17

Cuando Catherine se levantó de la cama, Prudence ya se había marchado; el domingo era su día libre y no le gustaba desperdiciar ni un solo minuto. Mejor así, pensó ella. Había salido el sol y un cielo azul, de una brillantez casi insoportable, empezaba a desperezarse en lo alto; un cielo como solo podía darse en Nueva Inglaterra durante los fríos días del mes de noviembre. Aún así, recorrió todas las habitaciones encendiendo las luces. Se le pasó por la cabeza que podría estar volviéndose un poco loca.

¿Había dormido la noche anterior? No estaba segura del todo. Recordaba haber soñado a ratos, así que debía de haber dormido. Soñó con el día que nació Nathan; tres horas empujando. «Ya casi está, ya casi está», le repetía el médico. Dos horas antes había dejado ya de gritar y a esas alturas solo jadeaba con fuerza, como un animal que va derecho al matadero. Los médicos mentían, Jimmy mentía. Ella se sentía morir y aquel niño la estaba partiendo por la mitad. Otra contracción. «¡Empuje!», gritó el médico. «¡Empuja!», le chilló Jimmy. Ella clavó los dientes en el labio inferior y obedeció con todas sus fuerzas.

Nathan salió tan deprisa que se resbaló de las manos del médico, que lo estaba esperando, y cayó sobre la sábana. El médico aplaudió; Jimmy vitoreó; pero ella se limitó a gemir. Después le pusieron al pequeño Nathan en el pecho. Era un bebé diminuto, azulado, cubierto por completo de porquería.

Ella no sabía qué pensar, no sabía qué sentir, pero de repente Nathan se movió y aquellos minúsculos labios buscaron su pecho. Antes de que pudiera darse cuenta, se encontró lloriqueando sin cesar como si fuera idiota. Unos lagrimones enormes cayeron por sus mejillas, las únicas lágrimas auténticas que había derramado desde que era pequeña. Lloró por Nathan, por aquella nueva vida que, sin saber cómo, había surgido de su estéril alma. Lloró por aquel milagro que nunca había creído que pudiera sucederle a ella. Lloró porque su marido la estaba abrazando con fuerza, su hijo se acurrucaba estrechamente contra ella y, durante una fracción de segundo, no se sentía sola.

También había soñado con su madre. La vio de pie en la puerta de la habitación en la que dormía de pequeña. Ella estaba tendida en su estrecha cama con los ojos desesperadamente abiertos; tenía que permanecer despierta porque si se dormía llegaría la oscuridad, y en la oscuridad estaría él. Él obligándola a bajar la cabeza hacia su entrepierna; olor. Él gruñendo al tiempo que la embestía con fuerza, un camello intentando pasar por el ojo de una aguja; dolor. Pero todavía faltaba lo peor. Después vendrían los días y las semanas en las que él ya no tenía necesidad de obligarla, sino que simplemente ella hacía lo que a él se le antojaba porque toda resistencia era inútil; porque ya había dejado de tener importancia la pérdida de dignidad, porque la niña que había sido arrojada al interior de aquel infernal agujero ya no existía. Tan solo quedaba su cuerpo; un cascarón vacío que actuaba de forma mecánica y únicamente sentía agradecimiento por el mero hecho de que él hubiera regresado.

Estaba segura de que algún día ya no volvería. Sabía que llegaría el momento en que se cansaría de ella y se marcharía sin más, y ella moriría allí dentro. En la oscuridad, sola.

En la casa no había suficientes luces. Serían las tres o las cuatro de la madrugada, puede que las cinco. Encendió todas las velas. También servían las linternas. Y la luz del horno. Y el testigo nocturno del dispensador de agua del frigorífico. Y las luces exteriores de los armarios de la cocina. Y las interiores. Y los dos quemadores de gas… Fue yendo de una habitación a otra encendiéndolo todo. Necesitaba luz, tenía que ver luz.

