20

Catherine llegó al hospital justo a tiempo de encontrar a sus suegros junto al puesto de enfermería.

—Soy el abuelo del niño —estaba diciendo James con su mejor sonrisa; esa que quería decir: «te conviene colaborar conmigo»—. Por supuesto, no tengo inconveniente en llevarme al niño a casa.

—Señor, la madre de Nathan firmó los papeles de admisión. No puedo hacer nada sin consultarla a ella.

—Es maravilloso que sea usted tan diligente… Permítame que la felicite pero, por desgracia, mi nuera está muy ocupada con los preparativos del funeral en estos momentos y es por eso por lo que nos ha pedido a nosotros que viniéramos a recoger al niño. Es lo mínimo que podemos hacer en este difícil trance.

James apretó el brazo con el que rodeaba a Maryanne. En ese momento, ella sonrió también a la enfermera. Estaba algo más pálida que James y unas profundas ojeras sombreaban sus ojos, pero conservaba el peinado perfecto y las perlas en su sitio. Ambos ofrecían un frente unido e impecable: el poderoso juez y su frágil y encantadora esposa.

La enfermera ya estaba empezando a flaquear.

Para aprovechar aquella ventaja, James se inclinó hacia delante.

—Vamos a ver a Nathan. Ya verá lo contento que se pone cuando se entere de que hemos venido a buscarle. Verá que todo es correcto.

—Al menos debería consultar a su médico —musitó la enfermera, y a continuación miró los papeles del ingreso y frunció el ceño—. Oh, Cielos…

—¿Qué ocurre?

—El pediatra de Nathan, el doctor Rocco… Me temo que… Ay, Dios Santo… —La enfermera dejó la frase sin terminar. Era evidente que estaba muy alterada por lo que le había sucedido al doctor Rocco y en esos instantes se sintió abrumada.

Ella tomó aquello como la señal que estaba esperando y se dirigió al mostrador, con la vista clavada directamente en la chapa que la enfermera llevaba prendida en el uniforme.

—Enfermera Brandi, cuánto me alegro de volver a verla. ¿Qué tal se encuentra Nathan esta mañana?

—Mejor —respondió la enfermera con el semblante más alegre, mirando con nerviosismo de ella a James y Maryanne y luego otra vez a ella.

Decidió resolver el dilema de aquella pobre mujer. Apoyó una mano en el brazo de su suegro, el cual, como el actor de primera que era, ni siquiera se inmutó.

—Os agradezco mucho que me hayáis echado una mano —le dijo, esbozando una cálida sonrisa que luego hizo extensiva a Maryanne—. Por suerte he terminado en la funeraria antes de lo previsto, así que he venido a recoger a Nathan yo misma.

—No deberías haberte molestado —repuso James—. Maryanne y yo hubiéramos estado encantados de cuidar de nuestro nieto un rato. Deberías descansar.

—Sí, querida —le refrendó Maryanne—. Debes de estar agotada. Deja que cuidemos nosotros de Nathan. Tenemos una habitación maravillosa en el hotel LeRoux. Será fantástico para él, después de haber pasado todo este tiempo en un hospital.

—Oh, no. Estoy segura de que después de todo por lo que ha tenido que pasar Nathan, para él será mucho mejor volver directamente a casa.

—¿A la casa en la que ha muerto su padre? —preguntó James con ironía.

—Sí. A la comodidad de su propio dormitorio.

James apretó los labios y, mientras intercambiaba una mirada con Maryanne, ella se volvió rápidamente hacia la enfermera Brandi.

—Quisiera ver a Nathan.

—Por supuesto.

—Estoy segura de que el doctor Rocco habrá sido sustituido por otro médico. ¿Quiere hacer el favor de buscarlo y pedirle que firme el alta para que pueda llevarme a Nathan a casa? —Alzó la bolsa Louis Vuitton que llevaba en la mano—. Ya me encargo yo de vestirle con su ropa.

Maryanne intervino de pronto.

—¿Por qué no le vestimos nosotros, querida, mientras tú te ocupas del papeleo? Seguro que así será más rápido para todos.

—Desde luego —convino James con entusiasmo—. ¡Es una idea maravillosa!

