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Robinson cometió el error de contestar al teléfono. Últimamente no era buena idea, ahora iba a tener que lidiar con la persona que llamaba, y esta… no estaba muy contenta.

—Sus instrucciones eran que pareciera un accidente o, como mucho, un golpe de mala suerte; algo así como un robo de coche con violencia. ¡Pero coser a navajazos a una persona no parece un accidente en absoluto!

—Ya te dije que no podía controlarle.

—La policía está metiendo las narices en todo esto, y va a complicar mucho las cosas.

—No creo que él esté preocupado.

—¿Por qué? ¿Porque es el mundialmente famoso «señor Bosu»? ¿Y qué coño significa ese nombre?

—Es un balón para hacer gimnasia.

—¿Qué?

—Son las siglas de «Both Sides Up» —explicó—, que quiere decir que se puede usar por los dos lados. Por un lado es plano y por el otro es convexo. La persona se apoya en él para hacer sentadillas, o coloca la parte curva hacia abajo para practicar flexiones de brazos. Ideal para una buena sesión de entrenamiento en un espacio cerrado.

—¿Me estás diciendo que he contratado a un tipo que se considera un balón de gimnasia?

—Te estoy diciendo que has contratado a un hombre que desprecia el dolor —respondió con seriedad.

Su interlocutor guardó silencio durante unos instantes, algo que respetó, sin romperlo.

—¿Y está preparado para ejecutar el siguiente encargo? —le preguntó por fin.

—Estoy en ello. Pero, por supuesto, ha surgido una pequeña pega.

—¿Qué pequeña pega?

—El señor Bosu ha puesto ciertas condiciones. Para el siguiente trabajo, en vez de diez mil dólares espera cobrar treinta mil.

La persona que había llamado soltó una carcajada.

—¿Lo dices en serio? ¡Pero si ya la ha jodido en el primer encargo!

—No creo que él lo vea de esa forma.

—¿Por lo menos ha abierto una cuenta bancaria?

Hum… No.

—¿No?

Hum… Prefiere el dinero en efectivo.

—Oh, por el amor de Dios. Dile a ese psicópata un par de cosas de mi parte. Una, que yo no dispongo de esa cantidad de dinero metálico así como así. Dos, que cobrará diez mil dólares, y ni un centavo más. Francamente, debería alegrarse de que yo esté dispuesto a pagar tanto, teniendo en cuenta que los dos sabemos que le estoy pidiendo que haga algo que desea hacer.

—No creo que acepte negociar.

—La vida consiste en negociar.

Ante la respuesta, inspiró profundamente. Se acabaron los rodeos.

—El señor Bosu ha enviado un mensaje. Dice que si quieres resultados, te costará treinta de los grandes. Y que si no quieres resultados, también te costará treinta de los grandes, porque sabe dónde vives.

—¿Qué? No le habrás dicho nada, ¿verdad? Pensaba que habías ido a recogerlo en un coche alquilado y que le habías dado un móvil robado. No tiene forma de rastrear…

—Creo que está tirándose un farol, pero no lo sé con certeza. Yo tengo mis contactos y es posible que él tenga los suyos.

El hombre guardó silencio. Respiraba con fuerza. ¿Cabreado? ¿Asustado? Resultaba difícil saberlo con seguridad.

—Yo pagaría… —continuó hablando en tono muy serio—, o saldría de esta ciudad cagando leches.

Al otro lado se escuchó un profundo jadeo.

—Dile que no acepto condiciones. Dile que, tal como lo he sacado de la cárcel, puedo volver a meterlo.

No hizo ningún comentario.

—¿Qué pasa? —presionó su interlocutor.

—Pues que para volver a meterlo en la cárcel… antes tendrás que atraparlo.

Otra pausa.

—Mierda —dijo el otro.

—Sí, mierda —concordó.

El señor Bosu ya tenía un cachorrito. Había tenido que comprarlo en una tienda de animales, lo cual no era lo que había previsto, pero era lo único que podía hacer un domingo por la tarde. La tienda, con sus estanterías abarrotadas, sus suelos de linóleo barato y su ligero olor a desinfectante le había puesto los nervios de punta. Si se tenía en cuenta que solo cuarenta y ocho horas antes él mismo se encontraba retenido en cautividad, ver a tantos gatitos y perritos amontonados de cualquier manera en unas jaulas diminutas no le había sentado precisamente bien.

