16

Bobby llevaba andadas dos manzanas desde la cafetería cuando se le acercó un elegante Lincoln Town Car. Una de sus lunas tintadas descendió lentamente. Él echó un vistazo al interior y lanzó un juramento.

—¿Es que no tiene nada que hacer? —preguntó al conductor, Harris Reed, que hacía avanzar despacio al vehículo para igualar su paso. Al momento se escuchó toda una letanía de irritados bocinazos que partía del tráfico que les rodeaba.

—Suba —dijo Harris.

—No.

—Mis jefes quieren hablar con usted.

—Dígales que pongan otra denuncia.

—Son personas muy poderosas, agente Dodge. Si consigue mantener la conversación adecuada con ellos, todos sus problemas desaparecerán.

—¡Qué generosos! —Avivó el paso—. Prefiero seguir andando.

Harris cambió de táctica.

—Vamos, agente Dodge. Usted mató a su hijo, seguro que puede concederles diez minutos de su tiempo.

Él aflojó el paso y Harris frenó el coche.

—Eso no es jugar limpio —replicó ceñudo. De mala gana, abrió la puerta del copiloto y Harris sonrió de oreja a oreja.

«¡Gilipollas!».

Antes de llegar, Bobby fue puntualmente informado. Los Gagnon estaban refugiados en el hotel LeRoux, un establecimiento moderno de categoría superior situado frente al Jardín Público; por lo visto, a la puerta de su multimillonaria mansión de Beacon Hill había demasiados periodistas esperándoles, de manera que se vieron obligados a esconderse. La señora Gagnon apenas podía comer ni dormir y el juez Gagnon había reservado una suite de lujo en el ático, con un servicio de masajista las veinticuatro horas para que la ayudase a relajar los nervios.

Harris se mostró locuaz acerca de sus jefes. Le contó que los Gagnon eran originarios de Georgia, por lo que no debía extrañarle su acento sureño. De hecho, cuando la señora Gagnon conoció a James, allá por 1962, era una auténtica y genuina debutante, con su vestido de satén y su melena cardada. El dinero venía por su parte, pero en aquellos tiempos el juez ya era un ambicioso estudiante de Derecho. El compromiso fue aprobado por la familia de ella, e incluso su padre pensaba instalar a Jimmy en su propio bufete de abogados.

Por desgracia, la familia entera de Maryanne —madre, padre y hermana pequeña— falleció en un terrible accidente de tráfico una semana antes de la boda. Ni que decir tiene que ella se quedó destrozada. En su afán de consolar a su abatida novia, Jimmy decidió llevársela a otro estado. Se mudaron a Boston, se casaron en una discreta ceremonia civil y empezaron desde cero.

Lo bueno fue que se quedaron embarazados enseguida. Lo malo fue que el niño, el original James Junior, nació enfermizo y murió en cuestión de meses. James y Maryanne regresaron a Georgia para celebrar un funeral más y enterraron a su hijo en el panteón familiar de Atlanta.

Dos años después llegó el joven Jimmy, y a partir de entonces James y Maryanne no volvieron a mirar atrás.

A él le pareció muy morboso que hubieran puesto al segundo hijo el mismo nombre que al primero, pero Harris le explicó que el primero era Junior y el segundo Jimmy. Así y todo, él seguía opinando que era macabro.

Al entrar en la suite del ático, lo primero que pensó era que, desde luego, los Gagnon sabían impresionar a la gente. La estancia tenía suelos de mármol italiano, carísimas antigüedades y una amplia hilera de ventanales, vestidos con tanta seda como para agotar una granja entera de gusanos. Aquel lujoso hotel era el perfecto telón de fondo para sus lujosos ocupantes.

