Bobby pertenecía, desde hacía seis años, al Equipo de Tácticas y Operaciones Especiales de la Policía Estatal de Massachusetts, más conocido como STOP por sus siglas. Lo llamaban al menos tres veces al mes —por regla general coincidiendo con uno de sus malditos días libres— y estaba convencido de que ya había perdido la capacidad de sorprenderse. Sin embargo, aquella noche iba a comprobar que se equivocaba.
Recorrió a toda velocidad las calles de Boston, haciendo chirriar los neumáticos al girar bruscamente a la derecha para enfilar la calle Park y dirigirse a la cúpula dorada del State House. A continuación torció a la izquierda para tomar Beacon y pasó como una flecha por delante de Common y del Jardín Público. En el último minuto estuvo a punto de cagarla; intentaba subir por Arlington para entrar en Marlborough, cuando se dio cuenta de que esta era de sentido único y dirección prohibida desde el lugar en el que se encontraba. De manera que pisó a fondo el freno, giró el volante y, sin dejar de tocar el claxon, cruzó tres carriles repletos de vehículos para permanecer en Beacon. A partir de ahí las cosas se le pusieron más difíciles todavía, al intentar tomar la calle de la derecha para subir a Marlborough. Por fin se limitó a ir hacia el resplandor blanco de los focos y las luces rojas intermitentes de la ambulancia.
Al llegar a la esquina de Marlborough con Gloucester, procesó un montón de detalles al mismo tiempo: las vallas de color azul y los coches de la policía de Boston habían aislado un pequeño edificio situado en el corazón de Back Bay; la zona estaba acordonada con cinta amarilla, rodeando varias casas de piedra rojiza, y unos cuantos agentes uniformados tomaban posiciones en cada esquina. Las ambulancias ya habían llegado al escenario del crimen, al igual que varias furgonetas de los medios de comunicación.
No cabía duda, el baile ya había empezado.
Aparcó su Ford Crown Victoria en doble fila, justo delante de una de las vallas azules, se apeó de un salto y corrió hacia el maletero. Dentro llevaba todo cuanto podría necesitar un francotirador de la Policía bien entrenado para asistir a una fiesta: rifle, mira telescópica, munición, uniformes negros de ataque, uniformes de camuflaje, pasamontañas, chaleco antibalas, una muda de ropa, algo de picoteo, agua, una bolsa de frutos secos, gafas de visión nocturna, prismáticos, telémetro, pintura para la cara, una navaja suiza y una linterna. Seguro que la Policía Local solo llevaba neumáticos de repuesto en el maletero de los coches, pero un agente estatal podía sobrevivir durante un mes con lo que guardaba en su portaequipajes.
Cargó la mochila a la espalda mientras evaluaba la situación.
Al contrario de lo que ocurría con otros equipos del SWAT, el suyo nunca llegaba a la vez. Su unidad constaba de treinta y dos individuos repartidos por todo el estado de Massachusetts, desde la punta de Cape Cod hasta los pies de las montañas de Berkshire. La sede central estaba situada en Adams, en la mitad occidental del estado, donde su teniente había recibido la llamada de Framingham Communications y había decidido ordenar el despliegue.
En este caso, el de un tipo que se había atrincherado en una vivienda con rehenes, se había activado a los treinta y dos agentes. Acabarían llegando todos. Algunos tardarían tres o cuatro horas; otros, como él, lo harían en menos de quince minutos. De cualquier manera, su teniente se enorgullecía de tener capacidad para conseguir que, en menos de una hora, llegaran al menos cinco agentes a cualquier punto del estado.
Miró a su alrededor y dedujo que era uno de los cinco primeros, lo que significaba que debía darse prisa.
