«La suerte no era su aliada».
Cuando Bobby, por fin, consiguió apoyar la cabeza en la almohada, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez no pensó en Susan, sino directamente en Catherine. Se dio cuenta de que había estado soñando; soñando con la viuda de Jimmy Gagnon, desnuda y con aquella larga melena negra esparcida sobre su pecho.
—Quisiera poder dormir un poco —gruñó al auricular.
—¿Todavía le apetece jugar a los detectives, agente Dodge?
Tardó unos instantes en reconocer la voz. Era Harris, el serio investigador de los Gagnon. Volvió la mirada hacia el reloj de la mesilla de noche. Marcaba las dos de la madrugada. Dios, tenía que dormir un poco.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—¿Tiene algún amigo en el departamento de Policía de Boston? —dijo Harris—. Porque me parece que hay una escena del crimen que le conviene ir a ver.
—¿La de quién?
Harris hizo una breve pausa.
—La del doctor Tony Rocco. En el aparcamiento del hospital. No lleve zapatos buenos, tengo entendido que está todo hecho un asco.
La detective D. D. Warren trabajaba, desde hacía más de ocho años, para el departamento de Homicidios de Boston. Pequeña, rubia, de constitución delgada y penetrantes ojos azules, estudiaba la escena del crimen de Rocco vestida con unos vaqueros ajustados, botas de tacón de aguja y una chaqueta de cuero de color tostado; Sexo en Nueva York mezclado con Policías de Nueva York. Muchos de los allí presentes no le quitaban los ojos de encima, pero dado que ella comía, dormía y respiraba por y para su trabajo, ninguno de ellos tenía la más mínima posibilidad.
Bobby y ella se conocían desde hacía mucho. Estuvieron saliendo juntos hacía una eternidad, cuando los dos estaban recién incorporados al Cuerpo; ella como policía de la ciudad y él del estado. Ambos se compadecían mutuamente por sus exigentes jornadas sin que supusiera una brecha para su relación. Él ya no recordaba por qué habían roto; seguramente porque estaban demasiado ocupados. Lo cierto era que daba lo mismo, se llevaban mejor siendo amigos. Él se alegraba del meteórico ascenso de D. D. —lo más seguro era que pronto llegara a ser teniente— y ella se interesaba a menudo por su labor en el STOP.
En esos momentos D. D. examinaba detenidamente el interior de un BMW 450i de color verde, mordiéndose el labio inferior. Frente a ella, un técnico del CSI, armado con una cámara fotográfica, disparaba sin cesar. Los clics del obturador resonaban en la amplia explanada de cemento del aparcamiento y parecían marcar el ritmo de sus propios pasos mientras se aproximaba.
El estacionamiento se hallaba un tanto concurrido, teniendo en cuenta que eran las tres de la madrugada. El furgón del forense, la furgoneta del CSI, numerosos coches patrulla, los vehículos particulares de varios detectives y un precioso sedán que él sabía que pertenecía al ayudante del fiscal del distrito. Demasiados vehículos para un solo homicidio. Demasiada atención, y punto.
Su aliento formaba nubecillas heladas que flotaban en el aire. Hundió las manos en los bolsillos del plumífero e intentó pasar desapercibido, fundiéndose con el entorno. Varias cabezas se giraron en su dirección; algunas caras le resultaban conocidas, otras no. En cambio, todos lo reconocieron a él y, a pesar de que hizo todo lo que pudo para evitarlo, cuando llegó a donde estaba el BMW, un murmullo se extendía ya a su alrededor.
—Hola, Bobby —le dijo D. D. sin levantar siquiera la vista.
—Qué botas tan bonitas.
Ella no se dejó engañar.
—Es un poco tarde para pasear… —comentó.
—Es que no podía dormir.
—¿Porque el teléfono no paraba de sonar? —Por fin lo miró con sus ojos azules entornados en una expresión especulativa—. Tienes un oído muy fino, Bobby, sobre todo teniendo en cuenta que estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para mantener en secreto este asunto.
Él entendió la indirecta y prefirió no responder.
—Si se me ocurriera pasar la siguiente hora apoyado contra esa columna de hormigón mirándome las uñas, ¿qué problema causaría con ello?
