Catherine no supo qué era lo que había empezado a aterrorizarla.
Nathan y ella se encontraban en la planta baja, en el cuarto de estar. Eran casi las diez, mucho más tarde de la hora en la que el niño debería acostarse, sin embargo el pequeño no quiso irse a la cama y ella no tuvo valor para obligarle. Nathan estaba tumbado en el suelo, sobre una montaña de cojines entre los que solo le asomaba la cabecita. Veía, por segunda vez consecutiva, su película favorita, Buscando a Nemo.
Ella miró el reloj una vez más, preguntándose cuándo regresaría Prudence.
Por último, solo para mantenerse ocupada con algo, se puso a trajinar en la cocina. Nathan no tenía permitido tomar chocolate, de manera que le calentó leche de soja con sabor a vainilla. El pequeño aceptó la taza sin decir palabra, con los ojos pegados al televisor.
—¿Qué tal el estómago?
Nathan se encogió de hombros.
—¿Tienes hambre?
De nuevo la misma respuesta.
—A lo mejor te apetece un poco de yogur.
Él negó con la cabeza sin apartar la mirada de la pantalla.
Regresó a la cocina. Ahora que se fijaba, necesitaba urgentemente comprar comida; quedaba poca leche de soja y apenas algunos yogures. Nathan comía un pan especial sin gluten que casi se había terminado y también estaba a punto de acabarse su mantequilla de cacahuetes orgánica. Empezó a escribir una lista y, de pronto, se acordó de que al día siguiente tenían consulta con el nuevo pediatra. Se detuvo.
Salió de nuevo de la cocina y entró en el cuarto de estar.
—Nathan, tenemos que hablar.
De mala gana, el niño despegó los ojos del televisor y los posó en ella.
—El doctor Tony ya no puede seguir siendo tu médico.
—¿Por qué?
Titubeó un instante. Tenía pensado decir la verdad a su hijo, pero al contemplar su carita demacrada, su coraje se vino abajo.
—El doctor Tony opina que necesitas un médico especial. Un supermédico. Uno con superpoderes.
A pesar de que Nathan solo tenía cuatro años, la mirada que le dirigió era profundamente escéptica. Dios, ¿por qué Prudence no había llegado todavía? Ya, le correspondía el día libre entero, ¿pero tenía que pasar fuera de casa también toda la noche? ¿Es que no comprendía que ella podía necesitarla con urgencia?
Volvió a intentarlo.
—Mañana —probó de nuevo— vamos a ver a otro médico, el doctor Iorfino. Su especialidad son los niños como tú.
—¿Un médico nuevo?
—Un médico nuevo.
Nathan se la quedó mirando. A continuación, muy despacio, cogió su taza de leche de soja y la derramó aposta sobre la moqueta.
Ella respiró profundamente. No estaba enfadada con Nathan —todavía—, pero experimentó un acceso de ira creciente y fuera de lugar hacia Prudence, que la había dejado tirada, obligándola a vivir aquella escena.
—Eso no ha estado bien, Nathan. Solo los niños malos tiran la leche en la moqueta y… tú no quieres ser un niño malo.
A Nathan comenzó a temblarle el labio inferior mientras hacía pucheros y asentía furioso.
—¡Sí quiero ser malo! ¡Los niños malos no van al médico!
Tenía lágrimas en los ojos. Unas lágrimas gruesas, sin derramar, de esas que a una madre le duelen mucho más que cualquier rabieta.
—El doctor Iorfino va a ayudarte —insistió—. Él va a curarte; te harás grande y podrás jugar con los otros niños.
—¡Los médicos no ayudan! Los médicos tienen agujas y… ¡las agujas no ayudan!
—Ya verás como sí.
Nathan la miró a los ojos.
—¡A los médicos que les jodan! —espetó con toda claridad.
—¡Nathan!
—Ya sé lo que estás intentando hacer —dijo con un tono de voz desagradable, que ella no le había escuchado jamás—. Estás intentando matarme.
Se le detuvo el corazón en el pecho y regresó rápidamente a la cocina, esperando que Nathan no viera cómo le temblaban las manos. «Ahora el control lo tienes tú», se repitió a sí misma. Esa era la verdadera consecuencia de que Jimmy estuviera muerto; se habían acabado las excusas y escaqueos por su parte. No podía seguir escurriendo el bulto; ahora tenía responsabilidades.
Cogió un rollo de papel de cocina y volvió al cuarto de estar. A Nathan se le veía mucho menos seguro de sí mismo. Tenía la barbilla apretada contra su huesudo pecho y las orejas hundidas entre los hombros.
