Cuando Bobby decidió salir a correr, ya menguaba la luz. La soleada tarde de otoño llegaba a su fin y la noche acechaba, oscura y fría. Al llegar al perchero cogió la chaqueta de color amarillo fosforescente en un gesto automático, y ello le provocó una sensación de alivio que resultó difícil de explicar; incluso a pesar de todo lo que le estaba ocurriendo, de momento su subconsciente no intentaba matarle. Tal vez debiera llamar a la doctora Lane para comunicarle la buena noticia.
Llegó a la calle y comenzó a correr lentamente, dejando atrás una manzana tras otra. La ciudad estaba silenciosa, la gente se refugiaba en sus casas y se preparaba para otra semana de trabajo. Algún que otro coche solitario pasaba veloz a su lado, iluminándole brevemente antes de perderse en la lejanía.
Tenía pensado llegar hasta la antigua Casa de Baños, un cómodo recorrido de ocho kilómetros desde donde vivía. Sin embargo, cuando llegó a su meta pasó de largo, sus pies no dejaban de golpear el pavimento. Cuando llegó a Castle Island, giró hacia la orilla del mar y se internó en la oscuridad.
Quería echar la culpa de su actual estado de ánimo a James Gagnon. O a Catherine Gagnon, o incluso a Rick Copley, aquel ayudante del fiscal sediento de sangre, que estaba tan deseoso de hincar el diente a un jugoso caso de homicidio que ya se le hacía la boca agua. Pero, si era sincero consigo mismo, conocía cuál era la verdadera razón de su mal humor; esa noche pensaba en su madre.
Había pasado ya tanto tiempo, que no sabía si el rostro que evocaba era realmente el de su madre o una composición cuidadosamente reconstruida por su cerebro. Tenía un recuerdo vago: ojos castaños, cabello moreno y rizado, cutis claro y aroma a perfume White Shoulders. Creía ver su imagen, agachada frente a él, diciéndole en tono urgente, «te quiero, Bobby», pero tal vez aquello era solo producto de su imaginación. A lo mejor lo que le dijo en realidad fue, «no metas la mano en el enchufe, hijo», o «no juegues con pistolas».
Sinceramente, no lo sabía. Cuando su madre se marchó él tenía seis años. Era bastante mayor como para sentirse herido, pero demasiado pequeño como para entender lo que pasaba. «Vuestra madre se ha ido y no va a volver», anunció su padre una mañana durante el desayuno, mientras su hermano George y él devoraban con fruición los cereales recubiertos de una capa de azúcar que su madre siempre se negaba a comprar. Su primer pensamiento, dada su corta edad, fue «qué bien, cereales azucarados todos los días». Su padre no parecía sentirse molesto y George afirmó solemnemente con la cabeza, así que él continuó comiendo.
Pero aquella noche, acostado en su cama, sintió una opresión creciente en el pecho que aún no lo había abandonado cuando se despertó por la mañana. Luego vino la noche en que oyó a George gritando a su padre y, acto seguido, el viaje a Urgencias.
Después de aquello, ninguno volvió a hablar de su madre en casa.
Durante mucho tiempo odió a su padre. Al igual que George, le echaba la culpa de todo; que si hablaba muy poco y bebía mucho; que si tenía la mano muy larga…
Cuando George cumplió los dieciocho años, se largó a otro estado y no regresó nunca más. A lo mejor había heredado aquel rasgo de su madre, él nunca se lo preguntó.
Sin embargo, para él las cosas fueron distintas. El tiempo lo cambió todo; cambió a su padre, lo cambió a él… Y también cambió el concepto que tenía de su madre. Ahora, cada vez pensaba menos en las razones que ella debió de tener para marcharse y más en los motivos por lo que no intentó ponerse en contacto con ellos jamás. ¿Es que no echaba de menos a sus dos hijos? ¿Es que no sentía por lo menos un poco de nostalgia? ¿Un cierto vacío donde antes estaba todo aquel cariño hacia sus niños?