Tenía planeado pasar un rato allí dentro. Una tienda de animales, en un domingo por la tarde, repleta de gatitos esponjosos, perritos suaves y montones de niños correteando por todas partes; ¿qué más podía pedir? Pero el descorazonador ambiente de aquel lugar hizo que le entraran ganas de salir corriendo.

Se compró una mezcla de sabueso y terrier. Era un cachorro minúsculo y exultante que no dejaba de agitarse, todo blanco y con unas enormes manchas marrones en los ojos, del mismo tono que las caídas orejas y la cola. Era el mocoso más bonito que había visto en toda su vida.

Para su nuevo pupilo adquirió una correa, un pequeño trasportín que parecía un petate y como cinco docenas de juguetes para morder. De acuerdo, quizá se había extralimitado, pero el cachorro —«al que a lo mejor llamaba Parches»— le había lamido la barbilla y hociqueado el cuello con tanto entusiasmo, que prácticamente compró cuanto objeto olfateaba el pequeñajo.

Ahora lo llevaba de la correa y los dos trotaban alegremente por la calle Boylston. Al cachorro —«¿le iría mejor un nombre como Caramelo o Nieve?»— se le veía profundamente emocionado de estar en la calle, respirando el aire fresco del otoño. Y, ya puestos, al él le sucedía lo mismo.

Él y el cachorro —«¿qué tal Diablillo? Venga, hombre, no puedes tener un cachorro sin nombre»— llegaron a la esquina de la calle. Sacó el mapa que llevaba en el bolsillo. Una mujer se detuvo a su lado. Era rubia y guapa, e iba vestida de arriba abajo de la colección de otoño de Ralph Lauren. Le obsequió una sonrisa increíble.

—¡Qué cachorro más precioso!

—Gracias. —Él miró alrededor de la mujer. No la acompañaba ningún niño. ¡Qué decepción!

—¿Cómo se llama?

—Hace quince minutos que lo he comprado, todavía nos estamos conociendo.

—Oh, es adorable. —La mujer se agachó en cuclillas, ajena a la gente que intentaba pasar a su alrededor, y empezó a rascar al cachorro tras sus colgantes orejas marrones. El perrillo cerró los ojos en un gesto de placer—. ¿Es su primer perro?

—De pequeño tuve otro.

—¿Vive en la ciudad?

—De momento…

—No le va a resultar fácil tener a un cachorro dentro de un piso.

—Por suerte, mi trabajo me permite tener el horario que yo elija, así que no será tan problemático.

—Eso sí que es tener suerte —comentó la mujer. Ella no dejaba de observar el jersey de Armani que llevaba y era obvio que le gustaba. Él contrajo los músculos para hacer una exhibición de fuerza, solo porque sí, y la sonrisa de la mujer se ensanchó—. ¿A qué se dedica?

—A matar gente —respondió en tono festivo.

Ella lanzó una carcajada, sonora y musical. Seguro que la practicaba por las noches para dedicársela a tipos como él.

—No, en serio —dijo.

—Sí, en serio —insistió, pero acto seguido suavizó su respuesta con una sonrisa—. Le contaría más detalles —dijo—, pero después tendría que matarla.

La mujer caviló unos instantes. ¿Sería diversión, confusión o miedo? Echó un nuevo vistazo al jersey de Armani, luego al cachorro —«Diablillo, estaba empezando a gustarle el nombre de Diablillo»— y se decidió por la diversión.

—Qué emocionante. Muy clandestino.

—Oh, ya lo creo. ¿Y usted?

—Acabo de divorciarme. Mi marido tenía dinero y ahora me lo estoy gastando.

—¡Enhorabuena! ¿No tiene hijos de los que preocuparse?

—Por suerte, no. O puede que por desgracia, porque la pensión alimenticia de los hijos hubiera supuesto mucho más dinero.

—Por desgracia, en efecto —concordó. Los ojos de la mujer le acariciaron el torso, coquetos y casi brillantes.

—Quizá podamos cenar juntos alguna vez —propuso él.

