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El hombre estaba sentado frente a la mesa de la terraza de un café de Faneuil Hall contemplando, con el ceño fruncido, primero su mocca latte doble y luego el paisaje que lo rodeaba. ¿Qué diablos había ocurrido con aquel lugar? El Faneuil Hall que él recordaba tenía pequeñas boutiques encantadoras, antiguos pubs irlandeses y muchos comercios que vendían recuerdos horteras. Ahora lo único que veía eran tiendas de Disney, Gap y Ann Taylor. El mercado histórico se había trasladado a un puñetero centro comercial del extrarradio. A aquello lo denominaban progreso.

Dejó escapar un gruñido, bebió un sorbo de su café y al instante hizo una mueca de disgusto. Llevaba diez años esperando para probar aquel brebaje. Había observado a los personajes de la televisión, a las estrellas del rock y a las actrices de cine cómo saboreaban aquella bebida de soja o un café moca bajo en calorías, mientras pasaban el rato en elegantes cafeterías. Todos ellos vestían ropa ajustada, tomaban sus maravillosas bebidas con cafeína y después se largaban al volante de sus todoterrenos, con una esposa igualita que Jennifer Aniston en el asiento del pasajero y un golden retriever jadeante en el de atrás. ¡Bienvenidos al sueño americano!

Pues bien, después todos aquellos años preguntándose cómo sería la cosa, tenía su respuesta: los mocca latte dobles sabían poco menos que a meados de gato y no soñaba con todoterrenos, partidos de fútbol ni jardines perfectamente segados; lo que estaba pensando era cómo demonios se había dejado engañar para pagar tanto por algo que sabía a rayos. Tuvo la tentación de volver al interior de la cafetería y plantarse justo enfrente de la chica que atendía la caja; una joven de pelo negro, numerosos piercings faciales y una hosca expresión en la cara. No le diría nada, se limitaría a quedarse allí de pie, mirándola. Seguro que le devolvía el dinero al cabo de sesenta segundos o menos, antes de salir corriendo hacia la parte de atrás para fumarse desesperadamente un pitillo, desconcertada y sin saber realmente el motivo.

Le gustaría ver qué cara pondría entonces. Más que cualquier otra cosa, lo que más había echado de menos en el último cuarto de siglo era ver cómo iba apareciendo una expresión de miedo en el rostro de una joven. Cómo se le iban abriendo los ojos y dilatando las pupilas, a la vez que el resto de la cara adquiría un tono ceniciento. Contemplar aquel momento especial, de sublime erotismo, en el que las facciones de la chica se teñían de auténtico terror cuando se daba cuenta de que el miedo había dejado de ser una sensación vaga e indeterminada y comprendía que en realidad él iba a matarla; que ella le pertenecía y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

Había estado encerrado ocho mil setecientos sesenta y tres días. Había entrado en el talego justo un día después de cumplir los veinte años. Era verdad que en aquella época ya tenía un corpachón y una fuerza increíble y, como testificaron sus vecinos en el juicio, era «tan raro que daba miedo», pero todavía era un crío.

Ahora, desde hacía unas horas, a la madura edad de cuarenta y cuatro años, volvía a ser un ciudadano libre. Sabía que el comité que le había concedido la condicional contaba con que la edad lo habría ablandado, de igual modo que el tiempo que había pasado dentro de aquellos muros de hormigón supuestamente habría erradicado sus más bajos instintos. Seguro que pensaban que, después de pasar casi veinticinco años en la cárcel, ya era un buen chico.

Reflexionó un instante. Pues no. A decir verdad, lo que más le apetecía era matar a alguien.

Pasaron por su lado dos chicas. Tendrían dieciocho o diecinueve años. Una de ellas le pilló mirándola, le sacó el dedo y a continuación se alejó contoneando las caderas, enfundadas en unos vaqueros tan bajos y ajustados que daba la sensación de que los llevaba pintados en el culo. Él murmuró una sola palabra en voz baja y la joven de repente aceleró el paso arrastrando consigo a su amiga. Sonrió y la dejó marchar. Aquello casi compensó el horrible café.

Había empezado su condena en Walpole en situación de custodia protegida, un régimen reservado a «soplones y putas». Se trataba de un confinamiento en celdas compartidas con literas dobles, lo que técnicamente se consideraba una seguridad de grado medio. «No la jodas», le había dicho con ademán severo su abogado de oficio. «Para un tipo como tú, esto es lo mejor que puedes conseguir».

La primera noche su compañero de celda se agazapó en un rincón y le suplicó que no lo violara. Él miró con asco a aquel quejica de mierda; él no era ningún soplanucas.

La segunda noche el tipo rompió a llorar y él cedió a sus impulsos más bajos; le golpeó hasta dejarlo inconsciente. Al menos aquello logró cerrarle la boca, pero también significó una infracción para él… y cierta fama.

En aquel momento no lo sabía, pero los halcones ya estaban oteando y los propagadores de chismes hacían horas extra. Su acto de hostilidad le supuso una patada en el culo con destino al módulo general; entonces comenzó de verdad la aventura.