Comenzó a dolerle el costado; una punzada que fue intensificándose rápidamente y empezó a causarle dolor con cada inspiración. Disminuyó el paso pero no dejó de correr; cualquier cosa era mejor que quedarse quieto rumiando aquellos pensamientos. Si continuaba moviéndose, tal vez podría correr más rápido que sus recuerdos. Si no paraba, quizá pudiera agotar a su mente.
Al cabo de veinte kilómetros estaba sin resuello. Empapado en sudor y helado de frío.
Por fin puso rumbo a casa. Sus zancadas iban lastradas por el cansancio, pero su cerebro seguía funcionando sin parar.
Ojalá pudiera dar marcha atrás al tiempo. Ojalá pudiera levantar el dedo del gatillo un segundo antes de avistar la cara de Jimmy Gagnon. De hecho, ojalá no hubiera conocido nunca a los Gagnon, porque ahora, por primera vez, ya no estaba seguro de lo que había visto ni de por qué lo había hecho. Y aquello era lo que más miedo le daba.
Tres días más tarde ya no tenía miedo de que Catherine Gagnon fuera una asesina, tenía miedo de serlo él.
Fue corriendo hasta su casa y llamó a Susan.
Ella quiso que se vieran en una cafetería. Quedaron en un Starbucks del centro, territorio neutral.
Bobby pasó mucho tiempo escogiendo la ropa que iba a ponerse. Al final optó por unos vaqueros y una camisa chambray de manga larga que, demasiado tarde, recordó que se la había regalado Susan por Navidad. Hurgando en su billetera tropezó con una foto en la que estaban los dos juntos, haciendo senderismo, y aquello le provocó otro escalofrío emocional.
Cambió la camisa por un jersey verde oscuro y salió en dirección a la Prudential Tower.
Iba a ser una cita seria, se dijo a sí mismo. Seria y sin cortesías.
Susan ya estaba esperándolo. Había elegido una mesa pequeña escondida tras una altísima vitrina con tazas de propaganda de color verde y gris. Llevaba la melena recogida con un pasador en una coleta baja, del que ya se le habían escapado unos cuantos mechones rubios que se rizaban alrededor de su cara. Nada más verlo, empezó a colocarse el pelo detrás de las orejas, como siempre que estaba nerviosa. Él experimentó una punzada de dolor en el pecho en respuesta, pero hizo un esfuerzo por hacer caso omiso.
—Buenas tardes —saludó.
—Buenas.
Ambos vivieron un momento de incomodidad. ¿Debía inclinarse y darle un beso en la cara? ¿Se levantaría ella y le daría un abrazo amistoso? Mierda, quizá pudieran darse la mano.
Dejó escapar el aire que tenía retenido en los pulmones y, acto seguido, giró bruscamente la cabeza hacia el mostrador.
—Voy a pedir un café. ¿Quieres algo?
Ella indicó con un ademán la gigantesca taza rebosante de nata que tenía delante.
—Estoy servida.
Él odiaba los Starbucks. Contempló durante unos instantes la carta, con su docena de diferentes tipos de café, intentando comprender cómo era posible ganar tanto dinero con una cafetería que apenas ofrecía otra cosa que el simple espresso de toda la vida. Por fin eligió una variedad francesa que la alegre camarera le aseguró que tenía mucho cuerpo, pero sabor suave.
Cogió la enorme taza y se la llevó consigo a la mesa. Notó que las manos le temblaban ligeramente y frunció aún más el ceño.
—Bueno, ¿cómo estás? —preguntó por fin a Susan, depositando la taza sobre la mesa y sentándose.
—Ocupada. Por el concierto y todo eso…
—¿Qué tal va?
Susan se encogió de hombros.
—La dosis normal de pánico.
—Bien. —Él bebió un sorbo de su café y sintió cómo dejaba un amargo rastro caliente a lo largo de su esófago. Echó profundamente de menos el de Bogey’s.
—¿Y a ti? —inquirió Susan. Aún no había catado su bebida, se limitaba a dar vueltas a la taza entre las manos—. ¿Bobby…?
Él se obligó a levantar la mirada.
—Voy tirando.
—Pensé que el viernes ibas a llamarme.
—Ya lo sé.