Aquellas fueron las palabras mágicas. A modo de curtida profesional, ella sacó una tarjeta que llevaba su nombre y su teléfono de inmediato. Se la guardó en el bolsillo y le prometió que la llamaría.

Diablillo estaba meando sobre un puesto de periódicos. Eso no era precisamente atractivo, así que tiró de la correa del cachorrito y reanudó el paseo. Volvió a consultar el mapa. Seis manzanas más, y habrían llegado.

Era una calle encantadora, pequeña y escondida en el corazón de un laberinto de travesías del centro de Boston. Estaba claro que se trataba de una zona residencial. En la planta de calle había una tienda de comestibles que hacía esquina, una floristería y una cafetería diminuta. Arriba estaban las viviendas. Fue contando de izquierda a derecha hasta que encontró el número que estaba buscando. Luego consultó una vez más sus apuntes.

De acuerdo, todo era correcto.

Encontró un banco junto a la tienda de comestibles de la esquina. Palmeó el espacio vacío a su lado, Diablillo se subió de un salto y se acurrucó junto a su pierna, exhalando un suspiro suave y profundo; un bienvenido momento para relajarse tras otra dura sesión de trabajo de cachorros.

Sonrió. Todavía se acordaba de su primer perro, Popeye. Era un bonito terrier que trajo su padre a casa un poco a regañadientes, regalo de un compañero de trabajo. Ni a su padre ni a su madre les gustaban los perros, pero un niño necesitaba tener una mascota, así que le llevaron uno. Él quedó encargado por completo de su cuidado, y su madre aprendió a suspirar y a agitar las pestañas cuando Popeye le mordisqueaba sus zapatos favoritos y luego pasaba a atacar el plástico que protegía el sofá.

Popeye fue un buen perro. Juntos corrieron por el vecindario y jugaron infinitas rondas de lanzamiento de palo o se revolcaron en enormes montones de hojas secas.

Él sabía lo que esperaba la gente de un tipo como él, pero jamás hizo daño a su perro. Nunca se le pasó esa idea por la cabeza. En la pequeña y silenciosa casa en la que se crió, Popeye fue su mejor amigo.

Aquello duró cinco años, hasta el día en que Popeye se precipitó a la calzada persiguiendo a una ardilla y fue atropellado por el Buick sedán de la señora Mackey. Aún podía escuchar el chillido de horror que lanzó la mujer. Y también podía ver cómo se retorcía su perrito en los estertores de la muerte. Ni siquiera pensaron en llevarlo a un veterinario, el accidente era demasiado grave…

Envolvió a Popeye en su camiseta favorita, cavó un hoyo en el jardín trasero y lo enterró él mismo. No lloró. Su padre se sintió muy orgulloso de él.

Esa noche se acostó temprano, pero no podía dormir. Permaneció tumbado en la cama con los ojos abiertos, deseando que su perrito volviera con él. Y entonces se le ocurrió una idea.

Poco después de la una de la madrugada salió de casa. No le llevó mucho tiempo; la gente aparcaba el coche en la calle y, en un vecindario como aquel, nadie cerraba las puertas con llave. Abrió el capó, sacó un destornillador y taladró unos cuantos agujeros. Al final fue un trabajo limpio y sencillo.

Dijeron que la señora Mackey no lo había visto venir. Que un momento antes había pisado el freno al llegar al cruce, pero que al momento siguiente siguió la marcha sin hacer caso a la señal de STOP. Un coche que venía en la otra dirección impactó contra ella a cincuenta kilómetros por hora. Sufrió traumatismo craneoencefálico y se fracturó varias costillas, por no mencionar la cadera.

Sin embargo no falleció. Maldito Buick.

Así y todo, no estuvo mal para un chico de doce años. Por supuesto, después de aquello había mejorado mucho.

El señor Bosu miró hacia arriba y contempló la ventana del apartamento de la segunda planta. Seguía sin haber señales de movimiento. No pasaba nada, podía esperar.

Se recostó contra el banco y cerró los ojos al tibio sol. Dejó escapar un suspiro largo y profundo, muy parecido al de Diablillo, mientras rascaba las orejas a su cachorrito. El perrillo agitó la cola, agradecido. «Un hombre y su perro», pensó.

En efecto, solo un hombre, su perro y su lista de objetivos.