Estaba esperando que le pegara. Era lo que hubiera hecho Jimmy.
Le tendió el rollo de papel de cocina. Transcurridos unos momentos, Nathan lo cogió.
—Haz el favor de limpiar la leche, Nathan.
El pequeño siguió encorvado.
—Mira, tú recoges la mitad y yo la otra mitad. Vamos a limpiar esto a medias.
Ella volvió a coger el rollo de papel y empezó a cortar pedazos con rapidez. Al cabo de un momento Nathan la imitó. Luego se puso a cuatro patas —lo que intrigó a Nathan lo suficiente para emerger de su nido de cojines— y empezó a secar la alfombra.
—Mira cómo va saliendo.
Despacio pero sin pausa, Nathan la imitó.
Cuando terminaron, ella recogió los papeles empapados y los llevó a la cocina para tirarlos a la basura. En el cuarto de estar, Nathan sacó la película del reproductor y se sentó sobre la moqueta húmeda. Seguía pareciendo pequeño y desamparado.
Era la hora de irse a la cama. Ambos miraron fijamente hacia las sombras oscuras que surgían de la parte superior de la escalera.
—Mamá —susurró Nathan—, si voy a tantos médicos, ¿por qué nunca me pongo bueno?
—No lo sé. Pero algún día lo descubriremos y entonces podrás correr de aquí para allá como los demás niños. Vamos, Nathan, es hora de acostarte.
El pequeño estiró los bracitos y ella cedió a su muda petición. Durante una fracción de segundo, su hijo la abrazó con fuerza. Durante una fracción de segundo, ella lo abrazó del mismo modo.
Y de pronto, en aquel preciso instante, supo qué era lo que estaba mal.
La corriente de aire.
Un aire helado, punzante, que provenía del exterior y se deslizaba escaleras abajo para alborotar el fino cabello de Nathan, llevando consigo el inconfundible olor de la muerte.
Para variar, Bobby no estaba dormido. Ya había desistido. A la mierda el dormir, a la mierda la comida sana, a la mierda el ejercicio moderado. Había cogido todos los consejos de la doctora Lane y los había arrojado por la ventana. Ahora caminaba sin parar en su cuarto de estar, sintiendo las piernas agotadas y como de gelatina, comiendo pizza fría y bebiéndose un litro de Coca-Cola, cada vez más fuera de sí.
Tenía varios mensajes en el contestador. Muchos eran de periodistas y el resto de sus compañeros de trabajo; Bruni lo invitaba de nuevo a cenar; dos tipos del sindicato le preguntaban si le apetecía que se vieran. Todo el mundo llamaba para ver qué tal se encontraba el policía psicópata. Debería sentirse agradecido y hablar con todos. «Una vez que se entra en el equipo, es para siempre», decían.
Pero lo que sentía era rencor. No quería que lo llamasen, no quería aquellas atenciones. Francamente, no quería ser el policía psicópata, el desafortunado francotirador que había disparado su arma en el cumplimiento del deber y ahora estaba jodido para el resto de sus días. A la mierda el equipo y a la mierda la camaradería. Ninguno de sus compañeros estaba con el culo al aire.
Sí, ahora se sentía bien y al mismo tiempo sentía lástima de sí mismo.
Pensó en llamar a su hermano a Florida… «Eh, Georgie, tío, cuánto tiempo sin hablar… ¿Diez años? ¿Quince? De pronto se me ocurrió la idea de llamarte. Ah, sí, el otro día le volé la tapa de los sesos a un tipo y eso me recordó una cosa, ¿qué fue exactamente lo que ocurrió con mamá?».
O quizá debería llamar de nuevo a la doctora Lane. «Tengo una buena noticia que darle, hoy no he tomado ni una copa. Y también tengo una mala, la he jodido con todo lo demás. Oiga, si uno tiene la oportunidad de salvarse haciendo daño a otra persona, ¿debería hacerlo? ¿O es de ese tipo de cosas que consiguen que uno se vuelva loco?».
No se soportaba a sí mismo en aquel estado de ánimo. Estaba tan nervioso que tenía la sensación de que iba a explotar en cualquier momento, tan agitado que apenas era capaz de pensar. Lo juraba, necesitaba disparar a algo.
En cambio, sonó el teléfono. Y cuando lo cogió, ni siquiera se sorprendió.
—Soy Catherine —susurró en su oído una grave voz femenina, procedente de sus sueños—. Venga enseguida, creo que hay un intruso en mi casa. Por favor, agente Dodge, le necesito…
Acto seguido la comunicación se cortó y lo único que pudo escuchar fue el pitido continuo de la línea telefónica.
