19

—Entonces, ¿cómo funciona esto?

Bobby se encontraba en una oficina de Wellesley, pequeña y abarrotada. Contó cuatro armarios archivadores metálicos grises, un enorme escritorio de roble y, aproximadamente, media docena de estanterías baratas repletas de libros jurídicos de consulta y montones de carpetas de papel manila con rótulos bien visibles. En los sesenta centímetros de pared que quedaban libres entre aquellas inestables torres de burocracia y el techo, lleno de manchas de humedad, colgaban dos torcidos diplomas enmarcados que rezaban: «Universidad de Massachusetts Amherst» y «Boston College».

Intentó imaginarse el bufete de los abogados que representaban a James Gagnon; seguro que no se parecía en nada a aquello. Para empezar, apostaría a que los diplomas serían de universidades como Harvard o Yale, además de que probablemente tendrían una recepcionista, una sala de juntas forrada con madera de cerezo y una insuperable panorámica aérea del centro urbano de Boston.

En cambio, Harvey Jones trabajaba en el desván de una antigua ferretería. Era un hombre orquesta que llevaba siete años ejerciendo la abogacía. No tenía socios ni secretaria y, por lo menos aquel día, ni siquiera iba trajeado.

Se lo había recomendado uno de sus compañeros policías. Y en cuanto Harvey escuchó su nombre, accedió a reunirse con él. De inmediato; en domingo. Aún no sabía si aquello era buena o mala señal.

—Pues —intentaba explicarle Harvey—, las vistas de los jueces auxiliares se celebran ante un juez del Tribunal del Distrito de Chelsea. En esencia, el demandante aportará pruebas de que existe una causa probable de que tú has cometido un crimen. Nuestra misión consiste en refutarlo.

—¿Cómo?

—Tú testificarás, por supuesto, y dirás por qué consideraste que la situación justificaba el uso de la fuerza. Haremos comparecer a otros agentes que estuvieron presentes esa noche y al teniente que se encontraba al mando… ¿Cómo has dicho que se llamaba?

—Jachrimo.

—El teniente Jachrimo. Le haremos testificar, así como a cualquier otro agente que pueda corroborar de manera fehaciente que tú tenías razones para pensar que Jimmy Gagnon iba a disparar a su mujer.

—No existe ninguna corroboración fehaciente. Yo fui el primer francotirador que acudió. Nadie más vio lo que vi yo.

Harvey arrugó el entrecejo y tomó nota.

—¿No suelen enviar a los francotiradores por parejas? ¿Con un observador, o algo así?

—Todavía no había llegado todo el equipo.

Más ceño fruncido, más anotaciones.

—Bien, todavía podemos hacer hincapié en un par de cosas; en primer lugar, aumentaremos tu credibilidad. Defenderemos el entrenamiento que vienes recibiendo y haremos que tu teniente preste testimonio sobre tu gran pericia. Dejaremos sentado que eres un francotirador de la Policía bien entrenado y sumamente experto, cualificado para tomar decisiones difíciles.

Él afirmó con la cabeza, era lo que había previsto. Todo ejercicio de entrenamiento llevado a cabo por el equipo STOP se documentaba a fondo para situaciones como esa; por si algún día fuera necesario que el teniente tuviera que demostrar que sus chicos estaban cualificados para actuar como lo habían hecho. «Si algo no está documentado, no ha ocurrido». Aquella era su regla de oro. El teniente Bruni se cercioraba de que hasta el más mínimo detalle de lo que hacían quedara debidamente reflejado en el papel.

—Por supuesto —estaba diciendo Harvey—, James Gagnon tiene la política de su parte.

—¿Por ser un juez?

—Por ser un juez del Tribunal Supremo —respondió Harvey, e hizo una mueca—. Un juez auxiliar, dado que pertenece a un Juzgado de lo Civil, no pierde demasiado tiempo en examinar qué delitos pueden acarrear acusaciones penales y cuáles no; eso le compete al Tribunal Supremo. Por lo tanto, debemos pensar desde la perspectiva de un juez auxiliar. Tenemos a un juez que es experto en Derecho Penal y que está convencido de que se ha cometido una acción criminal. Eso va a pesar mucho para el juez auxiliar; si el honorable James F. Gagnon dice que eres un asesino… ¡pues será que eres un asesino!