La mayoría de las unidades especiales de los SWAT estaban formadas por tres equipos: uno de abordaje, otro de vigilancia perimetral y los francotiradores. El equipo encargado del perímetro tenía como misión principal acordonar y controlar el interior del mismo. A continuación llegaban los francotiradores, que tomaban posiciones por fuera de este y llevaban a cabo una labor de reconocimiento; es decir, evaluaban la situación a través de sus prismáticos e informaban por radio de los detalles, tanto del edificio como de las personas que hubiera dentro, así como de los movimientos de estas. Por último, y como recurso final, el grupo de abordaje se preparaba para actuar si era necesario. Si el negociador no lograba convencer a los sospechosos de que salieran, el equipo de abordaje irrumpía en el edificio. Sus incursiones eran violentas, tanto que uno rezaba para que no tuvieran que llegar a ese punto, pero a veces no quedaba más remedio.
El STOP también contaba con toda aquella parafernalia, pero sus componentes no estaban especializados. Dado que sus miembros iban llegando de manera escalonada, todos habían recibido formación para actuar en cualquiera de las posiciones a fin de que fueran capaces de ponerse en movimiento en el mismo segundo en que sus botas tocaran el suelo. Dicho de otro modo, aunque él era uno de los ocho francotiradores del equipo, de momento no pensaba situarse en posición de tiro.
El primer objetivo consistía en establecer el perímetro interior. Es decir, el área que rodeaba la escena del crimen. Hacerlo bien resolvía el noventa por ciento de los quebraderos de cabeza de cualquier unidad táctica; era la manera de controlar y contener. Pero para formar un perímetro hacían falta al menos dos hombres, cada uno en una esquina, vigilando en diagonal.
Él sería uno de ellos, pero necesitaba encontrar al otro. Descubrió tres coches patrulla aparcados en la acera de enfrente, así que contaba con más compañeros de equipo por los alrededores. De pronto reparó en la furgoneta blanca que servía de centro de mando y echó a correr hacia ella.
—Agente Bobby Dodge —anunció cinco segundos después, al tiempo que entraba en el centro de mando, dejaba su equipo en el suelo y extendía la mano.
—Teniente Jachrimo.
El superior le estrechó brevemente la mano con fuerza. Poseía un rostro delgado y no era de la Policía Estatal, sino de la de Boston. Eso no le sorprendía; técnicamente aquel caso era jurisdicción de Boston y, además, el jefe de policía aún tardaría dos horas en llegar. No obstante, él hubiera preferido a su teniente, que estaba acostumbrado a trabajar sin problemas con ellos… Hasta cierto punto, claro.
Jachrimo tenía delante una pizarra de color blanco y estaba dibujando un gráfico de Gantt en el ángulo superior izquierdo.
—¿Puesto? —le preguntó.
—Francotirador.
—¿Sabe mantener un perímetro?
—Sí, señor.
—Genial, genial, genial.
El teniente Jachrimo se apartó del tablero blanco el tiempo suficiente para sacar la cabeza fuera de la camioneta y gritar a un agente uniformado de Boston.
—¡Eh, usted! Necesito a la compañía telefónica. ¿Me entiende? Llame por radio a la centralita y pídales que traigan ya a la maldita empresa de telefonía. En esta camioneta no funciona nada y no hay manera de dirigir un centro de mando si dicho centro no manda. ¿Lo capta?
El agente uniformado se fue volando y Jachrimo, irritado, volvió a centrar la atención en él.
—De acuerdo, ¿qué es lo que sabe usted?
—Persona atrincherada en domicilio. Individuo, varón. Al parecer, armado. Esposa e hijo también dentro —repitió el mensaje que había recibido en su busca.
—El sospechoso se llama Jimmy Gagnon. ¿Eso le dice algo?
Él negó con la cabeza.
—Menos mal. —Jachrimo terminó el gráfico de Gantt y, a continuación, empezó a hacer un bosquejo del vecindario en la parte inferior del tablero—. Nosotros estamos aquí. La mujer llamó a la Policía poco después de las once y media. Dijo que se llamaba Catherine Gagnon y que era la esposa de Jimmy. Aseguró que su marido estaba borracho y que estaba amenazándolos a ella y a su hijo con una pistola. La operadora de la policía intentó que no se interrumpiese la comunicación telefónica, pero hubo alguna interferencia y la línea se cortó. Como sesenta segundos después, hemos recibido una llamada de un vecino que afirmaba haber escuchado disparos.
