Bobby acababa de salir del hospital cuando se percató de que alguien le seguía. Aceleró el paso, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza inclinada, fingiendo clavar la vista en la acera, aunque en realidad el ángulo elegido le permitía atisbar al que venía detrás. Zapatos de piel negra y brillante, determinó. «Zapatos de chulo», que diría su padre.
Dobló rápidamente una esquina a la izquierda y obtuvo una visión mejor del hombre que lo seguía, cuando este, sorprendido, se abrió un poco hacia fuera para no perderle de vista. Gabardina larga beige de buena confección y pantalón negro de vestir. Un abogado, se dijo.
De repente, se detuvo en seco y pegó la espalda al escaparate de una tienda, pillando a su perseguidor desprevenido. Era un individuo mayor que él, corpulento, con una mata de pelo castaño entrecano cuidadosamente peinado que le rozaba las orejas. El hombre se paró también, levantó las manos y le dedicó una radiante sonrisa.
—Ah, me ha descubierto.
—Y ahora viene la parte en que le hago dar media vuelta. —Dio un amenazador paso adelante, pero el otro se limitó a sonreír de nuevo.
—¿Cómo lo va a conseguir, agente Dodge? ¿Agrediéndome en mitad de una calle abarrotada de gente? Los dos sabemos que usted no es de los que se enfrentan cara a cara. Claro que si le proporcionan un rifle, una distancia de cincuenta metros y una habitación a oscuras…
Lo aferró por las solapas. Su movimiento fue detectado por tres transeúntes que se alejaron rápidamente.
—Póngame a prueba —contestó.
—Verá, Bobby…
—¿Quién demonios es usted?
—Un amigo.
—Pues venga, amigo, empiece a hablar o en treinta segundos le parto la cara.
El otro emitió una risita nerviosa. Se había tirado el farol una vez, pero no parecía tan seguro de querer intentarlo de nuevo.
—Solo quiero que hablemos —replicó.
—¿Por qué?
—Porque sé cosas que le convendría escuchar.
—¿Es abogado?
—Investigador.
—¿Quién le envía?
—Vamos, Bobby, ya sabe quién.
Pensó en ello y enseguida comprendió.
—James Gagnon.
—Técnicamente, Maryanne Gagnon; su demandante. A propósito, yo me llamo Harris. —Intentó ofrecerle la mano, pero él ignoró el gesto—. Harris Reed, de Investigaciones Reed y Wagner. No sé si habrá oído hablar de nosotros…
—Pues no.
—Touché. ¿Le importaría soltarme un momento la gabardina? Quizá podríamos dar un paseo. Tiene aspecto de ser un hombre que aprecia el ejercicio físico. Claro que imagino que su encuentro con Catherine Gagnon ha debido de dejarlo sin resuello.
Le soltó muy despacio las solapas de la gabardina.
—¿Me ha seguido?
—Digamos que, más bien, me he tomado un gran interés por sus actividades. ¿Vamos?
Harris señaló la acera con un gesto. Él apretó los labios, pero al cabo de un momento echó a andar a regañadientes. Sentía curiosidad y ambos lo sabían.
—Es muy guapa, ¿a que sí? —observó el investigador.
Él no respondió.
—¿Le costaría menos si ella fuera fea? —preguntó Harris—. Supongo que tiene que ser desconcertante conocer a la esposa del hombre al que ha matado y estar ya fantaseando con follársela.
—Vaya al grano.
—Ha estado haciendo preguntas, agente Dodge, así que he pensado que debería conocer todas las versiones. ¿Me permite?
No protestó y el investigador se entregó de lleno a su discurso.
—Catherine trabajaba en la sección de perfumería de Filene’s —empezó Harris—. ¿Le contó eso? Pues sí, la bella señora Gagnon vendía colonias para ganarse la vida. No solo le fue fatal en la universidad, sino que tampoco poseía ninguna cualidad laboral. Despachaba perfumes y vivía en un apartamento infestado de ratas de East Boston, vistiendo todos los días la misma ropa. Hasta que conoció a Jimmy, claro.
—¿Jimmy tenía dieciocho años?