—Maravilloso —musitó.

—Pero todavía nos quedan algunos ases en la manga —replicó Harvey con expresión triunfal—. Abrigamos la esperanza de que la Oficina del Fiscal del Distrito emita un dictamen decente; que digan que han investigado el incidente y han llegado a la conclusión de que el disparo estuvo justificado. Eso sería importantísimo. Desde luego —murmuró a continuación—, seguramente esa es la razón por la que los Gagnon se dieron tanta prisa en presentar la moción. El fiscal del distrito tardará semanas en emitir un dictamen, de manera que el juez Gagnon intentará comprimir esta moción en unos pocos días. Será su palabra contra la tuya, y sin que el fiscal del distrito aporte nada que rompa el empate…

—¿Y va a poder mover las cosas tan rápido?

—Si tiene la pasta necesaria para pagar a todos los abogados que tengan que trabajar horas extra, desde luego puede conseguir lo que se le antoje. Por supuesto, yo haré todo lo que pueda para retrasarlo. Pero claro…

Harvey recorrió con la vista su atestada oficina, y él le siguió la mirada. Un único hombre orquesta frente a varias hordas de águilas que cobraban cifras astronómicas. Un desván frente a un bufete forrado de madera de arriba abajo. Ambos captaron perfectamente la imagen.

—Es decir —subrayó él en tono sereno—, que si Gagnon trata de moverse deprisa, nosotros iremos a paso de tortuga. Que si él pretende hacer uso de su pericia como juez de un Tribunal de lo Penal, nosotros depositamos nuestra esperanza en obtener del fiscal del distrito una opinión que sirva de contraataque. Bien, y luego… ¿qué?

—Luego se pasa al terreno personal.

Se quedó mirando al abogado. Harvey se encogió de hombros.

—Básicamente es un «blanco contra negro»; que tú dices que viste una amenaza creíble, la otra parte dice que te equivocas. Y para demostrarlo te investigarán y husmearán entre tus familiares. ¿Eras violento de pequeño? ¿Te gustaban ya las armas? Harán hincapié en tu estilo de vida, puesto que eres un policía joven y soltero. ¿Frecuentas bares? ¿Te acuestas con todo lo que se menea? ¿Te metes en peleas? Es una lástima que no estés casado ni tengas hijos, eso siempre da puntos. ¿Tienes perro? Dime que, por casualidad, tienes un simpático perrito… Un labrador o un golden retriever serían perfectos…

—Pues no, no tengo ningún simpático perrito. —Estudió los hechos—. Pero soy arrendador y mi inquilina tiene gatos.

—¿Tu inquilina es una chica joven y guapa? —preguntó Harvey con gesto suspicaz.

—Es una anciana pensionista.

Harvey se animó ostensiblemente.

—Excelente. Todo el mundo adora a las personas que ayudan a los ancianos. Lo cual, por supuesto, nos lleva al asunto de las exnovias.

Ante aquel cambio de tema, puso los ojos en blanco.

—Pues hay unas cuantas… —reconoció.

—¿Y cuántas te odian?

—Ninguna.

—¿Estás seguro?

Pensó en Susan. La verdad era que no sabía lo que sentía ella.

—No —respondió al final—. No estoy seguro.

—Hablarán con tus vecinos. Bucearán a fondo en tu pasado. Buscarán incidentes en tu vida y se informarán sobre tus prejuicios; si no te caen bien los negros, los hispanos o la gente que conduce un BMW

—No tengo prejuicios —contestó. De repente se interrumpió, frunció el ceño y tuvo un mal presentimiento—. ¡La detención de aquel conductor borracho!

—¿Qué detención?

—Una que efectué aquel mismo día. Un tipo que iba conduciendo un Hummer bajo los efectos del alcohol. Causó ciertos desperfectos y después se salió un poco de madre cuando intentamos meterlo en el calabozo. Se puso agresivo y… bueno, intercambiamos unas cuantas… palabritas.

—¿Qué palabritas?

—Le llamé capullo —dijo Bobby en tono neutro.

