13

Bobby regresó a casa. Tenía alrededor de treinta mensajes en el contestador; veintinueve eran de periodistas chupasangres, en los que le prometían contar su versión particular de los hechos a cambio de una entrevista exclusiva. —¿He mencionado la palabra «exclusiva»?—. El número treinta era de su teniente, invitándole a cenar.

—Ven a casa —decía Bruni desde la grabación—. Rachel ha asado media vaca y piensa servirla con cinco kilos de puré de patatas. Comeremos como cerdos, haremos ruiditos groseros y charlaremos un rato. Va a ser divertido.

Bruni era un buen tipo, cuidaba de su equipo y los mantenía a todos unidos. La invitación era sincera, debería aceptar. Además, le vendría bien, lo haría salir de casa y evitaría que se metiera en más problemas.

Pero ya sabía que no iba a ir.

Se apartó de la luz parpadeante del contestador y entró en la minúscula cocina. Abrió el frigorífico y se quedó mirando el interior vacío.

Le apetecía llamar a Susan y decirle… «¿Sabes qué pasa conmigo? Pues que soy un imbécil y un gilipollas. Peor aún, soy un asesino». Nada de aquello sonaba prometedor. Nada de aquello cambiaba nada.

Una pizza, se dijo. Daría un paseo hasta la pizzería del barrio y pediría una. Pensar en la pizza le llevó a pensar en cerveza y, de pronto, la imagen de la bebida hizo que su corazón se acelerara y su boca salivara.

¡Eso es!

A la mierda su bondadoso teniente. A la mierda la perfecta Susan. Incluso a la mierda la oscura y peligrosa Catherine Gagnon, que le había arañado el pecho haciéndole jadear como un perrillo faldero. A la mierda todos. No necesitaba a nadie.

Lo que necesitaba era una cerveza.

De pronto, desde el último rincón de su cerebro que aún funcionaba, se dio cuenta de que, si no hacía algo de inmediato, en aquel preciso instante, iba a terminar en un bar. Y que una vez allí, bebería…

Cogió el teléfono e hizo una llamada. Acto seguido, antes de que pudiera arrepentirse, se dirigió a la puerta de la calle.

La doctora Lane le abrió enseguida el portal de su consultorio. La última vez que Bobby la había visto llevaba un traje pantalón marrón claro, de chaqueta más bien cuadrada, y una blusa marfil. Ropa cara, calculó, pero a él no le llamó la atención aquel atuendo. Resultaba demasiado masculino; el que escogería la ejecutiva agresiva de una empresa para acudir a las reuniones de la junta directiva. Aquella indumentaria no concordaba con su sonrisa.

Pero esa noche, tras ser requerida en sábado para rescatar a un policía angustiado, no vestía ningún atuendo profesional. Como hacía un frío tremendo, se había enfundado unas mallas de color marrón oscuro y un jersey de ochos de gruesa lana irlandesa, de cuello alto, que hacía contraste con su melena castaña. Tenía todo el aspecto de una mujer que debería estar holgazaneando frente a una gran chimenea de piedra, en compañía de un buen libro o de un hombre apuesto.

Aquella visión le desconcertó momentáneamente, hasta el punto de encontrarse sin poder establecer contacto visual mientras se quitaba la bufanda y colgaba el anorak.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó ella desde la puerta de su despacho—. ¿Agua, café, un refresco, chocolate caliente…?

Pidió una Coca-Cola, pero rechazó el vaso que le ofrecía. La doctora se sentó detrás de su mesa y él volvió a ocupar la misma butaca que el viernes, sentándose en el borde.

—Gracias por la Coca-Cola —dijo por fin.

—De nada.

—Perdóneme si le he estropeado los planes.

—No hay problema.

—¿Tenía planes? —preguntó sin darse cuenta de lo que hacía.

—Estaba pensando en acercarme a un vivero a comprar un ficus.

—Ah… —repuso él.

—Ah —concordó ella.

—¿Y durante el resto del día? —continuó hablando como un idiota—. ¿Ha hecho algo?

