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La noche que recibió el aviso, Bobby Dodge había hecho un turno de quince horas. Fue una jornada en la que muchos conductores impacientes coincidieron en la 93, dando lugar a un gran número de golpes, choques y colisiones. La ciudad era siempre así en esa época del año; árboles desnudos, anocheceres veloces y las vacaciones de Acción de Gracias a la vuelta de la esquina…

El ambiente que se respiraba en las calles era desapacible. Después de las bulliciosas barbacoas veraniegas, ahora uno caminaba solo por la ciudad escuchando el sordo siseo de las hojas secas al arrastrarse por las aceras heladas.

Eran muchos los policías que se quejaban de los cortos y grises días de febrero, pero él nunca se había llevado bien con el mes de noviembre. Y aquel día en concreto no había servido para hacerle cambiar de opinión.

Su turno había comenzado con un choque de poca importancia en el que también colisionaron dos mirones despistados que se dirigían hacia el norte. Después de cuatro horas de papeleo, estaba convencido de que ya había pasado lo peor de la jornada.

Sin embargo, a eso del mediodía, cuando el tráfico debería de haber ido como la seda incluso en la 93 —una autopista famosa por sus atascos—, se produjo otro accidente en el que se vieron implicados cinco vehículos. Un taxista aceleró, intentando atravesar cuatro carriles en una sola maniobra, y el Hummer de un estresado ejecutivo de una agencia de publicidad se interpuso en su camino de forma violenta.

El Hummer encajó aquel golpe como un campeón de los pesos pesados, pero el destartalado taxi quedó fuera de combate, llevándose por delante a otros tres coches más. Todo esto supuso tener que llamar a cuatro grúas, dibujar un diagrama del accidente y, por último, detener al ejecutivo al descubrir que este había añadido unos cuantos martinis al almuerzo de trabajo.

Detener a una persona que conducía bajo los efectos del alcohol implicaba un montón de papeleo más, así como una excursión a la comisaría de South Boston. Y todo ello en hora punta —momento en el que nadie cede el paso, ni siquiera a un policía—, a lo que se sumó el altercado con el que tuvo que lidiar cuando el publicista se resistió a entrar en el calabozo.

El individuo pesaba unos veinticinco kilos más que él. Y, como si fuera uno de esos tíos que se enfrentan a rivales más pequeños, confundió tener más peso con más fuerza e ignoró las señales. Se aferró al marco de la puerta con la mano derecha e impulsó su corpachón hacia atrás, esperando derribarle como si de una partida de bolos se tratara. La pregunta era, ¿qué había pensado hacer después? ¿Cruzar a la carrera una comisaría de policía llena de agentes armados?

Bobby se inclinó hacia la izquierda, le puso la zancadilla y contempló cómo el ejecutivo con sobrepeso caía al suelo. El hombre aterrizó con tal estrépito que unos cuantos agentes detuvieron lo que estaban haciendo para aplaudir aquel espectáculo gratuito.

—¡Voy a ponerle una puta denuncia! —gritó el borracho—. Voy a demandarle, a usted y a todo el puto estado de Massachusetts. Pienso comprar este garito, ¿me oye? ¡Voy a convertirme en el puto amo del lugar!

El hombre volvió a escupir otra sarta de insultos mientras él le ponía en pie bruscamente, posiblemente porque al mismo tiempo le estaba doblando el pulgar hasta hacer que se tocara la muñeca con él. Acto seguido le empujó al interior de la celda y cerró la puerta.

—Si va a vomitar, haga el favor de utilizar el inodoro —pidió, al ver que el detenido se estaba poniendo un poco verde.

El ejecutivo le mostró el dedo corazón antes de agacharse y vomitar en el suelo.

Bobby movió la cabeza, sin dar crédito.

—¡Capullo de mierda! —murmuró.

Algunos días eran así, sobre todo en noviembre.

Para cuando el carísimo abogado del publicista pagó la fianza que liberó a su cliente y limpiaron la celda con una manguera, pasaban las diez de la noche. Y él había empezado el turno a las siete de la mañana… Debería irse a casa, llamar por teléfono a Susan y dormir un poco antes de que la alarma del despertador sonara a las cinco para que todo volviera a empezar.

Sin embargo, estaba tan nervioso que incluso se sorprendió a sí mismo. Notaba que la adrenalina le hervía en las venas a pesar de que tenía fama de ser un tipo tranquilo, calmado y sereno.

