14

Catherine fue derecha al hospital. Nathan seguía durmiendo mientras el monitor cardíaco emitía rítmicos pitidos y la morfina penetraba lentamente en sus finas venas. La enfermera de noche no tenía mucho que contarle; el niño continuaba con el tratamiento por vía intravenosa, su temperatura corporal había descendido y el dolor estaba controlado. Tal vez pudiera recibir el alta al día siguiente, pero tendría que preguntárselo al médico.

Ella observó la larga sala en penumbra; máquinas que pitaban, respiradores que zumbaban, pacientes que se agitaban inquietos en sus camas separadas por cortinas. Incluso de noche, aquello seguía siendo un hospital; muy pocas enfermeras y demasiados desconocidos. Por todas partes había rincones oscuros.

—Nathan está muy enfermo —dijo ella.

—Ya.

—En mi opinión, necesita mayor atención hospitalaria. ¿Cuentan con alguna enfermera particular que yo pueda contratar? ¿Personal especializado? Estoy dispuesta a pagar.

La enfermera le dirigió una mirada.

—Verá, señora, en esta mansión andamos justos de personal.

—Es mi hijo —replicó Catherine—, y estoy preocupada por él.

—Cariño, todos son hijos de alguien.

Aquella enfermera no iba a ayudarla, por lo que llamó al médico de guardia, que se negó a firmarle el alta; Nathan necesitaba permanecer ingresado, sobre todo teniendo en cuenta su «estado».

¿A qué «estado» se refería?, se preguntó ella con desesperación. ¿A ese siniestro estado que nadie era capaz de identificar? Por un momento se planteó llamar a Tony Rocco. Podría rogarle, suplicarle… Quizá Tony acudiera al hospital y firmara el alta de Nathan.

Y luego, ¿qué? ¿Se llevaría a Nathan a casa, donde el pequeño sanaría y estaría a salvo por arte de magia?

«¡Uuh!», rezaba el mensaje. «¡Uuh!». Alguien lo habían escrito con su barra de labios en el interior de su propio coche mientras estaba aparcado en el camino de entrada de la casa de su padre.

Salió del hospital andando deprisa y temblándole las manos.

Una vez en su casa empezó a recorrer una habitación tras otra como una loca. Los periodistas que antes estaban apiñados en la calle se habían ido y la policía también. ¿Dónde estaban los buitres cuando se los necesitaba? Quizá aquella noche también habían disparado a alguien, o tal vez habían sorprendido a un senador en compañía de su joven y guapa ayudante.

Incluso la dudosa fama de la infamia era efímera.

Comprobó las puertas y las ventanas, encendiendo todas las luces hasta que la casa quedó iluminada como una pista de aterrizaje. Sin embargo el dormitorio principal desbarató sus planes; la policía todavía lo consideraba el escenario de un crimen y no le permitían tocar nada. Para ellos era fácil decirlo. Se habían limitado a parchear con un plástico la puerta corredera rota, un arreglo que ni siquiera impedía que entrase el puñetero viento, ¿cómo iba a impedir el paso a un intruso?

Decidió trasladar la cómoda. La empujaría y la pondría delante de la puerta corredera. Aunque, si era lo bastante liviana como para que ella pudiera moverla, estaba claro que para un hombre no supondría ningún problema. De acuerdo. Entonces colocaría la cómoda de forma que bloquease la entrada, encendería el foco exterior para iluminar la terraza y cerraría la puerta del dormitorio principal, que fijaría con clavos desde el exterior. Perfecto.

Bajó las escaleras para ir a buscar a Prudence.

—Necesito que me ayudes —dijo a la niñera en tono perentorio—. Quiero reorganizar un poco la habitación.

Prudence no dijo nada. «Serán los años de formación», se dijo para sus adentros. «Años de carísima formación británica».

Subieron de nuevo. Prudence la ayudó a empujar el pesado mueble de pino macizo hasta situarlo frente a la puerta corredera de cristal que se había roto. Todavía quedaban fragmentos de vidrio en la moqueta. Y también sangre. La niñera lo miró todo, pero no pronunció ni una sola palabra.