Harvey hizo una mueca de disgusto.

—Vaya por Dios, eso va a perjudicarnos. ¿Hay alguna otra cosa que yo deba saber?

Él miró al abogado durante un largo rato. Estaba sopesando qué y cuánto decir. Al final se lanzó.

—No quiero que mi padre suba al estrado.

Harvey lo observó con curiosidad.

—No tenemos por qué citarlo como testigo si tú no quieres.

—¿Y si lo citan ellos?

—Es tu padre, asumirán que testificaría a tu favor, de modo que no lo citarán.

—Pero ¿y si lo citan? —insistió Bobby.

Harvey estaba empezando a sospechar.

—¿Hay algo que yo no sepa?

—No quiero que testifique… y punto.

—Si ellos saben algo, Bobby… Si ellos saben algo que tú no quieres contarme, es posible que no le quede otro remedio.

—¿Y qué pasa si… si se encuentra fuera del estado?

—Que le enviarían una citación judicial. Si no contestara, incurriría en desacato al Tribunal y podrían interponer acciones judiciales contra él.

Aquello era lo que él se temía.

—¿Y qué pasa si soy yo el que no testifico?

—Que perderás —repuso Harvey sin rodeos—. La única versión de lo sucedido el jueves por la noche será la que ellos aporten, y su versión será que cometiste un asesinato.

Asintió de nuevo y se quedó con la cabeza gacha, pensando en su futuro. Intentó ver más allá de aquella noche en la que, lo juraba por Dios, había hecho lo que tenía que hacer. Ya no tenía nada claro. Ya nada parecía bueno.

—¿Puedo ganar este caso? —preguntó en tono quedo—. ¿De verdad tengo alguna posibilidad?

—Siempre existe una posibilidad.

—Yo no tengo tanto dinero como él.

—No.

Continuó hablando con sinceridad.

—Ni tengo un abogado como los suyos.

Harvey también fue sincero.

—No.

—¿Pero tú te ves capaz de sacar esto adelante?

—Si logramos retrasar la vista lo suficiente como para obtener el dictamen del fiscal del distrito y dicho dictamen afirma que estuvo justificado el uso de la fuerza, entonces sí; en ese caso creo que podemos ganar.

—Demasiados condicionantes…

—A mí me lo vas a decir.

—¿Y luego?

Harvey vaciló.

—Puede apelar, ¿no? —preguntó él, llenando el silencio—. Si el juez auxiliar no me declara culpable, James Gagnon puede apelar al Tribunal del Distrito, y después al Tribunal Superior, y más tarde al Tribunal Supremo… El proceso seguirá abierto indefinidamente, ¿no es así?

—Sí —respondió Harvey—. Y presentará mociones, decenas de ellas, frívolas en su mayoría, pero que te costarán tiempo y dinero si deseas refutarlas. Yo haré lo que pueda, pediré algunos favores. Conozco a unos cuantos abogados jóvenes que estarían dispuestos a echar una mano solo por adquirir experiencia y a otros que lo harían por darse a conocer. Pero tienes razón; esto es David contra Goliat. Y, en fin, tú no eres Goliat.

—Lo único que hace falta es tiempo y dinero… —murmuró él.

—Ese juez es viejo —adujo Harvey.

—¿Quieres decir que algún día morirá? —puntualizó él, a bocajarro—. ¿Esa es mi mejor oportunidad? ¿Otra muerte?

Harvey no se molestó en mentirle.

—Pues sí. En una situación como esta, la verdad es que esa es la mejor solución.

Se puso en pie y sacó el talonario de cheques. Disponía de un pequeño capital que había ido ahorrando poco a poco, pensando en que, quizá, algún día podría destinarlo a comprase una casa más grande o, si entre Susan y él las cosas hubieran salido de otra forma, podría haber ayudado para la celebración de una boda. Firmó un cheque por valor de cinco mil dólares y lo puso sobre la mesa del abogado.

Según Harvey, aquello podía durar más o menos una semana. Pero él sabía algo que el abogado aún desconocía; si su padre subía al estrado, perdería el juicio.

—¿Es suficiente como provisión de fondos?

Harvey afirmó con la cabeza.

