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El domingo por la mañana brillaba el sol, y el aire, frío y límpido, presagiaba la llegada del invierno. La mitad de los peatones de Boston corrían de una tienda carísima a otra más cara todavía, con la cabeza escondida como una tortuga entre los pliegues de la bufanda y las manos embutidas en los bolsillos del abrigo. Pero el señor Bosu, no. El señor Bosu paseaba entre los hermosos y añosos árboles del Jardín Público sin abrigo, sin gorro y sin guantes. Le encantaba aquel tiempo; el olor de las hojas marchitas, el último suspiro del débil sol otoñal.

Cuando era pequeño aquella era su época favorita del año. Se quedaba jugando en la calle hasta mucho después de que se hiciera de noche; a sus padres les daba lo mismo. «Al chico le viene bien estar al aire libre», decía su padre antes de sumergirse una vez más entre las páginas del periódico.

Su infancia no fue desgraciada. La verdad era que no podía quejarse. Guardaba buenos recuerdos de los Action Man y de las hormigoneras de juguete; practicaba motocross, y se llevaba bien con los demás niños. Incluso celebraba fiestas de cumpleaños en el cuarto de estar de su madre, pintado en dorado y decorado con aquellas florecillas anaranjadas y amarillas que la gente de entonces encontraba absolutamente encantadoras.

Le habían dicho que ahora volvía a estar de moda todo aquello; era «retro», aquella era la palabra exacta. Había pasado en la cárcel el tiempo suficiente para que las cosas de su infancia volvieran a estar de actualidad.

Se preguntó qué ocurriría si regresara a su casa. Lo más seguro era que sus padres siguieran viviendo en el mismo sitio; en el mismo edificio. ¡Mierda!, incluso era posible que todavía tuvieran el mismo coche. «Si no está averiado, no hay que arreglarlo», le gustaba decir siempre a su padre.

Sus padres jamás fueron a visitarle a la cárcel. Ni una sola vez. Desde el día que aquella niña subió al estrado, lo señaló con el dedo y dijo, «Sí, señoría, ese es el hombre que me secuestró», sus padres ni siquiera volvieron a aparecer por la sala del tribunal.

Lo lógico era pensar que les había roto el corazón. La gente como ellos tenían hijos normales; hijos que entraban en la Academia Militar, obtenían una titulación universitaria y servían a su país los fines de semana. Hijos que se casarían con chicas normales, versiones rejuvenecidas de sus propias madres, que les esperarían cada día en una cocina retro, removiendo el guiso en una cazuela retro, mientras sus dos coma dos hijos se divertían con juguetes retro en el patio de trasero.

Pero sus fantasías eran diferentes. En ellas aparecía una niña de colegio católico vestida con una falda de cuadros verdes y calcetines blancos hasta las rodillas, con una larga melena morena recogida en una coleta con un lazo rojo. Una que llevaba los libros apretados contra sus incipientes pechos y le contestaba «sí, señor» o «no, señor»; que poseía un cuerpo terso y virginal, que ningún otro hombre había tocado nunca, y con la que podía hacer lo que quisiera, como quisiera y cuando quisiera.

Una que fuera suya para siempre.

Pero él no era tonto, así que se guardó sus fantasías para sí mismo. Cuando cumplió los dieciséis años lo intentó por primera vez: abordó a una niña en un parque fingiendo que buscaba a su hermana pequeña. La niña no echó a correr de inmediato, de manera que se ofreció a darle impulso en el columpio, pero la sensación que le causaron aquellas pequeñas costillas huesudas bajo sus manos tuvo consecuencias; el pantalón le quedaba muy ajustado y no había forma de ocultar los resultados. La niña le miró, empezó a gritar y echó a correr hacia su casa.

Más tarde los padres de la pequeña fueron a hablar con los suyos para quejarse de su «inadecuada» conducta. Él se sonrojó, tartamudeó y mintió descaradamente, diciendo que en realidad miraba a una animadora de melena rubia que pasaba por allí. Que por supuesto no había sido su intención… Que no había sabido controlarse… ¡Ay, Dios! Que lo sentía muchísimo…

«Todos los chavales son iguales», dijo su padre meneando la cabeza y zambulléndose una vez más en su periódico.