—Lo cierto es que por aquel entonces tenía veintisiete.
—Entonces ya estaba crecidito. Sabía lo que hacía.
—Eso cabría pensar —concordó Harris sin inflexión en el tono—. Pero con una mujer como Catherine, las apariencias engañan.
—Ya, es un lobo disfrazado de cordero, etcétera, etcétera. Continúe.
—Jimmy Gagnon era un poco mujeriego; estoy seguro de que ya se lo habrán dicho. Era bien parecido, amante de las diversiones, un espíritu libre y, desde luego, sumamente generoso. Por su vida habían pasado muchas mujeres. Confieso que sus padres estaban empezando a preocuparse un poco, se preguntaban cuándo iba a sentar la cabeza. Y entonces conoció a Catherine. Él le sonrió de oreja a oreja, ella le perfumó un poquito, y el resto, como dicen, es historia. Mis clientes, James y Maryanne, al principio estaban muy contentos. Catherine parecía ser una chica encantadora, tranquila, callada… tal vez un poco tímida. Hasta que Jimmy, como es natural, les contó su trágica vida.
—Ciertas amarguras —murmuró.
—¿Perdón?
—Nada.
—Debería usted investigar el nombre de Catherine. Busque en 1980, indicando «Milagro de Acción de Gracias»; así es como la llamaban en aquella fecha. Un pedófilo la secuestró y la retuvo durante veintiocho días como esclava sexual en una especie de pozo excavado en el suelo. Unos cazadores la encontraron por casualidad y, de no haber sido por ellos, sabe Dios qué le habría sucedido. A Jimmy esa historia le pareció fascinante. Tenía usted que haber visto a Catherine hace seis años, cuando se conocieron; una joven excesivamente delgada, de ojos hundidos, vestida con harapos. No solo era muy guapa, sino que además tenía una historia trágica; era la típica damisela en apuros. Le dijo a Jimmy que él era la única oportunidad que se le había presentado para ser feliz y Jimmy se tragó el anzuelo con sedal y todo. En cuestión de meses se comprometieron y después se casaron. Catherine Gagnon llegó, vio y venció.
Ya habían recorrido una manzana entera de bloques y acometían la segunda con rapidez.
—Así que Jimmy consiguió una esposa guapa y Catherine una cuenta bancaria. —Él se encogió de hombros—. Así son la mitad de los matrimonios de los ricos y famosos. ¿Dónde está el problema?
—En su hijo. Tuvieron a Nathan justo un año más tarde, y Catherine cayó en las garras de una depresión en toda regla. La verdad es que como madre no daba la talla y, por primera vez, a James y a Maryanne les entró miedo. No solo de lo que Catherine estaba haciendo a Jimmy, sino de lo que pudiera hacer a Nathan.
Harris cambió bruscamente de tema.
—Catherine tenía solo doce años cuando Richard Umbrio la secuestró en plena calle. Yo antes era policía, ¿sabe?, trabajaba en el departamento de Homicidios de Baltimore. Por muchos casos que uno haya visto, los secuestros de niños son los peores. Aquella pobre niña, volviendo a su casa andando desde el colegio cuando, de repente, es atrapada y forzada a subir a un coche. Seguro que chilló con todas sus fuerzas, pero nadie oyó nada. Y Richard no era un tipo pequeñajo, un pervertido con aspecto de marica esmirriado que abusa sexualmente de los niños, como tantos otros, que tiene que utilizar como víctimas a criaturas porque obviamente no puede enfrentarse a una persona de su tamaño… ¡Qué va! A la tierna edad de veinte años, Richard Umbrio medía un metro noventa y pesaba ciento diez kilos. Sus vecinos tenían por costumbre cruzarse de acera para no tener que establecer contacto visual con él. Catherine, en cambio, debía de pesar unos cuarenta kilos. ¿Qué podía hacer una niña tan menuda como ella contra un tipo como él? Permítame que sea el primero en decir que no existe un infierno lo bastante grande para algunos de los cabrones que tenemos paseándose por el planeta.