—Leí el periódico y me sentí tan… triste. Triste por lo que había sucedido y por cómo debía de afectarte. Pasé toda la tarde del viernes esperando que vinieras a casa. El sábado por la mañana se me ocurrió mirar tu cajón; imagínate la sorpresa que me llevé, Bobby, cuando descubrí que estaba vacío.
Él desvió la vista hacia la vitrina de las tazas. La mirada de Susan no se apartó de su rostro.
—Nunca has sido una persona muy accesible, Bobby. Solía decirme que eso formaba parte de tu atractivo, que eras un hombre callado y fuerte; el típico macho. Pero ahora ya no me resulta atractivo en absoluto. Después de dos años, merezco algo más que esta putada.
Lo inesperado de aquella palabrota le sorprendió, consiguiendo que volviese a mirarla.
Susan afirmó despacio con la cabeza.
—Sí, digo tacos, y a veces incluso rompo cosas cuando me cabreo. De hecho, en estos dos últimos días he roto unas cuantas… Eso me entretuvo hasta que llegaron los investigadores.
Él alzó su taza de café. Dios, cómo le temblaba la mano.
—¿Por eso me has llamado por fin, Bobby? ¿No ha sido porque estés preocupado por mí, sino porque sientes curiosidad por saber lo que he dicho a los investigadores?
—Por ambas cosas.
—¡Vete a la mierda! —Susan perdió el control. Estaba casi llorando y se apretó los ojos con las palmas de las manos en un intento desesperado por no hacer una escena en público, pero fracasó.
—Me equivoqué no yendo a tu casa el viernes —se excusó con torpeza.
—¡No me digas!
—No fue algo planificado. Me desperté, miré a mi alrededor… y me entró el pánico.
—¿Pensaste que no sabría encajarlo? ¿Fue eso lo que ocurrió?
—Pensé… —Arrugó el entrecejo, sin saber muy bien cómo expresarlo—. Pensé que te merecías algo mejor.
—¡Menuda gilipollez!
Independientemente de lo que hubiera dicho, era la frase equivocada, porque ahora Susan temblaba de rabia. Soltó su taza de café y le apuntó con el dedo.
—¡No se te ocurra echarme a mí la culpa de esto! Haz el favor de no ir de honrado y noble, de hacerte el macho neandertal que solo intenta proteger a su mujercita… ¡porque es una puta mentira! Saliste huyendo, Bobby. Ni siquiera me diste una oportunidad. La cosa se puso fea y tú te largaste, así de simple.
Él también estaba empezando a enfadarse.
—Bueno, pues discúlpame. La próxima vez que mate a una persona, me cercioraré de atender primero tus sentimientos.
—¡Me preocupaba por ti!
—Y yo por ti.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí sentados, gritándonos?
—¡Porque es todo cuanto nos queda!
Lamentó aquellas palabras según abandonaron su boca. Susan se reclinó en el asiento aturdida, profundamente herida. Luego empezó a asentir y aquello le dolió a él; de manera que estaban en paz.
—Esperabas que esto nuestro terminase desde el mismo momento en que empezó —le reprochó ella, con la voz suave mientras hacía girar de nuevo la taza de café entre las manos.
—Nunca hemos tenido mucho en común.
—Hemos tenido lo suficiente para durar dos años.
Él se encogió de hombros. Su sentimiento de incomodidad se intensificó y se sumó a otro de vacío que no supo explicar. Ojalá terminase pronto aquella escena, no se le daban bien las rupturas, era mejor aceptando los abandonos.
—Pregúntame lo que has venido a preguntarme, Bobby —dijo Susan en tono de cansancio—. Pregunta a tu exnovia qué es lo que ha contado a la Policía.
Tuvo el detalle de sonrojarse.
—Sinceramente, no recuerdo haberlos conocido —dijo en tono tenso.
—¿A los Gagnon? —Ella se encogió de hombros—. Personalmente opino que son gente que causa impresión.
—¿Los vimos solo esa vez?
—Yo me los encontré varias veces en diversas funciones, pero en las grandes ocasiones… Me parece que tú solamente los viste ese día.
Consideró importante hacer el comentario.
—No presté mucha atención a Catherine.
Susan puso los ojos en blanco.