—Te diría que en esta zona está rigurosamente prohibido hacerse la manicura. —La detective Warren movió la cabeza hacia la izquierda y él descubrió al ayudante del fiscal del distrito, Rick Copley, conversando muy serio con el forense. La última vez que había visto a Copley, sus hombres se afanaban en acosarle con una divertida lucha dialéctica. Así que sí, Copley consideraría su presencia como un problema grave.
—¿Algún detalle importante? —preguntó a D. D. en voz baja. Ella volvió a mirarlo.
—Cuando saquemos el perfil del asesino, ¿cuántas veces vamos a toparnos con tu nombre?
—Una sola. Esta misma tarde… me he visto con él, por vez primera, para preguntarle por Nathan Gagnon.
La detective reflexionó un momento, luego sumó dos más dos y sacó una deducción inmediata.
—Ah, mierda. ¿Era el médico del crío?
—Sí.
—¿Y qué más?
—Tuvo una aventura con la madre. Y ya llevaba un tiempo siendo interrogado; los padres mantenían una batalla judicial con respecto a la custodia del niño. Tu turno.
D. D. echó un vistazo al aparcamiento. Copley continuaba hablando con el forense, pero ahora miraba hacia ellos con una expresión ceñuda que arrugaba su chata nariz.
—Un médico hallado muerto en el asiento delantero —murmuró rápidamente, al tiempo que señalaba hacia el interior del coche—. Al parecer, acababa de abrir la puerta cuando alguien lo atacó por la espalda.
—¿Le dispararon?
—Le apuñalaron.
—¡Qué fuerte! —Intentó echar una ojeada dentro del coche, pero la detective le bloqueó con el hombro.
—Pues eso no es ni siquiera la mitad —le dijo D. D.
Copley se encaminaba hacia ellos.
—Tienes que largarte —le advirtió.
—Sí.
—Pero, recuerda, siempre nos quedará París.
Él captó el mensaje.
—Hasta luego.
Alcanzó la salida que llevaba a la escalera en el mismo instante en que Copley cubría la distancia.
—Joder, ¿eso es sangre? —exclamó uno de los técnicos del CSI.
—En realidad, me parece que es lápiz de labios —contestó otro.
Casablanca’s era un restaurante mediterráneo muy pijo ubicado en Cambridge, en el que se servían cócteles y un menú ecléctico dirigido a la clientela más chic de Harvard —es decir, los adinerados padres de los alumnos de la Ivy League—. En cambio Bogey’s era una pequeña cafetería-restaurante situada en la acera de enfrente, justo pasada la Boston State House, con servicio de veinticuatro horas, banquetas de vinilo despellejadas y una enorme parrilla que llevaba varios años sin limpiarse. Ahora se había convertido en una cafetería de policías.
Bobby fue hasta allí caminando con el único fin de aprovechar el aire gélido de la madrugada para despejar la cabeza del último resquicio de sueño y medio congelarse las pestañas. Cuando llegó eran poco más de las cinco; ni siquiera había salido el sol, sin embargo el local ya estaba abarrotado. Esperó durante veinte minutos, en aquel ambiente con olor a huevos con beicon, hasta que por fin consiguió hacerse con una mesa al fondo. El estómago le hacía ruidos. Pidió tres huevos fritos, media docena de tiras de beicon y un panecillo grande, tostado con mucha mantequilla. No estaba muy seguro de que aquello pudiera calificarse como una comida decente, pero contenía proteínas. Acompañó el plato con un zumo de naranja, tamaño gigante y después continuó con el café.
Estaba entrando en esa tierra de nadie situada entre el coma por exceso de comida y el subidón de cafeína, cuando por fin apareció la detective Warren. Vestía una ajustada camiseta blanca con una inscripción de lentejuelas rojas que decía, «ilegal», en letras minúsculas. Hacía juego con las botas.
Se sentó a la mesa y echó un vistazo a su plato, ya vacío.
—Vaya, ¿no me has guardado nada?
—¿Qué te apetece?
—Huevos, beicon y tostadas, con el zumo de naranja más grande que haya. Y puede que, también, una ración de tortitas.
—¿Tan bien va el caso?
—Desde luego. Estoy muerta de hambre.