También había soñado con Jimmy. El Jimmy sonriente, el Jimmy feliz. «Oiga, ¿qué tiene que hacer un hombre para conseguir que lo perfumen un poco?». El Jimmy furioso, el Jimmy borracho, el Jimmy frío. «¿Estás seguro de que ella no va a recibir nada? Porque no quiero que toque ni un centavo». Había soñado tanto con Jimmy que, a las seis de la mañana, se levantó de la cama a toda prisa y corrió al cuarto de baño a vomitar.

«Uuh», susurró una vocecilla en lo más recóndito de su cerebro.

«Uuh».

Oh, Dios, por favor, deja que Jimmy por fin esté muerto.

Ya eran casi las nueve; hora de visita del hospital. Ella ya había llamado cuatro veces. Nathan estaba despierto, podía ir a verlo.

«¡Que les jodan!».

No se fiaba del hospital, no era lo suficientemente seguro. Necesitaba llevar a su hijo a casa.

Cogió el abrigo y las llaves. Una última mirada al interior. Ah, sí, las velas… Entró en todas las habitaciones y las apagó una por una. Estaba bajando de nuevo la escalera cuando se acordó del táser, la pistola aturdidora. La guardaba en la caja fuerte. Volvió a subir al dormitorio principal, preparada para armarse y librar una batalla contra un enemigo que no tenía nombre.

¿Quién habría escrito «Uuh» en el espejo retrovisor? ¿Quién era capaz de hacer algo así?

No le apetecía demasiado pensar en ello. Existían respuestas, pero la mayoría de ellas eran aterradoras.

La caja fuerte se encontraba abierta de par en par, tal como la había dejado la Policía. Examinó el interior. El táser ya no estaba. Cabrones, seguramente se la habían llevado como prueba circunstancial. Cómo si aquella arma hubiera podido protegerla contra la pistola de Jimmy.

Regresó a la planta baja. La rabia le prestaba renovados bríos y la hacía marchar con paso decidido hacia la puerta de la calle. Iría al hospital a buscar a Nathan. Acababa de posar los dedos en el picaporte cuando alguien llamó a la puerta desde fuera. Se replegó sobre sí misma y se llevó la mano al pecho como si hubiera sufrido un calambre.

Volvieron a llamar. Muy despacio, acercó el ojo a la mirilla. Había tres personas de pie; la Policía.

No, pensó con desesperación. No era el momento, Nathan estaba solo. ¿Acaso no sabían que en cualquier momento podía aparecer por la calle un hombre al volante de un Chevy azul?

Llamaron de nuevo. Abrió poco a poco.

—¿Catherine Gagnon? —inquirió el individuo que tenía enfrente. Tenía la nariz hundida, como si le hubieran propinado demasiados puñetazos en la cara; un rasgo que resultaba incongruente con su elegante traje gris.

—¿Quién es usted?

—Rick Copley, ayudante del fiscal de distrito del condado de Suffolk. Me acompañan la detective D. D. Warren, del departamento de Policía de Boston —indicó con un gesto a una atractiva rubia con escaso gusto en el vestir— y el inspector Rob Casella, de la Oficina del Fiscal —dijo, señalando a un individuo de semblante especialmente severo que llevaba un traje oscuro, solo apto para asistir a un funeral—. Necesitamos hacerle unas preguntas. ¿Nos permite pasar?

—Precisamente salía para ir a visitar a mi hijo —replicó.

—En ese caso, procuraremos no entretenerla demasiado tiempo.

El ayudante del fiscal ya estaba empujándola hacia el interior de la casa. Transcurridos unos segundos, cedió; seguramente era mejor hacer aquello en ese momento, antes de que Nathan o Prudence regresaran.

La rubia sin sentido de la elegancia recorrió el vestíbulo con la mirada como si no se sintiera impresionada por lo que veía. El inspector, a su vez, tomaba notas.

—Creo que estaríamos más cómodos si nos sentásemos.

El ayudante del fiscal los invitó a todos a entrar en la salita que había a la izquierda del vestíbulo. Ella soltó por fin el bolso y se quitó el abrigo. Observó con suma atención a Copley; era el que mandaba.

