UNA ESTRELLA DEL ROCK
Ya no hay estrellas del rock como las de antes, eso está claro. Ahora no se convierten en mitos, al menos no como los de cuando ni siquiera habíamos nacido. Aquellos eran grandes y los de ahora, una versión light. Pero si entre toda la generación sin cafeína actual hay alguien que destaca, alguien que puede compararse a los grandes, a las leyendas, ese es Gabriel (léase en inglés), el cantante de Disruptive.
Gabriel es un hombre tan guapo que de haber sido un buen chico habría supuesto una pérdida irreparable para el imaginario erótico femenino a nivel mundial. Casi siempre que sale en la prensa es por estar zumbándose a alguna modelo e it girl rebelde o por haberse enzarzado en alguna pelea de bar. Creo que es posible que alguna vez hiciera las dos cosas juntas. Es uno de esos niños malos que te arrancan un ronroneo involuntario de la garganta.
La cuestión es que Gabriel, con su pelo negro, lacio y siempre desordenado, con un leve toque emo, lleva tatuados hasta los nudillos de las dos manos con el mítico «Hate», «Love». Es tan macarra que solo con verlo en la tele se me caen las bragas hasta el suelo y ellas solitas se meten en la lavadora.
Y ahora lo tengo al lado, sentado en la arena.
Nunca he sido demasiado fan de su música, la verdad, pero sentí mucho cuando su grupo se separó, más que nada porque temí que, como en tantos otros casos, su disco en solitario no triunfara y él desapareciera de la vida pública. No lo sentiría especialmente por él; dicen que ya amasa una de las fortunas más grandes de la actual industria musical. Lo único a lo que tenía miedo era a quedarme sin poder mirar con la babilla colgando las fotos que salen de él con cada promoción discográfica. Pero no. Parece que el asunto turbio de drogas, violencia y cárcel que lo ha separado del resto de sus compañeros (que al parecer lo hacían parecer buen chico y todo) le ha dado publicidad y lo ha encumbrado como el nuevo chico malo del panorama musical. Chico malo con carita de no haber roto un plato en su vida; un engañamadres de impresión, sexi y melancólico.
Desde entonces, además de haberse tatuado el pecho, haberla emprendido a golpes con un par de paparazzi y haber protagonizado el videoclip de otra cantante de moda, ha ganado más premios que Julio Iglesias. Y saco a Julio Iglesias a colación porque resulta que, paradojas de la vida, Gabriel es español.
Como yo de él solo admiro lo bueno que está, no sé muchos datos, únicamente que nació en España, que sus padres se mudaron a un punto indeterminado de Escocia en algún momento de su niñez y que él terminó, cosas del destino, poniendo cafés en Los Ángeles, donde llamó la atención del ojeador de una agencia de modelos. Entre una cosa y otra, saltó la liebre de su talento musical y sin darse apenas cuenta, estaba grabando su primer videoclip junto a cuatro energúmenos que debían de ser los amiguetes con los que fumaba canutos los fines de semana y que, por azares del destino, sabían tocar la batería, el bajo y la guitarra eléctrica.
Ayyyy, es tan macarra…
Y aquí le tengo, sentado a mi lado, mirándome a través de los lacios mechones de su pelo negro brillante, interesándose sobre por qué Álvaro y yo rompimos. En serio, Silvia…, ¿cómo lo haces para que tu vida sea tan rara?
A pesar de lo extraño de las circunstancias que me han llevado a estar allí contándole mi vida, me siento muy cómoda. Tengo la certeza de que este chico ya lo ha visto y oído todo, así que nada de lo que yo le cuente le parecerá tan extraño y sin sentido como a la gente que me rodea. Hay algo en Gabriel que desinhibe, a pesar de lo tremendamente bueno que está. Y cuando digo que está bueno, me quedo muy corta. Es la versión macarra del príncipe de mis sueños, pero no en plan moñas, sino de esos sueños de los que te despiertas en mitad de un orgasmo brutal que no puedes controlar.
Después de un par de horas de charla, siento que no tengo mucho más que contarle sobre mí. Le miro otra vez, suspiro y le pregunto, ya para terminar, por qué le interesa todo aquello.