Maryanne Gagnon aparentaba sesenta y tantos años, era esbelta pero ligeramente encorvada de hombros y con un cabello rubio platino, ahora ya más platino que rubio, marcado con esmero. En el cuello lucía un collar de perlas de tres vueltas, tan grandes como los nudillos de la mano, y en el dedo una piedra del tamaño de una pelota de golf. Sentada en un exquisito sillón francés de estilo provenzal y vestida con un traje pantalón de seda color crema, casi se confundía con los cortinajes que tenía a la espalda.

Por el contrario, el juez Gagnon dominaba el espacio. Estaba de pie —ligeramente apoyado desde atrás en el hombro derecho de su esposa—, alto y vestido con un traje negro de hechura recta, que probablemente costaba más de lo que ganaba él en todo un mes. Con el paso del tiempo su cabellera se había vuelto de color pizarra, pero seguía teniendo los ojos luminosos, la mandíbula cuadrada y la boca dura. No costaba trabajo imaginarlo en plan dominante al frente de un tribunal. Ni siquiera al frente del país entero.

Él tuvo una súbita revelación; con toda seguridad Jimmy Gagnon había heredado su débil voluntad de su madre, no de su padre.

—No parece usted tan corpulento. —Maryanne fue la primera en hablar, sorprendiendo a todos los presentes. Giró la cabeza para mirar a su marido. Le temblaban las manos en el regazo—. ¿No pensabas tú que sería un hombre más… grande? —preguntó al juez.

James dio un leve apretón a su mujer en el hombro. Hubo algo en aquel breve gesto de apoyo que le inquietó más que la ropa, el entorno o que aquella entrevista planificada al milímetro. Él fijó la mirada en el suelo de mármol, en el dibujo de zigzag que formaban las vetas rosas y grises.

—¿Le apetece tomar algo? —ofreció James—. ¿Quizá un café?

—No.

—¿Y algo de comer?

—No tengo pensado quedarme tanto tiempo.

El juez pareció aceptar aquello. Indicó con un gesto el sofá más próximo.

—Siéntese, por favor.

En realidad tampoco tenía ganas de sentarse, pero fue hasta el sofá color crema, tomó asiento tímidamente en el borde y cerró las manos en dos puños sobre el regazo. En contraste con el cuidado aspecto del matrimonio Gagnon, él llevaba unos vaqueros viejos, un jersey de cuello vuelto azul oscuro y una vieja sudadera gris. Se había levantado de la cama en mitad de la noche para ir a ver la escena de un crimen, no para enfrentarse a unos padres afligidos. Algo que, por supuesto, los Gagnon sabían de sobra cuando enviaron a Harris a recogerlo.

—Harris nos ha dicho que se ha entrevistado usted con Catherine —dijo James.

Supo que el juez iba dirigir aquel espectáculo. Maryanne ni siquiera lo miraba ya. Unos instantes después, se percató de que ella estaba llorando en silencio; su rostro, cuidadosamente vuelto hacia un lado, estaba cubierto de lágrimas.

—¿Agente Dodge?

—Sí, me he entrevistado con Catherine —se escuchó a sí mismo responder. Su mirada continuaba clavada en Maryanne. Le gustaría poder decir algo: «Lo siento. Su hijo no sufrió. Mire, por lo menos le queda todavía su nieto…».

Había sido una necedad ir allí, ahora se daba cuenta. James Gagnon se había hecho el inocente, y él se lo había tragado del todo.

—¿Conocía a mi nuera antes de aquel disparo? —lo presionó James.

Él hizo un esfuerzo para centrar la mirada en el juez. Al parecer, últimamente todo el mundo le hacía aquella pregunta.

—No —respondió con firmeza.

—¿Está seguro?

—Llevo la cuenta de la gente que conozco.

James se limitó a arquear una ceja.

—¿Qué vio usted aquella noche? ¿La noche en que murió Jimmy?

Su mirada volvió a posarse en Maryanne, después otra vez en el juez.

—Si vamos a hablar de esto, creo que su esposa no debería estar presente.