Ella empezaba a notar un palpitante dolor de cabeza. De todos modos sonrió.

—Sois muy amables, en serio, pero he echado muchísimo de menos a mi hijo y necesito verlo ahora mismo.

—¡Nosotros también estamos deseando ver a nuestro nieto! —exclamó Maryanne, en un tono tan alegre que resultó crispado.

—Claro que sí, pero la salud de Nathan todavía es muy frágil. Y con todo lo que ha sufrido en estos tres días, creo que lo mejor es que me vea de momento a mí sola… para que no se altere demasiado. Desde luego, si mañana queréis venir a casa, seréis bienvenidos. —Ella posó una mano en el brazo de la enfermera Brandi; esta vez con un gesto un poco más apremiante—. ¿Vamos con Nathan? —insistió.

—Por supuesto.

La enfermera dirigió a James y a Maryanne una última mirada de duda y a continuación echó a andar por el pasillo con ella a la zaga. Era muy consciente de que sus suegros no iban a marcharse así, sin más. De hecho, al enterarse de que Tony iba a ser sustituido por otro médico, a James le brillaron los ojos.

James y Maryanne jamás se retiraban sin presentar batalla. Se dijo que, probablemente, disponía de poco tiempo.

Nathan estaba sentado sobre la cama, en su espacio aislado por las cortinas. Ya tenía mejor color y no mostraba el abdomen dolorosamente hinchado. Todavía daba la impresión de ser un niño diminuto, perdido en un mar de sábanas blancas y cables negros. No había nada más grotesco que un pijama de hospital en el cuerpo de un niño.

—Mi pequeñín —susurró.

Nathan la miró con sus solemnes ojos azules.

—¿Dónde está Prudence? —dijo con toda nitidez.

—Hoy es su día libre —respondió con serenidad—. Voy a llevarte a casa. ¿Qué te parece?

Nathan recorrió la habitación con la mirada, observó el gotero intravenoso y el monitor cardíaco.

—¿Ya estoy bueno? —susurró, adoptando de pronto una expresión de insoportable incertidumbre.

—Sí.

El pequeño asintió con gesto seguro.

—Entonces quiero irme a casa.

—Vamos a vestirte.

La enfermera Brandi retiró la aguja del gotero y a continuación le desconectó del monitor.

—¿Puede ir a buscarme los papeles del alta? —le pidió ella, mirando hacia atrás con nerviosismo.

—Por supuesto.

Brandi desapareció por el pasillo. Ella compuso otra vez una sonrisa radiante y se giró hacia su hijo.

—Te he traído tu ropa favorita: vaqueros, botas y una camisa de auténtico cowboy.

Abrió la bolsa con rápidos ademanes y fue depositando las prendas en el borde de la cama. La actitud de Nathan era un tanto apagada, pero terminó quitándose el pijama del hospital.

—¿Lo he soñado todo? —preguntó.

Ella supo de inmediato a qué se refería el pequeño.

—No —respondió.

—Papá tenía una pistola…

—Ya.

—¿Está muerto?

—Sí.

Nathan hizo un gesto afirmativo y empezó a vestirse. Acababa de abotonarse la camisa de franela cuando aparecieron James y Maryanne, acompañados por un hombre ataviado con una bata quirúrgica.

—¡Nathan! —exclamó el juez con gran entusiasmo—. ¡Pero si es mi vaquero favorito! ¿Ya estás listo para subirte al caballo? A tu abuela y a mí nos encantaría que vinieras con nosotros al hotel LeRoux. Allí hay servicio de habitaciones, Nathan, y podrás comer todo el helado con dulce de leche caliente que te apetezca.

Nathan miró a su abuelo como si le hubieran crecido dos cabezas. El juez rara vez le dedicaba tanta atención y, además, el helado le sentaba fatal.

James, sin alterarse, se volvió hacia ella con una inequívoca expresión de triunfo en la cara.

—Catherine, te presento al doctor Gerritsen, el jefe de Pediatría. En mi opinión, te conviene hablar con él. Mientras tanto, Maryanne y yo nos quedaremos aquí con Nathan.