Ella se dirigió después al cuarto de la colada, donde rebuscó hasta encontrar la caja de herramientas. Cuando empezó a introducir clavos en el marco exterior de la puerta del dormitorio, fue cuando Prudence habló por fin.

—Señora…

—He visto a una persona en la calle —repuso sin miramientos—. Estaba al acecho. Seguramente es un periodista de la prensa amarilla intentando ganar dinero fácil. ¿Cuánto crees que podrían pagar los periódicos por una fotografía de la escena del asesinato de Back Bay? No pienso permitir que nadie saque provecho económico de esta tragedia.

La muchacha pareció aceptar aquella explicación.

—Quiero darte las gracias, Prudence —agregó ella, al cabo de un instante—. Están siendo unos días horrorosos. Dios sabe lo que estarás pensando, pero sea lo que sea, no te has apartado de Nathan y eso es algo que te agradezco mucho. Mi hijo te necesita. Con todo lo que está sucediendo, te necesita de verdad.

—¿Nathan se encuentra mejor?

—Seguramente lo manden mañana a casa. —De pronto se le ocurrió una idea—. Quizá, si Nathan se siente con fuerzas, podamos irnos todos de vacaciones a algún sitio donde haga calor, uno donde haya playas de arena y refrescos con sombrillitas. De ese modo podríamos alejarnos de… de todo esto.

Martilleó el último clavo y probó la resistencia sacudiendo la puerta con fuerza. Aguantó.

Con aquello bastaría. Al menos esperaba que lo hiciera.

—Prudence, si alguien que no conoces llama a la puerta, no abras. Y si ves a algún otro… periodista, por favor, dímelo.

—Sí, señora —respondió Prudence—. ¿Y las luces?

—Creo… que vamos a dejarlas encendidas un rato más —contestó, todavía con la respiración agitada.

Tony Rocco había tenido una jornada muy larga. Por fin, a las diez de la noche, pudo abandonar el hospital. Aquel horario no era tan terrible diez años atrás, pero ahora se suponía que se encontraba en la cumbre de su trayectoria profesional y, a esas alturas del cuento, deberían ser los residentes novatos quienes se ocuparan del interminable desfile de niños que vomitaban y se comían los mocos; que él solo debería de atender los casos importantes.

A su mujer le gustaba recordarle aquel detalle cada noche.

—Por Dios, Tony, ¿cuándo narices vas a empezar a exigir un poco de respeto? Deja de una vez ese condenado hospital. El dinero está en las consultas privadas. Podrías estar cobrando tres o cuatro veces más del sueldo que traes ahora a casa. Ambos podríamos estar ganando…

Hacía unos cinco años que había dejado de escuchar lo que decía su mujer. Todo ocurrió durante una cena de Acción de Gracias en casa de sus padres cuando, por primera vez —lo juraba por Dios—, a mitad de la arenga que su madre soltaba a su padre por atreverse a ir a jugar al golf con sus amigos, había mirado por encima de la mesa a la que era su encantadora mujercita desde hacía tres años y se dio cuenta de que se había casado con su madre. Fue una revelación instantánea. La sintió como si le hubieran arreado un mazazo en la cabeza.

Su madre era una pesada y su mujer otra. Tuvo una especie de flashward en el que se vio, al cabo de quince años, igualito que su padre; con los hombros ligeramente encorvados hacia adelante, la barbilla hundida en el pecho como una tortuga y una sordera selectiva de ambos oídos.

Debería haberse divorciado entonces, pero había que tener en cuenta a las niñas. Sí, sus dos queridas y preciosas hijitas, que ya lo miraban con la misma expresión acusadora que su mujer cada vez que llegaba tarde a cenar.