—¿Maryanne? —preguntó James a su mujer con suavidad. Una vez más, ella levantó la vista hacia su marido. Unos segundos antes lloraba, pero ahora parecía completamente dominada, como si hubiera encontrado fuerzas en alguna parte. Cogió la mano de su marido y ambos se giraron hacia él formando un frente unido.

—Me gustaría saberlo —replicó ella, pronunciando lentamente con su acento sureño—. Se trata de mi hijo. Estuve presente cuando nació y debo saber por qué ha muerto.

«Muy inteligente», se dijo Bobby. En menos de cuatro frases le había llegado al fondo del alma.

—Me requirieron en una misión en la que un individuo se había atrincherado en su domicilio —dijo con el tono más impersonal que pudo—. Una mujer había llamado a la Policía diciendo que su marido tenía una pistola y los vecinos confirmaron que hubo tiros. Después de tomar posición al otro lado de la calle, observé al individuo…

—A Jimmy —lo corrigió el juez.

—Al individuo —se mantuvo él en sus trece—, caminando por el dormitorio principal de manera agitada. Transcurridos unos instantes, constaté que estaba armado con una pistola de calibre nueve milímetros.

—¿Estaba cargada? —De nuevo el que habló fue James.

—Eso no puedo asegurarlo, pero dado que los vecinos habían afirmado oír disparos, eso indicaría que el arma estaba cargada.

—¿Tenía el seguro puesto?

—Tampoco puedo asegurarlo pero, puesto que los vecinos habían afirmado oír disparos, implicaría que el seguro manual no estaba puesto.

—Pero él podría haberlo puesto.

—Es posible.

—Podría no haber sido él quien efectuara los disparos. Usted no presenció que disparase el arma, ¿no es así?

—No.

—¿Y tampoco presenció que cargase el arma?

—No.

—Entiendo —dijo el juez, y por primera vez él fue consciente de qué iba todo aquello. Era una demostración; una pequeña muestra de lo que le sucedería en el juicio. El juez estaba preparado para demostrar que él, Robert G. Dodge, había cometido un asesinato el jueves 11 de noviembre de 2004, al disparar a una pobre víctima inocente; su amado hijo James Gagnon Jr.

Iba a ser una batalla dialéctica y el juez tenía todos los argumentos importantes de su lado.

—Entonces, ¿qué fue lo que vio, exactamente? —le exigía Gagnon en esos instantes.

—Tras un breve intervalo…

—¿Cómo de breve? ¿Un minuto, cinco minutos, media hora?

—Después de aproximadamente siete minutos, otro individuo femenino…

—Catherine.

—… y un niño entraron en mi campo visual. La mujer abrazaba al niño; un niño pequeño. Después el individuo femenino y el individuo masculino —relató, haciendo hincapié en aquella palabra— empezaron a discutir.

—¿Sobre qué?

—Yo no disponía del audio de la escena.

—¿Así que no tiene ni idea de lo que se decían el uno al otro? Quizá Catherine estaba amenazando a Jimmy…

—¿Con qué?

El juez cambió de táctica.

—O a lo mejor lo estaba insultando verbalmente.

Él se encogió de hombros.

—¿Sabía ella que estaba usted allí? —presionó Gagnon.

—No lo sé.

—Había focos, una ambulancia llegando, coches policiales yendo y viniendo. ¿Es posible que ella no se diera cuenta de semejante actividad?

—Ella se encontraba cuatro plantas por encima del nivel de calle. Cuando yo llegué, daba la sensación de que ella y el niño estaban agachados detrás de la cama. No estoy muy seguro de que sea realista suponer qué sabía y qué no sabía.

—Pero usted ha dicho que ella misma llamó a la policía.

—Eso es lo que me dijeron.

—Por lo tanto, ella esperaba obtener algún tipo de respuesta.

—En otras ocasiones la respuesta han sido dos agentes uniformados llamando a su puerta.

—Ya lo sé, agente Dodge. Por eso me resulta tan interesante que en esta ocasión ella se asegurase de mencionar que Jimmy sostenía una pistola. La presencia de un arma provoca que se llame automáticamente al equipo del SWAT, ¿no es así?