Después de aquello tuvo más cuidado. Se marchaba lejos del vecindario en el coche de sus padres y, con la práctica, fue aprendiendo. Descubrió que si iba bien vestido resultaba menos amenazador, sobre todo teniendo en cuenta lo corpulento que era. También era importante contar una historia convincente. Y no ofrecer caramelos, porque todo el mundo advertía a sus hijos que tuvieran cuidado con los desconocidos que ofrecían golosinas. Era mejor decir que estaba buscando a una hermana perdida, un gato o un perro; algo que una niña pudiera entender sin problemas.

Aprendió la técnica, fue perfeccionándola. Y un día, atacó.

Fue un acto breve y desmañado, en absoluto lo que él había imaginado. Después lo invadió el pánico, no sabía qué hacer con el cadáver. Por fin le ató un lastre y condujo hasta la frontera del estado de Connecticut, donde encontró un río.

Cuando regresó a su casa estaba alterado, irritado y, curiosamente, arrepentido. Cada día miraba los informativos, con las manos sudorosas, a la espera de que lo descubrieran en cualquier momento.

Pero no sucedió nada. Sencillamente… nada, de manera que las fantasías regresaron. Soñaba y le consumía la ansiedad y el deseo. Hasta que un día, al girar en una calle que no estaba muy lejos de donde vivían sus padres, descubrió a aquella niña. La falda que llevaba era de pana marrón en lugar de tela escocesa verde, pero por lo demás, se parecía bastante.

Después, todo fue de una simplicidad asombrosa. Lo enfocó de un modo completamente distinto y resultó fantástico… hasta el preciso instante en que la niña se subió al estrado y testificó.

Todavía era joven. Ahora lo veía claro; todavía era joven y había cometido errores. Por supuesto, dispuso de veinticinco años para aprender a hacerlo mejor; la gente piensa que en la cárcel no se aprende nada, pero eso es porque nunca ha estado allí.

El señor Bosu continuó bajando por la calle del parque hasta que se topó con la gigantesca catedral neogótica que recordaba de su juventud. Se sentó frente a ella, en uno de los bancos de madera, junto a una anciana que estaba dando de comer migas de pan a las palomas. La mujer le sonrió y él le devolvió una cálida sonrisa.

—Una mañana preciosa —comentó él.

—Ya lo creo —respondió la anciana, emitiendo una risilla.

El día anterior había pasado la tarde de compras, cortesía del Benefactor X. El individuo grandote y ligeramente amenazador de Faneuil Hall había desaparecido y su lugar lo ocupaba un caballero de mediana edad, con clase, que a todas luces se sentía orgulloso de su buena forma física. La ropa de Armani y un corte de pelo decente obraban maravillas.

La anciana arrojó más miguitas a las rechonchas palomas que picoteaban a sus pies. Él echó la cabeza atrás y levantó la cara hacia el sol. «Joder, qué placer estar al aire libre».

En ese momento las campanas de la iglesia comenzaron a sonar y las imponentes puertas de madera se abrieron de par en par. Familias completas bajaban las escaleras; primero los orgullosos padres, luego las apresuradas madres y, por último, los niños chillones.

Él abrió los ojos y contempló admirado a las niñas morenas, con sus largas y lustrosas colas de cabal o atadas con grandes lazos blancos. Sonrió a aquel hormiguero de princesitas rubias que lucían sus blancos vestiditos de volantes con brillantes merceditas a juego. En la enorme explanada que se extendía frente a la iglesia, los padres se enfrascaron en sus charlas con otros padres mientras los hijos correteaban a su aire.

Aquí cinco niñas jugando al pilla-pilla, allá otras dos balanceando los brazos y, un poco más cerca, otra que casi pasaba inadvertida, persiguiendo a las palomas.

—Son preciosas, ¿verdad? —dijo la mujer.

—No hay nada en el mundo más bonito —aseguró él.

—Me trae a la memoria mi propia juventud.

—Qué curioso, a mí también.

Sonrió una vez más a la anciana, que pareció un poco desconcertada, pero enseguida ella le devolvió el gesto. Acto seguido se levantó del banco y se internó en la marea de criaturas, esquivando sus cuerpos y sintiendo la brisa que generaban al pasar corriendo como un hormigueo subiendo a lo largo de la columna vertebral.

Se acercó a los escalones del pórtico de la iglesia, subió hasta los amplios portones y se giró para contemplar sus dominios.

