—Estoy viendo la espalda de un varón, de raza blanca, aproximadamente uno ochenta de estatura, cabello corto y castaño, camisa azul oscura. Se encuentra de pie, como a metro y medio de las puertas del balcón que hay en la fachada frontal del edificio, a partir de ahora lado A, altura cuatro. Las puertas del balcón miden un metro de ancho, se abren hacia fuera y son el tercer hueco que hay. El primer hueco es una ventana de guillotina de unos ochenta centímetros de ancho y dos metros de alto. El segundo hueco es otra ventana de guillotina de unos setenta centímetros de ancho y dos metros de alto. El cuarto hueco del lado A, altura cuatro, es una última ventana de guillotina, de unos setenta centímetros de ancho y dos metros de alto.
Bobby iba dando los detalles del cuarto piso de los Gagnon sin quitar ojo a la solitaria figura del hombre, que no se movía. ¿Vigilaba a alguien? ¿Buscaba algo? Tenía las dos manos delante del cuerpo, de manera que él no podía distinguir si iba armado.
Tomó los prismáticos y escrutó en busca de una mujer y un niño, pero no vio nada.
La estancia parecía ser un dormitorio, con una enorme cama colocada en mitad de la habitación y paralela a las puertas del balcón. Era una de aquellas complicadas camas de hierro forjado con un sinfín de vaporosas cortinas de gasa blanca. Detrás de la cama había una hilera de puertas plegables pintadas de blanco, seguramente un armario. A la izquierda distinguió un hueco en el que parecía haber otra puerta, tal vez el baño principal o incluso una zona de estar.
El lugar era grande y poseía muchos lugares en los que esconderse. Aquello hacía la vida interesante a cualquiera.
Trató de ajustar los prismáticos para escudriñar las sombras del hueco de la izquierda, pero no lo consiguió. Observó, brevemente, a través de las otras ventanas iluminadas del edificio, pero no vio señales de vida.
Entonces, ¿dónde estaban la mujer y el niño? ¿Escondidos entre las capas de tela que rodeaban la cama? ¿Dentro del armario? ¿Muertos, en el suelo?
Sintió que se le encogía el estómago por culpa de la tensión y se obligó a respirar despacio.
«Aspira, espira. Concéntrate. Forma parte del momento, pero sin entrar en él. Distánciate. Recuerda que la diferencia entre un tirador y un francotirador es que el tirador sabe cuándo apretará el gatillo, el francotirador no».
Se preparó para la larga espera que tenía por delante. Ajustó la posición del rifle, colocando la culata sobre la bolsa de frutos secos hasta que alcanzó la altura perfecta. Luego movió la silla para poder apoyarse en la mesa y asegurar firmemente la cantonera en la curva del hombro. Una vez que sintió su Sig Sauer bien colocado, apretado pero cómodo contra el cuerpo como si fuera un apéndice más —un tercer brazo—, se inclinó hacia delante y buscó la carrillera, el punto exacto en el que su mejilla tocaba la culata y su ojo se situaba en el visor con una alineación tan perfecta que, de repente, el mundo entero se reducía al punto de mira. Todo estaba a la vista, todo estaba al alcance de su rifle.
Estudió una vez más al solitario hombre, que en esos momentos miraba por encima del borde de la cama de hierro forjado.
Introdujo un proyectil de punta blindada y, despacio, centró el punto de mira sobre la nuca del sospechoso. Su respiración era superficial, su pulso estable. Apuntó el arma sin notar el más mínimo temblor en la mano.
Los francotiradores de la Policía practicaban con un único fin; dejar incapacitado inmediatamente a un individuo que pudiera tener el dedo apoyado en un gatillo. Básicamente, un mes tras otro, él se entrenaba para seccionar el bulbo raquídeo de una persona.
Se sentía satisfecho con la posición, el ángulo era fácil y la distancia resultaba manejable. Sufriría una leve desviación a causa del cristal de la puerta del balcón, pero nada que no pudiese solventarse con la munición de 165 granos. Teniendo como tenía al objetivo inmóvil, no necesitaba preocuparse de calcular la variación balística. Además, a esa distancia tan corta, el viento y la meteorología no eran factores a tener en cuenta.
Se apartó de la mira con cuidado de no variar la posición del arma y, con la mano derecha, apuntó los datos tácticos en su cuaderno de bitácora detallando la munición, el ajuste del visor y la posición. Acto seguido tomó los prismáticos, que le proporcionaban una visión más amplia y, poniendo de nuevo mucho cuidado en no mover el rifle, continuó vigilando la escena.
El hombre se había desplazado ligeramente hacia los pies de la cama. Notó que la tensión aumentaba por momentos, era una fuerza in crescendo y, aunque no era capaz de distinguir el motivo, la percibía.
Quizá fuese por la manera en que el hombre se mantenía de pie, con los hombros tensos, los codos hacia fuera y los pies ligeramente separados; aquella era una postura dominante, la de un hombre que intenta parecer todavía más grande y más fuerte. Apostaría lo que fuera a que, si pudiera verle la cara en aquel momento, el tipo tendría una mueca horrible y una iracunda mirada inyectada en sangre.