—Estoy harto de que la gente me pregunte cosas. A veces también apetece que alguien te cuente algo que no tenga nada que ver con…, con nada. —Se encoge de hombros.
No quiero mirarle demasiado, porque seguramente también está harto de que las mujeres lo observemos con lujuria, así que mejor miro hacia el mar, donde se refleja el sol.
—Molas. Sabes cuándo tienes que callar —dice en un murmullo, más para sí mismo que hacia mí.
No puedo evitar mirarle con el ceño fruncido, muy sorprendida. Álvaro siempre se queja justamente de lo contrario.
—Creo que eres la única persona en el mundo que opina eso —y al decirlo me río con tristeza.
—Y entonces, Silvia… —y cuando dice Silvia a punto estoy de regalarle mi sujetador—, ¿dónde vas a dormir esta noche?
—Ya es de día —contesto con la mirada perdida en el mar, que está adquiriendo una tonalidad plata y naranja.
—Pues esta mañana, ¿dónde vas a dormir?
—Me voy al hotel a probar suerte. —Me revuelvo el pelo y pongo los ojos en blanco.
—No, tía —dice muy firmemente—. Vente a sobar a casa. Tiene doscientas habitaciones.
—¿A tu casa? —y la pregunta me parece muy chillona cuando me escucho verbalizarla, a pesar de que dentro de mi cabeza la corea una multitud de hormonas desbaratadas.
—No es mi casa. No sé ni quién me la ha prestado. Solo espero que no le tenga mucha estima a las estatuas del jardín, porque creo que anoche me las follé a todas —pero al decirlo ni siquiera se ríe—. Venga, vente. Cuando te despiertes, ya si eso te vas.
—Pero…
—Venga, no seas pava. —Ahora sí sonríe, mirándome—. Es mi buena acción del año.
Me sorprende que vayamos andando. No esperaba que Gabriel se dejara ver a estas horas, a plena luz del día, sin guardaespaldas o sin un séquito. Y además con esa cara de resaca, aunque aun así está estupendo, no vayamos a pensar. Claro, va con el look. Además, hay que acercarse y fijarse mucho para ver algo a través de sus greñas. Pero tampoco hay nadie por la calle y menos en este barrio residencial, colina arriba, por donde andamos ahora en silencio. Me pregunto si Bea sería capaz de imaginarse dónde y con quién estoy. Ni en otra vida…
Me apetece preguntarle un montón de cosas absurdas, como si se tiñe el pelo y por eso es tan negro y tan brillante o si es verdad que lo echaron de una fiesta en casa de Marilyn Manson por salvaje, pero estoy segura de que no le apetece lo más mínimo que el paseo se convierta en una entrevista improvisada, así que le hago una pregunta mucho más absurda, para romper el hielo.
—Y bueno, dime…, ¿qué te ha parecido mi historia?
Me mira un momento y después se aparta sin orden ni concierto un montón de pelo de la cara. Sus dos ojos brillan cuando sonríe, con una chispa dorada en cada uno de sus iris.
—Normal.
—¿Normal? —No es un adjetivo que nadie suela utilizar conmigo.
—Sí. En el mundo en el que me muevo esas cosas no pasan. Todo es absurdo e histriónico.
—Pero no siempre has sido un cantante megaestrella del rock.
—Lo que yo hago ¿es rock? —Se ríe entre dientes—. Bueno, ya ni siquiera me acuerdo de cuando no era famoso. Me parece que hace siglos de eso.
—Si no fuera porque es de día y no te has desintegrado daría crédito a esa leyenda urbana que dice que eres vampiro.
Mete las manos en los bolsillos de su vaquero maltrecho y lanza una risita ronca.
—Lo que no entiendo es…, joder, tía, no te pega nada un tipo estirado como el tal Alberto —sentencia después de mirarme a través de su flequillo.
—Álvaro —puntualizo—. Y supongo que el amor es ciego.
—Bah, no me vengas con esas. Pareces una tía inteligente, no puedes pensar así.
—¿Que el amor es ciego?