Maryanne ya había dado un paso al frente con la mano extendida hacia Nathan. El gesto anhelante de su rostro encogía el corazón. ¿Estaba viendo a su nieto, o al último vínculo con Jimmy? ¿O simplemente veía otra clase de arma? ¿Una herramienta viviente que podía utilizar contra ella?

El doctor Gerritsen intentaba indicarle por señas que saliera al pasillo, pero ella se negaba a moverse del sitio. Todo lo que necesitaban James y Maryanne eran treinta segundos y Nathan desaparecería. Una vez que consiguieran llevárselo, sería muy difícil que se lo quitara.

Finalmente el doctor Gerritsen se dio por vencido, entrando en aquel estrecho espacio, ahora abarrotado, y centró la atención en Nathan. El pediatra llevaba una carpeta en la mano derecha.

—¿Qué tal estás, jovencito? —le preguntó.

—Bien. —De hecho, Nathan miraba nervioso a los cuatro adultos.

—Según tu historial, esto tiene buena pinta.

—¿Dónde está el doctor Tony? —preguntó el pequeño.

—El doctor Rocco no ha podido venir hoy, Nathan, por eso he venido yo. ¿Te parece bien?

El pequeño se limitó a mirar fijamente al médico. No le gustaban los médicos, sobre todo los nuevos, y su expresión decía que ya empezaba a recelar.

—¿Quieres irte a tu casa? —le preguntó el doctor Gerritsen.

Contestó con un gesto de asentimiento muy serio.

—A mí también me parece una buena idea. Voy a decirte una cosa, chavalote, ¿qué te parece si te quedas aquí solo un minutito más mientras yo hablo con tu mamá y tus abuelos? Enfermera Brandi, ¿quiere enseñar a Nathan cómo funciona un estetoscopio?

Nathan ya sabía cómo funcionaba un estetoscopio. Su mirada voló de inmediato hacia ella, que se percató de que a su hijo le estaba entrando pánico. Hizo lo que pudo por ofrecerle una sonrisa de apoyo, mientras notaba esa misma sensación de terror creciéndole en el pecho.

La enfermera Brandi dio un paso al frente al mismo tiempo que el doctor Gerritsen, James, Maryanne y ella desaparecieron tras la cortina.

El médico no perdió el tiempo.

—El juez Gagnon me ha dicho que existe un problema con la custodia de Nathan —le dijo, mirándola directamente a los ojos.

—El juez Gagnon y su esposa han reclamado la custodia de Nathan —repuso ella sin alterarse.

Miró con desesperación al jefe de Pediatría, intentando averiguar rápidamente qué clase de hombre era. Mayor que ella. Alianza en la mano izquierda. ¿Felizmente casado? ¿O aburrido, egocéntrico… y a punto de caramelo para recibir las atenciones de una viuda joven y hermosa?

—Le preocupa la seguridad del niño —dijo el doctor Gerritsen. Su tono de voz era calmado. Serio. Muy serio.

Descartó de inmediato cualquier idea de coquetear con él y decidió representar el papel de nuera preocupada, respetuosa y atenta. Ladeó un poco la cabeza y habló en voz baja, como si no quisiera turbar a sus suegros.

—El juez Gagnon y su esposa han perdido recientemente a su hijo. Son unos abuelos maravillosos, pero… en estos momentos no tienen las ideas claras, doctor Gerritsen. Sin duda comprenderá usted lo difícil que debe de resultarles esto.

—Estamos en nuestros perfectos cabales y lo sabes —interrumpió James con aspereza—. No intentes hacerle creer que somos unos viejos chiflados.

El doctor Gerritsen miraba alternativamente de James y Maryanne a ella, con un gesto de enfado en la cara.

—No me gusta verme involucrado en este tipo de asuntos.

—Por nada del mundo se me hubiera ocurrido involucrarle a usted en esto —le aseguró ella.

—Según el historial elaborado por el doctor Rocco, Nathan enferma con mucha frecuencia —añadió el pediatra con sarcasmo—, y con bastante facilidad.

—El doctor Rocco siempre ha cuidado muy bien de Nathan.

El pediatra le dirigió una mirada escéptica. Era obvio que estaba al tanto de la relación que había mantenido con Tony y no se dejaba engañar.