»Richard se la llevó a un bosque cercano a su casa y la encerró bajo tierra, donde pudiera ir a verla cada vez que se le antojase sin que nadie escuchara nada. Le dio una lata de café a modo de orinal, una jarra de agua y una barra de pan. Nada más. Ni una linterna, ni una cama, ni una manta con la que abrigarse. La mantuvo encerrada allí abajo como si fuera un animal y, durante casi un mes, le hizo todo lo que quiso, siempre que quiso.
»Hay que preguntarse el efecto que semejante maltrato sistemático puede tener en un niño. ¿Cómo debió de sentirse Catherine, sola y a oscuras durante largos períodos de tiempo, para que cuando por fin conseguía compañía fuera la de un violador en serie? Uno se enfurece solo de pensarlo, ¿verdad?
Él seguía sin responder, pero apretaba la mandíbula y tenía las manos cerradas en dos puños a los costados. Le daba la impresión de que Harris aún no había llegado a la peor parte de la historia, de que aquello no eran más que los preliminares. De que el hombre estaba todavía en la etapa de precalentamiento.
—Puede que para Catherine fuera una suerte que la encontrasen —prosiguió el investigador—, o puede que no. ¿Realmente es capaz una persona de recuperarse de algo así? ¿Hay alguna posibilidad de que una niña deje atrás todo eso y vuelva a vivir una vida normal?
Harris aguardó un instante antes de continuar.
—Nada más nacer Nathan, Catherine dejó de dormir. Jimmy la encontraba paseando por la casa, encendiendo frenéticamente todas las luces. Según la llevaba a la cama, ella se bajaba por el otro lado. Si él apagaba las luces, ella volvía a encenderlas, incluida la del horno. Y aquellos extraños impulsos no eran los únicos. Cuando sacaba a Nathan de la cuna, lo sostenía con rigidez sin acercárselo al cuerpo. Cuanto más lloraba el niño, más lo apartaba de sí, llevándolo como si fuera un bote de sopa que uno no sabe dónde dejar. Al tercer día Jimmy la encontró de pie junto a la cuna, con una almohada en los brazos. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, ella contestó que Nathan le había dicho que tenía mucho sueño y que necesitaba dormir. A Jimmy le entró el pánico y llamó a sus padres. Los Gagnon se asustaron y acordaron que él no debía dejar al niño nunca más a solas con su madre y se pusieron a buscar una niñera.
»Hay que reconocer que una vez que contrataron a la niñera las cosas se calmaron un poco. Sobre todo porque Catherine le entregó a su hijo y no volvió a mirar atrás; en el sentido más literal. La niñera se llevó al pequeño y Catherine se fue al salón de belleza. Jimmy se sintió un tanto frustrado, como puede usted imaginarse. Creía que se había casado con una joven encantadora, que incluso la había rescatado, y así era como se lo pagaba ella, abandonando a su hijo; yéndose de viaje a Europa y codeándose con una panda de amigotes a los que llamaba «compañeros». Si le soy sincero, Jimmy tampoco es que fuera el más fiel de los maridos. Estoy completamente seguro que nadie diría que aquel era un matrimonio feliz.
—Entonces, ¿por qué Jimmy no la dejó sin más? —preguntó él—. ¿O es que le divertía más arrearle palizas?
—Ah, las infames palizas… Así que ya se lo han contado… Bueno, digamos que los rumores de malos tratos entre cónyuges pueden exagerarse bastante. Sin embargo, tráigame un atestado de la policía, una caja fuerte llena de fotografías o, por lo menos, un testigo que corrobore que eso existió. Es fácil contar cuentos, pero hay que atenerse a los hechos.
—Hecho uno —enumeró él levantando un dedo—. Si Jimmy era tan desgraciado en su matrimonio, ¿por qué no la dejó?
—Y la dejó. Aquella fue la primera vez que Nathan se puso enfermo.
—¿Cómo?
—Jimmy intentó alejarse de Catherine, y por arte de magia Nathan se puso malo. Catherine afirmó que el pequeño estaba muy enfermo, que necesitaba pruebas especiales y atención médica. Ella buscó a los mejores especialistas que se pueden conseguir con dinero y Jimmy regresó inmediatamente a casa. Por Dios, su hijo estaba gravemente enfermo, él no podía abandonar a su esposa en un momento así.