La doctora Lane le observó con franca diversión. Después de todo lo que se había quejado en la sesión anterior, ahora estaba sirviéndose de las trivialidades como táctica para dar un rodeo al tema que les ocupaba, y ambos lo sabían. Durante un instante estuvo seguro de que ella iba a cortarle por lo sano, sacando a la luz su jugada para obligarle a que fuera al grano, pero entonces ella contestó a la pregunta.

—Si he de ser sincera, tengo que confesar que hoy no he hecho nada interesante. Primero pensé en salir a correr, pero decidí que hacía demasiado frío; luego en cocinar algo, pero me dio mucha pereza; después en leer un libro, pero lo dejé para otro momento porque tenía demasiado sueño… Total, me he pasado la mayor parte del día haciendo vida contemplativa y pasando de todo. Mirándolo bien, yo diría que ha sido un día perfecto. ¿Y usted?

—Yo he pasado el día haciendo caso omiso de lo que usted me aconsejó.

—Bueno, no es la primera vez que ocurre algo así. ¿Qué es lo que ha hecho?

Él llegó a la conclusión de que no perdía nada entrando en detalles.

—Anoche fui a un bar.

La doctora lo miró expectante.

—Y terminé bebiendo.

—¿Mucho?

—Bastante. —Tomó aire—. Se supone que no debo beber.

—¿Es usted alcohólico, Bobby?

—No lo sé. —Tuvo que reflexionar en serio sobre aquella pregunta y no estuvo seguro de que a él mismo le gustase la respuesta—. La vida es mejor cuando no bebo —dijo por fin.

—Deduzco que ya ha tenido alguna que otra experiencia en ese terreno.

—Podría decirse así.

Dio vueltas a la lata del refresco entre los dedos. Desde la distancia la moqueta del cuarto se veía de color verde oscuro, pero ahora que se fijaba se daba cuenta de que no era de un solo color, sino de una mezcolanza de varios tonos de hilos. No era solo verde, sin embargo daba la apariencia de serlo.

—Mi padre bebía —dijo—. Bebía mucho. Todas las noches, cuando llegaba a casa del trabajo, se iba derecho al frigorífico a coger una cerveza. Decía que le ayudaba a desconectar. Al fin y al cabo, ¿qué suponían unas cuantas cervezas? Nada grave. Mi hermano y yo éramos unos críos y nos lo creíamos, pero pasado un tiempo todos descubrimos que no eran solo unas cuantas cervezas.

»Cuando me inscribí en la Academia, empecé a hacer eso de ir al bar después del trabajo. Pasaba el rato con los colegas, nos echábamos unas risas y nos tomábamos unas cervezas. Ya sabe, porque aquello me ayudaba a desconectar. Y puede que llegase un momento en el que ya no me tomaba solo un par de cervezas, sino que eran muchas más, tantas que al día siguiente llegaba tarde a clase. Una noche recibí una llamada; era de un compañero que acababa de llegar a la escena de un accidente de tráfico. Las víctimas eran mi padre y un árbol. La mala noticia era que mi padre se había estampado yendo nada menos que a sesenta y cinco kilómetros por hora y había empotrado el coche en el tronco del árbol. La buena, que había salido ileso del trance, solo con una brecha superficial en la cabeza. El coche quedó siniestro total, pero él sobrevivió.

Levantó la vista de la moqueta.

—Mi padre iba borracho. Dio positivo en el control de alcoholemia. De ningún modo debería haberse puesto al volante de un vehículo en esas condiciones, pero tuvo muchísima suerte de chocar únicamente contra un tronco de madera. Aquello le asustó de verdad y también me asustó a mí. Fue como uno de esos anuncios de televisión que dicen: «Esta es tu vida. Y esta es tu vida con exceso de alcohol». Así que hicimos un trato. Le dije que yo abandonaría el alcohol si él también lo dejaba. Me convencí de que hacía aquello para ayudar a mi padre, pero no sé por qué me da que él pensó que lo hacía para ayudarme a mí.

—¿Y funcionó?

—Que yo sepa, ambos hemos respetado el trato durante casi diez años. Hasta anoche.

—¿Y por qué anoche, Bobby?

—Podría decir que fue porque los amigos me estuvieron invitando a cervezas —respondió llanamente—. O porque, por primera vez en muchos años, no estaba de servicio y por lo tanto podía permitirme una copa; o porque pensé que después de diez años, una cerveza no podría perjudicarme mucho… Podría decir muchas cosas.

