NO PODRÁ SER PERO…
Alvaro y yo no hablamos del plantón, evidentemente, porque hacerlo implicaba tener que admitir que había esperado cuarenta y cinco minutos como una gilipollas frente a un despacho vacío. Y no, yo nunca he sido de ese tipo de chicas que admite hacer el ridículo cuando no hay testigos. Si todo el mundo me veía caerme del pódium de una discoteca con las piernas abiertas al puro estilo Van Damme con hernia lumbar, pues, oye, yo me levantaba, me reía con todos los demás y sanseacabó, pero no iba a admitir estar tan colada por Álvaro como para esperarle tres cuartos de hora. El muy imbécil.
Como se puede uno imaginar me cogí un cabreo mayúsculo. Cuando llegué a casa pensé en llamarle y gritarle que quién se creía que era o en mandarle una pizza a las doce de la noche. Yo qué sé. El caso es que esa rabia mutó a tristeza y después de llamar a Bea, lloré como si se acabara el mundo o, lo que es lo mismo, como si cerraran el Friday’s que había frente a mi casa y que llevaba pedidos a domicilio.
Al día siguiente traté de ignorar a Álvaro pero admito que quizá lo seguí con la mirada más de lo que hubiera preferido. Además, lo hice con cara de psicópata, la verdad. Como era consciente evité cualquier trato o conversación con él. Así resultaba mejor. Él tampoco me buscó para darme una explicación, de modo que ya me quedaba claro lo mucho que le importaba haberme dado plantón. Valiente gilipollas.
Pasaron días y días en los que, a pesar de todo, la relación se normalizó, volviendo a su cauce y a poder ser definida como «cordialidad coqueta». Y habría seguido así mucho tiempo hasta enfriarse del todo si no fuera porque debo de ser la persona con la peor suerte del mundo.
Era jueves y había salido tarde de la oficina, liada con un papeleo burocrático periódico que siempre dejaba para el último momento. Cómo no, yo siempre tan previsora. La cuestión es que se había hecho de noche en la calle y cuando llegué a casa, como estaba más o menos pasando el quinto pino, la primera a la derecha, ya era bastante tarde.
Entré en el portal, cogí las cartas del banco del buzón y subí en el ascensor canturreando el último temazo de discoteca al que había puesto mi propia versión de letra. Entré en casa y fui directa a mi dormitorio para quitarme la ropa de oficina y ponerme el pijama o, como a mí me gusta llamarlo, el traje de luces. Por aquel entonces, como ya he contado antes, vivía en un minúsculo estudio. Era tan pequeño que tenía por costumbre no encender casi ninguna luz a mi paso porque solamente con la de mi dormitorio casi se iluminaba por completo.
Me quité los zapatos, las medias y la falda y estaba pensando en qué me prepararía para cenar cuando vi una sombra moverse en la cocina. Me quedé parada, con las dos manos en el broche del sujetador, y arqueé confusa una ceja. ¿Estaba empezando con los delirios? Me fijé en la oscuridad y me pareció distinguir una silueta. Dejé caer muy despacio las manos y escondiéndome detrás de la pared, me puse un camisón blanco con un poco de encaje. No es que quisiera seducir al desconocido que pululaba en mi cocina, es que fue lo primero que encontré.
Traté de controlar la respiración y me dije a mí misma que lo más seguro era que me lo hubiera imaginado. Me tranquilicé y me obligué a comprobar que realmente no pasaba nada y que nadie estaba invadiendo mi casa. Pero al asomarme de nuevo lo que vi fue que, claramente, había un tío enorme en mi cocina.
Reprimí las ganas de gritar y tirando del bolso me lo colgué de lado. La puerta que daba a la calle no era una opción, porque tendría que pasar por donde estaba quienquiera que fuera aquel monstruo. Así que, sin pensármelo dos veces, salí corriendo, derrapé en el codo del pasillo y cogiéndome del marco de la puerta me colé en el cuarto de baño y cerré con un portazo. Eché el pestillo y tras mover el mueble donde guardaba las toallas y los potingues, bloqueé la puerta. Unos pasos en el pasillo terminaron de ponerme los pelos de punta.
Rebusqué en el bolso dándole vueltas a la mano como una cuchara dentro de un caldero y al final cacé el móvil. Lo lógico hubiera sido llamar a la policía, pero a mí la inteligencia solo me llegó para buscar con dedos temblorosos su teléfono y llamar a Álvaro. ¿Por qué? No tengo ni idea. Lo cogió, sorprendido, al tercer tono. No solíamos llamarnos.