En la ciudad todo el mundo tenía tendencia a ser precavido, pero aquella era una zona particularmente exclusiva; una pequeña isla de lujo en mitad de un océano de hormigón. Allí la gente se relajaba, amparados por el reconfortante abrazo de su iglesia; prestaba más atención a su red de contactos sociales o competía por ver quién conducía el mejor coche o tomaba el café más selecto. Les gustaba creer que estaban vigilando a su Johnnie o a su Jenny con el rabillo del ojo, pero se equivocaban. Los niños campaban a sus anchas, alejándose, mientras sus padres charlaban con otros adultos.

Y a veces nunca regresaban.

El señor Bosu experimentó un arrebato súbito e inesperado. Un apetito feroz, violento, que le nació en las entrañas y exigió satisfacción inmediata. Desde lo alto de los escalones, paseó la mirada por la multitud de criaturas que chillaban, reían y jugaban. Era un halcón trazando círculos en el cielo. Aquella no, aquella tampoco… Esa, sí.

Una niña solitaria, pequeña, como de unos cuatro años que corría tambaleándose tras una hoja seca arrastrada por el viento. Ningún adulto la seguía con la mirada ni tampoco había un hermano preocupado que fuera tras ella.

Ya podía descender de la escalera y moverse hacia su objetivo, con lentitud pero con naturalidad. Situarse entre la niña y el resto de la gente, acorralarla un poco más hacia la derecha hasta que quedase detrás de un árbol y, después, tras una última mirada a derecha y a izquierda, esperar a notar aquella sensación especial en las tripas y abordarla sin ningún esfuerzo.

En un abrir y cerrar de ojos, todo habría terminado. «Desaparece una niña en pleno día», rezarían los titulares. «Los padres, desesperados, buscan pistas».

Jamás encontrarían ninguna. No, tratándose del increíble, del poderoso, señor Bosu.

Ya había descendido la mitad de los escalones cuando frenó en seco, sujetándose a la barandilla de hierro forjado. Con verdadero esfuerzo se obligó a hacer una inspiración profunda, después otra y otra más. Lentamente fue relajando los dedos con los que se aferraba al pasamanos, los abrió y los dejó caer a los costados.

Se obligó a recordar la noche anterior; el olor metálico de la sangre, la sensación de la navaja en sus manos, la genuina mirada de sorpresa de aquel tipo, un ser humano inferior a él. No era lo mismo, por supuesto, pero resultó incluso más satisfactorio de lo que esperaba. Fue como una cita por compasión; no era su tipo ni lo que habría escogido para divertirse, pero el colofón fue el mismo.

Mejor todavía, porque por primera vez en su vida le habían pagado por ello. Al contado y en efectivo; diez mil dólares.

El día anterior, cuando salió de la cárcel, una mujer le estaba esperando en la puerta. Se subió al coche de ella. En el asiento trasero reposaba un maletín para él y, dentro, había un montón de dinero y una nota con instrucciones acompañada de una lista. Cada objetivo tenía asignada una determinada cantidad de dólares. Aquello sí que era un sistema como Dios mandaba.

Por supuesto, el señor Bosu no era tan estúpido como parecía creer su misterioso jefe. En la nota, el Benefactor X sugería que en el futuro los pagos serían mucho más fáciles si abría una cuenta bancaria; allí podría recibir el dinero por transferencia, etc. También le ofrecía diversas formas de obtener un carnet de identidad e incluso le proporcionaba una relación de bancos.

El Benefactor X era idiota. Los bancos tenían cámaras de vigilancia y las transferencias dejaban rastro. Peor todavía; los bancos no abrían los domingos y él no estaba dispuesto a trabajar de gratis. Aceptaría únicamente dinero en metálico, muchas gracias; gruesos fajos de sucios billetes verdes que se ataría alrededor de la cintura como un cinturón y le alegrarían el corazón cuando los gastara.

Cogió el maletín. La mujer, sin pronunciar una sola palabra, lo dejó en Faneuil Hall y le entregó un teléfono móvil que contenía varios números programados; así sería como se mantendrían en contacto.

El señor Bosu asintió varias veces con la cabeza y dejó que pensara que estaba agradecido. Por supuesto, sabía con toda exactitud quién era la mujer. La mayoría de los chicos que estaban en el talego conocían su reputación y, desde luego, la fama de Robinson no llegaba a las suelas de los zapatos al señor Bosu.

Pero él no dijo nada. La prisión le había enseñado que el conocimiento es poder.

Se metió las manos en los bolsillos. Empezó a silbar y siguió bajando despacio las escaleras de la iglesia para internarse por última vez en aquel batiburrillo de caramelitos que corrían y reían felices.

Todo a su debido tiempo.

Ahora tocaba buscar un cachorrito.