»La llamada llegó a la central, pero nuestros chicos estaban atendiendo un caso en Revere, así que se la pasé a Framingham Communications, que se puso en contacto con su teniente. Su unidad está a cargo de la operación, puede que hasta que todo esto acabe o solo hasta que nuestros hombres resuelvan lo de Revere, no lo sé. De momento tenemos agentes uniformados asegurando el perímetro exterior. Hay hombres apostados aquí, aquí y aquí, y coches estacionados aquí y aquí para bloquear las vías de acceso.
Jachrimo dibujó una serie de equis en su bosquejo. En un instante, el edificio de piedra rojiza estuvo acordonado y apartado del resto del vecindario.
—Los Gagnon ocupan las cuatro últimas plantas del bloque cuatrocientos quince. Los agentes ya han evacuado a los residentes que viven en las plantas inferiores, así como a los de los edificios anexos, pero todavía no hemos establecido contacto con nadie de dentro de la casa, lo cual, francamente, no me gusta nada. En mi opinión, deberíamos haber asegurado el perímetro interior hace diez minutos y haber traído aquí a los negociadores de rehenes hace ocho. Pero en fin, esa es solo mi opinión.
—¿Con cuántos hombres contamos?
—Los agentes Fusilli, Adams y Maroni ya se encuentran en la escena. En este momento están examinando el edificio con la intención de formar un perímetro muy cerrado, probablemente dentro del bloque. Tengo a un agente estudiando los planos del edificio y otro ha ido a traerme a la maldita compañía telefónica, espero.
—¿Los vecinos han facilitado alguna información?
—Según el propietario de la vivienda de la primera planta, los Gagnon han realizado bastantes obras en la casa en estos últimos cinco años. La última planta ha sido eliminada para que la inferior cuente con un techo tan alto como el de una catedral, bajo el cual, por lo visto, se encuentra un impresionante dormitorio principal con terraza. La planta baja del edificio está compuesta por un pequeño apartamento de una sola habitación; un vestíbulo, en el que destaca un ascensor que sube hasta el primer piso —donde se encuentra la entrada de la residencia de los Gagnon—, y una escalera que da acceso a todos los pisos del bloque. El sótano se ha convertido en una vivienda de dos dormitorios. Cuando hemos evacuado a la pareja que vive ahí, no han sabido decirnos nada; no tienen ni idea de si en el edificio hay huecos por los que escabullirse, escaleras de incendios ni nada de nada. Pero puesto que se trata de un edificio antiguo, tenemos muchas posibilidades de que guarde unas cuantas sorpresas.
»Al parecer, los Gagnon son muy reservados y, si han celebrado alguna fiesta, desde luego no han invitado a sus vecinos. Tienen fama de pelearse mucho y ya nos han llamado en más de una ocasión por sus riñas domésticas. Sin embargo, esta es la primera vez que se menciona un arma; una mierda. ¿Es de él? ¿Es de ella? No tengo ni idea, pero lo cierto es que el que lleva la peor parte es el crío. Y, por ahora, así están las cosas.
El discurso del teniente se interrumpió justo a tiempo; acababa de llegar la compañía telefónica. Y también uno de sus compañeros de equipo.
—Perfecto —declaró el teniente, señalando con el dedo al recién llegado—. Usted, perímetro interior. Y usted… —movió el dedo en su dirección—, busque una posición. Quiero información detallada de la casa. ¿Dónde está el marido? ¿Dónde está la esposa? ¿Dónde está el niño? Y más aún, ¿queda alguien vivo? Porque ya han transcurrido más de treinta minutos y no hemos escuchado ni un ruido.
Bobby salió del centro de mando y apretó el paso. Ahora que le habían encargado una tarea, tenía que tomar algunas decisiones. Las repasó rápidamente.