—¡Venga, Bobby! Es una mujer despampanante. Y con aquel vestido dorado y aquella máscara tan exótica… ¡Mierda, si hasta a mí se me pasó por la cabeza acostarme con ella!
—Pues yo no le presté mucha atención —repitió él—. Estaba pendiente de su marido, que no dejaba de mirarte. Eso es lo que recuerdo; a un tipo que se comía a mi novia con los ojos, delante de su mujer y de mí.
Susan no parecía convencida, pero finalmente afirmó con la cabeza sin dejar de acariciar la taza.
—¿Eso es lo que te molesta?
—¿El qué?
—Haber conocido a Jimmy Gagnon y tener malos pensamientos sobre él y, más tarde, haberlo matado. Venga, Bobby, eso tiene que estar carcomiéndote por dentro.
—Sin embargo no recordé haberlo conocido hasta que tú se lo mencionaste a la policía.
Susan guardó silencio durante unos instantes.
—Si sirve de ayuda, y según lo que he leído en los periódicos, por lo visto salvaste la vida al niño.
—Puede ser —respondió Bobby con tristeza—. Me parece que la familia va a por mí —comentó al rato, simplemente porque necesitaba expresarlo en voz alta.
—¿La familia?
—Los padres de Jimmy Gagnon me han demandado. Me acusan de asesinato. Si me declaran culpable, iré a la cárcel.
—Oh, Bobby…
Frunció el entrecejo, sorprendido del nudo que se le había formado en la garganta. Recogió la taza de café y bebió otro amargo sorbo.
—Y tengo la sensación de que van a ganar.
Susan cerró los ojos.
—Oh, Bobby.
—Es curioso. Durante todos los años que llevo desempeñando este trabajo, siempre he estado muy seguro de lo que hacía, de lo que veía… Incluso el jueves pasado por la noche. En ningún momento tuve la menor duda. Me senté, apunté y apreté el gatillo. Y después me dije a mí mismo que no había podido actuar de ningún otro modo. Menuda gilipollez —estalló—. Como si en quince minutos, o menos, pudiera saber o entender lo que realmente estaba sucediendo dentro de una familia.
—No hagas eso, Bobby.
—¿El qué?
—Rendirte. Sentirte culpable. Castigarte. Es tu trabajo. Tú eres uno de los miembros más inteligentes del cuerpo, pero nunca te has hecho detective. ¿Por qué?
—Me gusta formar parte del STOP…
—Te rendiste. Tú y yo hemos vivido dos años estupendos juntos, en cambio aquí estamos ahora, despidiéndonos torpemente en mitad de una cafetería. No creo que no tengamos suficientes cosas en común, no creo que lo nuestro tenga que terminar; sin embargo sé que se ha terminado… porque tú te has rendido.
—Eso no es justo…
—Eres una buena persona, Bobby, una de las mejores que he conocido; pero tienes un lado oscuro, una furia oculta. Por cada paso que das hacia delante, das dos hacia atrás. Es como si una mitad de ti quisiera de verdad ser feliz pero la otra no te lo permitiese. Quieres estar enfadado, Bobby. Por alguna razón, lo necesitas.
Él retiró su silla.
—Tengo que irme.
—Eso, huye —dijo Susan, mirándolo fijamente.
—¡Oye, no quiero ir a la cárcel! —Lo invadió una súbita impaciencia—. Tú no lo entiendes. A un tipo como el juez Gagnon no le importa cuál sea la verdad, él puede coger cualquier hecho y retorcerlo para convertirlo en lo que necesita. Pero yo, si quiero no ir a prisión, tendré que dedicarme a otra cosa. Y eso no estoy dispuesto a hacerlo.
—Catherine Gagnon… —adivinó Susan en voz baja.
Apretó los labios, un gesto que indicaba que no lo negaba. Despacio pero con certeza, Susan movió la cabeza en un gesto negativo.
—No sé, Bobby, pero me da la sensación de que recuerdas a Catherine mejor de lo que crees. Me da la sensación de que te dejó bastante impresionado.
—No en aquel cóctel —replicó con aspereza—, estando tú conmigo.
Susan siempre había sido muy lista.
—Por Dios, Bobby, ¿qué fue exactamente lo que viste el jueves por la noche?