Se preguntaba qué opinión tendría sobre las viudas afligidas. Sus miradas volvieron a cruzarse; él tenía una expresión dura, calculadora, la de un depredador que sopesa el tamaño de su presa. ¿De manera que en esas estaban? Desde que podía recordar, ella siempre había exacerbado a los machos de la especie hasta sus límites; los hombres que deseaban a las mujeres la deseaban más a ella, pero los hombres que las odiaban…

Decidió que lo mejor sería concentrar sus energías en el individuo que iba vestido para un funeral.

—Me alegra que hayan venido a verme —dijo en tono firme, entrando erguida en la salita, con los hombros echados hacia atrás—. Ayer me puse en contacto con el forense y les confieso que me sorprendió bastante que me dijeran que todavía no puedo reclamar el cadáver de mi marido.

—En esta clase de situaciones eso lleva tiempo.

—¿Usted tiene hijos, señor Copley?

Copley se limitó a mirarla fijamente.

—Esto está siendo muy difícil para mi hijo —dijo en voz baja—. Quisiera terminar de organizar el funeral, para que los dos podamos pasar página. Cuanto antes se olvide Nathan de todo esto, antes podrá empezar a curarse.

Copley y sus acompañantes guardaron silencio. Ella tomó asiento frente a ellos en una antigua silla de madera. Cruzó una pierna por encima de la otra y entrelazó las manos por delante de la rodilla. Aquella mañana había elegido con sumo cuidado su atuendo: una falda negra hasta la rodilla y un jersey gris de cuello alto de cachemir, ajustado al talle con un cinturón; pendientes de perla en las orejas, la alianza de casada en el dedo y la melena negra recogida en la nuca. Era la viva imagen de la viuda digna y afligida, y lo sabía.

Si realmente aquellas personas se habían unido para atacar en grupo a la esposa del difunto, ya podían empezar.

—Tenemos algunas preguntas acerca de lo sucedido la noche del jueves —dijo finalmente el ayudante del fiscal, aclarándose la voz y rompiendo el silencio—. ¿Tendría inconveniente en repasar una vez más ciertos detalles para nosotros?

Ella se limitó a mirarlos con gesto expectante.

Er… está bien. —El inspector Casella había sacado su libreta y estaba pasando las páginas.

Ella dejó de mirarle y estudió a la rubia. Los tiroteos en los que intervenían policías eran investigados por la Oficina del Fiscal del Distrito, no por la Policía de Boston… Entonces, ¿qué hacía ella allí?

—En relación con las cintas de vídeo del sistema de seguridad… al parecer nos falta la del dormitorio principal —dijo Casella.

—No hay cinta.

—¿Que no hay cinta? Según tenemos entendido, tras haber hablado con la empresa de seguridad, en su dormitorio principal hay instalada una cámara.

Miró con toda calma al inspector.

—No estaba encendida.

—¿Que no estaba encendida?

—Muy oportuno —murmuró la rubia.

Ella la ignoró.

—Esa cámara está preparada para que funcione cuando no estamos en casa. Jimmy la programó de manera que se apagase automáticamente desde las doce de la noche hasta las ocho de la mañana.

—Eso es muy interesante —repuso el inspector Casella—, porque, según su testimonio anterior, Jimmy llegó a casa a la diez de la noche, de manera que la cámara debería estar todavía encendida.

—Efectivamente, pero resulta que el panel de control no distingue bien la hora.

—¿Perdón?

—Vaya a comprobarlo —dijo—, verá que actualmente el reloj del temporizador va dos horas adelantado; así que cuando cree que son las doce, en realidad son las diez. —Se encogió de hombros—. A Jimmy no se le daba muy bien la electrónica. Todo eso de adelantar y retrasar la hora en primavera y otoño… Imagino que debió de hacerse un lío.

—La empresa de seguridad no ha mencionado nada de eso.

—No creo que él llegara a comentárselo nunca.

Los dos hombres y la mujer rubia se miraron entre sí.

