21

Cuando Bobby regresó a casa, no una, sino tres personas, lo esperaban en el portal. Estaba claro que el día iba mejorando por momentos.

—¿No debería estar usted en la iglesia? —preguntó al ayudante del fiscal del distrito, Rick Copley, mientras abría la puerta con la llave. Luego alzó una mano—. Espere, ya sé; ha vendido su alma al diablo —agregó.

Copley reaccionó con una mirada hosca ante su intento de hacer un chiste y a continuación le siguió hasta su vivienda del primer piso. Detrás de Copley subía D. D. Warren, poniendo mucho cuidado en no cruzar la mirada con él, y detrás de ella un inspector de la Oficina del Fiscal, al que recordaba vagamente del interrogatorio del viernes por la mañana. No se acordaba de su nombre.

La respuesta correcta era inspector Casella y se la proporcionó el propio Copley treinta segundos después, cuando hizo las presentaciones en mitad de la salita; una habitación pequeña con el mobiliario muy ajado que, en aquel momento, estaba atestado de un surtido de cajas vacías de comida para llevar y montones de servilletas. Los tres miraron a su alrededor, ninguno sabía dónde sentarse.

Decidió no ayudarles; aquella no era el tipo de gente que quería que se sintiera demasiado cómoda en su sala de estar.

Fue a la cocina, cogió una Coca-Cola y una silla de madera y regresó a la sala sin molestarse en preguntar si a alguien le apetecía tomar algo. A continuación se sentó en ella. Transcurridos unos momentos, D. D. le dirigió una mirada de reproche y se puso a apartar cajas de pizza hasta que el trío pudo acomodarse en el viejo sofá. Al instante todos se hundieron diez centímetros y él ocultó la sonrisa con la Coca-Cola.

—Bueno —empezó Copley, procurando parecer muy autoritario a pesar de tener el mentón metido entre las rodillas—. Necesitamos continuar con algunas cuestiones relativas a lo sucedido el jueves por la noche.

—Por supuesto.

Esperaba que Copley le hiciese empezar desde el principio, que lo obligara a contar de nuevo toda la historia para ver si conseguían algún nuevo detalle con el que pudieran pillarlo en un renuncio. Sin embargo, la primera pregunta del ayudante del fiscal lo sorprendió.

—¿Sabía usted que Catherine y Jimmy Gagnon eran grandes seguidores de la Sinfónica de Boston?

Se puso en tensión. Su mente ya estaba previendo lo que vendría a continuación y no le gustó nada.

—No —respondió escuetamente, para no comprometerse.

—Asistían a muchos conciertos.

—No me diga…

—Y a fiestas y cócteles solidarios. Los Gagnon desplegaban una gran actividad en esos círculos.

—Me alegro por ellos.

—Mejor alégrese por su novia —le corrigió Copley.

Él no hizo ningún comentario.

—Susan Abrahms. Se llama así, ¿no? Toca el chelo en esa orquesta.

—Lo hemos dejado.

—Esta tarde hemos tenido una agradable conversación con Susan.

Llegados a ese punto, decidió beber un largo trago de su Coca-Cola. Ojalá fuera cerveza.

—Usted la acompañaba a muchas funciones —aseguró Copley.

—Hemos estado saliendo dos años.

—Cuesta trabajo pensar que en todo ese tiempo, en todas esas funciones, nunca haya coincidido con Catherine ni con Jimmy Gagnon.

Bobby se encogió de hombros.

—Si me los encontré, desde luego no me dejaron huella.

—¿En serio? —prosiguió Copley—. Porque Susan se acordaba perfectamente de ellos. Nos ha dicho que los vio en varias ocasiones. Por lo visto, los Gagnon eran admiradores habituales de la buena música.

Ya no pudo aguantar más y volvió la mirada en dirección a D. D., pero esta no solo se negó a sostenérsela, sino que además estaba prácticamente absorta en un agujero que había en la moqueta.

—Detective Warren —dijo Copley con tono tenso—, ¿porqué no dice al agente Dodge qué más cosas nos ha contado Susan Abrahms?

D. D. suspiró. A aquellas alturas él ya sabía lo que vendría a continuación. Y además también se acordó de otro detalle: el motivo por el que D. D. y él habían roto; para ambos lo primero era siempre el trabajo.

—La señorita Abrahms recuerda que conocisteis a los Gagnon en una función de hace ocho o nueve meses. Y recuerda en particular que Catherine te hizo un montón de preguntas relativas a la labor que desempeñabas en el STOP.