—¿Pero mentiría?

—No dejo de ver su cara —susurró él—. Cada vez que cierro los ojos, lo veo a él. Hice mi trabajo, ¡joder! —Agachó la cabeza—. ¡Dios!, nunca pensé que esto fuera a ser tan difícil.

La doctora no dijo nada de momento. Su confesión quedó flotando en el aire, cayendo lentamente por su propio peso. Por fin se llevó la Coca-Cola a los labios y bebió. Luego miró al techo, más allá de los paneles de oscura madera de caoba, y de nuevo vio a Jimmy Gagnon, tan nítido como la luz del día. Un varón de raza blanca que apuntaba con una pistola a su mujer y a su hijo. Un varón de raza blanca con expresión de auténtica sorpresa cuando su bala de 165 granos se le incrustó en el cráneo.

—¿Sabe qué cara pone un muerto? Pone cara de sorpresa. ¿Y sabe qué sienten otras personas hacia el tipo que ha matado a ese hombre? Admiración, lástima y miedo.

—¿Está pensando en volver a beber? —le preguntó Elizabeth sin elevar el tono.

—Sí.

—¿Cree que podría servirle de algo acudir a Alcohólicos Anónimos?

—No me gusta hablar de mis problemas con desconocidos.

—¿Y cree que podría servirle de algo hablar con su padre?

—Tampoco me gusta hablar de mis problemas con mi padre.

—Entonces, ¿quién puede ayudarle, Bobby?

—Supongo que solo usted.

Ella asintió con gesto pensativo.

—Antes de que vayamos más lejos, hay algo que debe saber… —dijo ella al cabo de unos instantes—. Yo ya he intervenido antes en este caso. He hablado con el juez Gagnon.

—¿Cómo dice?

—Él no es paciente mío.

—Y una mierda. —Él se levantó de la butaca como un rayo y miró a la doctora con expresión desencajada; no daba crédito—. ¿Esto no es un conflicto de intereses? ¿Cómo puede hacer una cosa así? ¿Un día escucha los problemas de un tío, y al siguiente aconseja al tipo que le ha demandado?

La doctora Lane levantó una mano.

—El juez acudió a mí en busca de una opinión profesional. Estuve treinta minutos con él y después lo derivé a un colega que, sin duda, podría atenderlo mejor que yo.

—¿Por qué? ¿Por qué acudió a usted? ¿Qué quería saber? —Se inclinó sobre la mesa con la mandíbula apretada y los músculos en tensión. Estaba muy cabreado y sabía que se le notaba en la cara.

Elizabeth continuó mirándolo sin alterarse.

—Anoche hablé con el juez Gagnon y tengo su permiso para contarle a usted lo que estuvimos hablando, pero le advierto que no creo que vaya a servir de nada.

—¡Dígamelo!

—Pues siéntese.

—¡Dígamelo!

—Agente Dodge, le ruego que se siente.

La expresión de su semblante permaneció inalterable. Al cabo de un rato se apartó a regañadientes de la mesa y volvió a sentarse, cogió la lata de Coca-Cola y empezó a girarla entre los dedos. Notaba un ligero aleteo en el pecho. Le costaba trabajo respirar. Pánico. Maldita fuera, estaba cansado de sentirse de aquel modo, como si el mundo siguiera girando dejándole a él fuera; como si nunca fuera a recuperar el control.

—El juez Gagnon obtuvo mi nombre por medio de un colega. Venía buscando información concreta acerca de una patología psicológica. Puede que haya oído hablar de ella; síndrome de Munchausen.

—Mierda —exclamó.

—Me habló un poco de su nuera, Catherine. Quería saber si alguien con sus antecedentes podía encajar en el perfil de un paciente con Munchausen. Esencialmente quería que le dijera, sin verla primero, si Catherine podía ser capaz de inventarse las enfermedades de su hijo o incluso enfermarle a propósito a fin de llamar la atención sobre su persona.

—¿Y qué contestó usted?