—Aseguró que su marido y usted discutieron —comentó por fin el inspector Casella—. ¿Sobre qué?

Ella le dirigió una mirada glacial. Ya habían hablado de ese tema el viernes por la mañana, cuando aún estaba húmeda la sangre en el dormitorio. Le dolió que la obligaran a repetirlo.

—Jimmy podía ser muy celoso, sobre todo cuando había estado bebiendo. El jueves por la noche empezó a atacarme respecto al médico de Nathan. Yo quería llevar a mi hijo a que lo viera el doctor Rocco, ya que no se encontraba bien, y Jimmy creyó que simplemente era una argucia para verme con mi antiguo amante.

—¿Usted se veía con el doctor Rocco? —inquirió el ayudante del fiscal, esforzándose por parecer sorprendido cuando todos sabían que dicha sorpresa era fingida. Los policías representaban su papel y ella el suyo, lo cual hacía que toda aquella conversación pareciera… ¿Qué? ¿Una tragedia griega? ¿Una desesperada farsa shakesperiana?

De repente se sintió más cansada que en toda su vida. Quería ver a Nathan; necesitaba saber que por lo menos su hijo se encontraba sano y salvo.

—Sí —respondió sin alterarse—. Tony y yo tuvimos una relación, pero acabó hace meses y, como le aseguré a Jimmy, aquello era algo que pertenecía única y exclusivamente al pasado.

—¿Y dónde estaba la niñera, Prudence Walker, mientras tenía lugar la discusión? —preguntó el inspector Casella, retomando el interrogatorio.

—Prudence tiene libre la noche de los jueves. Los jueves por la noche y los domingos completos…

Casella la miró con el ceño fruncido.

—Pero cuando su marido volvió a casa, ya era bastante tarde… ¿Está segura de que Prudence no había vuelto todavía? A lo mejor estaba en el piso de arriba, durmiendo en su habitación.

—Creo que pasó la noche con alguien.

—¿Con un novio? —Era la primera vez que la rubia abría la boca. La taladraba con la mirada—. ¿Suele pasar con él las noches de los jueves?

—Con frecuencia pasa toda la noche fuera —contestó.

—Muy oportuno —murmuró la rubia.

Ella la ignoró.

—¿Y su hijo? —dijo el inspector Apocalipsis—. ¿Cómo terminó formando parte del altercado?

—Nathan se había despertado poco después de las diez por culpa de una pesadilla. Yo acababa de entrar en su habitación para consolarlo, cuando escuché a Jimmy en el piso de abajo. Noté… Ya en aquel momento noté que la cosa no iba a ir bien.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Me di cuenta de que había estado bebiendo por el modo en que cerró la puerta de golpe y por cómo empezó a llamarme a gritos. Por supuesto, Nathan se asustó más.

No es que hubiera dicho nada. Nathan nunca decía nada, se limitaba a mirarla con aquellos ojos azules tan solemnes y el cuerpecito en tensión, a la espera. Jimmy estaba en casa, Jimmy venía borracho, Jimmy era más corpulento que ellos dos juntos.

Le habría gustado que su hijo hubiera tenido algo mejor. En ello pensaba el jueves por la noche, cuando Jimmy cerró con un portazo, cuando Jimmy se puso a vociferar, cuando Jimmy empezó a subir la escalera. Miró a su hijo a los ojos y se quedó horrorizada al ver reflejado en ellos el mismo sentimiento de desamparo que experimentaba ella.

—¿Cuándo cogió Jimmy la pistola? —le estaba preguntando el ayudante del fiscal.

—No lo sé.

—¿De dónde la sacó?

—No lo sé.

—¿La llevaba en la mano cuando subió la escalera?

—Sí.

—¿Apuntó con ella a Nathan y a usted?

—Sí.

—¿Y qué hizo usted, señora Gagnon?

—Le dije que la soltase. Que estaba asustando a Nathan.

—¿Y qué hizo él?

—Lanzó una carcajada, señor Copley. Dijo que en esta casa la amenaza para Nathan no era él, sino yo.