—Considero que no debería llevarse al niño a casa —declaró por fin.

Se le cayó el alma a los pies. Sintió cómo el pánico le burbujeaba en la garganta, al tiempo que su suegro comenzaba a esbozar una sonrisa.

—Por desgracia —prosiguió el doctor Gerritsen en tono tajante—, yo no tengo autoridad para decidir al respecto.

—¿Cómo? —replicó James, atónito.

—Hasta este momento, la tutora legal de Nathan sigue siendo su madre. —El médico se encogió de hombros—. Lo siento, juez Gagnon, pero tengo las manos atadas.

Maryanne empezó a menear la cabeza en un gesto de negación, igual que si acabara de despertarse de repente, solo para descubrir que se encontraba inmersa en la misma terrible pesadilla.

—Las circunstancias son extremas —contraatacó James rápidamente—. Usted sospechó que sobre mi nieto pesaba una amenaza inmediata y apremiante que justificaba enviarlo a casa de sus abuelos.

—Pero no tengo seguridad de que haya una amenaza inmediata y apremiante…

—El historial del niño… ¡Usted mismo ha dicho que resultaba sospechoso!

—Nathan nos necesita —terció Maryanne en tono lastimero—. Somos lo único que le queda.

El doctor Gerritsen dirigió a Maryanne una mirada de solidaridad, antes de volver a centrar la atención en James.

—Sospechoso, sí. Definitivo, no.

James ya estaba claramente furibundo.

—¡Esta mujer representa una amenaza para mi nieto!

—Si yo representara una amenaza para Nathan —intervino ella con tono tranquilo—, ¿por qué iba a seguir trayéndolo al hospital para que recibiera atención médica?

—¡Porque esa es tu manera de actuar! —rugió James—. Usas a tu propio hijo para llamar la atención y así poder representar el papel de la madre trágica. Yo intenté advertir a Jimmy, traté de decirle lo que estabas haciendo. Perjudicar a tu propio hijo es… ¡Es repugnante!

—Sin embargo, ya no tengo necesidad de continuar representando el papel de la madre trágica para llamar la atención de mi marido, ¿verdad, James? —Ella miró a su suegro a los ojos—. Ahora soy la afligida viuda.

James lanzó un gruñido, un inesperado bufido de frustración y de rabia que le surgió de lo más profundo. Por un momento temió que se abalanzase contra ella para apretarle la garganta con las manos. Aquello supondría un cambio de ritmo. Jimmy siempre había sido muy torpe con sus accesos de cólera, en cambio su padre era un tipo frío.

—James, cariño… —susurró Maryanne—. ¿Catherine va a quedarse con Nathan? Dijiste que eso no iba a suceder. ¿Cómo puede pasar algo así?

James rodeó a su temblorosa esposa con los brazos. La estrechó contra sí y la consoló con una mano, sin dejar de taladrarla a ella con una colérica mirada.

—Esto no se ha terminado —dijo con claridad.

—Por hoy, sí.

El doctor Gerritsen, harto ya de aquel culebrón familiar, hizo un gesto con la cabeza para que ella entrara de nuevo en el box.

—Lo siento, juez Gagnon, pero legalmente no hay nada que yo pueda hacer para impedir que la señora Gagnon firme el alta de su hijo. Si cambiasen las circunstancias, estaré encantado de ayudarle. Pero hasta ese momento…

El doctor Gerritsen se encogió de hombros y ella se enganchó de su brazo. Al volverse, ni siquiera se tomó la molestia de lanzar a su suegro una mirada de triunfo. Tampoco se atrevió a mirar la expresión compungida de Maryanne.

Simplemente envolvió a Nathan en su abrigo y salió disparada de aquel infernal lugar.

Durante el trayecto de regreso a casa, Nathan no dijo una sola palabra. Permaneció sentado en su sillita de seguridad en el asiento trasero del coche, aferrando las correas del arnés con la mano derecha. Catherine pensaba que debería decirle algo. Luego, durante un rato, se sintió igual de triste que su hijo porque Prudence hubiera librado aquel día.