Decidió no ir a casa. Se cambió el uniforme por unos vaqueros y una camisa de franela y se dirigió al bar que solía frecuentar.

Alrededor de la barra rectangular del Boston Beer Garden había unos catorce hombres, fumando y bebiendo cerveza de barril, mientras contemplaban ensimismados los diversos televisores de plasma. Él saludó con la cabeza a unos cuantos conocidos, llamó a Carl, el camarero, con un gesto de la mano y se sentó en un taburete vacío un poco alejado del resto. Carrie le puso delante el consabido plato de nachos y Carl le sirvió una Coca-Cola.

—¿Un día largo, Bobby?

—Como todos…

—¿Esperas a Susan?

—Esta noche tiene ensayo.

—Ah, sí. El concierto será dentro de dos semanas, ¿no? Una chica guapa y con talento, sí señor. Insisto, Bobby, te conviene conservarla.

—Como te oiga Martha… —replicó—. Después de haber visto a tu mujer levantar un barril de cerveza, no quiero ni pensar lo que puede ser capaz de hacer con un rodillo de amasar…

—A mí también me conviene conservar a mi Martha —le aseguró Carl—. Sobre todo porque no quiero morir.

Carl le dejó a solas, con la Coca-Cola y los nachos. En la televisión estaban dando en directo un boletín informativo; se trataba de un incidente que estaba ocurriendo en Revere. Un sospechoso, fuertemente armado, se había atrincherado en su domicilio después de haber disparado indiscriminadamente contra sus vecinos. El departamento de Policía de Boston había desplegado a los SWAT: «nadie quería correr riesgo alguno».

Sí, noviembre era un mes rarito. Alteraba a las personas y las dejaba sin defensas contra la tristeza del invierno. Incluso los tipos como él tenían que esforzarse al máximo para sobrevivir.

Se terminó los nachos y se bebió la Coca-Cola. Pagó y, justo cuando estaba convenciéndose de que ese era el momento ideal para marcharse a su casa, comenzó a pitar el busca que llevaba en el cinturón. Leyó inmediatamente la pantalla y, al momento, salió disparado por la puerta.

Aquel había sido el típico día de noviembre y ahora iba a convertirse en la típica noche de noviembre.

A Catherine Rose Gagnon tampoco le gustaba demasiado noviembre, aunque para ella el verdadero problema había comenzado en octubre. El 22 de octubre de 1980, para ser exactos. Aquel lejano día soplaba una brisa templada y el sol era un beso cálido sobre su cara cuando regresaba caminando a su casa desde la escuela. Iba cargada de libros y se había puesto su conjunto favorito: medias marrones hasta las rodillas, una falda de pana oscura en el mismo tono y una camiseta dorada de manga larga.

Un coche se acercó a ella desde atrás. Al principio no se fijó en él, pero luego se dio cuenta vagamente de que un Chevy azul reducía la velocidad y se colocaba a su lado, circulando despacio. Escuchó la voz de un tipo: «Hola, cariño. ¿Me puedes ayudar un momento? Estoy buscando un perrito perdido».

Lo que vino a continuación fue dolor y sangre, gritos ahogados de socorro mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas y se mordía el labio inferior.

Después, oscuridad y su débil voz entrecortada. «¿Hay alguien ahí?».

Luego, durante mucho tiempo, no hubo nada.

Después supo que aquello había durado veintiocho días. Ella no tenía forma de saberlo. En aquella oscuridad no había existido el tiempo, solo una soledad sin fin. Aquel lugar era frío y solo había silencio, aunque el tipo regresó algunas veces. Al menos eso había sido algo. El resto fue la nada absoluta; un flujo infinito de nada que estuvo a punto de conducirla a la locura.

El dieciocho de noviembre fue encontrada por unos cazadores que descubrieron la plancha de madera contrachapada y la levantaron con sus escopetas. Cuando la abrieron, se sorprendieron al escuchar sus débiles lamentos. La rescataron triunfantes, sacándola de aquella prisión de cuatro por seis excavada en la tierra, para que respirara con libertad el aire fresco del otoño.

Más tarde vio las fotos en los periódicos. Sus oscuros ojos azules, enormes; su cabeza, cadavérica; su cuerpo, flaco y encogido sobre sí mismo, como si de un pequeño murciélago marrón que hubiera sido expuesto cruelmente al sol se tratara.

La prensa la denominó «El milagro de Acción de Gracias».

