27

A las dos de la madrugada, el mundo entero dormía en sus camas como lirones. Y al señor Bosu le gustaría hacer lo mismo pero, por desgracia, Diablillo tenía otras ideas. En aquel momento el cachorro lloriqueaba en el cuarto de baño, arañando la puerta. Una mitad de él pensaba, «que se joda»; solo era la segunda noche que pasaba en una cama de verdad, con sábanas de verdad, por Dios… Podía estirar los brazos y las piernas, podía hundir la cara en el colchón y no sentir el hedor a meados. ¡Y una mierda iba a levantarse por culpa de un chucho llorón!

La otra mitad de su cerebro aplicaba una lógica implacable: si ya tenía los ojos abiertos como platos, y llevaba varias horas así, bien podría ocuparse de su perro. ¿Quién se hubiera imaginado que, cuando por fin consiguiera salir de la trena, no iba a ser capaz de dormir rodeado de silencio?

Qué injusta era la vida.

Se levantó de la cama, se puso su pantalón de quinientos dólares y abrió la puerta del baño. Diablillo saltó disparado a sus brazos y, retorciéndose de pura alegría, le lamió el mentón.

—Ya, ya, ya. —Trataba de que su voz sonara brusca, pero Diablillo le besó la mitad de la cara y aquello derritió, de una vez por todas, su malhumor.

Supuso que ya había dormido lo suficiente en los últimos veinticinco años. Ahora era un hombre libre que iba a pasear a su perro un rato.

—Hala, a la calle.

Enganchó la correa de Diablillo y se encaminó hacia la puerta. Aquella noche había seleccionado un Hampton Inn, un hotel agradable donde no llamaría la atención; un tipo trajeado como tantos otros que pasaban por allí. Uno que hoy estaba en un sitio y mañana estaría en otro; ni siquiera merecía la pena acordarse de él.

Diablillo encontró un buen arbusto en el aparcamiento, se agachó y lo roció con un chorro sorprendentemente abundante. A aquella hora no había nadie por allí. ¡Qué diablos! Se desabrochó el pantalón y lo imitó; un hombre y su perro echando una meadita. Después de aquello todo tenía mejor color, lo que estaba bien porque, aquella misma tarde, se había sentido un poco melancólico.

Había sido una jornada decepcionante. Productiva, pero… sosa. Localizó a la chica cuando salía del piso en cuestión. Se situó a su lado, caminando a su paso, y entabló una conversación con ella sirviéndose del perrito. Todo había ido como la seda, excepto que…

Para empezar, ella no se quedó prendada de su nuevo vestuario. No vio ninguna chispa en sus ojos, ni un solo signo de interés, lo que, a decir verdad, le fastidió porque iba hecho un pincel; al menos iba lo bastante guapo como para que una mujer a la que no conocía de nada le aceptase una invitación a cenar. En cambio aquella chica, que no era precisamente una belleza, apenas le había mirado. De hecho, después de acariciar brevemente las orejas a Diablillo, siguió andando a su aire.

Desconcertado, tuvo que dar un par de zancadas para alcanzarla de nuevo. Le resultó gracioso comprobar que después de pasar veinticinco años en el trullo, uno no piensa igual de bien cuando camina.

La muy arpía se le escapaba. No podía montar una escena, pero tampoco podía dejar que se alejase, de ningún modo colaría que él había vuelto a cruzarse en su camino por arte de magia más tarde. No, de eso nada. Además, ya había elegido una estrategia y la llevaría a cabo.

Cuando ya llevaba recorrida media calle tuvo una idea; ¿qué era lo que él adoraba y conocía bien? Los niños. ¿Qué adoraba y conocía bien una niñera? Los niños. Así que empezó a parlotear acerca de sus 2,2 hijos y de la escasez de guarderías de calidad. Y, ¡bingo!, logró captar de nuevo su atención.

Resultó que Prudence Walker estaba buscando cambiar de jefes. Interesante detalle, su familia actual le daba «un poco de miedo». Al parecer, cuando el padre de una familia es asesinado mientras apunta con una pistola a su mujer y a su hijo, la niñera no acaba de asimilarlo demasiado bien.