Él se acercó a la barra para hacer el pedido. Cuando regresó, D. D. estaba vaciando el café que quedaba en la jarra en una taza que había birlado del carro de servicio. Regresó al mostrador, rellenó la jarra y cogió un montón de tarrinas de leche. Si no le fallaba la memoria, el apetito de D. D. estaba a medio camino entre el de un marine y el de un camionero; grandes cantidades de leche, grandes cantidades de azúcar y cualquier otra cosa que garantizase el endurecimiento de las arterias.
Cuando volvió a la mesa cargado de café y complementos, D. D. puso por fin cara de sentirse impresionada.
—Bueno, ¿quién te ha dado el chivatazo? —quiso saber ella, al tiempo que atacaba directamente los paquetes de azúcar.
—Harris Reed, un investigador que trabaja para los Gagnon.
—¿Para los Gagnon? ¿El juez y su esposa, Maryanne?
—El dúo dinámico en persona.
La detective Warren frunció el ceño.
—¿Y cómo se ha enterado ese tal Reed?
—No me lo ha dicho.
—¿Tiene contactos dentro del Departamento?
—Seguramente.
D. D. hizo una mueca.
—Hay que joderse con las comisarías, un tío se bebe un vaso de agua y todos los demás lo mean. ¿Así que los Gagnon están investigando?
—Por lo visto.
—Interesante. —Terminó de endulzar el café y acto seguido añadió la nata—. ¿Y tú, Bobby? Teniendo en cuenta lo que ha sucedido, ¿no deberías estar por ahí, de pesca o algo así?
Él extendió las manos.
—No sé pescar.
—Me he enterado de lo de la denuncia… ¡Menuda putada!
No discrepó.
—¿Tienes abogado? ¿La cosa es muy grave?
—No lo sé. —Bobby se encogió de hombros—. Todavía no me he puesto a buscar abogado, he estado ocupado.
Ella dejó de remover el café.
—Bobby, tienes que tomarte en serio este tipo de cosas. Si un policía puede ser sentenciado en un Tribunal Penal por el mero hecho de hacer su trabajo… deberías preocuparte.
Tampoco discrepó esta vez.
—Tienes amigos, ¿sabes? Vosotros nos cubristeis cuando recibimos aquella llamada el jueves. Nadie quiere verte en la trena.
No le apetecía nada hablar de aquel tema. Lo hecho, hecho estaba.
—Bueno, ¿y qué ha pasado en el aparcamiento? —preguntó—. ¿Qué le sucedió al médico?
D. D. lanzó un suspiro, bebió un trago largo de café y se recostó en el respaldo del asiento.
—No está claro pero, para empezar, yo diría que tenía muy cabreado a alguien.
—¿A una amante frustrada?
—Me inclino más por el marido mosqueado de una amante. Le atacaron por la espalda y el agresor empleó tanta fuerza que la navaja le seccionó la mitad del gaznate.
—Qué horror… —murmuró Bobby.
—Y que lo digas. Pero puesto que el agresor tenía al doctor Rocco inclinado de cara hacia el interior del coche, la mayor parte de… la casquería, se encuentra en el asiento del conductor del BMW. Salvo que la diversión no acabó ahí. Digamos que el buen doctor fue… esto… desmembrado.
—¿Desmembrado?
—Sin-miembro —afirmó D. D. con gravedad—. Lo encontramos en la guantera.
—¡Ay! —se quejó él.
—Eso es —convino la detective.
Él arrugó el ceño. Aquello era bastante personal e implicaba mucha, pero mucha, actividad para un aparcamiento público.
—¿Habéis conseguido imágenes de las cámaras de seguridad?
—Las están examinando. Las que he visto yo son muy borrosas y no muestran gran cosa. El que lo ha hecho tenía todo controlado; incapacitó al médico, lo metió en el coche y, a continuación, deduzco que se sentó en el asiento del pasajero. Como el BMW tenía las lunas tintadas y era de noche, si alguien hubiera pasado por allí lo único que podría haber visto sería la silueta de dos personas sentadas dentro de un coche, salvo que una de ellas estaba muerta y la otra se lo estaba pasando en grande con una navaja de filo serrado. Alucino, la gente ve demasiadas películas.