»Y aquello marcó la pauta. Si Jimmy pillaba a Catherine acostándose con su sastre, montaba en cólera y Nathan terminaba otra vez en el hospital. Muy enfermo, sin duda; vomitando, con fiebre, malnutrido… Hasta el mismo instante en que Jimmy volvía a tranquilizarse. Entonces Nathan experimentaba una recuperación milagrosa. Como puede usted imaginarse, James y Maryanne estaban cada vez más preocupados. No solo veían que Jimmy empezaba a tener los nervios destrozados, además no soportaban imaginar lo que debía de estar ocurriéndole a su nieto.
—De manera que empezaron a decir que Nathan estaba sufriendo malos tratos —acabó él la exposición. Dejó de andar y miró a Harris a los ojos—. ¿Tiene algún dato que respalde esa historia, Harris? Porque el propio médico de Nathan insiste en que hay una base médica para lo que le sucede al niño.
—¿El doctor Lancelot? —Harris soltó un bufido al tiempo que también dejaba de andar—. Dele recuerdos de mi parte para su mujer y sus hijas. Catherine maneja a ese pobre idiota con un dedo. Tanto, que sería capaz de afirmar que la luna es un queso si con ello la hace feliz. Hace seis meses Jimmy descubrió que Catherine había estado acostándose con él. Entonces fue cuando yo entré en escena, para seguir los pasos a Catherine e intentar averiguar lo que de verdad pasaba con Nathan. O, mejor dicho, para proteger a Nathan llegado el caso, porque Jimmy ya estaba tan harto que comenzó a tramitar el divorcio.
Se encontraban en la esquina de una calle. El tráfico se había incrementado, así como el nivel de ruido, pero de repente nada de aquello importaba. De pronto supo, con toda exactitud, lo que Harris iba a decir a continuación.
—James y Maryanne hicieron bien en sospechar —dijo el investigador en voz baja—. Por desgracia, habían subestimado lo lista que podía ser Catherine. Centraron la atención en Nathan y en ningún momento se preocuparon del pobre Jimmy. El martes por la mañana Jimmy Gagnon presentó formalmente una demanda de divorcio de Catherine Gagnon. Y justamente… sesenta horas después, estaba muerto. Dígame, agente, ¿no es demasiada coincidencia?
—Venga, Harris. Hubo una llamada a la Policía por alboroto doméstico. Catherine no tenía modo de saber lo que iba a ocurrir a continuación.
—¿Vio usted la televisión el jueves por la noche, agente? ¿Se enteró de que la Policía de Boston estaba ocupada en otra misión? Los mismos agentes de la Policía de Boston que conocían a Jimmy y a Catherine, y que tal vez hubieran resuelto la situación con un poco más de tacto, estaban ocupados. Me pregunto si Catherine también estaba viendo la televisión esa noche.
—Aun así, ella no podía saber que Jimmy iba a volver a casa borracho, que tendría un acceso de cólera, que cogería una pistola…
—¿En serio? Porque yo conozco a un montón de esposas que saben exactamente cómo apretar las clavijas a sus maridos para provocarlos, la mejor manera de hacer estallar una bronca, el modo más rápido de tocarles las pelotas. No me cabe la menor duda de que usted también habrá visto casos, agente Dodge. No existe una sola esposa en el mundo que no sea capaz de lograr que a su marido le entren ganas de matar a alguien.
Harris lo miró con gesto elocuente. Esta vez él no fue tan rápido a la hora de contestar.
—Catherine volverá a llamarlo —aseveró Harris—. Le contará que su hijo se encuentra gravemente enfermo. Le dirá que usted es la única esperanza que le queda. Le suplicará que la ayude. Eso es lo que hace Catherine, agente Dodge; destrozar la vida de los hombres.
—¿Cree sinceramente que sería capaz de matar a su propio hijo solo para vengarse de su marido?
Harris se limitó a encogerse de hombros.
—Puede que los hombres seamos violentos, agente Dodge, pero reconozcámoslo, las mujeres son crueles.