Aunque no es que la muerte del padre fuera una gran pérdida. En lo que a la niñera concernía, él tenía las manos muy largas, y en lo que concernía a su familia, se ponía muy violento cuando bebía. Por lo visto, era un auténtico perdedor. Sin embargo era rico, lo cual explicaba que viviera en una casa en Back Bay mientras que los demás perdedores iban a la cárcel. Una vez más, qué injusta era la vida.

El señor Bosu terminó cansándose de escuchar hablar sobre el padre, él quería saber sobre la madre. Quería saber sobre Catherine…

La madre era una buena pieza, según la niñera. La señora Gagnon acostumbraba a hacer cabriolas sobre unos tacones imposibles; una mujer de su edad haciendo el ridículo de semejante manera… («La señora Gagnon es muy guapa», tradujo él mentalmente. Mucho más guapa que la joven niñera y el doble de sexy).

Además, imponía demasiadas normas. El niño no puede comer esto, el niño debe comer aquello…

—El pobrecito debe de pesar menos que una brizna de hierba —siguió parloteando la muchacha—. A mi modo de ver, debería estar agradecida de que el niño acepte siquiera llevarse algo a la boca.

La madre era una mujer fría y arrogante, que tenía una opinión demasiado alta sobre sí misma y se daba aires de grandeza. Sin embargo no hacía nada; ni trabajaba, ni atendía la casa, ni criaba a su hijo… Estaba siempre fuera, probablemente muy ocupada con sus diversos amantes.

Él ya no tenía necesidad de hablar, se limitaba a contestar con un «¡Oh, no!» o un «¡Oh, sí!» en el tono de voz que resultase más empático. La chica se había lanzado, era obvio que llevaba mucho lastre reprimido en su interior. Descubrió que, al más leve empujón, ella volvía a arremeter contra Catherine; contra «aquella horrible mujer que le hacía cosas horribles a su pobrecito hijo».

Durante un instante volvió a sentir la magia de antaño. Brillaba el sol, Diablillo brincaba alegremente y ellos caminaban al mismo paso. Sus terminaciones nerviosas fueron cobrando vida y el mundo adquirió una dimensión surrealista, como si girara a cámara lenta. Era el señor Bosu cazando en la jungla urbana. El señor Bosu acechando maravillosamente, magníficamente, a su presa.

Treinta mil dólares, pensó. Vaya, ¡quién hubiera dicho que alguna vez le pagarían por esa mierda!

Llegaron a una parada de autobús. La niñera hizo un alto y, de repente, pareció darse cuenta de que en todo aquel tiempo no había parado de hablar y de que él todavía la acompañaba. Por primera vez se la vio incómoda.

Pensó que había llegado el momento de tomar la iniciativa; de invitarla a su casa para que conociera a su mujer y a sus hijos, ya que vivía justo a la vuelta de la esquina, mientras inventaba cualquier amable excusa para pillarla a solas.

La miró a los ojos y, en aquel instante, la fantasía desapareció. El mundo perdió todos sus colores y su adrenalina se estrelló contra el suelo. Ella no se estaba tragando la historia. De hecho, lejos de sentirse cautivada por su lujosa ropa y el adorable cachorrito, estaba empezando a fruncir el ceño.

Se tambaleó al borde de un precipicio. «Déjala ir. Lárgate. Nadie va a enterarse».

Pero enseguida se dio cuenta de que ya era demasiado tarde.

Ella conocía a Catherine. Había hablado de Catherine. A partir de ese momento, su destino estaba sellado.

Miró calle arriba. Luego miró calle abajo. La chica abrió la boca.

Él la sujetó con el brazo izquierdo, girándola para ponerla de espaldas a él, mientras le envolvía el cuello con el otro. Una leve queja. «Sí, no, por favor, no lo hagas». Un chasquido, y la chica se desplomó, ingrávida, contra él. La acunó en sus brazos, hociqueándole en el cuello como si fueran amantes.

Después lo olió en su piel. Sexo. Sudoroso, lujurioso, reciente. Adulto.

El deseo lo abandonó rápidamente y lo dejó sosteniendo el peso muerto de un cuerpo carente de interés, mientras Diablillo daba tirones a la correa y gimoteaba con curiosidad.