—Un intruso… ¡Y una mierda! —musitó. Luego se alzó de hombros; aquella llamada acababa de resolverle el problema, ya tenía una excusa para empuñar su arma.
Mientras pasaba con el coche frente a la residencia de los Gagnon, Bobby se preparó para experimentar una escalofriante sensación de déjà vu, pero no fue así. El jueves por la noche aquel lugar parecía el rodaje de una película, en cambio, en esos momentos, cuando eran casi las doce de la noche de un día laborable, aquel elegante vecindario estaba silencioso; discreto como una señora decente que se va a la cama con los rulos puestos.
Miró a su alrededor buscando algún coche patrulla y se sorprendió ligeramente al no ver ninguno. Habría apostado todo su dinero a que Copley había dado orden a la Policía de Boston de que no quitara ojo a la señora Gagnon.
Aparcó a doce calles de distancia, junto al cine de la avenida Huntington, y tomó nota de las últimas sesiones y de la hora a la que empezaban. A la mitad fría y objetiva de su cerebro le pareció interesante que ya estuviera construyéndose una coartada.
Mientras recorría a pie las doce manzanas que le separaban de Back Bay, la parte más cuerda de su mente intentaba razonar con él. «¿Qué estás haciendo?». «¿De verdad sabes lo que vas a hacer?». No se había creído ni por un instante la historia del intruso, más bien iba pensando en lo que le había advertido Harris: «Catherine volverá a llamarle. Le dirá que usted es la única esperanza que le queda. Le suplicará que la ayude. Es lo que hace Catherine, agente Dodge; destrozar la vida a los hombres».
«¿Trataría de seducirlo?». «¿Le preocupaba que lo hiciera?». Su carrera profesional estaba hecha pedazos; había bebido alcohol por primera vez en diez años, y esa misma tarde había puesto fin oficialmente a la relación con una mujer que probablemente era lo mejor que le había ocurrido en toda su vida.
Por lo tanto, era un hombre soltero y sin compromiso. Se sentía temerario y, sí, bastante autodestructivo. Una cita sórdida se le antojaba algo estupendo. Rememoró el cálido aroma a canela del perfume que usaba Catherine, la sensación que le causaron sus uñas cuando le recorrieron superficialmente el torso.
No tuvo que esforzarse demasiado para que su imaginación aportara el resto de detalles; las piernas largas y blancas de Catherine enroscadas en torno a su cintura, aquel cuerpo fuerte y ágil cimbreándose bajo el suyo… Seguro que se movía igual que una profesional, que gemía igual que una profesional; que era de esas mujeres dispuestas a hacer casi todo.
Así que, después de todo, Harris había acertado de pleno; Jimmy solo llevaba cuatro días muerto y él ya estaba deseando follarse a su mujer.
Entró en el vecindario agachando la cabeza para protegerse del frío y con las manos embutidas en los bolsillos delanteros del plumífero. Una docena de malas escenas de seducción, cada una de ellas más sórdida que la anterior, inundaban su mente.
Entonces levantó la vista, miró hacia el ventanal del cuarto piso y sintió que se le congelaba el aire en los pulmones.
¡Joder!
Echó a correr.
Encontró a Catherine en la planta baja, en el vestíbulo. Estaba acurrucada al pie del ascensor del bloque, con Nathan apretado con fuerza contra el pecho, escondiendo la carita en el cuello de su madre. Era exactamente la misma postura que ambos tenían el jueves por la noche, pero Bobby apenas tuvo tiempo de asimilar lo irónico que resultaba que cada vez que veía a aquella madre maltratadora estuviera abrazando a su hijo, porque según entró se dirigió hacia la escalera para subir a la segunda planta, pistola en mano.
—Si escucha disparos, salga a la calle y vaya directa a casa de algún vecino. Golpee la puerta y dígale que llame a la policía.
No esperó a ver si Catherine hacía un gesto de asentimiento, sino que echó a correr escaleras arriba.
Irrumpió como una exhalación por la puerta de acceso a la vivienda, que estaba abierta, pero se detuvo de golpe y se agachó al lado de un ficus de plástico con la respiración agitada. Estaba moviéndose demasiado rápido, de forma precipitada, así que procuró tranquilizarse. La confrontación cuerpo a cuerpo en realidad no se diferenciaba demasiado de la actuación de un francotirador; por lo general ganaba el que era capaz de controlar mejor su adrenalina.