Llegó el pedido de D. D. que, con los ojos brillantes, empezó a rellenar las tostadas con los huevos fritos y las tiras de beicon. Luego echó mano al sirope.
—Aquello debió ser un baño de sangre —dijo él—. Un trabajito así… Supongo que habréis encontrado salpicaduras por todas partes.
—Imagínate. —D. D. cortó con el tenedor un pedazo del sándwich que se había preparado y comenzó a masticarlo con placer—. Tú mismo has estado en la escena, Bobby. Recuerda ese aparcamiento, tan grande y tan frío, imagina el edificio al que está unido y dime qué ves.
Él hizo memoria. Bajo el resplandor de los focos, el suelo de cemento estaba liso e inmaculado, sin una sola mancha roja a la vista. Frunció el ceño, estudió de nuevo el asunto y, de repente, sonrió.
—Un hospital. ¡Ropa de quirófano!
—¡Diana! Hemos encontrado una bolsa de basura repleta de batas quirúrgicas y patucos, todo manchado de sangre, en un contenedor de la calle situado junto a la entrada oeste del hospital. Por lo visto, nuestro inteligente asesino se puso un pijama de quirófano y unos patucos, cometió la acción y, acto seguido, hizo una bola con todas las prendas y la arrojó cuidadosamente a la basura. Lo más probable es que llegase al aparcamiento vestido ya de veterano cirujano. Cuando terminó, esperó que no hubiera nadie alrededor, se apeó del coche, se deshizo de las prendas y se largó tan tranquilo.
—Tendréis al menos un par de huellas de suelas —razonó Bobby—, de cuando salió del coche.
—Efectivamente hemos encontrado manchas de sangre junto al asiento del pasajero, pero limpió el rastro, puede que con la misma bata. No lo dejó perfecto, pero consiguió borrar los dibujos de las suelas. Un listillo de mierda.
—Previsor —dijo Bobby pensando en voz alta—. Y planificador.
—Sí y no. Tuvo que pensar un poco, pero todo lo que necesitaba lo tenía allí mismo, de manera que no necesitó hacer demasiados planes por adelantado. Suponiendo, naturalmente, que el asesino no fuera realmente un cirujano, lo cual, dado el lugar en que ha sucedido, no es algo que hayamos descartado. —D. D. ya había devorado la mitad del plato. Lanzó un suspiro de satisfacción—. Ay, esto está buenísimo. Te juro que si no fuera porque podría provocarme un infarto inmediato, vendría aquí todos los días.
—Entonces, ¿quiénes son los sospechosos?
—Es gracioso que tú me lo preguntes…
—No estarás pensando en mí, ¿verdad? —Bobby estaba realmente sorprendido.
—¿Debería estar pensando en ti?
—D. D.…
—Relájate, Bobby. En quien pensamos es en tu novia; Catherine Gagnon.
Él frunció el ceño. Llamarla novia había sido un cebo, pero se negó a morderlo.
—No te entiendo —dijo al cabo de unos segundos.
—La Oficina del Fiscal del Distrito empezó ayer a investigar a la viuda. Se comenta que ella tenía mucho que ganar con la muerte de su marido. Corre el rumor de que debió de buscar por ahí a alguien que la ayudase… o a un imbécil de buen corazón.
—¿Copley piensa que Catherine pidió a Tony Rocco que matase a su marido?
—Copley intentó concertar una entrevista con nuestro médico ayer por la tarde, pero Rocco se escaqueó.
Él sostuvo su taza de café entre las manos mientras asentía con la cabeza, sin dejar de cavilar.
—Si Tony Rocco era cómplice de Catherine, ¿por qué iba a querer matarlo o a contratar a alguien que lo hiciera?
D. D. se encogió de hombros sin establecer contacto visual.
—Es obvio que Rocco no mató a Jimmy.
—No —convino Bobby con tono calmado—, no fue él. Continuaba mirando a D. D., sin embargo ella mantenía la vista fija en su plato.
—Pero es posible que Catherine hablara con Rocco de hacerlo —dijo ella, transcurridos unos instantes—. Y es posible que ella se enterase de que el ayudante del fiscal del distrito estaba investigando el asunto, lo que le daría un motivo para desear que Rocco desapareciese… y no la delatase.