—¿Qué quiso decir con eso?

Ella se encogió de hombros.

—Jimmy estaba borracho, no sabía lo que decía.

—¿Y qué hacía Nathan mientras sucedía todo esto?

—Nathan estaba… —Se le quebró la voz, pero se obligó a sí misma a continuar—. Nathan estaba sentado en mis rodillas. Apoyaba la cabeza contra mi hombro, para no tener que ver a su padre, y se tapaba las orejas con las manitas. Yo le dije a Jimmy que iba a acostar a Nathan en nuestro dormitorio. Le rogué que por favor se calmase, que estaba asustando al niño. Luego me dirigí a nuestra habitación pasando por delante de él y, nada más entrar, cerré la puerta con llave y llamé a la policía.

—¿Fue en ese momento cuando Jimmy disparó la pistola?

—No me acuerdo.

—Los vecinos afirmaron que hubo dos disparos.

—Ah, ¿sí?

Copley enarcó las cejas.

—¿Está diciendo que no está segura de si su marido disparó el arma?

—En aquel momento me olvidé de Jimmy, solo me centré en Nathan. Estaba muerto de miedo.

«Mami, ¿nos vamos a morir? Enciende las luces, mamá, necesitamos luces».

—¿Alguna vez Jimmy hizo daño al niño o a usted antes de esta ocasión?

—Jimmy lanzaba objetos cuando estaba furioso. A veces… Tuvimos algún que otro problema en nuestro matrimonio.

—¿Algún que otro problema en su matrimonio? —repitió la rubia en tono sarcástico—. Pero si cada quince días venían policías uniformados porque les habían llamado por teléfono… Solo que ahora las cosas habían llegado por fin al punto de no retorno, ¿no es así, señora Gagnon? Jimmy había solicitado el divorcio.

Catherine la miró con frialdad.

—Así es.

—Él tenía el dinero —presionó la rubia—, por lo tanto tenía el poder. Primero la maltrató y ahora le apretaba las clavijas para joderla a base de bien. Francamente, nadie puede reprocharle que se cabreara.

—Teníamos problemas, pero eso no significa que no pudiera ayudarnos nadie.

—¡Oh, por favor! Ese tío le pegaba, le gritaba y lanzaba objetos a su hijo… ¿Por qué iba a querer usted arreglar las cosas?

—Obviamente, usted no conocía a Jimmy.

—Obviamente tampoco importó que usted sí lo hiciera, porque aun así estuvo dispuesta a jugar a esconder el estetoscopio con el médico de su hijo.

Ella se estremeció.

—Eso es una grosería.

—Al final, usted vio al doctor Rocco, ¿no es cierto?

—Nathan tuvo un ataque agudo de pancreatitis el viernes. Por supuesto que vi al doctor Rocco.

—¿La echaba de menos el doctor? ¿Quería que retomaran su relación ahora que Jimmy había desaparecido?

—Esa insinuación es un insulto. Apenas se ha enfriado el cadáver de mi marido y…

—¡Que apenas se ha enfriado! ¡Pero si usted ayudó a que lo mataran!

—¿Cómo? ¿Dejándome utilizar para prácticas de tiro al blanco?

La rubia se sentó en el borde del sofá y comenzó a dispararle preguntas.

—¿Quién inició la discusión del jueves por la noche? ¿Quién mencionó primero al doctor Rocco?

—Yo. Nathan no se encontraba bien.

—¿Así que decidió mencionar a su examante ante su celoso marido?

—¡Era el médico de Nathan!

—¿Seguía teniendo como médico de su hijo a un antiguo amante, sabiendo que su marido era un maltratador celoso?

Ella parpadeó varias veces, titubeó e intentó por todos los medios recuperar el punto de apoyo.

—A Nathan no le gustan los médicos nuevos. Cada nuevo médico implica nuevas pruebas. No podía hacerle pasar por eso.

—Oh, ya veo. Así que continuaba viendo a su antiguo amante como favor hacia su hijo.