—Pero él sí sostenía una pistola. Yo mismo la vi.

—¿La vio? ¿Y está seguro de que era una pistola de verdad? ¿No podría tratarse de una imitación, o quizá de uno de los juguetes de Nathan? Incluso podría tratarse de uno de esos encendedores de diseño que tienen forma de revólver…

—Señor, en los últimos diez años he visto más de un centenar de pistolas de modelos y marcas diferentes. Sé reconocer un arma de verdad cuando la veo, y lo que los técnicos recuperaron de la escena era una auténtica Beretta 9000S.

El juez arrugó el entrecejo; era obvio que no le había gustado aquella respuesta, pero se dio prisa en reorganizarse.

—Agente Dodge, ¿realmente mi hijo apretó el gatillo la noche del jueves?

—No, señor. Yo le disparé primero.

En aquel momento Maryanne dejó escapar un gemido y se hundió un poco más en el sillón. En cambio James estuvo a punto de sonreír. Empezó a pasear por la habitación. Sus pisadas resonaban contra el suelo de mármol mientras agitaba un dedo en el aire.

—En realidad usted no sabe gran cosa de lo que estaba sucediendo el jueves por la noche en aquel dormitorio, ¿no es cierto, agente Dodge? No sabe si la pistola que empuñaba Jimmy estaba, o no, cargada. No sabe si el seguro estaba puesto, o no. Pudiera ser que aquella noche la discusión la iniciara Catherine, incluso pudiera ser que amenazara con hacer daño a Nathan, por lo que Jimmy fue a la caja fuerte y sacó aquella pistola, solo como último recurso, para pelear por la vida de su hijo. ¿No podría haber sido ese el caso?

—Tendría que preguntárselo a Catherine.

—¿A Catherine? ¿Me está diciendo que invite a mi nuera a que mienta? ¿Cuántas veces al año es requerido para una misión, agente Dodge?

—No sé. Tal vez veinte.

—¿Y alguna vez ha disparado su arma antes?

—No.

—¿Y cuál es la duración media de dichas convocatorias?

—Tres horas.

—Entiendo. De manera que, por término medio, le despliegan veinte veces al año durante tres horas cada vez, y en todo ese tiempo se las ha arreglado para no disparar nunca su arma. Sin embargo, el jueves pasado usted se presentó allí y disparó a mi hijo… en menos de quince minutos. ¿Qué tenía de diferente el jueves pasado? ¿Por qué estaba usted tan convencido de que no tenía más remedio que matar a mi hijo?

—Iba a apretar el gatillo.

—¿Cómo sabe usted eso, agente Dodge?

—¡Porque se lo vi en la cara! ¡Iba a disparar a su mujer!

—¿Lo vio en su cara, agente Dodge? ¿De verdad veía su rostro? ¿O estaba pensando en el de otra persona?

Él, en su estado de nerviosismo, tardó unos instantes en comprenderlo. Cuando por fin lo hizo, el mundo se detuvo de repente. Fue como si tuviera una breve experiencia extra corporal en la que de pronto tomaba distancia y asimilaba toda aquella sórdida escena. Se vio a sí mismo sentado en el borde de un sofá tapizado en seda, un poco inclinado hacia delante y con las manos cerradas en dos puños sobre el regazo. Vio a Maryanne derrumbada en un sillón color crema, hundida en su pena, y al juez Gagnon, agitando todavía un dedo en el aire en un gesto acusador, con un brillo triunfal en los ojos.

Harris, se dijo de repente. ¿Dónde diablos estaba Harris?

Se giró y lo descubrió repantingado en una silla de madera oscura que había en el vestíbulo. Harris le devolvió un gesto victorioso levantando dos dedos; ni siquiera se tomó la molestia de disimular la íntima satisfacción que sentía. Desde luego, la información la había obtenido él. Así era como funcionaba aquel juego; los Gagnon pagaban, Harris buscaba, y sus clientes conseguían lo que querían.