—Todo el mundo me pregunta detalles sobre mi trabajo —replicó con calma—. La gente no va conociendo a diario a un francotirador de la Policía, y menos en ese tipo de círculos sociales.

—Según la señorita Abrahms, más tarde comentaste que no te había gustado el modo en que Jimmy la había mirado.

—La señorita Abrahms —dijo con énfasis— es una mujer muy guapa y con mucho talento. No me preocupaba el modo en que la miraban muchos hombres.

—¿Se sintió celoso? —terció el investigador Casella.

Él no mordió el anzuelo. En vez de eso, se terminó la Coca-Cola, dejó la lata sobre la mesa y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en los muslos.

—¿Mencionó la señorita Abrahms cuánto tiempo duró ese supuesto encuentro?

—Varios minutos —respondió D. D.

—Ya veo. Bien, déjenme pensar un poco… En mi trabajo, probablemente conoceré a unas quince personas nuevas por turno, así que, como hago veinte turnos al mes… ¿Cuántas salen? ¿Trescientas personas? Lo cual, en el transcurso de nueve meses supone unas dos mil setecientas caras y nombres diferentes que se cruzan en mi camino. Así pues, ¿tan raro resulta que no recuerde haber conocido a dos personas con las que hablé solo unos cuantos minutos en una función de la alta sociedad en la que, francamente, cada una de las personas allí reunidas me era desconocida?

—Todos los capullos ricos parecen iguales ¿no? —comentó el investigador Casella con aire socarrón.

Lanzó un suspiro. Todo aquello empezaba a fastidiarle, y no era buena señal.

—¿Usted nunca ha tenido un mal día en la oficina? —preguntó a Casella con tono irritado—. ¿Nunca ha dicho nada de lo que más tarde se haya arrepentido?

—Susan Abrahms ha expresado ciertas dudas respecto a la relación que manteníais —dijo D. D. en voz baja.

Bobby hizo un esfuerzo por mantener la mirada fija en Casella.

—No me digas…

—Nos ha dicho que últimamente te mostrabas distante. Preocupado.

—Es lo que tiene este trabajo.

—Le preocupaba que pudieras estar teniendo una aventura.

—Pues ojalá me hubiera comentado algo…

—Catherine Gagnon es una mujer muy atractiva.

—Catherine Gagnon no tiene nada que hacer al lado de Susan —replicó, y lo decía en serio. O al menos así lo creía.

—¿Por eso le molestó que Jimmy le prestara atención? —dijo Copley—. Jimmy tenía dinero y un buen físico. Admitámoslo, era mucho más su tipo.

—¡Venga ya, Copley! Entonces, ¿maté a Jimmy Gagnon porque tenía celos de que estuviera prestando atención a mi novia? ¿O lo maté porque estaba tirándome a su mujer? Después de tres días de interrogatorio, podría hacerlo un poco mejor.

—Tal vez por las dos cosas —repuso Copley con aspereza.

—O tal vez sea verdad que no me acuerde de haber conocido a ninguno de los Gagnon. Tal vez asistía a aquellas funciones simplemente para apoyar a mi novia y tenga mejores cosas que hacer que acordarme de todos los desconocidos con los que me cruzo al azar.

—Los Gagnon dejan huella —dijo Casella.

Él desechó sus comentarios con un gesto de la mano.

—Tráigame a una persona, solo una, que me haya visto a solas con Catherine Gagnon. Tráigame a una sola persona que me haya visto alguna vez hablando con Jimmy. No podrá hacerlo porque jamás ha sucedido tal cosa. Porque la verdad es que no me acuerdo de ninguno de los dos y, cuando el jueves por la noche maté a Jimmy Gagnon, fue estrictamente porque estaba apuntando a su mujer con una pistola. Quité una vida para salvar otra. ¿Alguno de ustedes ha leído el manual del francotirador?

Se interrumpió, asqueado, y a continuación se levantó sin preocuparle ya lo agitado que pareciera. Empezó a pasear por la habitación.

—Tengo entendido que ha estado bebiendo —insistió Copley.

—Una noche.

—Tengo entendido que una única noche es suficiente para un alcohólico.

—Nunca he dicho que sea alcohólico.

—Venga, diez años sin beber…

—Mi cuerpo es mi templo. Yo lo cuido y él me trata bien. —Dirigió una mirada a la cintura del ayudante del fiscal, definitivamente mucho más blanda que la suya—. Debería usted probarlo alguna vez.

