Catherine se dirigía en coche a casa de su padre. Oscurecía; otro día que hallaba un prematuro final desde que el invierno había asomado su fea cabeza. Estaba muy cansada; era un agotamiento que la hacía sujetarse con demasiada fuerza al volante y removerse inquieta en el asiento. Jimmy siempre le tomaba el pelo cuando conducía; le decía que sería horrible si tuviera que hacer un viaje por carretera, porque lo más seguro es que se quedara dormida y se matase incluso antes de hacer la primera parada.
Acordarse de él le provocó una aguda punzada de dolor en lo más profundo de su alma. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que se dedicaron una palabra amable? ¿Cuántos años habían pasado desde que al menos se molestaron en fingir que estaban enamorados? Lo cierto era que daba lo mismo. Jimmy había sido una constante en su vida y ahora lo echaba de menos del mismo modo que alguien añoraría un miembro amputado. Antes estaba entera; ahora, curiosamente, se sentía incompleta.
Llegó al barrio donde vivía su padre. A su barrio.
Sus padres habían comprado aquella casa cuando ella tenía cinco años. Constaba de dos plantas y un terreno de mil metros cuadrados, en torno al cual se levantaban otras viviendas más modestas, construidas en parcelas también más modestas. Pocas cosas habían cambiado con el paso de los años; su padre seguía conservando los muros pintados de blanco con persianas de color rojo colonial; el martes era el día de sacar la basura; los sábados la gente arreglaba el jardín, y todos los miércoles por la noche se juntaba con los McGlashan y los Bodell para tomarse unas cervezas y jugar a las cartas. Seguro que tenía anécdotas que contarle de los hijos y los nietos de sus vecinos, niños con los que ella se había criado y que habían terminado regentando una tienda de comestibles o trabajando en un banco, que conducían monovolúmenes y actualmente vivían en sus propias casitas, con sus rubios hijitos y sus enormes perros saltarines. Niños con los que ella había crecido y que llevaban vidas normales y felices.
A veces, sobre todo después de que ocurriera aquello, se había preguntado por qué ella no podía ser igual. ¿Por qué no pudieron haber sido ellos quienes vieran aquel Chevy azul? ¿Por qué no les pidieron a ellos que se detuvieran un momento y ayudaran a buscar un supuesto perro perdido?
Dios, ¡cómo odiaba bajar aquella calle!
Aparcó el Mercedes en el camino de entrada. Su padre tenía encendidas las luces del porche, que iluminaban los pequeños ladrillos del sendero y los cuatro peldaños de acceso. Hizo una inspiración profunda para recordarse que debía permanecer concentrada en la tarea y se apeó del coche.
El frío le golpeó con fuerza, estremeciéndola de forma incontrolable. Dirigió la vista calle arriba, hacia donde la noche se hacía más intensa, justo donde acababan los árboles y formaban un oscuro túnel del que no había escapatoria. Recorrió con la mirada el camino de vuelta y no vio nada diferente.
Y de repente, en un arrebato pasional, sintió odio hacia aquel maldito lugar; la casa, el jardín, el vecindario de los años setenta… Fue un amargo giro del destino lo que había llevado a sus padres a aquella zona y, a su modo de ver, un acto de crueldad consciente lo que les hizo quedarse.
«No ha sido el barrio —decía su padre a su madre una y otra vez después de lo sucedido—. Ha sido un hombre. Si nos mudamos ahora, ¿qué va a pensar Catherine?».
«Pues habría pensado que os preocupabais por mí».
Con la respiración entrecortada, se dio cuenta de que estaba a punto de perder el dominio de sí misma, así que se obligó a apretar los puños con fuerza. «Piensa en un lugar feliz», se dijo en un arrebato. Pero luego decidió, «¡a la mierda!», y se encaminó hacia la puerta.
Su padre ya la estaba esperando. Cuando la vio subir la escalera, abrió la puerta de madera y aguardó pacientemente a que ella retirase la mosquitera metálica.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó una vez que entró, como era su costumbre, mientras tomaba su abrigo.
—Bien.
—¿Había tráfico?
—No mucho.
Él gruñó.
—En cambio luego, cuando vuelvas a la ciudad, al ser sábado por la noche…
—Ya me las arreglaré.
Él despotricó de nuevo sobre el tráfico; no le gustaba el sitio en donde ella vivía, del mismo modo que a ella tampoco le gustaba donde vivía él. Acto seguido indicó con un débil gesto el pequeño cuarto de estar. La alfombra seguía siendo aquella color oro de pelo largo y el sofá conservaba el viejo estampado de flores marrones. En cierta ocasión ella se ofreció a cambiarle el mobiliario, pero él se negó; el sofá era cómodo y la alfombra muy resistente, no le hacía falta nada «de diseño».