En primer lugar, tenía que hacerse con el equipo adecuado. Utilizaría el uniforme de camuflaje, cuyos colores mezclaban diferentes matices gris, ya que el negro liso resaltaba de manera demasiado clara una silueta. Sin embargo, aquella combinación de colores proporcionaba a la vista una sensación de profundidad que le permitiría fundirse con el entorno. Por encima del uniforme de campaña llevaría un chaleco antibalas blando. El resto de miembros de su equipo vestiría chalecos de kevlar con placas de boro, pero ese blindaje tan pesado resultaba demasiado aparatoso para un francotirador. Tenía que moverse con rapidez y, al mismo tiempo, mantener durante horas una postura que, a menudo, resultaba incómoda. A él le bastaba con un chaleco normal y un casco.
Lo siguiente era elegir el rifle, la mira telescópica y la munición. Se echó al hombro la correa del Sig Sauer 3000 y, acto seguido, tomó una mira variable Leupold 3-9X de 50 mm. Ya estaba fijada para un alcance de aproximadamente cien metros, que era la distancia estándar para un francotirador de cualquier cuerpo policial. Sin embargo, los militares fijaban las miras en casi medio kilómetro, claro que ellos actuaban a la carrera, vestidos con trajes de camuflaje y arrastrándose por pantanos. Su trabajo rara vez era tan interesante.
Durante unos instantes debatió consigo mismo la posibilidad de usar las gafas de visión nocturna, pero dado que la zona estaba iluminada como si fuera el Cuatro de Julio, pasó.
Solo faltaba la munición. Seleccionó dos tipos de balas; las 308 Remington de Federal Match Grade con postas de 168 granos y las 308 Remington de Federal Match Grade con punta blindada de 165 granos. Las postas de 168 granos eran el modelo estándar, mientras que las de 165 granos eran mejores para atravesar un cristal. Dado que aquella noche hacía frío y que el domicilio en cuestión parecía estar cerrado a cal y canto, empezaría con una bala de punta blindada en la recámara. Cuando se cuenta con un único disparo hay que aprovechar todas las oportunidades.
A continuación, redujo el contenido de su mochila a tres botellas de agua, dos barritas energéticas, una bolsa de frutos secos, los prismáticos y el telémetro. Cerró el maletero y regresó inmediatamente a la calle.
Ya tenía el equipo, ahora solo faltaba encontrar una posición.
Back Bay era una zona antigua y adinerada de Boston. Sus altos y estrechos edificios de arenisca rojiza exhibían arcadas de granito, ornamentados balcones de hierro forjado y amplias galerías. Los frondosos árboles, que en verano resultaban preciosos, ahora eran meras siluetas que extendían sus esqueléticas ramas sobre vehículos BMW, SAAB y Mercedes, mientras que bajo el resplandor de los focos de la policía resaltaban gruesas venas de hiedra desnuda de hojas que trepaban por las paredes de ladrillo rojo hasta acariciar los intrincados marcos de las ventanas. Era un edificio hermoso, magnífico, independiente y ligeramente arrogante.
Él podría pasarse la vida entera trabajando y aun así ni siquiera podría aparcar el coche en una calle como aquella, mucho menos vivir en ella. Era gracioso comprobar cómo algunas personas que gozaban de todas las ventajas del mundo seguían estando tan profundamente jodidas.
Llegó a la conclusión de que la distancia no iba a suponer ningún problema. Los edificios estaban muy cercanos entre sí, con solo una separación de cincuenta metros de un lado a otro de la calle. Lo más preocupante era el ángulo; todo lo que superase los cuarenta y cinco grados resultaba problemático para la balística. El edificio en cuestión parecía tener cinco plantas más un sótano proviso de ventanas. Sin embargo, el comandante había comentado que la quinta planta había sido transformada en una doble altura para el dormitorio principal, ubicado en el cuarto piso.
Aquello encajaba con lo que estaba viendo ahora; unas luces encendidas en la cuarta planta, en la que había un balcón con una elaborada barandilla de hierro forjado.