—Le dije que aquello no entraba en mi especialidad. Que, a mi entender, no existía un perfil concreto para el síndrome de Munchausen, pero que si él estaba realmente convencido de que su nieto se encontraba en peligro, debía pedir ayuda profesional de inmediato y estudiar la posibilidad de acudir a la justicia para separar al niño de su madre.

—¿Y va a hacerlo?

—No lo sé. Anotó el nombre de la persona que yo le indiqué y me dio las gracias por atenderle.

—¿Cuándo fue esto?

—Hace seis meses.

—¿Hace seis meses? Ese hombre contactó con un experto buscando seguridad para su nieto, ¡y en todo este tiempo no se ha molestado en pasar a la acción!

—Bobby —dijo la doctora con calma—, yo no sé qué es lo que ocurría en esa casa. Mejor dicho, usted no sabe qué es lo que ocurría en esa casa.

—No —repuso con rencor—, yo solo me planté allí como juez y parte y disparé a un hombre. Una puta mierda. Simple y llanamente… una mierda.

Elizabeth se inclinó hacia delante. Su expresión era de amabilidad.

—Bobby, anoche hizo usted una observación muy sagaz. Dijo, «la información es un lujo del que no gozan las unidades tácticas». ¿Lo recuerda?

—Sí.

—Y más importante todavía, ¿sigue estando convencido de ello?

—Ha muerto una persona. ¿De verdad cree que es una gran excusa decir que fue porque no tenía información?

—No es una excusa, Bobby, es un hecho.

—Ya. —Estrujó la lata de Coca-Cola—. ¡Menuda mierda!

Elizabeth revolvió unos papeles sobre su mesa. El silencio se prolongó unos instantes.

—¿Quiere que hablemos de su familia? —preguntó por fin.

—No.

—Bueno, entonces, ¿hablamos del disparo?

—Joder, no.

—Muy bien. Hablemos de su trabajo. ¿Por qué quiso ser policía?

Él se encogió de hombros.

—Me gustaba el uniforme.

—¿Algún otro miembro de su familia trabaja para las fuerzas de seguridad? ¿Algún amigo, socio, pariente?

—La verdad es que no.

—Así que usted es el primero. Ha iniciado una nueva tradición en la familia, ¿no es eso?

—Eso es. Soy un chico rebelde. —Todavía se sentía beligerante.

Ella lanzó un suspiro y tamborileó con las uñas sobre el tablero del escritorio.

—¿Qué fue lo que le empujó a hacerse policía, Bobby? De todas las profesiones que existen en el mundo, ¿cómo aterrizó usted en esa?

—No sé. De pequeño quería ser astronauta o policía. Lo de astronauta resultaba un poco más difícil de conseguir, así que me hice policía.

—¿Y su padre?

—¿Qué pasa con mi padre? A él le parece bien.

—¿A qué se dedicaba?

—Conducía un camión para la empresa Gillette.

—¿Y su madre?

—No lo sé.

—¿Nunca hace preguntas a su padre acerca de su madre?

—Hace mucho tiempo que no. —Dejó la lata arrugada sobre la mesa y fulminó a la doctora con la mirada—. Me está haciendo preguntas sobre mi familia.

—Así es. De modo que se hizo policía porque lo de ser astronauta le pareció un tanto difícil. ¿Y por qué en un equipo de operaciones especiales?

—Por el reto que suponía —respondió inmediatamente.

—¿Deseaba convertirse en un francotirador? ¿Siempre le habían gustado las armas?

—Jamás había disparado antes un rifle.

Por fin la había sorprendido.

—¿Que jamás había disparado un rifle antes de pasar a formar parte del equipo STOP?

—Nunca. Mi padre colecciona armas de fuego, las modifica a su gusto. Pero se trata de pistolas y, francamente, él no es un buen tirador, simplemente le gusta trabajar con ellas. Le gusta la maquinaria, la belleza de la pieza.

—Entonces, ¿cómo se hizo francotirador?

—Se me daba bien.

—¿Se le daba bien?

Él dejó escapar un suspiro.

—Cuando uno se presenta como candidato al equipo de operaciones especiales tiene que superar una serie de pruebas de habilidad con diferentes armas. Yo escogí el rifle y se me dio bien. Con un poco más de práctica aquí y allá me convertí en un experto, así que mi teniente me preguntó qué me parecía convertirme en francotirador.