—Pero lo más probable es que el asesino sea un hombre…
—Catherine es muy atractiva y tiene dinero. Cualquiera de las dos cosas le permite conseguir a alguien que la ayude.
—Que la ayude a eliminar a quien la ayuda —señaló él con ironía.
D. D. se encogió de hombros.
—Esa es la teoría de Copley. Yo sigo defendiendo la sospecha del cónyuge celoso. Al fin y al cabo, si uno quisiera matar a alguien por medios expeditivos, ¿se entretendría después en rebanarle la salchicha?
—Eso parece más personal, sí.
—Y además está el mensaje.
—¿Qué mensaje?
—El que estaba escrito en la luna trasera. Así fue como encontramos al doctor Rocco, porque alguien se acercó a leerlo.
—¿Y qué dice?
—Uuh.
—¿Uuh?
—Sí, escrito con lápiz de labios.
—¿Lápiz de labios?
—Sí. Y te apuesto lo que sea a que es un tono que a Catherine Gagnon le queda de muerte.
D. D. limpió el plato y Bobby pagó la cuenta.
—Copley va a hacerte una visita esta tarde —mencionó la detective.
—¿Está coqueteando, o en tu opinión es amor verdadero?
—Dice que ayer os vieron, a la damisela y a ti, jugando juntos en el museo Isabella Stewart Gardner.
Él soltó el fajo de billetes del clip metálico que los sujetaba y empezó a contar los de un dólar.
—No es nada bueno —prosiguió D. D. con calma— ser visto con la esposa del muerto. Hace que la gente empiece a hablar.
Necesitaba un billete de diez, pero no lo tenía. Se apañaría con dos de cinco.
—Esa mujer es un problema —dijo D. D.
Con dos de uno bastaría para la propina.
—El marido iba a divorciarse de ella, ¿sabes?, y a quedarse con la custodia completa del niño. A veces hay una línea muy fina entre ser una exesposa en la indigencia y una viuda rica. El jueves por la noche, Catherine Gagnon cruzó esa línea. En este oficio, uno tiene que preguntarse sobre este tipo de cosas.
Por fin Bobby alzó la cabeza.
—¿Tú crees de verdad que ella lo organizó todo? ¿Que provocó una bronca, se las arregló para que su marido sostuviera una pistola y después lo manipuló todo para que le disparasen sin que ella interviniera en el hecho?
D. D. no respondió de inmediato. Cuando por fin habló, deseó que no lo hubiera hecho.
—¿La conocías, Bobby? ¿Tuviste contacto con ella antes de recibir la llamada? ¿Era siquiera una conocida casual, una amiga de un amigo?
—No.
D. D. se recostó en el asiento, pero su gesto aún era de preocupación y le miraba fijamente a los ojos. Él se puso de pie, peleando con el clip de billetes para guardárselo en el bolsillo, reprimiendo un juramento.
—Bobby… —dijo al cabo de unos instantes.
En su tono de voz hubo algo que le frenó en seco. Le miraba con una expresión que él no le había visto nunca; una de lúgubre curiosidad. Por un momento dio la impresión de cambiar de idea, pero la pregunta se le escapó de todos modos, como si simplemente tuviera que formularla.
—Cuando hiciste el disparo… ¿te resultó difícil, Bobby? ¿El hecho de estar viendo a una persona real te hizo vacilar?
Habría sido fácil sentirse ofendido, lanzarle una mirada de reproche y marcharse sin más, pero D. D. era una amiga, una compañera desde hacía mucho tiempo. Y si profundizaba lo suficiente, comprendía aquella pregunta incluso mejor que ella misma. Era lo mismo que se preguntaban todos los policías… Pasaban muchas horas entrenando, pero cuando llegaba el momento de la verdad, cuando lo que estaba en juego era la propia vida o, peor aún, la de un compañero…
Le respondió sin ambages.
—Te juro por Dios —dijo sin alterarse—, que no sentí absolutamente nada.
D. D. bajó la vista al suelo. Él sabía que no volvería a mirarle y ni siquiera se molestó en sorprenderse. Habían transcurrido tres días desde el disparo y, por fin, había aprendido que así era como funcionaban las cosas.
Hizo un último gesto con la cabeza a su compañera y se encaminó hacia la puerta.