Se acercó al diminuto diván y se sentó en el borde, colocando las manos sobre las rodillas. Entrar en aquella habitación suponía introducirse en el túnel del tiempo; nunca sabía hacia dónde mirar ni qué sentir. Aquel día escogió una mancha de la alfombra y fijó la vista en ella.
—Necesito hablar contigo de algo —dijo en voz queda.
—¿Tienes sed? ¿Te apetece tomar algo?
—No.
—Tengo tónica. Ah, cerveza de remolacha, ¿no? Eso es lo que te gusta.
—No tengo sed, papá.
—¿Y agua? Después de conducir durante tanto rato debes de tener la boca seca. Voy a traerte un vaso de agua.
Renunció a seguir discutiendo. Su padre se fue arrastrando los pies hasta la cocina y regresó al poco tiempo con dos vasos llenos, eran de plástico con dibujos de margaritas. A continuación se acomodó en el sillón. Ella permaneció en el diván. Al final, sí que bebió parte del agua.
—Supongo que estás enterado de lo que ha ocurrido —dijo por fin.
Por lo visto su padre no se atrevía a mirarla. Sus ojos rebotaban por toda la habitación hasta que por fin encontró el retrato de su madre, que colgaba encima de la repisa de la chimenea. Ella pensó que él lucía una expresión vieja y triste en el rostro.
—Sí —respondió al cabo de un rato.
—Lamento que esto haya terminado así. Lamento… lamento que Jimmy haya muerto.
—Te pegaba… —replicó su padre. Era la primera vez que ella le escuchaba reconocerlo.
—A veces.
—No era un buen hombre.
—No.
—¿Tanto te gustaba su dinero? —Ella se sorprendió ante la cólera repentina que traslucía la voz de él.
Vaciló unos instantes y las manos le temblaron con mayor intensidad. Probó a beber otro sorbo de agua, pero el vaso le osciló entre los dedos. Deseó poder salir huyendo de aquella habitación.
—Era bueno con Nathan.
—Jamás le importasteis un rábano ninguno de los dos.
—Papá…
—Deberías haberte separado de él.
—Es más complicado…
—¡Te pegaba! Deberías haberte separado de él. Deberíais haber venido aquí.
Ella abrió la boca, pero no supo qué decir. Su padre jamás le había hecho aquel ofrecimiento. Ni siquiera había hecho nunca algún comentario acerca de su extraño matrimonio. Asistió a la boda, estrechó la mano a Jimmy y le deseó buena suerte como marido. Después de aquello, siempre había estado muy ocupado con sus partidas de cartas, sus grupos de veteranos y sus actividades. Cada año, por Acción de Gracias y Navidad, acudía a casa de los padres de Jimmy, comía un poco de pavo, daba a Nathan un regalo y a ella un beso en la mejilla y se marchaba por donde había llegado. Regresaba al barrio que tanto adoraba y ella tanto aborrecía.
A veces se preguntaba si las cosas hubieran sido distintas de haber vivido su madre. Nunca lo sabrían.
—Ya no importa —dijo finalmente.
—Supongo que no —convino su padre, bebiendo un poco más de agua.
—Sin embargo, hay un problema. Los Gagnon, los padres de Jimmy, van a llevarme a juicio por la custodia de Nathan. —Alzó la barbilla—. Afirman que lo estoy maltratando.
Su padre no respondió nada de momento. Bebió más agua, luego dio vueltas al vaso de plástico entre las manos y bebió otro poco más. El silencio se fue prolongando y ella se sintió desconcertada. ¿Dónde estaba aquel rechazo vehemente por su parte? ¿Por qué no se alzaba en defensa de su hija? Sesenta segundos antes estaba diciéndole que podía haber acudido a él para que lo ayudase con su divorcio. Y ahora, ¿qué pasaba con todo aquello?
—¿Por las enfermedades? —preguntó él por fin.
—Afirman que estoy maltratando a Nathan, que le manipulo la comida y no sé qué más. Piensan que estoy provocando su enfermedad de manera intencionada.
Su padre levantó la vista.
—¿Y es verdad?
—¡Papá!
—Pasa mucho tiempo en el hospital.
—¡Porque está enfermo!
—Los médicos nunca le han encontrado nada.