A partir de ese momento, el resto fue simplemente trabajo, y ni siquiera uno divertido. Tener que cargar con el cadáver y apartarlo de la vista de cualquiera sin llamar demasiado la atención; caer en la cuenta de que ahora sí que la había cagado, porque se suponía que se serviría de su poder de persuasión para conseguir que la chica escribiese una nota… En fin, había quemado sus naves. Tendría que escribirla él mismo, con su mejor letra de jovencita. ¡Claro, como que la Policía no iba a darse cuenta!

Supo, sin ninguna duda, que el que le había hecho el encargo no iba a alegrarse. Y, encima, estaba el pequeño problema de haberse pasado un poco con el último trabajo. Empezó a sentir auténtica antipatía hacia su patrón. Si matar era tan fácil, ¿por qué no lo hacía él mismo? Sinceramente, un pequeño asesinato y un poco de caos no eran algo tan divertido como parecía. Como muestra bastaba lo que ocurría en ese mismo instante; el señor Bosu estaba cansado; el señor Bosu quería cenar. Joder, cómo le apetecía beber algo.

En cambio, estaba de pie en una esquina, obligado a fingir una sesión de morreo con un cadáver, solo para no hacer el ridículo.

Una vez más, obligó a su cerebro a pensar deprisa.

Muy bien. Apoyó a la niñera muerta en el hueco de una escalera. Lucía una expresión serena y agradable, como si fuera una joven echando una cabezadita al sol. Acto seguido dio la vuelta al edificio y, corriendo un riesgo que no le agradaba, hizo el puente a un coche. Aquello sería su final, pensó de manera morbosa; saldría impune del asesinato, pero lo detendrían por robar un coche.

Regresó a la calle principal y aparcó en doble fila con un coche robado. Esperó a que pasara el tráfico y, después, procedió a meter el cadáver en el asiento delantero del coche sin llamar demasiado la atención.

—Ay, cariño, tienes que dejar de beber tanto —exclamó en voz alta, empleando un tono de exasperación. El hecho de que pareciera que no había nadie por los alrededores no quería decir que no hubiera alguien escuchando.

Por fin tenía al cachorro, a la niñera muerta y al coche robado bajo su dominio y en marcha. Ahora tenía que llevar el cadáver al lugar adecuado, a la hora apropiada y en el momento oportuno.

Mierda, en la cárcel había organizado asesinatos que le habían dado mucho menos trabajo que ese. Menos mal que el Benefactor X había soltado la pasta extra, porque el trabajito valía bastante más de diez mil dólares. Ya ni siquiera treinta de los grandes parecía un chollo, en absoluto.

Sacó el móvil y llamó a su contacto. Al parecer no se había equivocado demasiado al elegir el momento. La residencia se hallaba despejada, así que podía proceder.

Tras un breve trayecto, llegó a la casa que fantaseaba visitar desde hacía seis meses; desde que recibió la primera llamada telefónica. Desde que su misterioso jefe extendió la mano para insuflar esperanza al mundo del señor Bosu con su varita mágica.

Un giro con la llave de la niñera y, vía libre. Entró en la vivienda. El señor Bosu olisqueó el aire en busca de una pizca del perfume de Catherine, pero no podía entretenerse. «Hoy no, pero… Oh, oh… Estaba tan cerca…».

Mientras subía al último piso, pensó en Catherine. Mientras abría la escalera de mano, colgaba la cuerda y forcejeaba con el grueso cadáver de la niñera, se imaginó sus delicadas facciones. Mientras colocaba las velas y las encendía con ternura, recordó cómo le había rodeado el cuello con las manos.

Apretó. Todos y cada uno de aquellos días apretó con fuerza, y todos y cada uno de aquellos días se detuvo en el último instante. Habría llegado un momento en que no se hubiera detenido, ambos lo sabían. Habría llegado un momento en que el deseo hubiera sido demasiado intenso y él, simplemente, hubiera continuado apretando hasta robarle el último y doloroso aliento.

Pero siempre se detuvo, y en todas las ocasiones vio en sus ojos una pequeña chispa de alivio antes de que él se girara para salir a la luz, se despidiera de ella alegremente y la abandonara una vez más en aquel agujero frío y negro.