—Si definitivamente sigo adelante con el caso, te llamo mañana antes de las cinco de la tarde.

Ambos se estrecharon la mano.

A continuación regresó a su casa y sacó las armas.

La galería de tiro cubierta, de quince metros de largo, que tenía la Asociación del Rifle de Massachusetts en Woburn estaba casi desierta para ser domingo a mediodía. Bobby amasó con los dedos dos esponjosos tapones de color anaranjado y se los introdujo en los oídos. Luego se colocó las gafas de seguridad. Había llevado su Smith & Wesson 38 Special y, solo por mero placer, una Colt Magnum 45.

Cuando se sometía al examen de aptitud mensual con su rifle, todo se reducía a un único disparo. Con eso bastaba. Podía llevarle hasta una hora prepararlo para, al final, apretar el gatillo una sola vez. Era lo que se denominaba un «tiro frío»; el primer proyectil disparado con cualquier arma de fuego tenía que recorrer un cañón frío. Sin embargo, a partir del segundo y a medida que el cañón se iba calentado, las condiciones cambiaban ligeramente e implicaban cálculos de variaciones balísticas a cada nueva oportunidad.

En el caso de un francotirador se suponía que no tendría necesidad de llevar a cabo ningún otro disparo. Un disparo, un muerto; de manera que el objetivo, día tras día, un ejercicio de entrenamiento tras otro, era aquel único «tiro frío».

Ese día cogió seis cajas de munición. Los casquillos de latón tintinearon en el interior, unos contra otros. Abrió la primera de ellas y cargó el arma.

Empezó con el 38, colocando el blanco a tres metros para soltarse un poco y luego ir alejándolo hasta llegar a los siete. Las estadísticas afirmaban que los disparos de la Policía se efectuaban generalmente a una distancia inferior a siete metros, por lo que aquel era el alcance favorito en las prácticas de tiro. Él siempre se había preguntado quién llevaba a cabo aquellos estudios y por qué nunca se molestaban en mencionar si en esos infames tiroteos la Policía salía ganando o perdiendo.

Empezó fatal. Fue la peor tanda de disparos de toda su vida y, desde luego, vergonzosa para alguien que había obtenido la categoría de Gran Maestro en la Asociación Nacional del Rifle. Distraídamente se preguntó si estaría acechándole por los alrededores algún investigador privado para arrancar el cartón del blanco y llevárselo como prueba al juicio. Una vez en el estrado, el tipo podría sostenerlo en alto, con aquella rociada de agujeros dispersos, y decir: «Observe, señoría. ¿Y esto es de un individuo que el Estado dice que es un experto?».

A lo mejor ya no era capaz de disparar a un blanco de papel. Quizá la cuestión era que, una vez que se ha disparado a una persona real, lo demás ya no valía.

Aquella idea lo deprimió. Le escocieron los ojos. Estaba triste; furioso. Ya no sabía ni cómo cojones sentirse.

Dejó el 38 y cogió la 45. La soltó de nuevo y, durante un largo rato, se limitó a permanecer allí de pie, en aquel cavernoso lugar, pellizcándose el puente de la nariz y luchando por mantener la compostura ante una emoción que no sabía identificar.

Al fondo del todo se encontraba J. T. Dillon, un profesional de la Asociación del Rifle de Massachusetts, disparando sin parar. Al cabo de unos instantes él salió de línea de tiro y, ocultándose en la penumbra, observó lo que hacía Dillon.

Esa tarde utilizaba una pistola del calibre 22 que ni siquiera parecía un arma de verdad. La empuñadura era una enorme pieza que tenía más aspecto de trozo de madera toscamente tallado que de culata. El cañón era cuadrado, con revestimiento en cromo y la mira graduable de color rojo vivo. En conjunto, parecía recién sacada del rodaje de La guerra de las galaxias.

Sin embargo, aquella pistola superligera, de fabricación italiana y hecha a medida, costaba más de mil quinientos dólares. Era una clase de arma que usaban únicamente los peces gordos y, en el mundo de la competición de tiro, Dillon estaba considerado un pez gordo.