—¡Tiene pancreatitis! Venga, vamos. Llama al doctor Rocco, llama a quién quieras de ese maldito hospital. —Se puso de pie—. ¡Es mi hijo! Me he esforzado todo lo que he podido para portarme con él como es debido. ¿Cómo puedes…? ¿Cómo te atreves? ¡Maldita sea! ¿Cómo tienes el valor…?
Llegados a ese punto gritaba, literalmente; vociferaba como una salvaje, con las venas del cuello hinchadas. Y en lo más recóndito de su cerebro se dio cuenta de que llevaba varios días deseando hacer aquello. Exactamente desde el martes por la mañana, cuando levantó el teléfono y, por casualidad, escuchó a Jimmy hablar con un abogado; le decía que quería divorciarse de ella.
«¿Estás seguro de que ella no va a recibir nada?», preguntaba Jimmy al abogado. «Porque no quiero que toque ni un centavo». «No tendrá a Nathan, por lo tanto no hay dinero», le aseguró el otro. «Está todo arreglado. Puedo presentar los papeles dentro de una hora».
—¡Yo quiero a mi hijo! —chilló ella—. ¿Por qué nadie cree que yo quiero a Nathan?
Y de pronto se desmoronó. Le fallaron las piernas y se derrumbó sobre aquel horrible sofá marrón, agitando los hombros y emitiendo extraños sollozos e hipidos. Se sentía perdida, hundida en algún momento del futuro; Jimmy la había abandonado, Nathan también y ella regresaba a su apartamento infestado de ratas, sin familia, sin dinero… Completamente sola. Un Chevy azul doblaba la esquina, se abría un agujero en el suelo y ya no había nada que pudiera salvarla.
Su padre continuaba sentado frente a ella, con la mirada clavada en el retrato de su madre. Aquello le infundió fuerzas por fin. Se rehízo y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Vas a apoyarme? —preguntó con un hilo de voz.
—¿Necesitas dinero?
—No, papá. —Su voz volvió a adquirir un tono cortante. Se obligó a hablar con serenidad, como si estuviera explicando algo a un niño pequeño—. Va a tener lugar una vista; una reclamación oficial de custodia. Esta tarde me he reunido con mi abogado, los Gagnon van a aportar testigos que asegurarán que soy una mala madre. Necesito llevar mis propios testigos que declaren que no lo soy. O por lo menos —se corrigió—, que no represento una amenaza para mi hijo.
—¿Dónde está Nathan en este momento?
—En el hospital. Tiene pancreatitis.
—¿No deberías estar con él?
—¡Pues claro que debería estar con él! —Intentó hacer otra inspiración profunda—. Pero estoy aquí, papá, hablando contigo del futuro de Nathan, porque a pesar de lo que todo el mundo piense, yo no quiero perder a mi hijo.
—Los Gagnon no son malos abuelos —dijo su padre.
—No. A su manera, estoy segura de que quieren a Nathan.
—Ahora es lo único que les queda.
—También es lo único que me queda a mí.
—Yo creo que cuidarían de él.
Ella parpadeó varias veces. De pronto se sentía ligeramente mareada.
—Yo también cuidaré de él.
Por fin su padre la miró. Se sorprendió por la angustia que vio en su semblante.
—Tú eras una niña tan feliz…
—¿Cómo dices?
—He sacado las películas familiares. Estaba limpiando el desván y tirando algunas cosas. Empiezo a tener artritis, ¿sabes?, me cuesta subir las escaleras, así que pensé que más me valía echar un vistazo a aquellas cajas y hacer un poco de limpieza mientras todavía pudiera. Y encontré las viejas películas de Súper-8. Las estuve viendo anoche.
Ella no pudo decir nada. Las lágrimas brillaban en los ojos de su padre.
—Eras muy guapa —susurró él—. Llevabas el pelo recogido en una cola de caballo, sujeta con un gran lazo rojo. Tu madre te peinaba toda las mañanas y tú elegías la cinta que ibas a ponerte ese día. Tu favorita era la roja y después la rosa.
»Estabas en el patio de atrás. Me parece que era tu cumpleaños, aunque no vi la tarta. Había otros niños y habíamos llenado la piscina infantil. Tú reías y chapoteabas, chillaste cuando conecté la manguera. Reías —repitió con expresión de impotencia—. Catherine, llevo más de veinte años sin verte reír.
Ella sintió una opresión en el pecho. Pensó que debería decir algo, pero terminó sacudiendo la cabeza como si negara las palabras de su padre.
—Tu madre te quería mucho. —Se levantó bruscamente y se volvió de espaldas—. Me alegró de que esté muerta. Me alegro de que no viviera lo suficiente para ver todo lo que ha ocurrido después.