Cruzó la calle para obtener una mejor perspectiva. La distancia que había entre los barrotes de hierro del balcón parecía ser de aproximadamente siete centímetros, lo que no suponía ningún problema si tenía en cuenta que se entrenaba todos los meses para acertar en un radio de tres centímetros. En cambio el ángulo era complicado; disparar en línea recta por aquel hueco de siete centímetros era pan comido, pero intentar dar en el blanco con una inclinación de treinta grados hacia arriba o hacia abajo…
Definitivamente, tenía que conseguir un lugar elevado.
Observó fijamente el edificio de cuatro plantas situado justo enfrente del de los Gagnon y unos instantes después ya estaba llamando a la puerta. Aunque el teniente Jachrimo le había dicho que varios agentes uniformados habían evacuado a todos los residentes del área, no se sorprendió cuando un hombre mayor de ojos brillantes, vestido con un traje verde oscuro, abrió de inmediato la vieja puerta madera. Era asombroso que hubiera tantas personas que se negaban a abandonar sus casas, incluso estando rodeadas de hombres armados hasta los dientes.
—Oiga —dijo el hombre—, ¿es usted policía? Porque ya le he dicho al otro que no pienso marcharme.
—Necesito acceder a la última planta —repuso.
—¿Eso es un rifle?
—Señor, esto es un asunto oficial de la Policía. Necesito acceder a la última planta.
—Bien. En la última planta está el dormitorio principal. ¡Oh! —El hombre abrió los ojos como platos—. Ya entiendo. Mi balcón está enfrente del de los Gagnon. Usted debe de ser un francotirador de la Policía. ¡Oh!, ¿necesita algo?
—Solo subir a la última planta, señor. Inmediatamente.
El hombre se moría de ganas de agradar. Se llamaba George Harlow y era consultor, según le informó al tiempo que lo conducía a toda prisa hacia una amplia escalera central. Estaba casi siempre de viaje y era una casualidad que aquella noche se encontrara en casa. Su vivienda era más pequeña y no tan elegante como las otras, pero era propietario de ella en su totalidad, por lo que permitía que sus vecinos especularan sobre cuánto podría valer. Precisamente el mes anterior se había vendido una casa unifamiliar en Back Bay por casi diez millones de dólares. ¡Diez millones de dólares! Después de todo, el charlatán de su padre no le había dejado tan mala herencia. Por supuesto, los impuestos sobre la propiedad le estaban asfixiando.
El hombre le preguntó si podía tocar el rifle de la Policía. Él respondió que no.
Llegaron al dormitorio; un espacio enorme sin apenas muebles y aún menos obras de arte en las paredes. Aquel hombre debía de viajar mucho, porque había visto habitaciones de hotel que tenían más personalidad. No obstante, la pared del fondo era de cristal del suelo al techo, con ventanas correderas en el centro. Perfecta.
—Apague las luces —pidió.
El señor Harlow casi se rio tontamente mientras obedecía.
—¿Tiene una mesa que pueda servirme? Ninguna muy lujosa. Y una silla.
El señor Harlow tenía una mesa de jugar a las cartas. Él mismo la colocó mientras su anfitrión regresaba con una silla plegable metálica. Se le aceleró la respiración. ¿Sería por haber subido a pie cuatro pisos? ¿O por la adrenalina de una noche que estaba a punto de empezar oficialmente?
Había tomado posición en la escena en solo dieciséis minutos, lo que no estaba mal, pero tampoco era para tirar cohetes. En ese rato seguramente habrían llegado más compañeros y el perímetro estaría cerrándose. No tardaría mucho en aparecer otro oficial que ejercería de observador proporcionando otro par de ojos. Después vendría el equipo de negociación para momentos de crisis y, por último, establecerían contacto.
Colocó la Sig Sauer sobre la mesa y abrió la ventana corredera un par de centímetros, lo justo para poder asomar la punta del rifle. A continuación se sentó en la silla metálica del señor Harlow, encendió el radiotransmisor montado en el chaleco antibalas y empezó a hablar al micrófono receptor que llevaba en la oreja y se apretaba contra su mandíbula para evitar la vibración.
—Aquí francotirador Uno, informando.
—Adelante, francotirador Uno —respondió el teniente Jachrimo.
Él acercó el ojo a la mira y, por fin, conoció a los Gagnon.