En la cárcel, los individuos de raza blanca tenían dos opciones: sumarse a la hermandad aria para protegerse de los negros e hispanos, o encontrar a Dios. La protección divina era un poco más incierta tras los muros de cemento de Walpole, de manera que se convirtió en un neonazi.

Aprendió un montón de trucos. Cómo practicar orificios en la pared de su celda y luego disimularlos con pasta dentífrica o pintura moldeada para ocultar drogas; cómo pasar cigarrillos, cocaína, heroína… de todo, en los dobladillos de los pantalones; cómo esconder cuchillas de afeitar en el armazón metálico de su catre o en la taza del váter para destrozar los dedos a los guardias inexpertos. Cómo vivir rodeado de hombres sucios, obscenos e irascibles; cómo mear y cagar en público; cómo dormir sin prestar atención a determinados chillidos y saber despertarse al escuchar otros. Cómo vivir un insoportable día tras otro, respirando un aire rancio y viciado que apestaba a orina y Zotal…

Y aún así, no aprendió lo suficiente. Al segundo año lo pillaron. Los Red Sox de Boston intentaban colarse en las Series Mundiales y los guardias estaban pegados al televisor. De improviso los hispanos salieron de no se sabe dónde y le hicieron un buen trabajito. Los guardias dijeron que no habían visto nada, lo mismo que sus dos compañeros neonazis, que en ningún momento apartaron la vista del televisor.

Él era grande, era fuerte y era un cabrón. Consiguió romper unas cuantas costillas, narices y muñecas a sus ocho agresores, pero ellos le golpearon en los riñones con una estaca de confección casera, lo arrojaron al suelo como un rinoceronte aturdido y lo dejaron allí tirado, desangrándose.

Entonces se le acercó uno de los neonazis.

—Violador de niñas —le insultó, al tiempo que le escupía en la cara.

Mientras se retorcía en el suelo de cemento, con un charco de sangre alrededor de la cara, comenzó a urdir su venganza.

Pero los funcionarios de prisiones no eran imbéciles. Si lo devolvían al módulo de presos comunes podían darlo por muerto y si volvían a ponerlo en custodia protegida, el muerto sería otro. Había que buscar una solución.

Le incomunicaron en el módulo de máxima seguridad, era la única opción. Tardó casi una semana en comprender que, después de todo, su mierda de abogado había tenido razón; aquel grado de seguridad medio era lo mejor que iba a conseguir nunca un tipo como él.

A partir de entonces pasó el tiempo a solas en una celda de dos por tres. Durante una hora al día le permitían salir de allí para hacer un poco de ejercicio en un patio cerrado del tamaño de una perrera o para atender su higiene personal. Y desde un ventanuco rectangular que tenía aproximadamente el mismo tamaño que su cara, veía cómo iban cambiando las hojas del verde al dorado y después al marrón. Cómo pasaban los días en las copas de los árboles; primero tupidos, luego desnudos y más tarde cubiertos de nieve. Cómo transcurrían las estaciones con dolorosa lentitud; mes tras mes, año tras año.

Y llegados a ese punto, a lo máximo que podía aspirar era a convertirse en un «chico de la limpieza»; un recluso que realizaba las tareas de mantenimiento en el bloque a cambio de ser trasladado a una celda ligeramente más amplia. Sí, su vida era jodidamente glamurosa. Lo más emocionante era encender la televisión y contemplar a Britney Spears.

Pero tenía todo el tiempo del mundo para sentarse a cavilar, para pensar en cómo actuar a continuación.

En las cárceles lo que más cuenta es el poder. Y el poder tiene que ver con el dinero. Él había sido un preso odiado y temido, y ahora también era un preso paciente. Acumulaba cigarrillos a la espera de que entrara sangre nueva al interior de aquellos muros de cemento; alguien que se preocupara menos por lo que había hecho que por lo que podría hacer.

Tardó ocho años. El afortunado candidato fue un chaval, no mucho mayor de lo que había sido él cuando entró, pero con los brazos y las piernas escuálidas y la cara salpicada de acné. Uno que se había dedicado a rodar películas obscenas protagonizadas por las niñas de la guardería de su madre. Le recluyeron directamente en custodia protegida, donde se pasaba las noches con los ojos abiertos de par en par, sabiendo que no tenía la menor posibilidad, y esperando a que viniera a buscarlo el hombre del saco.

Pero él llegó antes. Untó con un poco de dinero a un guardia para que entregase al chico una nota firmada por un tal «señor Bosu». Otro poco más de dinero, unas pocas notas más, y el chico estuvo engrasado y preparado para la acción. El señor Bosu le había convencido; si quería sobrevivir, necesitaba golpear el primero y hacerlo con contundencia. Si se construía una reputación inmediata, durante aquellas primeras semanas, todo el mundo lo dejaría en paz.

El chaval se tragó el sermón y el señor Bosu, amablemente, se ofreció a tutelarle. Le enseñó cómo fabricar una estaca y cómo esconderla. Cómo sacar punta y afilar rápidamente un trozo de metal y atacar por sorpresa. Ah, y cómo elegir un objetivo.