Sus padres la habían llevado a casa, donde vecinos y familiares fueron desfilando ante la puerta lanzando exclamaciones de, «Oh, ¡gracias a Dios!», «¡Justo antes de las vacaciones!» y «¡Oh, parece mentira…!».

Ella había permanecido sentada dejando que la gente hablara a su alrededor mientras escondía en los bolsillos la comida que le servían en bandejas repletas; con la cabeza gacha y los hombros echados hacia adelante. Seguía siendo un pequeño murciélago y, por algún motivo que no sabía explicar, se sentía abrumada por la luz.

Después habían llegado más policías para que les hablara del hombre y del coche. Le habían mostrado fotografías hasta que ella señaló una. Días o semanas después —¿realmente importaba?—, fue a la comisaría, donde se quedó mirando fijamente a una serie de detenidos antes de volver a indicar con solemnidad a uno de ellos con el dedo.

Richard Umbrio fue juzgado seis meses más tarde. Tres semanas después de que se iniciara el proceso, ella subió al estrado con su sencillo vestido azul y sus brillantes merceditas para señalarle una última vez con el dedo. Luego Richard Umbrio desapareció para siempre.

Y ella regresó a casa con su familia.

No comía mucho. Le gustaba guardarse la comida en el bolsillo o, simplemente, sostenerla en la palma de la mano. Tampoco dormía demasiado; yacía en la oscuridad, con sus ciegos ojos de murciélago buscado algo que no era capaz de nombrar. A menudo permanecía inmóvil, intentando respirar sin hacer ruido.

A veces su madre se quedaba mirándola desde la puerta, toqueteándose el cuello con sus pálidas manos blancas. Al final ella siempre escuchaba a su padre desde el pasillo.

«Ven a la cama, Louise. Ya te llamará si te necesita».

Pero nunca la llamó.

Pasaron los años y ella creció. Enderezó los hombros, se dejó el pelo largo y descubrió que poseía esa clase de belleza oscura y poderosa que hacía que los hombres se detuvieran a su paso. Piel pálida, negro pelo brillante y unos enormes ojos azul noche que conseguían que los hombres la desearan con desesperación. Y ella los usó a voluntad. Pero no era culpa suya, y tampoco de ellos; sencillamente no sentía nada.

Su madre murió de cáncer en 1994. Intentó llorar en el entierro, pero estaba seca por dentro y los sollozos sonaban acartonados y falsos.

Después se fue a su casa, a su solitario apartamento, donde intentó no volver a pensar en ello. Aunque a veces, como por arte de magia, imaginaba a su madre de pie en la puerta de la habitación.

«Ven a la cama, Louise. Ya te llamará si te necesita».

«Hola, cariño… Estoy buscando un perrito perdido…».

En noviembre de 1998, El Milagro de Acción de Gracias se acababa de acurrucar desnuda en la bañera de porcelana blanca, con su cuerpo delgado y huesudo temblando de frío, mientras apretaba en el puño una navaja de afeitar. Algo malo iba a suceder. Oscuridad más allá de la oscuridad; una caja enterrada de la que no había posibilidad de retorno.

«Ven a la cama, Louise. Ya te llamará si te necesita».

«Hola, cariño… Estoy buscando un perrito perdido…».

La hoja, fina y ligera en sus manos. El filo besando su muñeca, y percibió la abstracta impresión de la sangre, caliente y roja, envolviéndole la piel. Sonó el teléfono. Se espabiló de su letargo el tiempo suficiente como para atenderlo. Y aquella única llamada le salvó la vida. El Milagro de Acción de Gracias resucitó.

Pensaba en ello ahora, mientras sonaba de fondo la televisión: «Un sospechoso armado se ha atrincherado en su domicilio después de efectuar numerosos disparos contra sus vecinos. Los agentes del SWAT de Boston consideran la situación muy volátil y extremadamente peligrosa».

Su hijo sollozaba en sus brazos.

—Mamá, mamá, mamá…

Y su marido gritaba desde el piso de abajo.

—Sé lo que estás haciendo, ¡zorra! ¿Crees que soy estúpido? Bueno, pues no te va a funcionar. ¡No vas a salirte con la tuya! ¡Esta vez, no!

Jimmy se lanzó escaleras arriba en dirección al dormitorio.

El teléfono ya la había salvado en una ocasión, ahora rezaba para que volviera a hacerlo de nuevo.

—¿Oiga? ¿Policía? ¿Pueden oírme? Se trata de mi marido. Creo que tiene un arma.