Aparcó en un estrecho espacio y se apeó del coche para sacar a Nathan. En el cielo brillaba el sol y hacía una tarde sorprendentemente templada. Miró calle adelante y vio a varios vecinos que paseaban en compañía de sus hijos o sus perros. Se preguntó qué resultaría más extraño para un forastero, si que ella no hubiera saludado con la mano a ninguno o que, de haberlo hecho, ellos no se habrían tomado la molestia de devolverle el gesto.

Nathan se bajó con torpeza del coche, incómodo bajo el grueso abrigo de lana y las botas camperas nuevas. Aquel abrigo, regalo de sus abuelos, era tres tallas más grande de la que le correspondía. Menos mal que el calzado, adquirido en la sección infantil de Ralph Lauren, le quedaba bien.

El niño no levantó la vista, ni para mirar hacia la calle ni hacia su casa. Simplemente se agarró de su mano, obediente, aunque conforme se aproximaban a la escalera de acceso comenzó a arrastrar los pies. Continuó avanzando sin ganas, dando pataditas a las hojas secas.

Ella contempló la puerta de entrada. Pensó en el vestíbulo que había detrás, en la escalinata que conducía a su vivienda. Pensó en el dormitorio principal, con la moqueta desgarrada, las paredes salpicadas y los muebles recolocados a toda prisa. De repente tampoco ella tenía ganas de subir aquella escalera. Ojalá pudieran los dos, su hijo y ella, sencillamente huir de allí.

—Nathan —dijo en voz baja—, ¿por qué no vamos al parque?

Nathan la miró y asintió tan vigorosamente que la hizo sonreír aun teniendo el corazón encogido.

Los dos continuaron paseando calle abajo. El Jardín Público estaba muy concurrido: jóvenes amantes, gente paseando al perro, familias con hijos inquietos… Ellos pasearon por la orilla del estanque en el que, en verano, se podía remar en bote. Compraron palomitas de maíz a un vendedor ambulante y se divirtieron dándoselas de comer a los patos. Por fin encontraron un banco al borde de un claro en el que otros niños de la misma edad que Nathan, pero que tenían el doble de su tamaño, corrían, se caían y reían bajo el sol del crepúsculo.

Nathan ni siquiera intentó jugar con ellos. Con solo cuatro años, ya había aprendido algunas lecciones.

—Nathan… —dijo ella en voz baja—, ahora que has vuelto a casa… hay unas personas que van a querer hablar contigo.

El pequeño la miró. Tenía la carita tan pálida que cedió al impulso de pasarle un dedo por la mejilla. Nathan tenía la piel fría y seca, era el rostro de un niño que había pasado demasiado tiempo encerrado en una casa.

—¿Te acuerdas de lo que pasó el jueves? —le preguntó con suavidad—. ¿De aquella mala noche?

El pequeño guardó silencio.

—Papá tenía una pistola… ¿Te acuerdas, Nathan?

Nathan asintió muy despacio.

—Nos peleábamos…

El niño asintió de nuevo.

—¿Recuerdas por qué nos peleamos? —Catherine contuvo la respiración. Aquel era el quid de la cuestión; ¿de cuánto podía acordarse un niño de cuatro años aterrorizado? ¿Hasta dónde era capaz de entender?

Su hijo negó de mala gana y ella dejó escapar el aire que estaba reteniendo.

—Cielo, lo único que necesita saber esa gente es que papá tenía una pistola y que nosotros estábamos muy asustados. Lo demás ya lo entienden —dijo en tono ligero.

—Papá se ha muerto —dijo Nathan.

—Sí.

—Papá ya no va a volver a casa.

—No, ya no va a venir más.

—¿Y tú?

Catherine volvió a acariciarle la mejilla con el dedo.

—Yo siempre intentaré volver a casa contigo, Nathan.

—¿Y Prudence?

—Ella también volverá a casa.

Nathan afirmó con gravedad.

—Papá tenía una pistola —repitió—. Me asusté mucho.

—Gracias, cielo.

Nathan volvió a observar a los otros niños. Al cabo de un momento, trepó hasta sus rodillas. Al instante, ella le abrazó y apoyó la mejilla contra la coronilla de su revuelto cabello.