—¡El doctor Rocco es un buen médico!

—¿Es un buen médico?

—Sí, es un buen médico —repitió, un tanto desconcertada.

—En ese caso, se sentirá decepcionada de que ya no vaya a ser su médico nunca más.

—No ha sido culpa suya. James Gagnon tiene mucho poder. Tony simplemente ha hecho lo que tenía que hacer.

Por primera vez la rubia hizo un alto en el interrogatorio, frunciendo el ceño.

—¿Cuándo ha sido la última vez que ha visto al doctor Rocco? —le preguntó.

—El viernes por la tarde, cuando ingresaron a Nathan en la UCI. Después me informó que ya no podía seguir siendo el médico de Nathan. El jefe de Pediatría le había ordenado que se retirase del caso. Me derivó a un genetista, el doctor Iorfino. Tenemos cita el lunes.

—¿Y cuándo ha concertado usted esa cita?

—No la he concertado yo, lo ha hecho Tony.

—Un toque personal —murmuró la rubia, arqueando una ceja.

—Mi hijo está muy enfermo y necesita que lo atienda un experto. En medicina, para acceder a la consulta de un experto se necesita la ayuda de otro. Si yo hubiera llamado al doctor Iorfino, me habrían puesto en una lista de espera. En cambio Tony ha conseguido que nos atiendan enseguida. Quizá en su vida personal no sea la persona más ética del mundo, pero es un médico muy bueno y siempre se ha portado muy bien con Nathan.

—Yo diría que todavía está enamorada de él.

—Yo estaba enamorada de mi marido.

—¿Aunque la utilizaba como saco de boxeo? ¿Aunque tuviera una pistola? Me da la impresión de que no ha salido usted malparada del todo, señora Gagnon. Ahora se ha quedado usted con la casa, el coche, las cuentas bancarias y libre de la pesada carga que suponía Jimmy. —En los ojos de la rubia brilló una expresión ladina—. ¡Pero si ni siquiera queda nadie que pueda acusarla de estar haciendo daño a su hijo! Tiene usted el camino totalmente libre y despejado.

Ella se puso en pie.

—Váyanse.

—Vamos a hablar con Prudence, ¿sabe? Y con la niñera que estuvo aquí antes que ella, y con la anterior… Vamos a remontarnos todo lo que haga falta, hasta que descubramos absolutamente todo lo que ha sucedido en esta casa.

—Fuera.

—Y después hablaremos con Nathan.

Señaló enérgicamente la puerta con el dedo. Por fin se levantaron los tres.

—Una lástima lo del doctor Rocco… —comentó la rubia como de pasada, mientras cruzaban el vestíbulo de mármol—. Sobre todo para su mujer y sus hijas.

—¿Qué pasa con Tony?

—Que ha muerto, por supuesto. Lo asesinaron anoche en el hospital.

La rubia se detuvo y se la quedó mirando a la cara. Ella, para variar, no se molestó en disimular sus sentimientos. Primero se quedó sorprendida, luego estupefacta y, por último, aterrorizada hasta el tuétano.

—¿Cómo? —preguntó con un hilo de voz.

¡Uuh! —contestó la rubia. Ella se quedó petrificada.

Los inspectores salieron por la puerta de la calle. En el último momento, el ayudante del fiscal del distrito se volvió hacia ella.

—¿Sabe lo que es el GSR? —preguntó.

—No.

—Es el residuo de un disparo. Cuando alguien dispara un arma, los rastros de GSR terminan en sus manos y en su ropa. Adivine qué es lo que hemos buscado en el depósito de cadáveres, señora Gagnon. Adivine qué es lo que no hemos encontrado en las manos ni en la ropa de su esposo…

Ella no dijo ni una palabra. «Uuh», pensaba frenética. «Uuh».

El trío se dirigió a los escalones de la entrada.

—Un error —dijo Copley en voz alta por encima de su hombro—. Eso es todo cuanto necesito. Una pequeña equivocación, señora Gagnon, y será mía.