Sin darse cuenta se encontró pensando de nuevo en Catherine. En el día que se acercó a él nueve meses atrás; en cómo le acarició el brazo con los dedos; en cómo le rozó la mejilla con su melena negra cuando se inclinó a su lado para examinar el historial médico de Nathan…

Un día llegó al consultorio, sin Nathan, vestida con un abrigo negro largo. Entró en su despacho, cerró la puerta con llave, le miró fijamente a los ojos y dijo, «te necesito».

Acto seguido se desabrochó el abrigo y reveló un montón de piel blanca y suave y unos pocos tentadores retazos de encaje negro. La tomó allí mismo, contra la pared, con el pantalón bajado hasta las rodillas y las piernas de ella enroscadas a su cintura.

Catherine tuvo un orgasmo tan intenso que le clavó los dientes en el hombro. Luego se dejaron resbalar hasta el suelo y lo siguiente que supo fue que ella estaba a cuatro patas y él la montaba desde atrás, duro y excitado como un adolescente a la caza del segundo polvo.

Después, cuando ambos estaban demasiado agotados para moverse, cuando a duras penas le quedaban fuerzas para llamar a la recepcionista por teléfono para decirle que anulase todas las citas que tuviera para esa tarde, advirtió el hematoma que ella lucía en el costado izquierdo. «No es nada», le dijo Catherine, «un golpe contra la encimera de la cocina». Aquel día ninguno de los dos hizo comentarios sobre la forma que tenía aquel hematoma, exactamente igual a la palma de una mano.

El día que ella por fin le habló de Jimmy, lloró. Se encontraban en la habitación de un hotel de Copley Square y Catherine acababa de pasar veinte minutos de rodillas haciendo cosas que él solamente había visto en las revistas. La abrazó y le acarició el cabello. «Te necesito», le susurró ella contra el pecho. «Por Dios, Tony, tú no sabes lo que es. Tengo mucho miedo…».

Debería dejar aquel estúpido hospital, pensó ahora, mientras cruzaba el aparcamiento vacío escuchando el eco de sus pisadas contra el cemento. Estaba harto de que la gente le dijera lo que tenía que hacer: su mujer, el jefe de Pediatría, el capullo del juez Gagnon… ¿De qué servía trabajar con tanto ahínco durante años, si nunca conseguía hacer lo que quería?

Estaba enamorado de Catherine Gagnon y ya no aguantaba más toda aquella mierda. Que se jodiera su mujer y que se jodieran sus hijas. Ahora mismo iba a ir a casa de Catherine a decirle que quería retomar la relación. Que lamentaba haberla decepcionado, que sentía haberle dicho que no podía ayudar a Nathan.

Joder, cuánto se arrepentía de haber hablado por la tarde con aquel policía; se había sentido fatal al intentar explicar cómo, estando enamorado de Catherine, no había sido capaz de hacer nada para protegerla de Jimmy. El modo en que lo miró aquel agente…

¡Eso era! Se enfrentaría al sistema. Adoptaría una postura firme. Por una vez iba a hacer lo que quería, y que se jodieran las demás mujeres que había en su vida.

Llegó a su coche y sacó las llaves con una mano que le temblaba de anticipación.

No fue consciente del sonido, cada vez más cercano, que escuchaba a su espalda hasta que abrió la puerta.

Las pisadas avanzaban silenciosas por el pasillo; unas suelas de goma que caían con cuidado sobre el suelo de vinilo blanco. Solo se escuchaba el suave roce de unas cortinas, el pitido de los monitores cardíacos y el zumbido de numerosos ventiladores.

La enfermera había salido de la sala, seguramente para atender a otro paciente, y en el pasillo reinaba la oscuridad y el silencio.

El hombre avanzó poco a poco, de puntillas, hasta que por fin encontró el box que buscaba.

Dejó que su sombra se proyectara a los pies de la cama de un niño de cuatro años, que se removió en sueños girando la cabeza hacia el lugar de donde provenía el ruido.

El pequeño entreabrió ligeramente los ojos, empañados por la medicación. El hombre contuvo la respiración.

—Papá… —susurró Nathan.