Por primera vez empezó a entender lo realmente desvalida que debía sentirse Catherine Gagnon.

—Si existen pruebas, saldrán a la luz —estaba diciendo el juez—. Siempre es así.

—¿Qué es lo que quiere?

—Ella es la responsable de que Jimmy esté muerto —dijo el juez. No hubo necesidad de especificar quién era «ella»—. Reconózcalo. Ella lo engatusó para que hiciera ese disparo.

—No pienso reconocer tal cosa.

—Muy bien. Entonces acepte una historia revisada. Usted se presentó allí, oyó discutir a mi hijo y a mi nuera y resultó obvio que la discusión la había iniciado ella. Catherine amenazaba a Jimmy. Mejor todavía, por fin asumió lo que había estado haciendo a Nathan. Jimmy, sencillamente, no aguantó más.

—Nadie que esté en su sano juicio va a creer que yo escuché todo eso desde el interior de otro edificio situado a cincuenta metros de distancia.

—Deje que yo me preocupe por eso. Ella asesinó a mi hijo, agente Dodge; con la misma efectividad que si hubiera apretado el gatillo. De ninguna manera pienso quedarme con los brazos cruzados y a permitir que haga daño también a mi nieto. Si me ayuda, haré que esa pequeña demanda que pesa contra usted quede en agua de borrajas. Si opone resistencia, le aplastaré con la ley hasta que termine usted siendo un hombre destrozado, sin carrera profesional, sin hogar, sin dignidad, sin nada. Consulte a cualquier abogado. Le dirá que puedo lograrlo, que lo único que se necesita es dinero y tiempo. —James extendió las manos—. Y, francamente, a mí me sobran las dos cosas.

Él se levantó del sofá.

—Aquí ya hemos terminado.

—Tiene hasta mañana. Con una sola palabra que diga, la demanda habrá desaparecido y el pequeño dossier de investigación de Harris quedará «olvidado». Pero pasadas las cinco de la tarde, descubrirá que ya no soy tan indulgente.

Él se dirigió hacia la puerta. Acababa de posar la mano en el pomo cuando la voz de Maryanne le detuvo.

—Era un buen chico.

Él tomó aire profundamente. Luego se giró y preguntó con toda la delicadeza de que fue capaz.

—¿Perdón?

—Mi hijo. A veces era un poco rebelde, pero era bueno. Cuando tenía siete años, diagnosticaron leucemia a uno de sus amigos. Aquel año Jimmy tuvo una estupenda fiesta de cumpleaños, y en lugar de pedir regalos dijo a los invitados que trajeran dinero para donar a la Asociación Americana contra el Cáncer. Incluso, mientras estudiaba en la universidad, se presentó voluntario para atender al teléfono de ayuda a los suicidas.

—Lamento mucho su pérdida.

—Cuando llegaba el Día de la Madre me regalaba una rosa roja. Pero no una rosa de invernadero, sino una verdadera; una que olía como los jardines de mi juventud. Jimmy sabía lo mucho que me gustaba aquel perfume. Él entendía que, incluso a estas alturas, a veces echo de menos Atlanta. —Maryanne clavó la mirada en él. En sus ojos se reflejaba un dolor que parecía no tener fin—. Ahora, cuando llegue el Día de la Madre —murmuró—, ¿qué voy a hacer? Dígame, agente, ¿quién me regalará mi rosa?

Bobby no podía ayudarla. Salió por la puerta en el momento en que Maryanne daba rienda suelta, por fin, a su dolor y empezaba a lanzar profundos sollozos. James ya estaba rodeando a su esposa con los brazos.

—Calla. Ya está, ya está, Maryanne. Pronto tendremos a Nathan. Piensa en Nathan. Calla… —escuchó decir al juez, al tiempo que se cerraba la puerta.