—¿Qué pasa, Garrido?
—Hay…, hay un tío en mi casa —balbuceé—. Hay un tío en mi casa, Álvaro.
Y tapándome la cara, sentí cómo el ataque de histeria se abría paso por todo mi organismo.
—¿Qué dices? —me preguntó con la voz tensa como un cable de acero.
—Que hay alguien en mi casa. No sé quién es. No sé qué hacer.
—¿Dónde estás? —Y empezó a dar muestras de que su serenidad habitual se iba rompiendo.
—En el baño.
—No salgas. ¿Me escuchas? No salgas. ¿Has llamado a la policía?
—No. —La respiración empezó a entrecortarse cuando seguí escuchando pasos por toda la casa. Esta vez mucho más rápidos y violentos—. Por favor, Álvaro, por favor…
—No te muevas —contestó con la voz muy queda—. No salgas. Voy a llamar a la policía y… lo que tarde en llegar.
A la policía le llevó presentarse allí quince largos minutos, que a mí me parecieron dos o tres horas. Cuando llegaron se encontraron la puerta que daba acceso a la calle abierta de par en par y, por supuesto, la casa vacía. Llamaron con los nudillos a la puerta del baño y después de cinco difíciles minutos, me convencieron de que eran las fuerzas del orden y yo abrí el pestillo.
Álvaro llegó al rato y entró como un toro en una cristalería. El policía que se encontró en la puerta debió de ponerle algún problema, porque le escuché espetar con la voz más alta de lo habitual:
—¡Yo os llamé! ¡Apártate!
Cuando entró en el salón seguido de dos policías solo me apeteció hundirme en su cuello y llorar. Pero no lo hice. Nos miramos en silencio y tras unos segundos se acercó al rincón en el que yo estaba sentada, en el suelo. Quise que se dejara caer de rodillas delante de mí, me cogiera la cara entre sus manos y dijera algo como: «Silvia…, ¿estás bien? ¿Te ha hecho algo? Voy a hacerte el amor para que se te pase el susto», pero no. Cogió una manta del sofá, me la echó por encima y me preguntó:
—¿Qué coño ha pasado?
Llevaba el pantalón del traje y la misma camisa con la que había ido a trabajar, sin corbata y con dos botones desabrochados en el cuello. Pero no llevaba chaqueta. Me pregunté si la tendría en el coche o si había salido tan deprisa de su casa que ni siquiera se había acordado de cogerla. Hacía frío.
Álvaro se puso en cuclillas y le agarré la camisa. Después empecé a hiperventilar.
—Tranquila. —Me abrazó y su mano se enredó en los mechones de mi pelo—. Shh…, tranquila.
Sin esperármelo se puso de pie, tiró de mí y me levantó. Preguntó a un policía que estaba pululando por allí dónde se encontraba la habitación y me condujo hasta ella en brazos. Que Álvaro me llevara en brazos a la cama era algo que casi valía el susto que me había llevado.
—Voy a ir a hablar con ellos un momento —dijo en susurros, cerca de mí—. Vuelvo enseguida.
—No, no, no —supliqué cogiéndole de la muñeca.
—Shh…
Cerró la puerta a sus espaldas y le escuché preguntar por el responsable. Después de un buen rato, volvió con un policía que me hizo doscientas mil preguntas y cuando el reloj marcaba más de la medianoche, apareció mi casero y poco después un cerrajero. Más tranquila me senté en el sofá para ver mi pequeña casa plagada de gente. Y al único al que me apetecía ver era a Álvaro. Lo más extraño es que yo nunca necesité a nadie para solucionar mi vida, a pesar de tener tres hermanos mayores del tamaño de un armario ropero. Yo sola me basté siempre… ¿hasta ese momento?
Atontada y muy asustada entendí que quien había entrado en casa era un exinquilino indeseable que aún conservaba las llaves. Muy bien, mini punto para mi casero por ser tan previsor y que no se le ocurriera cambiar la cerradura hasta aquella noche.
—Dígame una cosa —oí decir a Álvaro, que estaba de pie junto al sofá, con las manos en los bolsillos—. ¿Es usted imbécil o solo lo parece?
Mi casero se quedó lívido y comenzó otra vez con su mantra de disculpas mientras yo, envuelta en la manta y hecha un ovillo, los miraba.
—Las disculpas no servirían de nada si ahora Silvia estuviera herida, ¿entiende? —Y al decirlo sus ojos grises, helados, se clavaban en mi casero como dos cuchillos—. Mañana mismo hablaré con mis abogados. Igual ellos pueden hacerle entender lo soberanamente gilipollas que es. Y le aseguro que le sacarán algo más que un lo siento de mierda.