—¿Posee un don innato para acertar a un blanco?

—Supongo. —Pero aquella idea le hizo sentirse incómodo, así que se corrigió de inmediato—. Ser francotirador no consiste solo en disparar. El título oficial es francotirador-observador.

—Explíquese.

Se inclinó hacia delante y abrió las manos.

—Verá, una vez al mes voy a la galería de tiro para cerciorarme de que mi destreza no ha disminuido, pero cuando estoy de servicio sobre el terreno real, las posibilidades de que me manden disparar mi arma son una entre mil… Mierda, puede que incluso una entre un millón. Me entreno para estar preparado pero, casi todos los días, lo que hago en realidad en mi trabajo es observar. Los francotiradores llevamos a cabo labores de reconocimiento. Utilizamos la mira del rifle o los prismáticos para ver lo que no puede ver nadie más; identificamos el número de personas que hay en la escena, la ropa que llevan puesta y lo que están haciendo. Somos los ojos del equipo entero.

—¿Se entrenan para eso?

—Todo el tiempo. Con juegos de KIM y cosas parecidas.

—¿Juegos de KIM?

—Sí. No recuerdo lo que significan las siglas, pero tiene que ver con el título de una novela de Rudyard Kipling, o algo así. Se trata de observar. Cuando se salta al terreno, el entrenador te concede sesenta segundos para descubrir diez cosas y describirlas. Coges los prismáticos y empiezas. —Señaló la lata de Coca-Cola—. Veo algo que parece ser una lata de refresco estrujada, parece nueva, roja y blanca, probablemente sea Coca-Cola —le dio un golpecito en un costado— y lo más seguro es que esté vacía. O veo algo que parece ser un cable, como de unos cincuenta centímetros de largo, con revestimiento verde. Aparece cortado en un extremo y se distingue el hilo interior de cobre, que está sucio. Cosas así.

La doctora lo miró con expresión perpleja.

—Así que usted se entrena profesionalmente para fijarse en todo. ¿Y eso no lo vuelve loco en la vida real? ¿Ir fijándose en todos los detalles allá por donde va?

Él hizo una mueca y volvió a encogerse de hombros.

—Susan seguramente le diría que no me fijo en nada. La última vez que se cortó el pelo tardé dos días en darme cuenta.

—¿Y Susan es…?

—Mi novia. —Calló durante unos instantes—. Mi exnovia.

—Sí, la mencionó ayer. Creía que había dicho que las cosas les iban bien.

—Mentí.

—¿Mintió?

—Sí.

—¿Y por qué?

—Porque acababa de conocerla. Porque me sentía incómodo. Porque… joder, elija la respuesta que le dé la gana. Soy un tío y los tíos a veces mentimos.

A la doctora no pareció divertirle aquella contestación.

—¿Y qué es lo que ha pasado con Susan?

—No lo sé.

—¿Ella se ha marchado sin más?

—La verdad es que no. —Suspiró e hizo una inspiración profunda—. Me he ido yo.

—¿Que se ha ido usted? A ver si lo entiendo… ¿No le ha contado a su novia lo del disparo?

—No.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Y una mierda —dijo ella. Él parpadeó—. Usted es un hombre inteligente, Bobby Dodge, mucho más de lo que quiere demostrar. Cuando hace una cosa, es por algo. Así que, ¿por qué no habló de todo esto con Susan? ¿Simplemente pasó de ello?

—No lo sé. —Calló durante unos instantes. La doctora tenía razón, sí que lo sabía—. Pensé que se horrorizaría. En el mundo de Susan los policías son los buenos y mantienen todo a salvo. En el mundo de Susan los policías no vuelan a nadie la tapa de los sesos, justo delante de su hijo.

—Pensó que ella no iba a ser capaz de asimilarlo.

—Sé con seguridad que no iba a ser capaz de asimilarlo.

—Demasiado paternalista por su parte…

—Oiga, usted me ha preguntado y yo he respondido.

—Desde luego. Y está usted equivocado, que lo sepa.

Él se envaró en su silla.

—¿Pero qué clase de médico es usted?