Después llegó el día en que regresó a aquel lugar privado, silbando, optimista, feliz —incluso le llevaba un pastelito Twinkie como regalo especial— y lo encontró vacío. Se sintió dolido de veras y a continuación le asaltó el pánico. Alguien se la había robado, alguien se la había llevado. No volvería a verla nunca… Y luego, al instante siguiente, supo lo que había sucedido; se había escapado. Lo había abandonado. Después de todo lo que había hecho por ella, de toda la atención que le había dedicado, de todos los momentos en que tuvo su vida en sus manos y le permitió seguir viviendo…

La rabia que lo invadió fue inimaginable. Regresó a su casa, se sentó en su habitación y pensó en matar a todo bicho viviente que se cruzara en su camino. Empezaría por sus padres, por supuesto. Era lo más decente; matarlos antes de que se dieran cuenta de que habían criado a un monstruo. Después seguiría con sus vecinos, y lo haría de manera metódica; de la casa más cercana a la más lejana, a lo largo de toda la calle en la que vivía.

Lo mejor sería utilizar una pistola; un método rápido y poco agotador. En cambio, no le atraía. Disparar una bala era matar a distancia y él deseaba la proximidad, la intimidad. Deseaba escuchar la succión húmeda de la hoja del cuchillo al penetrar en la carne; deseaba sentir la vida de otra persona salpicándole las manos como lluvia caliente; deseaba contemplar cómo se apaga la última chispa de esperanza de alguien que se enfrenta al vacío infinito y terrorífico.

Debería haberlo hecho. Debería haber ido a la cocina, coger un cuchillo de sierra, ir en busca de su madre y empezar a trabajar. Pero no lo hizo. Se quedó sentado de brazos cruzados y, luego, cayó en la cuenta de que tenía hambre, así que se preparó un sándwich de jamón y queso. Después, con el estómago lleno, descubrió que toda aquella rabia le había dejado bastante agotado, de modo que se echó una siesta.

Lo siguiente que recordaba era que habían ido pasando los días sin que él apenas decidiera hacer nada. Cuatro días más tarde, la Policía se presentó en casa de sus padres y, a partir de entonces, tardaría mucho tiempo en volver a tomar sus propias decisiones.

Colgó a la niñera, desplazó la cómoda y rompió el plástico que cubría la cristalera rota. A continuación depositó la nota, torpemente falsificada, sobre la cama.

El móvil que llevaba en la cintura sonó; Catherine y Nathan iban hacia allí, le informó su contacto. Era el momento de marcharse. Permaneció unos segundos más en el umbral, con la mano apoyada en el picaporte, olfateando cualquier efluvio del perfume de ella. ¿Soñaría Catherine con él? ¿Le echaría de menos? Dicen que una chica jamás olvida su primera vez…

Y entonces, en aquel instante, fue presa de la inspiración divina. Se movió deprisa hasta la habitación del niño. Cuatro minutos, eso era todo cuanto necesitaba. Un movimiento rápido aquí, otro movimiento rápido allí…

Había recuperado la emoción, aquel huidizo hormigueo que no había sentido desde que rodeó con un brazo el cuello de la gruesa niñera. Ahora volvía a experimentarlo, mientras se movía velozmente por la habitación del niño, imaginando la cara que pondría Catherine.

Tres minutos después bajaba la escalera a toda prisa silbando una melodía. Restableció el sistema de seguridad, cerró con llave la puerta principal y se encaminó al vestíbulo. Recogió a Diablillo, que lo estaba esperando junto a la puerta de la calle, y echaron a andar por la acera.

Captó brevemente la voz de un niño pequeño a su espalda.

—Mamá, mira qué cachorrito.

El señor Bosu se fundió con la oscuridad.

Ahora, en el aparcamiento del Hampton Inn, se dio por vencido con respecto a conciliar el sueño. Estaba demasiado inquieto, demasiado alterado tras recordar los últimos acontecimientos.

Bien, pues haría algo útil, decidió.

—Oye, Diablillo —dijo en voz baja—, nos vamos de viaje.