Respiró profundamente para templar los nervios. Nunca había estado dentro de la vivienda de los Gagnon. El jueves por la noche se había enterado de que ellos ocupaban los cuatro últimos pisos de una casa de cinco alturas, y que el último lo habían eliminado para convertir el dormitorio en un lugar con el techo como el de una catedral.
Necesitaba orientarse.
Oteó alrededor del vestíbulo pavimentado con losetas de mármol e identificó, a mano izquierda, lo que parecía ser un salón formal. Delante un espacioso cuarto de estar que daba acceso a la cocina. Pegó la espalda contra la pared y, empuñando con ambas manos su nueve milímetros delante del pecho, se aproximó en primer lugar al salón.
Con la pistola en alto, entró agachado, escudriñando las sombras que cubrían la estancia. Cuando estuvo convencido de que se encontraba vacía, salió, cerró la puerta y colocó delante el ficus de plástico para asegurarse de que nadie repetiría sus pasos.
A continuación registró el cuarto de estar y la cocina, aunque estaba relativamente seguro de que esa zona era segura. Había demasiadas luces y era un espacio demasiado amplio y abierto. Si todavía había alguien dentro de la casa, no estaría escondido allí.
Siguiendo el protocolo, examinó la despensa, el guardarropa y la habitación de la colada. Quedaba solo la escalera.
Entonces percibió el olor. Bajaba flotando, procedente de aquel lugar oscuro y en tinieblas. Allí no había luces, sino únicamente peldaños que conducían a una penumbra aún más impenetrable y, gracias a aquel olor inconfundible, a un final triste y desagradable.
De nuevo se le aceleró el corazón. Le sudaban las palmas de las manos. Se concentró en sí mismo; en ser parte del momento pero sin entrar en él. Un depredador al acecho; una máquina tranquila y bien engrasada que hace aquello para lo que está entrenada.
Ascendió por la escalera sin hacer ruido, con paciencia, dando un paso detrás de otro. Llegó a un pequeño rellano sumido en la oscuridad. Una puerta cerrada a su izquierda y otra abierta al frente. Traspasó el hueco que no ofrecía obstáculos y, al entrar en la habitación, el olor disminuyó notablemente. No accionó el interruptor de la lámpara del techo, pues la repentina iluminación lo dejaría expuesto, sino que se sirvió de la tenue luz que se filtraba a través de dos ventanas para estudiar el entorno. Se trataba de una pequeña suite: cuarto de baño, dormitorio y sala de juegos. Era la zona de Nathan, a juzgar por los murales de vaqueros y caballos salvajes que decoraban la pared. Inspeccionó el armario, la ducha, e incluso revisó los cajones de juguetes.
Cuando por fin tuvo la seguridad de que no había ningún intruso acechando en las sombras, recogió una camisa de Nathan que había en el suelo y la colgó en el pomo de la puerta mientras la cerraba tras él.
Había llegado el momento de ver qué se ocultaba tras el parapeto cerrado. Suponía un riesgo ligeramente mayor, pero ya controlaba la zona y cada paso era más suave y medido que el anterior. Se agachó y se colocó de perfil para presentar un blanco más reducido. Abrió la hoja y se deslizó en el interior con un único movimiento fluido.
Se encontró con otro conjunto de habitaciones, igualmente a oscuras. Esta vez eran mucho más espartanas. Cama grande, diván de los años ochenta, dormitorio amueblado con sentido práctico. Seguro que aquel era el cuarto de la niñera; funcional pero sin diseño. Casi lamentó no encontrar nada allí, porque solo le quedaba un sitio: la cuarta planta, la de techo abovedado. El infame dormitorio principal.
Se aproximó a la escalera con todos los sentidos en alerta.
Allí el olor era inconfundible; acre y penetrante. La pistola se le había ido resbalando poco a poco, ya no la sujetaba con tanta fuerza. No sabía por qué, pero estaba convencido de que no iba a hacerle falta. Lo que había sucedido en el dormitorio principal era un auténtico decorado de película. Era lo que había visto desde la calle.
La puerta estaba abierta de par en par. No había ninguna luz encendida en el techo, en cambio estaba lleno de velas. Decenas y decenas de velitas parpadeantes enmarcando la escena.
El cuerpo colgaba de las vigas de techo, frente a donde antes se encontraba la puerta corredera de cristal y el plástico provisional había sido retirado para que entrara la brisa. Las velas se agitaron y el cuerpo se balanceó provocando un crujido.
Dio unos pasos por la habitación y entonces fue cuando divisó el semblante pálido y contraído de Prudence Walker.