda y se apartó de él, que dejó caer la mano a su costado.
Ella se giró hacia el vestíbulo y él la siguió. Sin embargo, justo antes de traspasar la puerta, ella se detuvo por última vez.
—Yo nunca he dicho que no haya hecho daño a Jimmy —declaró.
Y acto seguido entraron en el despacho del médico.