—En el amor en general. La cuestión es esta: nos fijamos en las tías que nos la ponen dura. Si molan, nos quedamos con ellas. Si no molan, nos hartamos y a otra cosa. Y si una tía te la pone dura y te mola, pues ya te piensas lo de tener hijos y esas cosas. A vosotras os pasa lo mismo. Es cuestión de costumbre y sexo. No hay amor. Eso nos lo hemos inventado.
Le miro de reojo y me interrogo a mí misma si no tendrá razón. Eso explicaría muchas cosas. Pero no quiero pensar así. No quiero terminar siendo fría como Álvaro. Suspiro con tristeza.
—¿Qué? —me dice parándose frente a una enorme y señorial casa pintada de blanco con un portón de hierro forjado negro.
—Qué pena, parecías un tío inteligente.
Gabriel se echa a reír despreocupadamente y de pronto me parece un chiquillo. Después pone un pie sobre el muro de piedra que hay junto a la verja y de un salto se cuela dentro.
—¡Oye! ¡Que yo no voy saltando vallas en plan gacela trasnochada! —le grito.
Aparece de nuevo y abre el portón desde dentro.
—Entra, pava. —Y después, riéndose, me da una suave patada en el trasero enfundado en los vaqueros.
—¿Sueles hacer estas cosas? —le digo con una expresión divertida.
—¿Qué cosas?
—Recoger a desconocidas en la playa y traértelas a casa.
—Más veces de las que me gustaría confesar. Pero no te ofendas. —Me echa otra de sus miraditas a través del pelo desordenado—. Suelen terminar espatarradas en mi cama, no en la de invitados.
—Si tuviera que ofenderme por eso… —lanzo un bufido y le sigo por un caminito de adoquines blancos que salpican un césped pisoteado.
No puedo evitar echar un vistazo a dos de las estatuas clásicas (de esas con un punto hortera irresistible) que hay a un lado y otro del jardín… Sí, ciertamente parece que han sido mancilladas recientemente. Yo diría que incluso algún desalmado les ha robado la virtud.
Gabriel abre la puerta principal y se pone un dedo sobre los labios para pedirme silencio. En un susurro añade:
—Toda la prole debe de estar sobando.
—¿Cuánta gente hay aquí ahora mismo?
—Cuando empezó la fiesta creo que contamos cincuenta. Cincuenta entre borrachos, drogadictos y putas.
—Da gusto escucharte hablar, pareces un trovador.
Gabriel no da muestras de que le haga gracia ni tampoco de que le ofenda; solo me lleva escaleras arriba después de cerrar la puerta.
—Probemos suerte.
En un pasillo en el que fácilmente hay seis habitaciones, no encontramos ninguna sin inquilino, así que subimos un piso más. Al final, frente a su habitación encontramos una, pequeña, en la que no parece haber nadie. Pero por si acaso yo busco a conciencia, no sea que alguno de sus gorrones crea eso de que Gabriel es en realidad un vampiro y por emularlo me lo encuentre durmiendo en un armario. Pero parece que está despejado.
—Bueno… —dice apoyándose en el quicio de la puerta en una pose muy macarra y sexi—. Si no te veo cuando me despierte, ha sido un placer. Gracias por la charla.
—A ti por la cama.
—Bah, ya ves… —Se gira para meterse en su habitación, pero antes vuelve a echarme una miradita a través de su flequillo y con una sonrisita suficiente dice—: Esto…, Silvia…
—¿Qué?
—Ese tío, el de tu curro, no vale la pena. Si de verdad el amor es ciego y todas esas mierdas, a él debería darle igual que de vez en cuando te presentes en el trabajo sin bragas.
—Solo fue una vez —contesto en tono cansino, pero con una sonrisa.
—Vale, lo que sea. Búscate uno así, como tú.
—¿Y cómo soy yo?
Gabriel rebusca en sus bolsillos y se encoge de hombros a la vez que saca un paquete de tabaco arrugado.
—Especial, supongo.
Después solo guiña un ojo y se mete en su cuarto, encendiéndose el cigarrillo. Ayyyy…, es tan macarra que fuma en la cama pasando por alto los riesgos de muerte por cremación.
Gabriel, me has robado el corazón.