Una vez más buscó señales de la presencia de la mujer y del niño sin encontrarlas. Sin embargo, tenían que estar en aquella habitación, de lo contrario el hombre no estaría moviéndose. Ojalá pudiera verle la cara.
Sin poder intervenir de inmediato, continuó haciendo el diagrama del edificio para su equipo y, siguiendo el protocolo de actuación, identificó cada lado de la casa con una letra: A, B, C o D. Teniendo en cuenta que el edificio estaba pegado a otros inmuebles tanto por los costados como por la parte de atrás, quedaba solo la fachada frontal, la cual designó con la letra «A». A continuación pasó revista a cada piso, o altura, numerándolos del uno al cinco, más el sótano. Por último detalló cada una de los huecos de «A», señalando si se trataba de una ventana o de una puerta, indicó su tamaño aproximado y les asignó un número, de izquierda a derecha, empezando por el uno.
Esta operación proporcionaba un gráfico uniforme por el que podrían guiarse todos. Así, el hombre que estaba de pie delante de las puertas del balcón sería, lado A, altura cuatro, hueco tres; o de forma abreviada, cuando las cosas se animasen, «varón-solo-A-cuatro-tres». Nadie tenía que ponerse a dilucidar si era la izquierda o la derecha de uno o de otro; con tres coordenadas rápidas quedaba todo claro.
Una vez que terminó el diagrama, procedió a su chequeo personal; rutinas que había ido adquiriendo a lo largo de los años de profesión. ¿Había alguna señal de que hubieran preparado la casa por adelantado, como puertas bloqueadas o tablones claveteados en las ventanas? ¿Había signos de que alguien estuviera intentando ocultar una fechoría, como persianas bajadas o muebles que impidieran la visibilidad del interior? Cualquier preparativo llevado a cabo por adelantado constituía una señal de advertencia, igual que los disparos realizados por la ventana o las amenazas explícitas.
Hasta ese momento todo estaba en calma. No se veía a nadie en todo el edificio, excepto al solitario individuo que estaba de pie a un metro y medio de las puertas del balcón, A-cuatro-tres.
Se apartó los prismáticos de los ojos y volvió a escrutar la habitación por la mira del rifle.
Por la ventana abierta entraba un viento frío que le helaba la cara y le entumecía los dedos. En cuanto llegase el observador le pediría que cerrase la ventana pero que se sentase lo bastante cerca como para volver a abrirla con rapidez en cuanto le avisara. Sin embargo, de momento estaba bien; su respiración era constante y tenía los músculos relajados, había encontrado el punto; tranquilo pero preparado, alerta pero relajado. Arriesga poco y perderás poco. En realidad, ya ni siquiera pensaba en la mesa de juego sobre la que se apoyaba, ni en el hecho de que el señor Harlow todavía estuviera detrás de él, en el umbral, impaciente por ver el espectáculo.
El negociador de rehenes llegaría enseguida, hablaría por teléfono con el sospechoso e intentaría encontrar una solución pacífica. Si el individuo aún no había infligido ningún daño, lo más probable era que le convenciera para que depusiera su actitud en aquel momento, cuando lo más que tendría que soportar sería un poco de vergüenza. Pero si la familia estaba herida, o peor, muerta, las cosas se pondrían más difíciles. No obstante, el equipo de gestión de crisis era muy bueno. No hacía ni un año que él había visto cómo el negociador jefe, Al Hanson, convencía a tres criminales fugados de que se rindieran pacíficamente, y eso que los tres se enfrentaban a la cadena perpetua y no tenían nada que perder liándose a tiros con todo el mundo.
Una vez que lo consiguió, Hanson se acercó a cada uno de los presos, ya reducidos, les propinó una palmada en el hombro y les dio sus más sinceras gracias por haberse rendido.
Aquellas situaciones generaban siempre mucha adrenalina, testosterona y, por regla general, una publicidad a bombo y platillo. Pero luego llegaba su equipo, se ponía manos a la obra y relajaba el ambiente. No había razón para actuar precipitadamente ni recurrir a la violencia. Bastaba con seguir el protocolo y todo saldría bien.
Movimiento. En el edificio de enfrente el sospechoso se había girado de repente y, muy inquieto, dio unos pasos hacia la derecha. Por fin él vislumbró un arma de fuego.
—Individuo varón de raza blanca moviéndose frente al balcón, A-cuatro-tres. Veo lo que parece ser una pistola de nueve milímetros en su mano derecha. Mujer de raza blanca —exclamó de pronto con un tono de voz ligeramente triunfal—, cabello largo y negro, camiseta color rojo oscuro, parece estar de rodillas o sentada detrás de la cama, a unos cuatro metros y medio del balcón A-cuatro-tres. Niño de raza blanca, moreno, abrazado a la mujer. Es pequeño, como de dos o tres años.
Escuchó la voz del teniente Jachrimo a través del receptor.
—¿Se mueven la mujer o el niño? ¿Hay señales de que estén heridos?