—Papá…
—No tienes razón, Catherine. Volviste con nosotros, y bien sabe Dios que nos sentimos muy agradecidos de que regresaras de aquel infierno, pero no tienes razón. Al final, nuestra hija murió aquel día y yo no sé quién es la persona que tengo ahora delante. Tú ya no ríes. A veces ni siquiera estoy seguro de que sientas algo.
Ella negó otra vez con la cabeza, en cambio su padre asentía con énfasis, como alguien que hubiera alcanzado su destino después de un largo viaje. Luego se giró y la miró fijamente a los ojos.
—Deberías permitir que se quedaran con Nathan.
—Es mi hijo.
—Tienen mucho dinero y le cuidarán bien. Es posible que incluso le encuentren el médico apropiado.
—¡Yo he estado intentando encontrar el médico apropiado!
Su padre siguió hablando como si no la hubiera escuchado.
—Pueden llevarlo a un psicólogo. Eso es lo que deberíamos de haber hecho nosotros.
Catherine se puso de pie.
—Eres mi padre y te estoy pidiendo que me ayudes. ¿Vas a apoyarme?
—Esa no es la forma correcta de actuar.
—¿Vas a apoyarme?
Su padre hizo ademán de ir a cogerle la mano y ella se apresuró a retirarla hacia atrás. Él esbozó una triste sonrisa.
—Fuiste una niña muy feliz —dijo en voz baja—. Quizá no sea demasiado tarde; quizá si consigues la ayuda adecuada, puedas volver a serlo. Eso es lo único que deseaba tu madre, ¿sabes? Cuando se enteró que padecía cáncer, jamás rezó por seguir viviendo, solo lo hacía por volver a verte sonreír, aunque solo fuera una vez. Pero tú nunca sonreíste, Catherine. Tu madre estaba muriéndose y tú no fuiste capaz de concederle algo tan nimio como una pequeña curva de tus labios.
—¿Y estás enfadado conmigo por eso? ¿Ese es el motivo? ¿Que estás cabreado porque no fui capaz de sonreír a mi madre cuando se estaba muriendo? Tú… tú…
No podía hablar. Se había quedado bloqueada, estupefacta a causa de la sorpresa y la rabia. Necesitaba llegar hasta la chimenea para aferrarse a la repisa de madera y no caerse… Sin embargo, en ese mismo instante tuvo una nítida imagen de su mano cerrándose en torno al candelabro de bronce que había allí y utilizándolo para golpear a su padre en la cabeza.
Con su típico desapego emocional, no supo muy bien qué la sorprendía más, si la profundidad de su pena o la intensidad de su cólera.
—Gracias por tu tiempo —se oyó decir a sí misma. Puso las manos a los costados y se obligó a abrir los puños. Tomó aire y volvió a expulsarlo. Respiró despacio hasta que por fin recuperó la calma; glacial, sí, y estéril, pero para ella, e incluso para su padre, aquello era mucho mejor que cualquier otra emoción genuina.
Recogió su abrigo y, con mucho cuidado, se dirigió hacia la puerta.
Su padre permaneció en el umbral, detrás de ella, contemplando cómo descendía los escalones y se dirigía hacia el coche. Alzó una mano a modo de despedida y la naturalidad de aquel gesto hizo que tuviera que morderse con fuerza el labio inferior para no gritar.
Moviéndose con ensayada precisión, metió la marcha atrás y retrocedió lentamente por la rampa de acceso hasta la calzada. Luego pisó el freno, metió la primera y aceleró. Se alejó calle abajo, conduciendo demasiado deprisa, con la boca apretada con fuerza en una fina línea horizontal.
Necesitaba algún apoyo. Su abogado se lo había dejado muy claro; si no encontraba a alguien que la ayudara, los Gagnon ganarían la partida y le quitarían a Nathan. Lo más probable era que no volviera a verle nunca. Se quedaría completamente sola y destrozada.
Oh, Dios, ¿qué iba a hacer?
Se sentía aturdida, ofuscada. Necesitaba respuestas con urgencia. Por eso no lo vio. No lo vio hasta que pasó el tercer o cuarto cruce, cuando por fin levantó la vista y miró por el espejo retrovisor.
Alguien había utilizado su propia barra de labios, la misma que ella había dejado sobre la bandeja que había entre los asientos. Era su color favorito, una de intenso tono carmesí, del color de las rosas del día de San Valentín o de la sangre recién derramada.
El mensaje era simple. Decía, «¡Uuh!».