—Vamos a ir a por ella —declaró Copley.

—¿A por quién?

—A por Catherine Gagnon. Sabemos que, de alguna manera, ella ha tenido algo que ver.

—¿Que ella lo organizó todo para que yo matara a su marido? ¿Que preparó un asesinato a manos de un francotirador de la Policía? Venga ya…

Copley tenía un brillo calculador en los ojos.

—Verá, antes los Gagnon tenían un ama de llaves.

—No me diga…

—Se llamaba Marie Gonzalez. Era una mujer mayor, con mucha experiencia. Estuvo trabajando tres años para los Gagnon. ¿Sabe por qué la despidieron?

—Como no sabía que hubieran tenido un ama de llaves, es obvio que tampoco sé por qué la despidieron.

—Porque le dio a Nathan un tentempié, parte del sándwich de atún que estaba comiendo ella. El niño, que por cierto pesa diez kilos menos de lo que debería pesar, tenía hambre, así que Marie le dio la mitad de su sándwich. Nathan lo devoró al instante. Al día siguiente, Catherine despidió a Marie. Se supone que a Nathan no podía darle de comer nadie más que la niñera, aunque estuviera muerto de hambre.

Él no dijo nada, pero su cerebro estaba trabajando otra vez a toda velocidad.

—Ahora estamos interrogando a las niñeras —dijo Copley casi con naturalidad—. Hasta este momento nos han contado una cadena de historias extrañas y sórdidas: que Catherine desaparecía durante largos períodos de tiempo; que en cuanto volvía a aparecer, Nathan caía enfermo; que exigía que los pañales sucios los metieran en el frigorífico…

—¿Sucios?

—Llenos de mierda, para ser exactos. Durante seis meses, todos y cada uno de ellos fueron a parar al frigorífico. Y luego estaban las dietas, las listas de cosas que no permitía comer a Nathan y las listas de cosas que sí podía comer. Y todo acompañado de extraños minerales, hierbas, suplementos y fármacos. Le digo, agente Dodge, que en los quince años que llevo en este oficio, jamás he visto nada que se le parezca. No hay duda de que Catherine Gagnon está maltratando a su hijo.

—¿Tiene pruebas?

—Todavía no, pero las conseguiré. Su primer error fue la cámara de seguridad.

Nuevamente le estaban poniendo un cebo. Así y todo, no pudo reprimirse y preguntó:

—¿Qué cámara de seguridad?

—La que había en el dormitorio principal —contestó la detective Warren—. El jueves por la noche estaba apagada. Excepto que, según la empresa de seguridad, eso no es posible.

—No entiendo… —dijo Bobby con sinceridad. Por fin se quedó quieto en un solo sitio y se rascó la nuca.

—La cámara de seguridad del dormitorio principal estaba programada para que se desconectara a las doce de la noche; sin embargo, por arte de magia se desconectó a las diez. Catherine nos contó la película de que el panel de control se hacía un lío con la hora, pero nosotros hemos hablado con la empresa de seguridad. El martes, cuando Jimmy fue a presentar la demanda de divorcio, se puso en contacto directamente con la empresa y les dijo que tenía un problema en casa y que quería poder vigilar las habitaciones sin que alguien pudiera desconectar las cámaras manualmente en algún momento. Así que la empresa de seguridad reinició todo el sistema y le proporcionó un código nuevo. Desde el martes, el panel de control funcionó correctamente, y lo que es más importante, la única persona que pudo alterar el sistema fue Jimmy Gagnon.

—¿Así que apagó él la cámara del dormitorio principal?

—No —respondió Copley—. No fue él, sino Catherine.

—Pero si acaba de decir que ella no podía…

—Y no podía. Pero le apuesto lo que quiera a que ella no lo supo hasta las diez de la noche del jueves, cuando puso en acción el plan que había tramado. Seguro que se pasó diez minutos delante del panel de control intentando averiguar por qué no podía anular el sistema y desesperándose poco a poco. Tenía que estar en el dormitorio… Y precisamente usted sabe por qué.

Abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla de golpe. Comprendía toda aquella teoría tan sórdida, de manera que guardó silencio y esperó a que Copley terminase su exposición.