Frunció el ceño. Eso era más difícil de distinguir. El hombre volvió a interponerse en su campo visual, caminando deprisa y agitando la pistola en la mano derecha. Enfocó el punto de mira sobre el arma del hombre, en busca de más detalles; demasiado difícil mientras siguiera moviéndose. Alejó el zoom para intentar hacerse una idea sobre el individuo por su manera de empuñar la nueve milímetros, por la forma de moverse por la habitación. ¿Tenía experiencia en el manejo de armas? ¿Era un aficionado que estaba alterado? Aquello también resultaba complicado de determinar.
El sospechoso se desplazó hacia la derecha, con lo cual pudo ver que la mujer estaba gritando. Tenía al niño apretado contra ella, con el rostro vuelto hacia su pecho y le tapaba los oídos con las manos.
Estaban ocurriendo cosas de forma súbita y rápida. No podía saber qué era lo que había provocado aquella conmoción, pero ahora el hombre también chillaba. A través de la mira del rifle veía cómo el tipo escupía saliva por la boca y se le contraían los músculos del cuello. Era surrealista estar contemplando aquella explosión de furia y sin embargo no escuchar nada.
La mujer se levantó, aferrando todavía al pequeño contra su pecho. Ya no gritaba, parecía haber tomado una decisión. El hombre vociferaba con violencia, pero ella se limitaba a mirarlo fijamente.
De pronto, el sospechoso apuntó con el arma a la cabeza de la mujer al tiempo que extendía la mano izquierda, como si estuviera haciendo señas al niño.
—El individuo varón está amenazando a la mujer —se oyó informar a sí mismo—. La apunta con una pistola…
El hombre seguía apuntando con el arma a la cabeza de la mujer mientras se movía con rapidez alrededor de la cama, estaba furioso. Ella no pronunció una palabra ni se movió del sitio. El sospechoso se situó justo delante de ella, chillando como un energúmeno, y tiró del niño con la mano izquierda. El niño se despegó del pecho de su madre y él pudo vislumbrar, durante un corto espacio de tiempo, una carita pálida de ojos oscuros y aterrados. El pequeño estaba muerto de miedo.
—El individuo varón tiene al niño y lo empuja hacia el otro lado de la habitación.
Lo estaba apartando de su madre. Lo alejaba de lo que estaba a punto de suceder.
Él se situó en el ahora; en el momento, pero fuera de él. Ajustó la mira, unos leves retoques que para él eran tan naturales como respirar. Se desplazó ligeramente hacia la izquierda y recalculó la variación balística al tiempo que el sospechoso empujaba a su hijo hacia los pies de la cama y daba un paso atrás, distanciándose de su mujer.
El niño desapareció entre las vaporosas gasas blancas de la cama. Ahora la cuestión estaba entre el hombre y la mujer, el marido y la esposa. Jimmy Gagnon ya no chillaba, pero el pecho le subía y bajaba ostensiblemente, tenía la respiración agitada.
Por fin la mujer habló. Resultó fácil leerle los labios desde el mundo ampliado que le ofrecía la mira Leupold.
—¿Y ahora qué, Jimmy? ¿Ahora qué queda?
De repente Jimmy sonrió, y en aquella sonrisa él supo lo que iba a ocurrir a continuación con toda exactitud.
Jimmy Gagnon tensó el dedo contra el gatillo de la pistola. Y, desde una distancia de cincuenta metros, en la habitación a oscuras de la casa de un vecino, Bobby Dodge le voló la tapa de los sesos.
Jadeaba. Respiraba con dificultad. Sentía una opresión insoportable que hacía que le estallara el pecho de repente, para a continuación hundírselo del todo.
Bobby retiró el dedo del gatillo y se echó hacia atrás como si esquivara a una serpiente de cascabel. A pesar de todo, su ojo permaneció en la mira, por lo que vio cómo la mujer se precipitaba hacia los pies de la cama para recuperar al niño y le giraba la cabeza para que no pudiera ver la lluvia de sangre que brotaba del cuerpo de su padre.
Durante un instante madre e hijo permanecieron de pie enlazados en un amasijo de brazos y piernas, mientras ella apretaba la mejilla sobre la coronilla del pequeño. Después, la mujer alzó la cabeza y giró la vista hacia el otro lado de la calle. Observó atentamente la casa del vecino y lo miró fijamente. Un hormigueo que no fue capaz de explicar le recorrió por entero.
—Gracias —vocalizó la mujer.
Él se levantó de la mesa y, por primera vez, cayó en la cuenta de que tenía la respiración muy agitada y el rostro empapado de sudor.
—Mierda —exclamó el señor Harlow desde la puerta.
Justo en ese momento el resto del mundo recobró la nitidez habitual. Ruido de pisadas. Aullido de sirenas. Hombres que se acercaban; unos a ella, otros a él.
Puso las manos a la espalda, plantó firmemente los pies en el suelo y esperó tal y como había sido entrenado. Él había cumplido su misión. Había segado una vida para salvar otra.
Y ahora se vería salpicado por la mierda.