—Bobby, voy a preguntarle algo, pero no quiero que me conteste de inmediato. Quiero que lo piense bien antes de responderme. ¿En qué mundo los policías son los buenos, en el de Susan o en el suyo? ¿En qué mundo los policías no vuelan a un hombre la tapa de los sesos, en el de Susan o en el suyo? Antes me ha dicho que se sentía furioso pero, Bobby, ¿no se siente también horrorizado?

Él bajó la mirada a la moqueta y no dijo nada.

—Ya ha comentado varias veces que disparó a Jimmy Gagnon delante de su hijo. Por lo visto, eso le inquieta bastante. ¿Con quién se siente identificado usted en esta situación? ¿Lo que le martiriza es el padre poderoso que muere ante los ojos de su hijo o el hijo desvalido que ve morir a un ser querido?

Siguió sin levantar la vista de la moqueta.

—Bobby… —lo instó Elizabeth.

Por fin alzó la mirada.

—Me parece que no quiero seguir hablando de esto —dijo.

Elizabeth estaba sentada en el borde de la mesa de la recepcionista, observando con frustración cómo se abrigaba su paciente. Él ya se había puesto la cazadora y estaba enrollándose la bufanda cuando volvió a hablar de nuevo.

—¿Usted cree que el juez Gagnon podría estar en lo cierto?

—No tengo ni idea.

—Cuesta trabajo imaginarse a una mujer haciendo daño a su hijo solo para llamar la atención.

—El síndrome de Munchausen no es algo frecuente, pero he leído que se calcula que cada año aparecen hasta mil doscientos casos nuevos.

—¿Cuáles son las señales de alarma?

—Un niño que presenta un historial prolongado de enfermedades poco corrientes, cuya sintomatología no aporta datos. Una criatura cuya salud presenta un ciclo prolongado de estar perfectamente bien una semana y drásticamente enferma a la siguiente. Una familia con antecedentes de síndrome de muerte súbita del lactante.

—Hoy he estado hablando con el médico de Nathan Gagnon —soltó Bobby a bocajarro—. No dispone de un diagnóstico en firme para el niño.

Ella guardó silencio durante unos instantes.

—En su opinión, ¿esa ha sido una buena idea?

Él la miró.

—He ido a verle. Tanto si ha sido una buena idea como si no, ya da igual.

—¿Qué está haciendo, Bobby?

—Me estoy poniendo la bufanda.

—Ya sabe a qué me refiero.

—Los Gagnon me han denunciado por asesinato, ¿nadie se lo ha dicho? Piensan servirse de no sé qué maniobra jurídica para acusarme de haber matado a su hijo. Con toda sinceridad, doctora, no creo que el concepto de «buena» pueda seguir aplicándose a mi vida.

—Debe de ser muy difícil saberse acusado de asesinato.

—¿Usted cree?

Ella se negó a dejarse arrastrar por su sarcasmo.

—Bobby, lo que ocurrió el jueves por la noche fue una tragedia terrible; para usted, para los Gagnon, para el pequeño Nathan… ¿De verdad cree que hay algo de lo que pueda enterarse ahora que le haga sentirse mejor por haber matado a un hombre?

Bobby la miró directamente a los ojos. En su mirada color gris pizarra había una expresión que ella no había visto antes. Una que la dejó ligeramente sin respiración y le provocó un escalofrío que le caló hasta los huesos.

—Voy a ir a por ella, doctora —dijo con calma—. Si esa mujer está haciendo daño a su hijo, si me preparó una encerrona para que matara a su marido… Puede que Catherine Gagnon crea que sabe manejar a los hombres, pero nunca ha conocido a un hombre como yo.

Terminó de enrollarse la bufanda.

Ella lanzó un profundo suspiro y sacudió la cabeza en un gesto negativo. Había varias cosas que le gustaría decirle, pero sabía que no serviría de nada porque él no quería escucharla.

Puede que Bobby aún no lo supiera, pero ella sí sabía exactamente quién era la persona con la que él se identificaba, y no era precisamente el padre que empuñaba la pistola.

—Usted no es responsable de Nathan Gagnon —murmuró en voz baja, pero Bobby ya había salido por la puerta.