A él los hispanos le importaban una mierda, que se jodieran. Si pudieran, se dedicarían a cargarse a todos los reclusos de raza blanca solo por deporte. Sin embargo, el señor Bosu tenía miras más altas.

Sucedió un jueves en el comedor. El Nene del Porno servía la comida a los reclusos de máxima seguridad y los dos blancos elegidos se colocaron el uno al lado del otro. El chico les dijo que esperasen un momento, que tenía que ir a buscar más comida, y se desplazó al otro lado de la mesa sin que nadie se fijara en él.

Se cargó al primer neonazi antes de que este llegase a emitir un solo ruido. El segundo levantó la bandeja, desconcertado, y el chico lo alcanzó en la garganta.

Más tarde le fueron llegando anécdotas sobre aquella historia. Que el chico, con sus setenta y cinco kilos de peso en canal, poseía una fuerza sorprendente. Que se abalanzó contra los dos racistas blancos igual que un mono araña, enseñando los dientes y con una expresión salvaje en los ojos, y les rebanó el pescuezo. Que la sangre salpicó a una distancia de casi tres metros y los reclusos que ya estaban sentados no supieron si las manchas rojas de sus camisas procedían de los dos blancos que se habían desmoronado en el suelo o de la salsa marinara de los espaguetis pasados de cocción que estaban comiendo.

Estalló el pandemónium. Otros neonazis se levantaron de inmediato de la mesa y, como los neandertales de cabeza cuadrada que eran, arremetieron contra el hispano que tenían más cerca en lugar de hacerlo contra aquel chaval de brazos largos que continuaba cosiendo a puñaladas a sus compañeros.

Entonces irrumpieron los guardias en el comedor blandiendo gruesas porras y disparando bolas de goma a las rodillas de todo el que era lo bastante idiota como para estar de pie. Se cerraron las puertas, se dispararon las alarmas y aullaron las sirenas. El chico se plantó en medio de la carnicería y levantó la cuchilla metálica en su puño ensangrentado.

—¡Ni se os ocurra ponerme un dedo encima, maricones de mierda! —chilló.

En su opinión, aquel fue un momento glorioso. Se sintió asombrado y agradablemente complacido con el prodigio que había obrado. Por supuesto, dos días después el chico desapareció. En la lavandería se vio mucha sangre, pero ni rastro de un cadáver. El rumor llegó a la calle; «el que la hace, la paga».

Después de aquello, el Estado nombró un equipo especial para investigar los «problemas de bandas» que había en aquella prisión y el alcaide les hizo ver un vídeo acerca de la «sensibilidad racial». A raíz de aquello el chascarrillo popular, antes de liarse a mamporros entre ellos, era «no, esto no tiene nada que ver con tu puta raza, sino contigo».

Él se sintió bien durante unos días, antes de regresar a su emocionante actividad de contemplar los desconchones de la pared. Sin embargo, a partir de entonces, corrieron rumores acerca del misterioso señor Bosu. «Tiene amigos, tiene contactos. El tal señor Bosu —que nadie sabía con seguridad quién era—, incluso entre rejas consigue hacer cosas».

Se sentía satisfecho. Desde los oscuros recovecos de su solitario confinamiento había logrado hacer algo especial; se había convertido en el hombre del saco de todos los presos.

Por eso, cuando corría todos los días en el patio o pasaba el tiempo en su celda haciendo flexiones, abdominales y sentadillas, sabía que le esperaba una vida después de aquello. Que iba a salir de allí y regresaría al mundo siendo más duro, más listo y más resistente que nunca.

Y que sería estupendo.

En otra época, cuando era un crío, obedecía a sus impulsos pero cometía errores. Ahora era un hombre; estaba curtido, entendía la importancia de la paciencia y se conocía al dedillo el sistema judicial, por dentro y por fuera.

El glorioso señor Bosu no trabajaría en un McDonald’s ni llevaría una vida de esclavitud, acudiendo todos los días a un empleo de poca monta por el que se suponía que tendría que estar eternamente agradecido por haberlo encontrado tras ser un puto delincuente.

Había cumplido su condena y no tenía pensado volver nunca más a la cárcel. Ah, no, él tenía muy claro lo que iba a hacer, disponía de un plan en toda regla. Lo tenía pensado incluso desde antes de que se hubiera puesto en contacto con él su misterioso Benefactor X; el que le había gestionado la oportuna libertad condicional y le había hecho llegar, a cambio, una lista de encargos.

El señor Bosu iba a ganar un montón de dinero. E iba a conseguirlo haciendo lo que se le daba mejor; destruir vidas al azar.

Sonrió, estrujó el vaso desechable de café y se levantó de la mesa. Varias personas se giraron y se lo quedaron mirando fijamente, pero con la misma rapidez desviaron el rostro.

Veinticinco años atrás el señor Bosu había cometido un error; la había dejado vivir, pero no pensaba repetir la misma equivocación.