—Usted tenía que poder verlos, agente Dodge. Tenía que poder ver a Jimmy, que no poseía ningún historial de armas de fuego, amenazar de repente a su esposa y a su hijo con una pistola. Lo que no sabemos, por supuesto, es el motivo que lo provocó ni por qué tenía aquella pistola en la mano… o quién se la puso en ella. Y ese es el material que Catherine no puede permitirse el lujo de que veamos nosotros. Ese es el material que no le conviene que aparezca en el sistema de seguridad que tiene instalado en casa. Y de pronto se le ocurre la idea; adelanta el reloj del panel de control dos horas, y ya está, todo resuelto, la cámara cree que ya son las doce y se desconecta automáticamente. Es una mujer muy inteligente, eso hay que reconocerlo. Casi demasiado para su propio bien.

A continuación Copley cambió de tema.

—¿Su intención era ayudarla, agente Dodge? ¿Simplemente estuvo coqueteando un poco en un cóctel, alardeando de lo que hacía en el STOP e intentando proyectar una imagen atractiva de usted mismo? ¿O fue algo más profundo? Quizá, después de unas pocas citas, todo esto fue idea suya…

—¡Por última vez le digo que ni siquiera me acuerdo de haber hablado con ella!

Sacudió la cabeza con un gesto de negación; frustrado, harto. No era capaz de recordar ningún concierto de los que había asistido. Francamente, le aburrían. Acudía en piloto automático, sonriendo de forma artificial y estrechando la mano a diversas personas mientras contaba los minutos que faltaban para que aquello se acabase y pudiera marcharse a casa, quitarse el traje de pingüino y llevarse a Susan a la cama.

Pero en aquel momento, de improviso, le vino una escena a la memoria.

—¿Cuál es la misión más típica que lleva a cabo un equipo como el suyo? ¿Un robo en un banco, rehenes, delincuentes fugados?

—Qué va. En esta zona lo más frecuente es un problema doméstico. El típico borracho que monta una bronca y empieza a amenazar a su familia.

—¿Y para eso acuden los del STOP?

—Si el tipo está armado, por supuesto. En un caso en el que alguien se hace fuerte en el interior de una vivienda y los miembros de la familia se consideran rehenes, nos lo tomamos muy en serio, sobre todo si hay informes de haberse producido disparos.

Había sido en una fiesta del Mardi Gras. Todos los asiduos de la sinfónica pululaban por allí luciendo complicadas máscaras de plumas. Jimmy y Catherine Gagnon habían hecho un alto para felicitar a Susan por su interpretación. Catherine llevaba su melena negra recogida en la coronilla y vestía un entallado traje de noche de color dorado y una exótica máscara de plumas de pavo real. A primera vista, fue consciente de cierta reacción visceral ante aquel vestido tan asombroso; pero luego estuvo demasiado ocupado observando a Jimmy, que devoraba a Susan con los ojos, como para prestar atención a Catherine.

Terminó dando por finalizada aquella conversación bruscamente y se llevó a Susan, aduciendo alguna endeble excusa, no recordaba cuál. Más tarde ambos menearon la cabeza con respecto a la obvia exhibición de Jimmy, experimentando esa vaga sensación de superioridad moral que experimenta una pareja cuando conoce a otra que, evidentemente, es más glamurosa, más triunfadora y… está más jodida.

Bobby bajó la mirada. Mierda, no le convenía acordarse de aquello en esos momentos.

—Vamos a ir a por ella —repitió Copley—. Usted sabe que Catherine no es la clase de mujer dispuesta a pagar los platos rotos. Al primer indicio de peligro real, enseguida se hace la víctima. Y usted no quiere verse metido en esa trampa, ¿verdad, agente Dodge?

—¿Tengo una fecha tope? —contraatacó, aguijoneado—. Déjeme adivinar; mañana a las cinco.

Copley le dirigió una mirada ceñuda.

—Pues ahora que lo menciona…

—Ya. Vale, de acuerdo. Pues mañana… le llamaré.

Les indicó con un gesto que se levantasen de su destrozado sofá y salieran por la puerta. D. D. le observaba de manera extraña y él no quiso mirarla a los ojos.

—Una última cosa —dijo Copley, deteniéndose en el umbral—. ¿Dónde estuvo anoche, entre las diez y la una?

—Estaba matando a Tony Rocco, por supuesto.

—¿Pero qué…?

—Estaba durmiendo, gilipollas, pero gracias por insultarme dentro de mi propia casa. ¡Fuera!

Copley no se había movido del sitio.

—Este es un tema serio…

—Esta es mi vida —replicó Bobby, y cerró con un portazo.