Dillon estaba inscrito en la Confederación Internacional de Tiro Práctico (IPSC). Sus miembros eran considerados los artistas especializados en prácticas de tiro creativo. Se clasificaban según la velocidad, la potencia y la precisión alcanzada mientras resolvían simulacros de lo más peculiares; como por ejemplo disparar mientras montaban a caballo, o corrían a través de un escenario urbano con un maletín esposado a la mano dominante, o salían a tiros de una selva con un tobillo entablillado. Cuanto más difícil y desagradable era la simulación de la prueba, más gustaba a los participantes.

Los tiradores de la IPSC alegaban que el tiro al blanco, como el que practican los francotiradores, era como mirar crecer la hierba. En cambio, defendían que donde estaba la verdadera acción era en el tiro práctico.

Observó cómo J. T. Dillon rellenaba el cargador de su pistola hecha a medida, ponía esta en su mano más débil, la izquierda, y disparaba una rápida ronda de seis tiros. Suave. Controlado. Sin parpadear.

No tenía necesidad de comprobarlo para saber que los seis tiros habían hecho blanco. Dillon tampoco; ya estaba recargando la pistola.

Él estaba al tanto de todos los rumores que circulaban sobre Dillon: que era un exmarine expulsado del Cuerpo sin honores, y que antes vivía en Arizona, donde al parecer mató a un hombre. A lo mejor todo aquello era producto de la marcada cicatriz que se le entreveía en ocasiones cruzándole el esternón; o de aquella constitución larguirucha que no había cambiado con el paso de los años; o por el hecho de que, cerca ya de los cincuenta, todavía era capaz de achicar a cualquier tipo con su mirada oscura e intimidatoria.

Desconocía si todos aquellos rumores eran ciertos, pero al ser un agente de la Policía Estatal de Massachusetts sabía algo de J. T. Dillon que muy pocos conocían: diez años atrás, un expolicía y asesino en serie llamado Jim Beckett, se había escapado de la prisión de máxima seguridad de Walpole. En los pocos meses de libertad que logró disfrutar, Beckett dejó un largo reguero de sangre entre los diversos cuerpos de seguridad, ya que asesinó a varios policías del estado, entre ellos a un francotirador y a un agente del FBI.

Él no disponía de todos los detalles, pero según le habían contado, no fue la Policía la que finalmente paró los pies a Jim Beckett, sino Dillon, después de que este asesinara a su hermana.

Dillon levantó la vista de su pistola en ese momento y, desde donde estaba, cruzó la mirada con él.

—La tuya es la exhibición de tiro más chapucera que he visto en toda mi vida —dijo.

—Pienso quemar el cartón del blanco.

—Suponiendo que seas capaz de acertarle con la cerilla.

No le quedó más remedio que sonreír.

—Cierto.

Dillon volvió a inclinarse sobre la mira de su arma y él se acercó. Nunca había hablado mucho con Dillon, aunque los dos se conocían por la respectiva fama que les precedía.

El tipo había desplazado el blanco a quince metros. Empleando todavía la mano izquierda, apuntó. Inhaló, exhaló. Tomó aire una vez más y, de pronto, captó su concentración como una presencia física. El dedo índice de Dillon se movió seis veces, su flexión fue apenas mayor que la de las alas de una mariposa batiendo el aire. Bum, bum, bum. En menos de tres segundos había vaciado el cargador.

Cuando Dillon acercó el blanco, él negó con la cabeza. Esta vez, en lugar de aniquilar el centro de la diana, había dibujado una estrella.

—Eres un exhibicionista —dijo.

—Así tengo algo que llevar a mis niñas.

—¿Tus hijas?

—Sí. Tengo dos. Una de dieciséis y la otra de seis.

—¿Saben disparar?

—A la mayor, Samantha, se le da bastante bien.

Leyó entre líneas. Si Dillon decía que a su hija «se le daba bastante bien disparar», seguramente significaba que la chica era capaz de superarlo a él. Algo que, teniendo en cuenta lo que él sabía de los varones adolescentes, era una habilidad que a la joven podría resultarle útil.

—¿Y la pequeña?

—¿Lanie? Se parece a su madre, no soporta el ruido de los disparos. Pero tiene otras habilidades; deberías verla montar a caballo.