Alargué la mano y cogiendo la suya le pedí que se tranquilizara con un hilo de voz. No podía creerme que estuviera tan absolutamente exaltado y enfurecido. ¿Estaba preocupado por mí? ¿No significaba eso que yo le importaba? ¿O es que simplemente las cosas mal hechas le enervaban? Álvaro se pasó las dos manos por el pelo, nervioso y chasqueando la lengua, dio media vuelta y volvió a pasearse por el pasillo, arriba y abajo.
A las dos de la mañana mi casa volvió a vaciarse hasta que nos quedamos solamente nosotros dos. Nosotros dos y sin noticias de mi televisor, mi DVD y mi hucha de cerdito para el viaje a Nueva York. Menuda sorpresa se iba a llevar el caco al percatarse de la cantidad ínfima de céntimos cochambrosos que contenía.
Escuchamos al último policía cerrar la puerta al salir y nos miramos. Álvaro parecía cansado e irritado pero algo más tranquilo.
—Yo también debería irme —susurró. Yo asentí, mirando al suelo—. ¿Estás bien? —Se agachó y buscó mi mirada entre mi pelo revuelto.
—Sí. —Tragué saliva y con mi habitual instinto kamikaze añadí—: Sé que no debería pedirte esto y entenderé si me dices que no, pero… ¿podrías quedarte? No quiero…, no quiero quedarme sola. —Lo vi dudar y seguí hablando—. Es demasiado tarde para ir a casa de mi madre o de una amiga…
—Mmm… —Se mordió el labio inferior y poniéndose en pie asintió—. Está bien. Acuéstate. Estaré aquí.
—Ven… un rato —le pedí mientras me levantaba, aún vestida solo con el camisón.
Sus ojos fueron de mis hombros a mis clavículas y de allí a mi escote.
—No sé si… —murmuró.
—Por favor…
Me metí en la cama y dejé a mi lado un hueco donde él, visiblemente violento, se sentó.
—¿Te quedarás hasta que me duerma?
—Sí. Tranquila.
Me acomodé sobre la almohada y me quedé mirándolo. ¿Cómo diablos se podía ser tan guapo?
—¿Te tumbas? —pregunté en tono lastimero.
Álvaro no sonrió y se levantó de la cama. Cuando pensaba que había pedido demasiado y que se iría, se desabrochó el cinturón, lo sacó de las trabillas y lo dejó en la mesita de noche, enrollado. Se sacó la camisa de dentro del pantalón y puso una rodilla en el suelo y después la otra para desabrocharse y quitarse los zapatos y los calcetines. Después se dejó caer suavemente a mi lado en la cama, pero encima de la colcha y nos miramos, compartiendo almohada. Podría acostumbrarme…
—¿Estás cómodo? —le dije sonriéndole de oreja a oreja.
—Dame esa manta. —Y contagiándose de mi sonrisa se tapó por encima.
Me sentí de pronto muy cansada. Me planteé que podía haberlo sacado de su casa para, con chantaje emocional, hacerle pasar la noche conmigo y esa idea me hizo sentir basura. Pero entonces él, de lado, me acarició el pelo y me pidió que me relajara.
—Gracias, Álvaro.
—Por nada —susurró.
—Gracias por venir —insistí.
—Puedes sentirte honrada, ¿sabes? Normalmente no soy así —dijo volviendo a ese tono entre irónico, tenso y lascivo que utilizaba siempre conmigo.
—¿Y por qué conmigo sí?
—Eres tan pequeña y tan absurda que temí verte mañana en las noticias atrapada en una guerra de bandas o yo qué sé…
Yo me reí y me destapé una pierna. Sus ojos se deslizaron hasta ella y fue como si pudiera tocármela con la mirada. Pensé en desnudarme entera a ver si surtía el mismo efecto…
—¿Puedo preguntarte algo? —susurró sacándome de mis pensamientos guarrindongos.
—Claro.
—¿Por qué me llamaste a mí?
Sentí cómo enrojecía y alargando la mano apagué la luz. Ojos que no ven, vergüenza que no paso.
—No lo sé. No me lo planteé. Supongo que haces que me sienta segura…
No lo vi, pero creo que sonrió. Quise preguntarle yo también algo, algo sobre por qué me había dicho que lo esperara en la oficina para hablar con él para después marcharse sin decirme nada, pero preferí callar y dándole la espalda me acurruqué y cerré los ojos.