—Qué bien.

Dillon estaba recogiendo los casquillos usados y él le echó una mano. El cobre era la parte más cara de una bala y a los tiradores serios les gustaba recuperarlos para reutilizarlos de nuevo confeccionando su propia munición.

—¿Estás casado? —sondeó.

—Desde hace diez años —respondió Dillon.

Diez años de matrimonio y una hija de dieciséis… Hizo cálculos y se rindió.

—¿A qué se dedica tu mujer?

—Tess da clases en una guardería. Y además se dedica a perseguir a nuestras hijas y a procurar que yo no me meta en líos.

—Suena a una vida feliz —comentó él.

—Lo es.

—Bueno, tengo que seguir practicando —dijo. Sin embargo no se movió de donde estaba.

Dillon lo observaba con mirada expectante. A los tiradores los unía un vínculo del que carecían el resto de personas; apreciaban el arte y respetaban la técnica. Comprendían que los francotiradores no habían sido subyugados por el arte de aquel oficio porque quisieran convertirse en Harry el Sucio, o en pistoleros solitarios deseosos de que estallara otro tiroteo en OK Corral, sino que hacían lo que hacían porque para ellos suponía un reto, no porque quisieran hacer daño a alguien.

—¿Fue difícil? —preguntó él en voz baja—. Después, quiero decir.

—¿Después de qué? ¿Después de matar a aquel tío de Arizona, o después de cargarme a Jim Beckett?

—De cualquiera de los dos casos.

—Lamento decirlo, hijo, pero nunca he matado a un hombre.

—¿Ni siquiera a Jim Beckett?

—Ni siquiera. —Dillon esbozó una sonrisa triste y luego flexionó el hombro—. Aunque no fue porque no lo intentara…

—Oh —respondió él, aunque su intención no era parecer tan decepcionado.

Dillon lo contempló durante unos instantes, pensativo. Al final señaló con un gesto el espacio vacío.

—Hace diez años —reveló—, por nada del mundo habría imaginado que iba a estar aquí. Ni que iba a tener una esposa. Ni que iba a tener dos hijas. Ni que iba a… ser feliz.

—¿Por culpa de Beckett? —preguntó él.

—Por culpa de muchas cosas. Puede que nunca haya matado a un hombre, pero he estado muy cerca en muchas ocasiones. —Se encogió de hombros—. Recuerdo perfectamente lo que es sentarse a esperar con el punto de mira del rifle sobre la cabeza de un ser humano. Sé muy bien lo que es estar deseando apretar el gatillo.

—En aquel momento yo no pensé tanto.

—Claro que no. En aquel momento estabas demasiado ocupado; estabas haciendo tu trabajo. Es ahora, en todas las horas y los días que están por venir, en todos los momentos de tranquilidad que tengas, cuando volverás a acordarte y te preguntarás por enésima vez si pudiste actuar de otra manera; si existió otra forma de proceder.

—No dejo de decirme a mí mismo que eso ya no importa. Que lo hecho, hecho está; que no sirve de nada torturarme con ello.

—Un sabio consejo.

—Entonces, ¿por qué no lo sigo?

—No lo seguirás nunca. ¿Quieres hablar de remordimientos? Yo puedo hablarle de remordimientos, agente Dodge. Puedo darte una larguísima lista de personas a las que me gustaría haber salvado y de otras a las que me gustaría haber matado. Si me das cinco minutos y una botella de tequila, soy capaz de destrozar mi vida entera.

—Pero no lo haces.

—Tienes que buscar algo, Dodge. Algo que te sirva de ancla, algo que te estimule a mirar hacia delante, incluso cuando tengas un mal día; cuando sientas la tentación de mirar atrás.

—Tu familia… —adivinó.

—Mi familia —concedió Dillon con voz serena.

Él lo miró a los ojos.

—Entonces, ¿quién mató en realidad a Jim Beckett?

—Tess.

—¿Tu mujer?

—Sí, esa mujer sabe como manejar una escopeta.

—¿Y lo lleva bien? ¿Lo de haber matado a ese tipo?, digo.

—¿Con sinceridad? Desde entonces no ha vuelto a tocar un arma.